Treinta y cinco

Thorne podría haber hecho el trayecto hasta Green Lanes dormido. Se había sentado en el coche a observar el restaurante de Zarif suficientes veces como para estar familiarizado con la rutina; para saber a qué horas iba y venía la gente. Sabía dónde aparcar para que no se viera su coche, y cómo rodear hasta el callejón que recorría las traseras de la pequeña hilera de comercios que había cerca de la estación de metro de Manor House.

Acababan de dar las once.

La entrada de servicio del restaurante de Zarif no era más que un pequeño patio que salía del poco iluminado callejón. Thorne sabía cuál era. Desde el extremo del callejón vio los contenedores de plástico gris. Había estado varias veces en aquel mismo lugar; había visto al viejo, o de vez en cuando a su mujer o a su hija, sacar las sobras al final de la noche y tirar botellas en el contenedor del reciclaje, mientras dentro los hornos se enfriaban y se acompañaba a los últimos clientes hasta la puerta principal.

Thorne sabía que, por lo general, esto sucedía antes de las once y media, o un poco más tarde los sábados. Durante la siguiente media hora se terminaban casi todas las tareas de limpieza. La mujer y la hija de Zarif volvían a la imponente y vallada casa familiar de Woodford, dejando que, como cada noche, el jefe se quedara solo tranquilamente, con una copa de vino o un fuerte café turco.

Satisfecho y pagado de sí mismo. Pensando en la recaudación que aquel día había obtenido el restaurante. En la recaudación que habían obtenido sus otros, y más lucrativos, negocios.

Desde donde estaba, Thorne vio un gato canijo que iba muy despacio por la parte de arriba de una de las verjas. Seguro que el animal sabía igual de bien cuándo se llenaban los cubos de basura. Empezó a lavarse cuando, de pronto, la alarma de un coche se puso a dar alaridos en la calle principal; entonces bajó de un salto y se perdió de vista.

Al cabo de un minuto o así Thorne vio que otra figura surgía de un pozo de sombra, apenas a dos metros de donde había estado el gato. Sabía que el hombre lo veía; que la farola de detrás proyectaba luz suficiente para hacer visible su breve saludo.

El hombre alzó una mano a su vez y luego desapareció tan rápido como el gato. Thorne se quedó allí otro minuto y después volvió al coche a esperar.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, mientras escuchaba caer las gotas de agua desde los árboles sobre el techo del BMW, seguía con la vista clavada en el otro lado de la calle.

Observando cómo se marchaban los clientes, y luego la única camarera; las figuras que aún se movían en el interior.

El restaurante estaba en una acera ancha, entre una agencia inmobiliaria y la oficina de tele-taxis. Esta era otra de las empresas de la familia, que llevaba el hijo mayor de Arkan, pero Thorne conocía las costumbres de los tres hijos tan bien como las de su padre. Si Memet o sus dos hermanos menores estaban allá dentro, Thorne sabía que ya estarían cómodamente instalados en la habitación interior, absortos con sus colegas en una partida de cartas donde se apostaba fuerte.

Estaba bastante seguro de que podía entrar en el restaurante sin ser visto. Si todo iba bien, no habría motivo para que nadie salvo las dos personas que importaban supiese que él había estado allí.

Más o menos, a las doce menos cuarto, Thorne vio detenerse un Mercedes oscuro. A los cinco minutos Sema Zarif y su madre, una mujer a la que Thorne no había visto jamás, salieron a toda prisa del restaurante, y se las llevaron. Miró y recordó lo que había dicho Louise; se preguntó por qué tan pocas personas que perdían seres queridos de forma violenta se volvían violentas a su vez. No recordaba exactamente las veces que había estado sentado donde estaba ahora..., y a punto de hacer eso mismo. Cruzar corriendo la calle, entrar corriendo y correr hacia Arkan Zarif. Coger cualquier cosa que hubiera a mano: una botella, un vaso, uno de aquellos cuchillos de los que Zarif se sentía tan orgulloso...

—Yo elijo lo que es toda la carne —le había dicho en una ocasión a Thorne.

Este recordaba la sonrisa. El leve movimiento de aquellos hombros.

Esperó otros diez minutos para estar seguro y luego salió del coche.

No es que le apeteciera mudarse a aquella zona, así que no se molestó en mirar ninguna propiedad mientras pasaba por delante de la inmobiliaria; caminó rápido, manteniéndose cerca del escaparate.

Cuando llegó al restaurante y miró hacia dentro, se sobresaltó al ver que Arkan Zarif clavaba la vista directamente en él, como si estuviera esperando a que apareciera. Al cabo de uno o dos segundos se dio cuenta de que solo era un efecto de la luz. Vio que, en realidad, Zarif tenía la mirada perdida en el vacío.

Thorne dejó que se le calmara la respiración; acercó la cara al vidrio y llamó con los nudillos.

Zarif se levantó y fue hacia la ventana, lleno de curiosidad. Thorne vio que entornaba los ojos y luego, pasados cinco o diez segundos, vio que los abría mucho a medida que en su cara se reflejaba una expresión de reconocimiento.

Thorne sintió que la cólera le estallaba en el pecho; no lo había reconocido enseguida.

Zarif fue hasta la puerta y abrió con la llave. Sonriente, le hizo señas para que entrara al tiempo que miraba el reloj.

—Debe de tener mucha hambre —dijo.

No era un local grande: media docena de mesas, ahora con las sillas bien pegadas a ellas, y un par de reservados. El surtido de faroles de vidrio, metal y cerámica que colgaban del brillante techo de pino estaban apagados; la única luz que había la daba una lámpara situada tras la pequeña barra, o subía desde el pie de la escalera que, en la esquina opuesta, bajaba en espiral hasta la cocina.

Zarif volvió despacio a uno de los reservados donde lo esperaba una botella y una copa ya empezada. Se metió con trabajo detrás de la mesa y se deslizó por el asiento de vinilo marrón. Una música de baja intensidad llegaba de unos altavoces situados por encima de la barra: una mujer cantando, flautas y tablas. Una cítara, quizá...

Thorne se sentó enfrente. Abrió las piernas para que sus pies no entraran en contacto con los de Zarif por debajo de la mesa.

—No hay comida —dijo Zarif—. Ya hemos cerrado esta noche.

—No importa.

Había engordado un poco desde la última vez que Thorne lo vio, aunque seguía pareciendo más corpulento que gordo. Era cargado de espaldas y se había encorvado al caminar. Llevaba una camisa blanca, tirante sobre el vientre y metida por dentro de unos pantalones grises. Las mangas estaban subidas, y donde los botones estaban abiertos, el vello negro y canoso salía por encima de una camiseta blanca.

Se veían más canas en el pelo también, aunque seguía conservándolo todo, engrasado y peinado hacia atrás sobre las pobladas cejas. En los carrillos había una incipiente barba blanca, y el grueso bigote seguía el mismo camino. Pero los ojos eran exactamente tan verdes como Thorne recordaba. Puso una mano en la botella.

Raki —dijo—. Leche de león. ¿Quiere?

Thorne hurgó en el bolsillo.

—No gratis, no.

Sacó la billetera y, de ella, un billete de cinco libras.

Zarif fue a por un vaso a la barra y sirvió la bebida.

—Está cerrada la caja. Tendrá que ser por nada.

Thorne se encogió de hombros pero dejó el dinero en la mesa, doblado dentro de un juego de vinagreras de acero inoxidable.

Zarif rozó su vaso con el de Thorne. Dijo:

Serefé.

Thorne no dijo nada pero recordó el brindis. Recordó que significaba: «por nuestro honor». La bebida era transparente y sabía a jarabe para la tos, aunque eso no importaba mucho.

—Sigue usted apareciendo de forma inesperada al final de mis investigaciones —dijo Thorne—. Es como no saber de dónde viene un mal olor y luego, de pronto, descubrir el bicho murrio detrás de un armario de la cocina.

Zarif se llevó el vaso a los labios; bebía rápido, a sorbos, como si fuera café exprés.

—¿Esto es un asunto de la policía o personal?

—Es un caso de asesinato.

—La última vez creí que era las dos cosas, porque parecía usted un perro que se agarra a una cosa y tira de ella. ¿Recuerda cuando nos sentamos aquí dentro a hablar de nombres? —levantó la mano y escribió en el aire con un grueso dedo—. Thorne. Así dicen ustedes «espino» en inglés: cubierto de púas, y difícil quitárselo de encima.

Zarif tenía mucho acento y se paraba a buscar alguna que otra palabra. Pero Thorne sabía muy bien que exageraba las dificultades con el idioma cuando le convenía.

—Usted también me dijo lo que significaba su nombre —dijo Thorne—. Arkan, que significa «sangre noble», pero también significa «culo».

Zarif ladeó la cabeza.

—Eso era allá cuando usted representaba el número del anciano abuelo inofensivo. Antes de que yo lo conociera mejor.

—¿Qué quiere?

—Es usted un hombre de negocios muy bueno, no cabe duda. Entiendo por qué le van tan bien las cosas.

Zarif extendió los brazos y miró a su alrededor.

—No me refiero a esto —espetó Thorne, enojado—. No me tome por un gilipollas.

—Me esforzaré mucho por no hacerlo.

—Todo va de descubrir nuevas oportunidades mercantiles, ¿verdad?

—Desde luego.

—De dar con el modo de aprovecharlas.

—Un negocio debe expandirse.

Si hubiera alguien en una mesa contigua, le habría dado la impresión de que el hombre de más edad disfrutaba de la compañía y la conversación.

—De lo contrario no merece la pena.

—Los Black Dogs fueron una ocasión perfecta.

—¿Dogs? ¿Perros? Vaya, me he perdido.

—Relativamente nuevos en el negocio de las drogas..., tamaño mediano... Ganancias fáciles para una empresa como la de usted.

Zarif no dijo nada, pero Thorne tampoco esperaba que lo hiciera.

Todavía no.

—Mejor aún si se mantienen las manos limpias —dijo Thorne—. Si se manda hacer el trabajo sucio.

—¿Qué cree usted que voy a decir exactamente?

Al mencionarse el nombre de Zarif, el panorama se había aclarado con rapidez... Y también se había vuelto más horrible. En otras circunstancias, Thorne, tal vez, habría dudado de la conclusión a la que llegó, pero sabía mejor que casi nadie de lo que era capaz Arkan Zarif.

Las guerras entre bandas, puras y duras como aquella en la que Zarif andaba metido cuando él y Thorne se conocieron, eran iniciativas arriesgadas. A menudo la inoportuna atención de las autoridades pesaba más que obtener cualquier ventaja financiera; o, si no, las enemistades mortales que después duraban años.

Tanto mejor si otro libraba esas guerras por uno.

«Jennings» y «Squire» le habían tendido una trampa a Marcus Brooks seis años antes, y ahora alguien lo utilizaba otra vez. Zarif solo tuvo que darle un motivo. Uno bien sencillo. Tras ordenar que mataran a Ángela Georgiou y a su hijo, no fue difícil hacer llegar la noticia a Long Lartin, al tiempo que se insinuaba quién era el responsable. Luego no tuvo más que quedarse cruzado de brazos, mirando cómo Brooks les ajustaba cuentas a los Black Dogs por él. Cómo creaba espacio para que se metieran Zarif y su familia.

Le dio cuerda a Brooks y lo soltó.

—¿Cómo encontró usted a Brooks? —preguntó Thorne.

Mientras Zarif lo miraba con gesto inexpresivo, Thorne calculó que probablemente fuera a través de un colega de la cárcel; tal vez el mismo que Zarif usó más tarde para asegurarse de que Brooks supiera, o creyera saber, quién había matado a su novia y a su hijo. Otra posibilidad era que Zarif tuviese a alguien trabajando dentro de los propios Black Dogs. Esa menos probable, pero esa idea dio lugar a otra.

—Dios mío, debió de ponerse muy contento cuando Brooks también empezó a cargarse a la pasma por usted. A deshacerse de cualquier «amigo» que los moteros tuvieran en la policía. Un auténtico extra, creo yo.

Zarif se sirvió otro trago, tres o cuatro dedos.

—Perdone si me cuesta trabajo seguir todo esto. Tal vez debería decirme qué es lo que cree que he hecho.

—Yo sé lo que ha hecho usted.

—Enhorabuena —con suavidad, Zarif dio unos golpecitos con los dedos en el tablero de la mesa en un gesto de fingido aplauso—. No obstante, ha venido aquí solo y no me ha enseñado ninguna identificación. Así que, sepa usted lo que sepa, o lo que crea saber, dudo de que vayan a arrestarme pronto.

Era la segunda vez aquel día que alguien le decía lo mismo a Thorne. Estos hijos de puta parecían saber de forma instintiva cuándo estaban en un aprieto de verdad y cuándo no. Thorne sintió cierta macabra satisfacción al pensar que el policía que hacía unas horas lo había retado a que actuara, ahora estaba muchísimo menos gallito que entonces.

Pensó que, a pesar de su tono lleno de seguridad, también Zarif parecía un poquito más tenso. O quizá solo es que iba poniéndose más borracho. Más nervioso.

—He querido darle la oportunidad de contármelo.

—¿Contarle qué?

—Su última oportunidad...

—¿Decirle que está usted soñando? ¿Decirle que se vaya a tomar por el culo?

—Contarme lo de Brooks. Lo de su mujer y su hijo —dijo Thorne—. Un coche que no paró.

Una botella. Un vaso. Uno de los propios cuchillos de Zarif.

—Cualquier otra cosa que crea que me gustaría saber...

La voz de mujer que procedía de los altavoces de encima de la barra iba volviéndose más alegre; la música, una pizca más optimista.

—Vamos, ya es hora de que se vaya —dijo Zarif.

Thorne se deslizó por el asiento y dijo:

—Tengo que orinar.

Se tomó su tiempo en ir hasta la escalera, tardó unos segundos en orientarse y al fin abrió empujando la alabeada puerta sin barnizar del diminuto retrete. Olió a humedad y desinfectante, y a algo pestilente también; algo que iba en aumento y que salía de sí mismo.

Se apoyó en la puerta y aspiró el hedor.

No. No se ha terminado.

Alargó la mano hacia delante y tiró de la cadena. Luego, mientras la cisterna seguía llenándose ruidosamente, salió al estrecho pasillo. Había cajas apiladas contra las paredes de bovedilla, y por una puerta medio abierta vio los enormes quemadores de gas de la cocina y una superficie de acero, bien frotada, en forma de «L».

Dio media docena de pasos hasta el otro extremo; hasta una puerta metálica gris. Con suavidad, descorrió los pestillos, el de arriba y el de abajo.

Probó el picaporte.

Luego Thorne se dio la vuelta y regresó hacia la escalera; solo se detuvo unos segundos en el camino para meter las manos bajo el grifo del agua fría.