Veintinueve
Thorne y Holland iban de vuelta al coche cuando llegó la llamada.
—Aquí Kenny Parsons, señor...
Lo que dijo Parsons, a continuación, se perdió bajo el vocerío de fondo. Thorne reconoció la voz de Hendricks; sintió que el alivio lo abrasaba. Luego otra voz masculina; amenazando.
—¿Qué coño pasa? —gritó Thorne.
Se produjo un breve silencio hasta que oyó que le pasaban el teléfono a otra persona; a Louise, que carraspeó.
—Me equivoqué. Él está bien —hablaba con agitación, sin aliento—. La he cagado.
—Cuéntame.
—Creí que era Brooks, ¿vale? Que atacaban a Phil. Lo vi y solo pensé...
—No hables tan rápido.
Ahora Thorne oyó a Parsons diciéndole a la gente que se callara, alzando la voz por encima de la de ellos.
—Lo que estaba era mojando, por el amor de Dios... Un chaval que ha conocido...
—¿Estás segura?
Louise empezó a contarle cómo Hendricks la había arrancado del hombre que estaba en el suelo, pero luego titubeó, como si no quisiera decir mucho más. Qué más había visto.
—Parecía que este tipo estaba..., encima de él, ¿sabes?
Thorne caminaba más rápido.
—¿Alguien está herido? —preguntó.
Antes de que Louise pudiera contestar, alguien le arrebató el teléfono.
—Ahora mismo lo único que quiero es joderte —dijo Hendricks—. Ir derecho a Brigstocke y meterte en la mierda todo lo hondo que pueda.
Thorne sabía que él tenía todo el derecho a estar tan enfadado como Hendricks, y además lo estaba. Pero se esforzó para que no lo pareciera.
—Más vale que cierres el pico y escuches —dijo.
Hendricks lo entendió.
—No era una vacilada, ¿vale? Eres un blanco válido porque hace seis años testificaste en el juicio de Marcus Brooks.
—Vete al carajo —dijo Hendricks—. Apenas había acabado las prácticas hace seis años. No había puesto el pie en una puta sala de juicios.
—El forense principal era Allan Macdonald.
—¿Y qué?
—¿Te suena de algo?
—Fui ayudante suyo durante seis meses o así...
Hendricks dejó la frase sin terminar, y en aquel breve silencio Thorne oyó que la confianza en sí mismo se desvanecía.
—Murió hace un par de años, creo.
—Exacto. Lo cual te pone a ti el siguiente de la fila. Muy a mano, joder.
—Sigo sin saber de qué me hablas. Yo no tuve nada que ver con ese juicio. ¿No crees que me acordaría?
—La acusación presentó una declaración escrita que confirmó la posibilidad de que hubieran asesinado a Simon Tipper durante el tiempo que Brooks estuvo en su casa. La hora de la muerte era el elemento clave de la defensa de Brooks; el único elemento, más o menos. Cuando aquella prueba médica se puso delante de un jurado, junto con las huellas del vaso y todo lo demás, el veredicto únicamente podía ir en un sentido.
—Por entonces yo me limitaba a preparar el equipo. Limpiar los canales de desagüe, hacer el papeleo...
—Tú refrendaste aquella declaración, Phil.
Solo la lluvia durante unos segundos, y voces amortiguadas.
—Joder.
—Sí. Joder.
Thorne se sobresaltó un poco al sentir el roce de una mano en el brazo. Siguió la mirada de Holland hacia el coche, que seguía aparcado delante de Spice of Life. Vio la pegatina en el parabrisas y luego el sucio cepo naranja cogido a la rueda delantera.
—Esperad ahí —le dijo Thorne a Hendricks—. Estaré con vosotros en cuanto pueda.
La copa que Thorne le había prometido a Holland por su ayuda aquella noche se había convertido en algo más sustancioso para cuando lo convenció de que se quedara con el coche a esperar a los del cepo. Salió a la calzada diciéndole que tuviera cuidado con el embrague del BMW, que estaba chungo. Luego, mientras paraba por señas a un taxi que pasaba, se volvió para gritarle que recogería el coche en algún momento del día siguiente.
Cuando el taxi daba la vuelta para cambiar de sentido, y mientras Thorne veía a Holland subirse a su coche diciendo algo entre dientes, el móvil volvió a sonar.
—Lo habría dejado divertirse un poco —dijo Brooks—. Antes de que el chaval me lo trajera.
Thorne tardó unos segundos en entender. La persona con quien Louise había encontrado a Hendricks en el callejón era un cebo. Trabajaba con Brooks. Un rápido manoseo para hacer que Hendricks se interesara; luego de vuelta a la casa del chaval, donde Brooks estaría esperando.
—El pobre cabroncete ha vuelto con el rabo entre las piernas. Una mujer le había dado una tunda de muerte.
Thorne se recostó en el asiento mientras el taxi aceleraba y se alejaba por Charing Cross Road.
—Hendricks es terreno prohibido —dijo.
—¿Porque es tu amigo?
—No tiene nada que ver con lo que te pasó.
Thorne sentía que el pecho le saltaba contra el cinturón de seguridad. El agua le goteaba del pelo y se deslizaba entre su oreja y el móvil.
—Ángela y Robbie no fueron terreno prohibido.
Thorne se apresuró a secar el teléfono en la camisa. Pensó decir que lo sentía. En su lugar, dijo:
—Yo sé lo que es la pérdida.
Había manchas marrones en la ventanilla que separaba a Thorne del taxista, pero aun así aquél distinguía los lunares que el hombre tenía en el cogote.
Brooks gruñó.
—Nicklin me lo dijo.
Thorne apretó la mano en torno al teléfono. Se preguntó si había algo que Nicklin no supiera acerca de él.
—¿Y qué?
—No es lo mismo.
No había tiempo de discutir, aunque bien sabía Dios que Thorne lo había repasado en su cabeza bastantes veces.
—¿Por qué hacérselo pasar mal a otras personas?
—No es...
—¿Y a otras familias?
El taxímetro saltó dos veces, y cuando por fin Brooks respondió, siguió sin ser una respuesta.
—Mira, siento que sea tu amigo el tipo de la discoteca. Es raro cómo salen las cosas, ¿verdad?
Thorne sabía que en aquello no había nada raro. Sabía exactamente cómo se había realizado la conexión. Quién hizo la investigación de rigor y, después, le comunicó la información a Marcus Brooks.
Eso lo arreglaría en persona más tarde.
—Escucha lo que te digo, ¿eh? Las cosas te irán muy mal a menos que te olvides de Phil Hendricks. Eso tienes que saberlo.
Diez segundos pasaron antes de que Brooks volviera a hablar.
—Hay otra gente que me interesa más —dijo.
A Thorne aquello le sonó bastante a un acuerdo.
—Así que, ¿dónde acaba esto, Marcus?
—Quién diablos sabe.
—¿Vas a perseguir al juez después? ¿A las personas del jurado?
El taxi rodeó rápido el borde oeste de Trafalgar Square y viró a la izquierda en ámbar hasta el Strand.
—No olvides al taquígrafo y al tipo que conducía la furgoneta de la cárcel.
—¿Cuánto se tarda hoy día? —preguntó Brooks—. ¿En localizar una llamada?
—Nadie está localizando esta llamada.
—Ya han pasado cinco minutos, ¿no?
—No hay nadie escuchando, te lo juro por Dios.
—Vale.
—Por eso te he dado este número.
Thorne oyó la fatiga en el breve silencio, y también en las palabras de Brooks cuando llegaron. En el poco tiempo que llevaban hablando, su voz había ido haciéndose más lenta, más pastosa; como si estuviera haciendo efecto un anestésico.
—Me parece que te creo de verdad —dijo.
—Eso está bien.
—Y... Y no lo sé.
—¿Qué?
—Dónde va a acabar esto...
—¿Marcus?
Pero Brooks ya no estaba al teléfono.
La lluvia había amainado, y cuando el taxi de Thorne se detuvo estaban esperando ante la fachada de la discoteca. Cuando iban por la mitad del puente de Waterloo le había metido un billete de diez en la mano al conductor, y ahora salió del vehículo en cuanto paró junto al bordillo.
Louise, Parsons y Hendricks se apartaron de la cola que esperaban para entrar; Parsons se quedó un poco por detrás de los otros dos mientras Thorne iba hacia ellos con los brazos abiertos en un gesto interrogante.
—¿Por qué habéis dejado marchar al chaval?
Louise meneó la cabeza, enfadada.
—¿Cómo?
A Thorne no se le escapó la mirada feroz de Hendricks cuando giró sobre sus talones y se apartó, frustrado.
—Dios, he tenido suerte de que no quisiera empapelarme por agresión...
—Le habían dicho que lo hiciera.
Thorne echó una ojeada a Parsons y se acercó un paso a Louise.
—Kenny es legal —espetó ella, enojada.
Thorne asintió y bajó la voz de todos modos.
—Estaba todo amañado. Iba a entregarle a Phil a Brooks después.
Hendricks estaba observando detenidamente el suelo; arrastrando una zapatilla de deporte de aquí para allá por la acera húmeda. Llevaba puesta una fina camiseta negra por encima de unos tejanos, y Thorne imaginó que habría dejado la chaqueta dentro. Que, probablemente, el hecho de que estuviera empapado no era el único motivo para que temblara.
—¿De dónde has sacado todo eso? —preguntó Louise.
Por su fría sonrisa, Thorne vio que ya lo sabía. Bajó la voz más aún.
—Brooks ha llamado cuando venía de camino.
Estaba a punto de decir más pero lo hizo callar el alarido de una sirena. Todos se volvieron a mirar una ambulancia que salía pitando desde el puente; la vieron saltarse el semáforo y correr hacia el sur.
—¿Sabe dónde vivo? —preguntó Hendricks.
Thorne no le había dado a Hendricks demasiados detalles cuando hablaron, pero ya no parecía tener mucho sentido guardarse nada.
—El vídeo del mensaje se grabó a la puerta de tu casa.
—Vaya, eso es genial, joder.
—No pasa nada, Phil...
—¿Entonces esta noche me voy a tu casa, o qué?
—Hombre, desde luego él sabe dónde vivo yo —dijo Thorne—. Creo que todos deberíamos volver a casa de Lou.
Echó una ojeada.
—Si a ti te va bien...
En ese momento Louise hacía un gesto con la cabeza a Parsons, que se quitó la chaqueta y se la pasó. Cuando ella se dio la vuelta, su sonrisa era aún más glacial.
—Por mí, bien —cruzó y le puso la chaqueta a Hendricks por los hombros—. Supongo que tu compinche no te comentaría por casualidad si yo estaba en su agenda de direcciones, ¿verdad?
Thorne estaba seguro de que a Brooks le habían dado toda aquella información, pero estaba casi igual de seguro de que no iba a utilizarla.
—Creo que ya no habrá problemas —miró a Hendricks—. Le he dicho que lo deje.
Hendricks le devolvió la mirada.
—Cuando llamó, ¿sabes? Me parece que lo ha comprendido.
—¿Que a ti te parece? —dijo Louise.
—Creo que nos entendemos.
—¿Tienes idea de lo ridículo que suena eso, joder?
—Louise...
—¿Y de lo ridículo que suenas tú?
Thorne se quedó allí, quieto, deseando no haber dejado a Holland en el coche. A pesar de todo el enfado con pretensiones de superioridad moral que lo invadía antes, de pronto se sintió aislado y, además, lleno de aprensión. Tan ridículo como decía Louise, en todos los sentidos. Cuando pasara la tempestad, supo que habría preguntas que responder y no sabía cómo iba a enfrentarse a ellas.
La acera mojada olía a moqueta nueva.
—Bueno, deberíamos volver a Pimlico —dijo—. Kenny, ya puedes irte a casa, y nosotros cogeremos un taxi.
Parsons miró a Louise buscando su visto bueno.
—Yo tengo cosas ahí dentro —dijo Hendricks—. Y además, de todos modos, no voy a ningún sitio hasta que me haya tomado una copa bien grande.
Empezó a dirigirse de nuevo hacia la discoteca y, al cabo de unos segundos, Louise se volvió para ir detrás, llevando a Parsons consigo.
Thorne los vio marcharse al tiempo que escuchaba desvanecerse la sirena, a más de un kilómetro de distancia quizá. Con cada mano agarró el cálido forro de un bolsillo de la cazadora, y entonces se dio cuenta de que Hendricks no era el único que estaba temblando.