Diez
El inspector Paul Skinner bajó la vista hasta la pantalla y se mordió despacio el labio superior mientras se veía a sí mismo: caminando por la calle; parándose un momento para mirar un escaparate; volviéndose en un punto y mirando directamente a la cámara. Al acabar la breve secuencia de vídeo, congelada en un borroso plano de sí mismo y de una transeúnte, Skinner chasqueó la lengua en los dientes y le devolvió el teléfono a Thorne.
—Sí que es raro, coño.
Skinner, Thorne y Holland se encontraban en la cocina, grande y algo oscura, de una casa pareada victoriana de Stoke Newington. Una zona bastante animada: Clissold Park en la misma puerta y un bullicioso mercadillo en Church Street los fines de semana. En tiempos, esta parte del norte de Londres había gozado de muchas simpatías entre disidentes y radicales, y conservaba un aire multiétnico y bohemio, en el pueblo por lo menos; un lugar relajado, tranquilo. Pero la casa de Skinner solo estaba a unas cuantas calles de donde, en 1967, Reggie Kray asesinó a Jack Sombrero McVitie ensartándolo repetidas veces con un trinchante. Y no estaba precisamente a un millón de kilómetros de donde, casi cuarenta años después, alguien le había hecho más o menos lo mismo a Deniz Sedat.
La esposa de Skinner asomó la cabeza por la puerta; volvió a preguntar si a Thorne o a Holland les apetecía algo de beber. Skinner dijo que no en su nombre y volvió a sentarse ante una anaranjada mesa de pino.
Señaló el teléfono móvil de Thorne.
—Eso fue ayer.
—¿Cuándo? —dijo Holland.
—Salí un momento a tomarme un bocadillo, igual que siempre. Las doce y media, la una menos cuarto, algo así —volvió a señalar—. Eso está a un centenar de metros de mi comisaría...
Skinner tenía su base en la comisaría de Albany Street, en Camden, en una Unidad de Protección Pública de Distrito. Un buen chollo, la clase de trabajo que la mayoría de los polis mataba por coger cuando se acercaban a los treinta años de servicio. Más o menos, todo el estrés que requería la tarea era comprobar que el esporádico delincuente sexual estuviese donde debería estar. Reuniones y mucho estar sentado; todo el té y las galletas que se quisiera, y ni la menor probabilidad de que nada perturbara los fines de semana. Mucho tiempo libre para trabajar en el jardín o jugar al golf... O para ver cuánta cerveza era uno capaz de trasegar, que parecía ser el modo en que Paul Skinner prefería pasar las mañanas del sábado.
Sobre la mesa, delante de él, tenía abiertas una lata de cerveza y las páginas de deportes del Daily Star. Como sabía de antemano que Tom y Holland irían a verlo, estaba claro que a Paul Skinner no lo preocupaba demasiado qué impresión daba.
Tenía unos cincuenta y tantos años. Una camisa blanca sin corbata colgaba de un cuerpo levemente, aunque todavía, musculado. El pelo rubio pajizo iba clareando, aunque más o menos cumplía su función, y los ojos brillaban tras unas gafas con montura de acero.
—¿Así que Marcus Brooks sigue sin sonarle? —preguntó Thorne.
Skinner tenía la costumbre de lamerse los labios todo el rato, como si estuvieran secos y cortados, o como si contemplara la posibilidad de darle un mordisco a alguien. Volvió a lamérselos otra vez antes de tomar un rápido trago de cerveza.
—Ni siquiera un poco —dijo. El acento era puro sur de Londres; la voz, lo bastante áspera como para no desentonar con él—. Y tengo buena memoria para los nombres, de modo que...
—¿Y qué me dice de los Black Dogs?
—Moteros, ¿verdad?
Thorne asintió con la cabeza.
—Unos cabronazos desagradables, según me han contado.
—¿Nunca ha tenido tratos con ellos?
—Sé de gente que sí —Skinner miró de Thorne a Holland—. Este tío Brooks. Uno de ellos, ¿no?
Thorne le explicó el papel que en tiempos había desempeñado Marcus Brooks en la historia del club motociclista Black Dogs. Su temporada en la cárcel y las muertes aún sin resolver de su familia. El papel que desempeñaba ahora.
—Santo Dios... Nunca se sabe cómo va a reaccionar la gente, ¿verdad? Ocurre algo así y los desquicia.
—Exacto —Holland se apartó de la encimera y se apoyó en la pared de enfrente—. Y ahora le hace fotos a usted.
Skinner se lamió los labios y bajó la vista para mirar por el agujero de la lata de cerveza.
—Tenemos que averiguar por qué —dijo Thorne.
—Como le he dicho, el nombre no me dice un carajo, pero creo que recuerdo el caso primitivo, en realidad.
—Julio de 2000...
—Sí, un ladrón que se carga a un tío, me resulta familiar. Creo que precisamente yo empezaba en la Brigada Móvil por entonces, pero tenía unos cuantos colegas en Crimen Organizado, ¿saben? No fue mucho después de que me trasladara desde el antiguo GOSIZ Este, que es de donde conozco a vuestro jefe.
Se volvió para mirar a Holland y, como si hablara con un novato en prácticas, le explicó:
—GOSIZ: Grupo Operativo de Sucesos Importantes de Zona. «Homicidios Este», ahora.
Holland vio que Tom sonreía de satisfacción y tuvo que desviar la vista.
—Gracias...
—Le cambian los nombres a todo, coño —dijo Skinner—. Cada diez minutos.
—¿No tiene ninguna relación con los policías que investigaron el asesinato de Tipper? —preguntó Thorne.
—No que se me ocurra.
—¿No conoce a Sharon Lilley?
Skinner meneó la cabeza; vació la lata.
—Pero no me sorprende que Russell Brigstoke haya llegado a comisario. Era un buen tipo.
—Aún lo es —dijo Thorne.
—Sabe lamer los culos que haga falta, eso sí. Conoce las reglas.
Normalmente Thorne se habría mostrado de acuerdo, pero recordó la cara de Brigstocke el día antes, después de su entrevista con la JRP.
—Oiga, a lo mejor usted no conoce a Marcus Brooks —dijo—, o al menos no sabe de qué lo conoce...
—Yo no lo conozco.
Thorne levantó las manos y dijo: «Vale, lo que sea»; tenía muchas ganas de avanzar. Le habían explicado lo de los mensajes con foto cuando llamaron por teléfono la noche antes y lo habían repasado otra vez al llegar, pero Skinner no parecía comprender lo serio de la situación. Era como si le hubieran enseñado una secuencia de otra persona.
—Lo malo es que él parece conocerlo a usted.
—Y eso no es bueno para la salud —añadió Holland—. Desde luego, las personas cuyas fotos nos han enviado habían tenido mejor aspecto.
Skinner se quedó pensando.
—De todos modos, ¿por qué le envía Brooks estos mensajes?
—Estaba en la cárcel con uno a quien encerré —dijo Thorne—. Uno que creyó que a lo mejor era divertido implicarme.
—Bueno, quizá es ésa la relación que hay conmigo.
—¿Cómo dice?
—Así, a través de un tercero.
—Es posible.
—Quizá yo encerré a un amigo suyo alguna vez. Alguien de su familia.
—Quizá.
Thorne creyó que era poco probable... Y sabía que Skinner también creía que era poco probable. Aunque fuera una posibilidad remota, decidió probar suerte.
—Calculo que los nombres de Jennings y Squire no le dicen nada, ¿verdad? Unos polis.
Skinner se quedó mirándolo con expresión vaga.
—Conozco a muchos polis —se encogió de hombros—. Cuando trabajaba en Kensington tuve un patrón de arresto llamado Jenner...
—Da igual —dijo Thorne—. Comprobaremos eso de la tercera persona, pero mientras tanto, si se le ocurre algo...
Skinner asintió, al tiempo que se levantaba y rodeaba a Holland para ir al frigorífico.
—Por supuesto, pondremos vigilancia en la casa y obtendremos el visto bueno de su comisario para que le dé un permiso.
Skinner cerró la puerta del frigorífico. Tenía otra cerveza en la mano.
—Y un huevo —dijo—. Yo sé tener cuidado solo y desde luego no necesito ningún permiso. Me parece que estoy bastante a salvo en el trabajo, ¿no cree?
—Brooks mató a su segunda víctima en un hospital lleno de gente —dijo Holland.
—Sí, bueno, pero en una comisaría no va a entrar, ¿no? Por muy hecho una mierda que esté.
Thorne no vio sentido en discutir. Lo que tuviera que hacerse, se haría. Se movió para dejar que Skinner volviera a su silla y echó una mirada a Holland.
—Más vale que dejemos de estorbarle —dijo.
Aquello pareció agradar a Skinner. Empezó a hojear rápidamente las últimas páginas del periódico.
—¿De qué sois, del Arsenal?
—Del Spurs —dijo Thorne—. ¿Y usted?
—Millwall, por desgracia. Esta tarde estaré allí, viendo cómo nos la meten.
—Pero eso fortalece el carácter —dijo Holland—. ¿Verdad?
—Dios —Skinner hizo saltar la arandela de la lata y sorbió espuma de alrededor del borde—. ¿Cuánto carácter de los cojones necesita un hombre?
Mientras se marchaban, Skinner no les quitó ojo de encima; su mujer, más metida en el recibidor, también echó un vistazo algo nervioso por detrás de él. Thorne y Holland se volvieron en el umbral, y en ese instante un hombre corpulento cruzó a toda mecha el jardín y estuvo a punto de tumbarlos.
Holland levantó una mano.
—Despacio, amigo.
El hombre se detuvo pero no cedió: esperó a que Holland se apartase y lo dejara pasar.
A Thorne le olió a Cuerpo nada más llegar.
Skinner bajó al sendero e hizo las presentaciones. Richard Rawlings era un antiguo compañero, dijo. Un compañero de masoquismo que iba a ir con él al New Den a ver cómo el Millwall se cargaba aquel hermoso deporte.
—Qué bien —dijo Thorne—. Y da la casualidad de que, cuatro horas antes de que empiece el partido, pasa un momento por aquí, ¿verdad?
—No creo que eso sea asunto suyo —dijo Rawlings.
Skinner le sonrió a Thorne y se encogió de hombros.
—Ya sabe cómo es la cosa —dijo—. Siempre viene bien tener un poco de apoyo moral cuando llaman un par de chicos como ustedes y uno no está seguro de lo que pasa.
Thorne le devolvió la sonrisa.
—¿De qué no está usted seguro exactamente? —al no obtener respuesta de Skinner, desvió su atención al nuevo—. Tendría que haber llegado hace media hora. Me temo que ya nos íbamos. Estoy seguro de que su amigo lo pondrá al corriente.
Rawlings dejó ver una amplia sonrisa y se metió un cigarrillo en la boca. Tenía la cabeza grande y el cutis estropeado. Una tripa bien cuidada colgaba por encima de la cintura de los pantalones de su chándal gris. Sin demasiadas cortesías, paso por delante de Thorne y de Holland; señaló con un pulgar hacia la calle principal mientras con el otro le daba a un encendedor.
—El tráfico está jodido por todo Green Lanes —dijo; saludó con la cabeza a Skinner—. Perdona, colega...
Al tiempo que se marchaban, Thorne reparó en cómo Rawlings entraba sin prisas en la casa y era cordialmente recibido por la esposa de Skinner. Y también sintió la mirada de Skinner en la espalda mientras Holland abría la verja y los dos salían a la calle.
Holland había recogido a Thorne a primera hora. Comieron unos bocadillos de panceta en el camino desde Kentish Town y buscaron un sitio para aparcar en la calle junto a la de Skinner. Ahora, mientras caminaban de vuelta al coche, el viento fue arreciando. Las hojas recién caídas cruzaban saltando por la acera, y en las cunetas y contra las paredes se amontonaban las más viejas, convertidas ya en un resbaladizo mantillo color de barro.
—¿Qué te ha parecido Skinner? —preguntó Holland.
—Teniendo en cuenta lo que le hemos dicho, creo que ha disimulado muy bien que estaba acojonado.
—A lo mejor no lo estaba.
—Pues entonces es un puñetero imbécil.
—¿Y qué me dices de su amigo?
—Como dijo él: «apoyo moral».
—No jodas —Holland se echó a un lado para dejar que una mujer con un cochecito de niño pasara entre ellos—. Hemos ido a decirle que se cuide. Quizá le hayamos salvado la vida al gilipollas. ¿Para qué necesita apoyo?
Thorne tuvo que reconocer que era una pregunta razonable. Skinner no le había parecido la clase de persona que necesitaba que lo cogieran de la mano. En cuanto a Rawlings, había estado quisquilloso, de acuerdo, pero lo cierto era que no había que ser JRP para meterles miedo a otros policías. O para mosquearlos. Fuera cual fuera la situación, a la pasma nunca les hacía gracia ser el blanco.
Cuando se acercaban a un Astra rojo aún flamante, Holland sacó las llaves del coche.
—No le ha caído muy bien lo de la protección, ¿verdad?
—Arréglalo con Brigstocke cuando vuelvas —dijo Thorne—. Skinner a lo mejor tiene un poco de razón en lo de que está seguro en el trabajo, pero deberíamos poner a alguien en la casa esta noche y durante el fin de semana.
—¿Y adónde vas tú?
Thorne dio la vuelta hasta la portezuela del copiloto y, con gesto teatral, frotó una mancha en el techo del coche.
—Más jaleo, colega. ¿Me dejas en Paddington?
—¿Eh?
—Está en el camino de vuelta más o menos, ¿no?
—Hombre, pues no.
—Gracias, Dave.
No había tardado tanto en encontrarlos.
Cuando le tendieron la trampa, dijeron lo suficiente para que Brooks averiguara que tenían su base en el noroeste de Londres, así que tuvo un dato para empezar. Incluso después de todos aquellos años fuera del negocio, aún tenía suficientes contactos con «empresas» de alto nivel como para conseguir una buena lista de pubs de la pasma de aquella zona: Camden, Golders Green, Edgware, Muswell Hill...
Había bebido mucho. Había charlado con dueños y camareros; con parroquianos que tenían sus propias jarras detrás de la barra y placas de identificación en los bolsillos de las chaquetas. Había huroneado y hecho preguntas; se había apoyado en las barras para mirar en detalle las fotos de los clientes, puestas entre los dispensadores de licor y los cacahuetes tostados.
Las caras impresas en su memoria serían un poco mayores ya, eso lo sabía, así que intentó actualizar las descripciones. Aunque le dieron unos cuantos nombres, ninguno se mencionó más de una vez. Empezó a contarle a la gente que su padre había sido patrón de arresto en varias comisarías distintas: Kentish Town, Swiss Cottage, Holborn... A decirles que el cáncer iba dominando al pobre diablo, y que había pensado, ya saben, que sería buena idea reunir a todos los compinches del viejo mientras aún tuviera posibilidad.
Les encantaba todo aquello, gilipollas sentimentales; se les saltaban las lágrimas encima de las claras de cerveza y le soltaban ideas. Varios se ofrecieron a ayudar, a ponerse manos a la obra y tal vez a reunir unas cuantas libras. Entonces alguien sugirió The Job; le dijo que a lo mejor era un buen modo de localizar a los viejos colegas de su padre y que, además, el periódico estaba archivado en Internet...
Después de eso sólo tardó dos días. Una hora tras otra estudiando con detenimiento páginas de Internet, hasta que por fin vio una cara que reconocía; una cara que no olvidaría jamás. Posando como un soplagaitas en la puerta de una comisaría, con unos detectives franceses que habían llegado de París en un plan de intercambio. Tampoco olvidaría nunca aquel titular: «EL GENDARME DE LA LEY».
Ya tenía un nombre, uno de verdad, y a partir de entonces fue pan comido. Llamó por teléfono a las comisarías. Preguntó por él dando el nombre hasta que tuvo éxito. Luego solo tuvo que observar y esperar; estaba bastante seguro de que si vigilaba a uno, el otro cabrón aparecería antes o después.
«Jennings» y «Squire».
El día en que todo empezó a salir bien escribió a Ángela. Entonces sí que pareció algo serio; pareció que de verdad iba a llevarlo a cabo. Una cosa era estar sentado en su celda, deseando hacerlo, montando planes... Pero entonces, al verlos de verdad, a aquellos hijos de puta, responsables de todo, supo que tendría que hacer justo lo que había estado imaginando. Así que escribió y le explicó lo que tenía pensado.
Y además le pidió su aprobación.
Ahora tenía que seguir adelante. Estos eran los que importaban. Los moteros se lo tenían merecido, sin duda, pero otros también compartían la culpa. No: más bien la asumían casi toda. Los que le habían quitado Ángela y Robbie, para empezar; los que lo metieron en chirona.
Con paso rápido, bajó los escalones de la estación de metro de Hammersmith. Media hora en la línea de Piccadilly hasta Finsbury Park; desde allí tuvo que caminar después. Ya había inspeccionado el sitio y se había buscado un modo de entrar.
Bajó en la escalera mecánica, preguntándose qué le parecería todo aquello al inspector Tom Thorne; preguntándose por qué se molestaba siquiera en hacer lo que le había pedido Nicklin.
Aquella historia de los teléfonos y las fotografías.
Porque dijo que lo haría, y no había más que hablar. No creía en demasiadas cosas, pero no dar el chivatazo y pagar las deudas lo hacían a uno fiable, y la gente siempre había contado con él. Nicklin era un cabrón retorcido, sin duda, no la clase de persona con la que normalmente se relacionaría. Pero en la cárcel las cosas cambiaban. Cuando se estaba en chirona, uno tendía a hacer borrón y cuenta nueva. Los favores importaban. Los pequeños favores se acumulaban, las pequeñas cosas, y además el tipo se había comportado bien con él, así que le pareció bastante sencillo corresponder con aquel favor. A Nicklin se le daba bien hacer que la gente le hiciera favores, que hiciera lo que él quería. Algunos de los guardias incluso.
Aparte de eso, a Brooks le daba bastante igual; desde luego le daba bastante igual la gente como Thorne. Los de la pasma no eran sus preferidos, ni siquiera antes de que ocurriera nada de aquello, y además ahora sabía que la compasión era algo que no volvería a sentir.
Hurgó en el bolsillo buscando dinero suelto para comprar un periódico; pensando en devolver lo que se debía. Y en cómo no se debe fallar a las personas que contaban contigo, incluso cuando ya no están.