Treinta

Había disfrutado de mañanas de domingo más relajantes. Después de levantarse antes que nadie, Thorne vio un rato la televisión y luego decidió que más valdría ir a casa de Holland a recoger el coche. Se llevó un periódico para el trayecto en metro hasta Elephant and Castle. Lo hojeó con la esperanza de que a lo mejor los cotilleos, o los goles, o los suicidas con bomba apartaran su mente del lío en el que se encontraba. El guatemala profesional y el guatepeor doméstico. Mientras él correteaba alocadamente por las discotecas gays, se había producido un doble asesinato con arma de fuego en Tottenham. La barriada en que habían muerto dos jóvenes negros hacía mucho que se consideraba una zona donde la policía no se atrevía a poner los pies, y, al leer el artículo, Thorne pensó que estos últimos acontecimientos no era probable que la convirtieran en un punto de interés turístico.

El tren procedente de Pimlico iba casi vacío, pero en Stockwell Thorne hizo transbordo a la Northern Line y apenas podía leer el periódico sin darle un codazo al vecino en las costillas.

Volvió a mirar el artículo de la portada.

Un acontecimiento brutal, y también sencillo; relacionado con las drogas, casi con toda seguridad. Mientras leía se dio cuenta de lo mucho que anhelaba algo del montón, donde no hubiera que tomar opciones difíciles. Quería que este caso se acabara. Había casos, aunque sólo unos pocos, que lo habían marcado por dentro y por fuera, pero no recordaba ninguno que lo dejara con aquella sensación de no controlar nada.

No tenía ni idea de adónde se dirigía el caso..., ni tampoco él.

Levantó la vista del diario y sorprendió al hombre de enfrente mirándolo; enseguida vio que se apresuraba a subir la mirada hasta los anuncios que estaban por encima de la cabeza de Thorne y luego la bajaba al libro de bolsillo que tenía sobre sus rodillas.

En los trenes del metro todo el mundo miraba a otro. Daba igual dónde uno se sentara, a qué lado. Uno nunca conseguía ver lo que se avecinaba.

La novia de Holland, Sophie, no le arrojó exactamente a Thorne las llaves del coche cuando abrió la puerta, pero dio la impresión de que le habría gustado hacerlo. Thorne dijo hola, luego perdón, y pasó al interior. Probablemente era la acogida más cordial que iba a recibir aquel día.

—Ahora mismo salía un momento a la tienda —dijo Sophie cuando entró con Thorne en la sala de estar—. ¿Quieres algo?

Holland alzó la vista desde el sofá. Parecía que había dormido lo mismo que había logrado dormir Thorne. Meneó la cabeza; igual que Thorne, era muy consciente de que Sophie se limitaría a matar el rato hasta asegurarse de que este se hubiera marchado. Hacía algún tiempo, Thorne se había planteado llamarla, quizá pasar por allí algún día cuando no estuviera Holland para intentar solucionar lo que hubiese entre ellos. Pero no hizo nada, y ahora las cosas ya no podían cambiarse.

—Compra unas judías si quieres. A lo mejor preparo un chile con carne luego —dijo Holland.

Después, cuando ella se fue, hizo té.

—Gracias por lo de anoche —dijo Thorne.

—Haces bien en dármelas. Es una pesadilla conducir ese coche.

—No me refería al coche.

Holland lo miró a través del vapor de su té.

—¿Qué pasó?

Thorne lo puso al corriente de todo: desde que lo había dejado bajo la lluvia con el BMW, hasta el momento en que volvió al piso de Louise y apechugó con las consecuencias..., pero sin ir más allá. Con una sonrisa de satisfacción, Holland le recordó el momento en que se había hecho con el micrófono en Beware y empezó a gritar.

—Creo que tienes un don innato —dijo—. Solo necesitas agenciarte una gorra de béisbol o algo así...

Thorne se rio; le pareció que no se reía desde hacía tiempo.

—Aún puedes acudir a Brigstocke —dijo Holland.

—No...

—He estado pensando en eso.

Thorne ya estaba meneando la cabeza, pero Holland siguió adelante.

—Podrías hacer otro desvío, desde el teléfono de prepago que usas para hablar con Brooks otra vez a tu primer móvil. Tira el prepago, y nadie tiene por qué enterarse de lo de las llamadas. Tu palabra contra la de Brooks, si es que se llega a eso.

—No va a pasar.

—Pues nada, confiésalo todo. El jefe es amigo tuyo, ¿no?

—Ya tiene bastante marrón él solo. Sea lo que sea, y si es que sale de ello, lo que intentará es no meterse en líos —vio que Holland trataba de pensar en otra salida—. No te preocupes por eso, Dave.

La hija de Holland, Chloe, entró desde la habitación de al lado con el puño lleno de lápices de colores. Parecía una versión en pequeño de Sophie. Al principio, durante un par de años, Thorne le llevó regalos de cumpleaños, pero se había perdido el último, hacía unos meses.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.

—Éste es Tom —dijo Holland—. Ya ha estado aquí.

Pero Chloe ya había cambiado de tema. Se sentó en el suelo y sacó un cuaderno de colorear de una mesita baja. Thorne y Holland bebieron el té y la miraron trabajar, con los labios fruncidos de concentración. Thorne le preguntó qué dibujaba.

—El cielo —dijo ella.

Así de sencillo.

—¿Sigues pensando en irte de Londres? —preguntó Thorne.

Holland levantó los brazos en un gesto que lo invitaba a mirar a su alrededor.

—Tenemos que irnos a algún sitio —dijo.

Aquel primer piso siempre había sido estrecho, pero ahora, con juguetes desperdigados por el suelo y un carrito en el recibidor, Thorne vio lo mucho que Holland y su familia necesitaban más espacio. Sin embargo, se preguntó si la mudanza tal vez no sería un paso para que Holland escapara del Cuerpo definitivamente. Sabía que su novia estaba animándolo a considerar otras alternativas.

—Creo que a Sophie le apetece volver al trabajo —dijo Holland; se encogió de hombros—. La verdad es que no hemos decidido nada por ahora.

Thorne no recordaba qué era lo que Sophie hacía antes de tener a Chloe. No se molestó en preguntar.

—Estaría bien que no te fueras demasiado lejos —dijo.

Chloe llevó el cuaderno de colorear para enseñárselo a su padre. A Thorne le gustó el modo en que Holland puso la mano en la cabeza de su hija, y cómo el brazo de la pequeña se deslizó con naturalidad en torno a su cuello mientras miraban juntos el dibujo.

Sintió envidia.

—Ahora voy a dibujar un tiburón —dijo ella—. Y yo matándolo.

Garabateó otros cuantos minutos y luego arrastró una sillita de plástico hasta el televisor y se sentó con el mando a distancia en las rodillas.

Cuando Holland se levantó a por las llaves del BMW, dijo:

—¿Qué te pareció Brooks cuando hablaste con él?

Thorne recordó el cansancio de su voz, pero supo que no era eso lo que Holland preguntaba.

—Como si le diera lo mismo.

—¿Que lo atraparan?

—Todo.

—Mala noticia.

—Para alguien —dijo Thorne.

Louise aún no se había levantado de la cama cuando Thorne volvió, y se limitaron a intercambiar un puñado de palabras cuando por fin ella salió del cuarto, a punto de dar las once. ¿Le había ido bien el sofá para la espalda? Bien. ¿Le apetecía un buen desayuno? Genial, si no era demasiada molestia. Ella se llevó una taza de té de vuelta al dormitorio, salió vestida quince minutos después y declaró que iba a la tienda a comprar unas cuantas cosas.

—Podía haberlas comprado yo cuando fui a la casa de Dave —dijo Thorne mientras ella salía.

Louise cerró la puerta. Él no supo si lo había oído.

Cuando Hendricks salió de la habitación de invitados un poco más tarde, llevaba puesto el batín de Thorne y murmuraba lo bien que olía la panceta. Thorne sintió alivio al ver que parecía un poco avergonzado. Hendricks cogió una de las revistas, en apariencia contento de esconderse tras ella un rato, pero en vez de eso, se la llevó a la cocina cuando Louise lo llamó.

Mientras Thorne intentaba en vano leer la crónica del empate a cero de los Spurs en el campo del Manchester City, los oyó hablar en susurros. Al cabo de diez minutos preguntó a gritos a Louise si necesitaba ayuda.

—No hace falta —dijo ella.

Panceta, salchichas, huevos y judías; tostadas y café recién hecho. El sol bañando la mesa y algo inofensivo en la radio de la cocina. Thorne acabó el primero y se quedó mirando comer a Louise y a Hendricks; los escuchó conversar sobre temas triviales.

Por más que se esforzó, no estuvo callado mucho tiempo.

—Está claro que los dos creéis tener algún derecho para estar cabreados conmigo.

Ellos alzaron la vista como si acabaran de darse cuenta de que estaba allí.

—¿Y a ti qué te parece? —preguntó Louise.

Thorne había estado desvelado casi toda la noche, pensando en lo cerca que estuvo de perder a su amigo más íntimo. Se daba cuenta de que a lo mejor lo había perdido de todos modos; se daba cuenta de que a lo mejor perdía mucho más.

—Creo que anoche tuvimos suerte —dijo—. Creo que deberíamos estar..., agradecidos.

—Yo lo estoy —dijo Louise—. Es de otras cuantas cosas de las que no estoy tan segura.

Lo miró de frente, dio una rápida ojeada a Hendricks y enseguida volvió a mirarlo.

—Imagino que preferirás hablar de eso luego.

Thorne meneó la cabeza y empujó el cuchillo y el tenedor para juntarlos más.

—Nada de esto es sencillo que digamos, ¿sabes? Este caso.

—Contigo nunca lo es.

—¿Cómo dices?

—Nunca tomas el camino fácil, ¿verdad? Todo tiene que ser una puñetera lucha. Parece que no merece la pena hacer nada a no ser que duela. Pues si tú quieres sufrir, estupendo, pero no nos hagas cargar con las consecuencias también a los demás.

Thorne señaló a Hendricks.

—Dios, si no fuera por mí...

Hendricks lo miró, caldeado.

—¿Qué?

—Si no fuera porque tú hacías gilipolleces —dijo Louise—, a lo mejor a estas alturas ya habían cogido a ese cabrón. Lo de anoche no habría ocurrido jamás. ¿Te habría sido fácil aceptarlo?

Con un brusco movimiento de la mano señaló algo situado delante de ella; el tenedor chirrió contra el plato.

—¿Te habría dolido lo suficiente?

—¿Crees que fue culpa mía? —preguntó Hendricks.

—Yo no he dicho eso —dijo Thorne.

—¿Crees que tenía que haberlo recordado?

—Me sorprendió, nada más...

—Fue un cadáver que vi hace seis años, nada menos, ¿vale? Una autopsia en la que ayudé. ¿Tienes idea de con cuántos cadáveres trabajo cada semana? Si es que alguna vez supe el nombre, desde luego lo olvidé y, además, nunca supe cómo se llamaba el tipo al que acusaron de matarlo.

Hendricks iba exaltándose, y Louise alargó una mano para ponérsela en el brazo.

—Da la casualidad de que, cuando estás con las manos metidas hasta el codo en las tripas de alguien, casi siempre es más fácil si no te paras a pensar en él como en una persona, ¿vale? Si te olvidas de que se llama John o Anne o lo que sea. Eso lo hace muchísimo más fácil después, cuando estás quitándotelos de debajo de las uñas frotando con un cepillo y ya están metiendo al siguiente en la camilla...

Thorne levantó las manos.

—Phil...

—¿Y tú te acuerdas de todos? —Hendricks tenía lágrimas en los ojos y se las quitó de un furioso manotazo—. ¿De todos los cadáveres sin excepción, y del nombre de cada uno de los hijos de puta responsables de ellos?

Thorne pensó en lo que había dicho Louise. Olvidar aquellas cosas supondría tomar el camino fácil. Recogió su plato y lo llevó a la cocina.

Más tarde, mientras Hendricks estaba frito delante del televisor, Thorne y Louise hablaron en el dormitorio. Ya no hubo más teatro. El tono de Louise era comedido, razonable. A Thorne le resultaba más difícil enfrentarse a él que a los gritos.

—¿De verdad crees que Phil no tiene por qué preocuparse?

—Se preocupará pase lo que pase —dijo Thorne—. Pero Brooks me dijo que iba a cambiar de tercio.

—Qué bien que confíes tanto en él.

—Yo no he dicho eso.

—De acuerdo entonces. Digamos tan solo que confías en él más que en mí —sonrió con expresión sarcástica ante la reacción de Thorne y fue contando con los dedos—. Actuabas con la mejor intención, no querías involucrarme y, además, estabas intentando protegerme. He creído que más valía quitar de en medio estas cosas pronto para ahorrarte molestias.

—Todas son ciertas.

—Claro que sí.

—En realidad, no es que te haya mentido.

Louise dio una palmada en el borde de la cama con fingida decepción.

—Joder, ya sabía yo que se me olvidaba una.

Thorne se sintió acorralado, porque lo estaba. Sabía que no tenía dónde esconderse.

—Quise acudir a Brigstocke ayer —dijo—. Tú me convenciste de que no lo hiciera.

—¿Cuando te salvé el trabajo, te refieres? Sí, fui muy egoísta.

—¿Qué quieres que diga?

—Di lo que quieras.

—¿«Perdona»? ¿«Gracias»?... ¿Qué, qué?

Louise se dio la vuelta y se sentó en el filo de la cama. Sacó de la mesita de noche un tarro de crema de manos y empezó a ponérsela. Thorne se recostó en la pared. Oyó el televisor del piso de al lado y música clásica del piso de arriba. Pensó en lo mucho que había deseado tener un día libre.

—¿Y Brooks te ha dicho a quién iba a buscar?

Thorne se aferró a la pregunta con avidez. Ah, joder, sí, pensó: vamos a hablar como polis.

—A quienquiera que ayudara a Paul Skinner a tenderle una trampa, supongo. A Squire.

—Para ti sólo se trata de eso, ¿verdad? De intentar atrapar al otro.

La conversación profesional no había durado mucho.

—No es un poli corrupto normal —dijo Thorne.

Buscando las palabras adecuadas, intentó explicarle que no había trazado ningún ambicioso plan en sentido estricto; que con él nunca lo había. Solo una serie de decisiones estúpidas. Pero, por la expresión de su cara, comprendió que ella sabía que lo había atrapado.

—¿Y cómo de corrupto te vuelve a ti eso que has estado haciendo? —preguntó ella—. ¿O a mí lo que hice anoche?

—Nosotros no hemos asesinado a nadie.

—¿Y si a Cowans lo hubieran matado a otra hora, más tarde? ¿O si no hubiéramos encontrado a Phil a tiempo? ¿Crees que alguna de tus estúpidas decisiones a lo mejor sería solo un poquito responsable?

Thorne sabía que sí.

Louise guardó la crema y se puso de pie. Siguió frotándose las manos.

—Tienes que aprender de esto. Lo digo en serio, Tom. Sobre el modo en que haces las cosas. Y sobre mí...

Mientras ella pasaba por delante, camino de la puerta, Thorne pensó en alargar la mano y atraerla hacia él. Sin embargo, en aquel momento no la entendía en absoluto.

—¿Phil va a quedarse por aquí? —preguntó.

Louise meneó la cabeza.

—Brendan va a pasar a recogerlo. Phil lo ha llamado antes.

—¿No preferiría quedarse contigo?

—No. Si tú estás aquí, no.

—¿Un domingo por la mañana? Ojalá yo hubiera estudiado así —dijo Kitson.

Harika Kemal le había dicho que tenía mucho que leer; que no tenía tiempo de hablar.

—Le prometo que no lardará mucho...

—Ya se lo he dicho todo.

—Lo sé, y también sé lo difícil que ha sido.

—No creo que lo sepa usted.

Kitson oyó voces de fondo. Se preguntó si sería la pareja que había visto con Harika aquel día, delante de la universidad.

—Es una pregunta bastante sencilla, de verdad. Creemos que Hakan tal vez haya ido a Bristol —esperó una reacción que no llegó—. Me preguntaba si usted tendría idea de por qué.

—No sé dónde está.

—Eso no es lo que le he preguntado.

—Sí que lo es.

Kitson comenzaba a impacientarse. Si Kemal estaba en Bristol, a lo mejor ya se había ido a otra parte. Era muy posible que se hubiera dado cuenta de que la multa por estacionamiento indebido a lo mejor revelaba su paradero.

—Empiezo a preguntarme si quiere que encontremos a su hermano.

—Yo la llamé, ¿no?

—Y quizá esté deseando no haberlo hecho. ¿Ha hablado con su familia?

La respuesta fue rápida y sincera.

—No.

—Bueno, pues a lo mejor una de nosotras tendrá que hacerlo —Kitson se calló un momento; esperó a ver si los sorbetones de Harika eran preludio de las lágrimas—. Vamos a dar con su hermano antes o después, ¿sabe? Sus padres tendrán que enterarse. Así que, ¿por qué prolongar la angustia?

—Eso solo sería el inicio de la angustia —dijo Harika.

—Lo lamento, pero no puedo evitarlo —Kitson oyó música de fondo ahora. Subió un poco la voz—. Mire, no voy a fingir que Deniz no había matado una mosca, y estoy segurísima de que usted lo sabía tan bien como cualquiera. Pero él también tenía familia, y tengo que pensar en ellos. Usted debería estar pensando en ellos.

Empezaba a preguntarse si Harika Kemal seguía al teléfono cuando la chica dijo en voz baja:

—Un primo.

—¿Cómo?

—Tenemos un primo que vive en Bristol.

Iba a mitad de camino de vuelta hacia Kentish Town cuando el reloj del salpicadero llegó a las dos en punto; cortaba por King's Cross para librarse del tráfico dominical de Camden. Aparcó en cuanto tuvo ocasión e hizo la llamada.

—Debe de tener amigos influyentes aquí dentro —dijo Nicklin.

—La verdad es que no. Solo mucha gente que lo aprecia a usted tanto como yo.

—Bueno, sea rápido, ¿quiere? No quiero perderme la reposición semanal de «EastEnders».

—No tardaremos mucho.

Desde luego, Nicklin sabía que era algo irregular que los reclusos recibieran llamadas telefónicas personales, aunque fuesen de policías. Thorne ya se había pasado quince minutos antes al teléfono hablando con Long Lartin, dándole toda la matraca que pudo al funcionario de enlace con la policía. Al final este accedió a buscar un despacho muy tranquilo y a bajar al recluso a una hora convenida.

—Lamento lo de su amigo —dijo Nicklin.

Thorne había decidido no contarle a Nicklin que su plan se había quedado en agua de borrajas; que Hendricks estaba a salvo. Ya lo averiguaría con el tiempo. Por el momento, aunque Brooks había convenido en dejar en paz a Hendricks, a Thorne le parecía mejor no correr riesgos y dejar que Nicklin pensara que estaba furioso y apesadumbrado. Nicklin era tan obstinado, o, más bien, tan insistente en todos los sentidos como el propio Thorne.

Y, desde luego, la furia era bastante auténtica.

—Sí que lo lamentará usted —dijo.

A Thorne le había llamado la atención enseguida lo distinta que era la agresión contra Hendricks comparada con las demás que había cometido Brooks. Sabía que le habían comunicado la información, y además no tardó en reconocer la firma que llevaba. Puesto que conocía un poco el pasado de Stuart Nicklin, supuso quién la había planeado; se figuró que Nicklin debió de utilizar relaciones de una vida anterior para dar con el chico que fue a buscar a Hendricks a la discoteca.

—No estaría usted llamando si tuviera una sola prueba.

El tono de Nicklin era el de un hombre que se sentía invulnerable, pasara lo que pasase; por supuesto en lo que se refería a la ley. Después de todo, dos condenas a cadena perpetua eran más o menos igual que una.

—De todas formas, haga lo que crea que es mejor. No me importaría nada pasar otras cuantas semanas delante de un tribunal.

—Hay mejores maneras —dijo Thorne—. Maneras más baratas.

Oyó la sonrisa.

—Al menos su amigo se habrá marchado dando el golpe.

—¿Y cómo le gustaría a usted marcharse?

—Este es el típico rollo del «largo brazo de la ley», ¿no?

—Crea lo que quiera.

—Bueno, entonces, ¿qué hay al final? —preguntó Nicklin—. ¿Una barra de hierro? ¿Una cuchara afilada?

—Se lo advertí. Cuando estuvimos en el módulo de aislamiento.

—Cuidado con lo que dice, Tom. Debería saber que todas mis llamadas telefónicas se controlan de forma rutinaria. Es probable que esto se esté grabando.

—Ya voy acostumbrándome —dijo Thorne—. La verdad es que me importa un carajo.