EPÍLOGO CLAUSEWITZ EN LA ACTUALIDAD

¿Siguen teniendo validez las concepciones de Clausewitz, pese a las transformaciones económicas, políticas y técnicas que se han producido en más de siglo y medio? El armamento nuclear y el despliegue técnico de los satélites artificiales, ¿no desvirtúan en particular los principios y la estrategia establecidos en tiempos de Napoleón?

De creer a ciertos críticos, Clausewitz ha sido completamente superado. Habría que buscar, por tanto, las lecciones militares en otra dirección. Pero ¿dónde? Nadie se atreve a reivindicar el título, tan prestigioso antaño, de «teórico de la guerra», hoy teórico de la guerra nuclear. Los críticos son principalmente aquellos que piensan que esa conflagración tiene que ser evitada y calibran las posibilidades de mantener un aplazamiento indefinido.

Ciertamente Clausewitz no era un teórico de la paz. Fue el teórico de la guerra y no de las condiciones de paz, salvo en cuanto ésta resulta de una suspensión de los conflictos, de un equilibrio de fuerzas estáticas y de la finalización provisional de una batalla o de una guerra. La cuestión radica, por tanto, en saber si las teorías de Clausewitz resultan todavía válidas en caso de guerra y no en un período de paz, un período en el que, por definición, las acciones violentas se encuentran contenidas, y son inoperantes.

Ya hace mucho tiempo —casi desde el comienzo y mucho antes de que hiciera aparición la desintegración nuclear— que las ideas de Clausewitz han sido impugnadas. Unos, como Thomas E. Lawrence, agente político británico y eminencia gris de la revuelta árabe antiotomana de 1916-1918, le reprochan su omisión de los principios de la estrategia indirecta, la maniobra político-social, la voluntad de entablar batalla, el objetivo de aniquilación. Reivindican contra Clausewitz el espíritu de Sun Tse y de los antiguos príncipes chinos e hindúes, del general bizantino Belisario, o de los mariscales franceses del siglo XVIII. Aunque de una forma más tenue y cautelosa, el historiador militar británico Liddell Hart se ha erigido en portavoz de esa crítica.

¿Qué podemos manifestar hoy en día acerca de esta cuestión? Lamentablemente, tenemos que convenir en que las concepciones de Clausewitz no solamente continúan siendo válidas, sino que deben ser recalcadas, por supuesto siempre y cuando se las considere en toda su amplitud y complejidad. Ya que, ¿qué constituye en el fondo la amenaza de una guerra nuclear? Ante todo es la preparación de una batalla de aniquilación sin precedentes. Constituye, además, una maniobra para preparar esa batalla (y sobrevivir a ella) de una envergadura y una complejidad sin parangón hasta el presente. El «teatro de la guerra» puede llegar a ser cósmico (y no solamente terrestre, marítimo y aéreo), gracias a la introducción de los satélites artificiales en el arsenal de armamento; y no por ello dejará de ser un «teatro de la guerra». Y ciertamente lo que expresa Clausewitz en relación con ello no depende de la dimensión ni de la ordenación en el espacio de los antagonistas de hace más de ciento cincuenta años.

Otros autores han hecho referencia a las transformaciones experimentadas por el armamento, a la formidable multiplicación de la «potencia de fuego» y la casi absoluta omnipresencia de los puntos de ataque. No hay zona del planeta que pueda escapar a una impacción. A ello se suma que la acción de los medios de destrucción nuclear, química o bioclimática, no pueda ser interrumpida. De lo que se deduce que resultaría imposible librar una batalla, o siquiera efectuar una maniobra, sin que tanto el vencedor como el vencido no se expusieran a caer en la aniquilación.

La Historia permite contestar que el mismo razonamiento fue planteado ya otras veces, siempre en vano. En su tiempo, Maquiavelo salió al paso de aquellos que aducían que el empleo generalizado de la recién aparecida artillería descartaría las batallas libradas cuerpo a cuerpo y con presencia de infantes y de caballeros. Y lo hizo recalcando que los medios técnicos debían integrarse en una nueva significación social y política de las batallas. Así fue como las lecciones aportadas por Julio César le fueron de provecho a César Borgia, a pesar de la diferencia existente entre los medios de guerra. Siglos más tarde, las armas automáticas y de largo alcance, capaces de destruir al enemigo fuera del campo de visión, parecieron restar toda posibilidad de realizar combates y batallas al estilo clásico, presagiando el final de cualquier guerra. El mismo Engels fue presa de esa ilusión técnica. Tras la sangrienta orgía que representó la guerra europea de 1914/1918, la inclusión del carro blindado, del avión y de los tóxicos en el arsenal de armamento hicieron creer asimismo en la incapacidad ulterior de sostener guerras de larga duración. Un relativo equilibrio de fuerzas alimentaba el temor a cualquier apertura de hostilidades o cualquier intento de decidir el destino en escaso plazo de tiempo. La guerra —o mejor el encadenamiento de una serie de guerras— entre 1939 y 1945 iba a demostrar por el contrario que desde el momento en que estalla un conflicto, y aunque sea a costa de tener que afrontar problemas cada vez más difíciles de resolver, los nuevos medios de lucha disponibles se ajustan a la perfección. Las dos explosiones nucleares de 1945 pusieron fin, con su inmensa combustión, a un conflicto que ya estaba dando paso a uno nuevo.

En resumen, el aumento del poder destructivo, en idéntica medida que el progreso de la producción, de los transportes y del crecimiento de la población, no ha implicado nunca la imposibilidad de que se libren nuevas guerras. Todo lo contrario podría afirmarse si se analiza la cuestión fríamente. Apelando a la máxima de Clausewitz según la cual la estrategia superior es la de los medios, C. Rougeron ha puesto de relieve con acierto el punto esencial: los nuevos medios, cualesquiera que éstos sean, promueven la estrategia adecuada, precisamente por no ser más que medios. Es el fin, mediante la orientación de la estrategia, el que define su utilización.

Todo consiste, pues, en saber si la guerra nuclear puede representar todavía un fin aceptable, es decir, con palabras de Clausewitz, una política legítima, oportuna y rentable. La objeción lleva implícitas muchas consideraciones. En primer término, la apuesta no llega a compensar el riesgo; en segundo lugar, el privilegio de iniciar el ataque se torna desorbitante, ya que resulta problemático detener los satélites o el viento en movimiento; finalmente, ninguno de los beligerantes puede esperar extraer una ventaja unilateral de una victoria, porque cualquier iniciativa de uno de ellos acarrearía la destrucción simultánea de ambos. En tales condiciones, la razón debería inducir a los potenciales oponentes a preferir, sea cual fuere el precio, la paz a la guerra. Los mecanismos de defensa y de contraataque que los Estados juzgan indispensables con carácter inmediato deberían ser, por tanto, ajustados y controlados de tal modo que permitieran que las diferencias discutidas en paz fructificaran al máximo. Una simple amenaza debería promover la negociación pacífica de los puntos de fricción. En tales condiciones habría que renunciar a la máxima de Clausewitz según la cual la guerra no es más que la política proseguida por medio de las armas. Sólo el deseo de una situación de paz podría ser, pues, «la continuación» de la política, fuera de la cual no habría más que un suicidio y una destrucción de la civilización.

Un autor[5], que ha sido secundado por otros muchos, resume como sigue la situación. «Los postulados de Clausewitz tenían validez cuando las guerras, si bien podían poner en peligro a la sociedad, no la sacudían hasta las raíces; es decir, cuando los países beligerantes eran capaces de controlar no solamente el principio de la guerra, sino también su desarrollo ulterior, hasta el final. Pero el postulado según el cual la guerra es una continuación de la política con otros medios no es aplicable a una guerra basada en las bombas nucleares, porque las devastaciones que resultarían de su caso destruirían con toda probabilidad los Estados, las naciones y las sociedades implicadas, de tal modo que no subsistiría política alguna, del género que fuese, y ciertamente no la política exterior».

El deseo de vivir en paz y en seguridad puede contribuir, evidentemente, a suscribir esas afirmaciones. Pero quien haya leído a Clausewitz como es debido dudará de su mérito y buscará una solución en otra dirección. Lo que inspira a Clausewitz es precisamente el hecho de que las guerras de la Revolución francesa y del imperio, de las cuales fue contemporáneo, sacudieron la sociedad hasta las raíces, no limitándose a «ponerla en peligro» (por otro lado, ¿qué diferencia existe entre esos dos conceptos?). Bien es cierto que no todas las guerras son radicales hasta ese extremo: una amplia gama de acciones de fuerza no ponen en juego ni los fundamentos económicos de las sociedades ni los recursos políticos del Estado, acciones tales como una amenaza, un medio de presión, de distracción a veces, de represalia o de chantaje. De la misma manera, cuando la desigualdad entre las fuerzas en oposición es muy grande, la guerra aparece al más fuerte como el extremo de una acción política de objetivo limitado. Pero si se confrontan las fuerzas políticas y sociales esenciales de una sociedad, incluso aunque no sean conscientes de ello sus protagonistas —como fue el caso de las guerras de la Revolución francesa analizadas por Clausewitz—, el choque se torna decisivo, la apuesta resulta vital y la sociedad vencida se ve «sacudida hasta las raíces», mientras que el vencedor continúa incólume. Esto fue así en la antigüedad grecorromana, en Eurasia y en la América precolombina. ¿Qué fueron las empresas de Alejandro Magno, de Gengis Kan, de Pizarro y de Cortés sino expediciones militares que convulsionaron las relaciones sociales en los países en los que se introdujeron y que abocaron a sus pueblos a una nueva situación de prosperidad, o de declive?

Por otro lado, ¿es cierto que los beligerantes controlaban siempre y de forma efectiva la guerra desde sus comienzos hasta el final? Si se entiende por ello el que, en ciertos casos, los jefes militares o políticos permanecían dotados hasta el final del poder de continuar los combates o de detenerlos, esa circunstancia se observa efectivamente a menudo. Pero en la guerra cuyo objetivo sea la aniquilación del enemigo se requiere precisamente alcanzar ese objetivo haciéndole perder todo dominio de sus fuerzas y de sus recursos, es decir, de todo el país. El vencido, entonces, es aquel que pierde el control de los acontecimientos y abandona la partida porque ha cesado de dirigirla, y aquel que, por la misma razón, queda a merced de su oponente. La amplitud de medios de que disponen en la actualidad los grandes Estados no varía en lo esencial esta relación. Las constantes modificaciones del armamento y de su modo de empleo, de las normas tácticas y de las disposiciones estratégicas, tienden a proporcionar a los estados, hoy como ayer, el medio de controlar hasta el final, por encima de las pérdidas y la destrucción, el desarrollo de la guerra. Y si llega el día en que ese control les parezca suficiente a ambos bandos, los riesgos de una conflagración serán reales y amenazantes, porque parecerán razonables. A pesar de los pesares, el desarrollo de la guerra conducirá poco a poco a un desequilibrio y uno de los bandos terminará por perder el control sobre el curso de los acontecimientos.

No hace falta insistir en que el trasfondo industrial de la guerra nuclear convierte en cada vez más exigente y frágil un control eficaz y perdurable, en el curso de las hostilidades, de la capacidad de producción precisa y de la sujeción a una disciplina de la población. Pesé a todo, no se comprendería qué significado tiene esa acomodación permanente de las técnicas de destrucción, esa investigación constante o los ajustes sociales, si dicho control pareciera realmente imposible de mantener una vez desencadenado por ambas partes el poder de aniquilación. Las estrategias nucleares actuales, en cualquiera de sus variantes, están basadas en la probabilidad que tendría el vencedor de conservar el control de sus fuerzas durante «el cuarto de hora» de Nogi, ese discípulo de Mahan y de Clausewitz. Nada prueba, salvo que los cálculos fueran muy aleatorios, que las mutuas destrucciones hayan de ser tan simétricas que lleguen a neutralizarse. Todo permite suponer que los desequilibrios son previsibles y que pueden acentuarse con rapidez, aun por encima de cualquier hecatombe. Una vez más, la guerra constituye el campo de lo relativo, aun cuando sea monstruoso. En suma, sea cual fuere el poder de los armamentos, cualquiera de los oponentes iniciará las hostilidades siempre que considere factible conservar el control hasta el final, y resulta inevitable que uno u otro termine por perderlo. Ese será el verdadero fin.

Pero algunos pueden entender la cuestión de manera diferente. Ese exterminio de de la población, esos desarraigos, esos destrozos del trabajo del agricultor y del artesano, que eran la se cuela de las guerras del pasado, podrían no ser más que simples episodios. Las dos guerras mundiales del siglo XX no causaron grave daño más que a una proporción escasa del aparato industrial y aun de forma limitada, aunque esencial (por lo menos en Europa). Las destrucciones del pasado no hicieron más que perturbar las esperanzas de una sociedad agraria consumida pero dispuesta a recuperar su tono porque continuaba siendo tan vital como la guerra misma; y las contiendas recientes no han llegado a esterilizar completamente una vitalidad industrial que la guerra misma había estimulado hasta su punto culminante. En las eventuales guerras futuras, por el contrario, la gran industria, médula de la vida social, se vería devastada casi por completo y sin asistencia alguna; la apuesta sería global y los estados industriales no sabrían ponerla sobre el tapete sin arriesgar, con la derrota, la muerte inmediata. Más aún: la exterminación del vencido, debido a la respuesta nuclear entrecruzada que precedería a su agonía, alcanzaría también al vencedor. La represalia sería tan destructiva como la agresión; lo cual, dicho sea de paso, constituye un modo de homenaje a las virtudes que Clausewitz concede a la defensa. Las fuentes energéticas, químicas y mecánicas de los estados industriales oponentes serían destruidas conjunta, simultánea y recíprocamente. Ningún estado que sea capaz de prever este final se decidiría a poner en la balanza, por defender lo que quiere conservar, la certeza de perderlo todo en cualquier caso. Son los individuos los que se suicidan, no así las sociedades.

Este razonamiento constituye en verdad un razonamiento y no una experiencia. Como afirma a menudo Clausewitz, no son las destrucciones materiales las que ponen fin a las guerras, ni su probabilidad lo que impide que estallen. Sólo el entumecimiento de la voluntad adversa puede detener la lucha. Eso es lo que significaba la rendición incondicional exigida por las fuerzas armadas hitlerianas. Al margen de ciertas profecías periodísticas sin fundamento, un conflicto nuclear mayor no provocaría de inmediato la aniquilación completa de los dos oponentes. Las estrategias que se han discutido en nuestros días tanto en la U.R.S.S. como en China, en los Estados Unidos y en Europa occidental, han descansado siempre sobre la posibilidad, en caso de una conflagración abierta, de conservar un potencial bélico que sobreviva a las primeras destrucciones. A partir de ahí, los principios estratégicos establecidos por Clausewitz conservan toda su validez, incluso si sus condiciones de aplicación resultan profundamente modificadas.

Es preciso que, hoy como ayer, la guerra y la amenaza de una guerra no puedan ser más que la continuación de la política «por otros medios». Tal vez convenga hacer hincapié en el sentido de ese postulado: la guerra y la amenaza de una guerra se han convertido en el medio constante de la política y ya no constituyen su continuación excepcional. Si observamos sin prejuicios la política internacional en lo que encierra de obsesivo y de inevitable para el mundo entero, comprobaremos que gira actualmente en torno a la guerra. La paz en nuestro tiempo no resulta más que el subproducto de un estado de guerra latente, una amenaza de guerra abierta. Por tanto, lo que debemos preguntarnos es lo siguiente: ¿no puede surgir de ese exceso de política guerrera una política de paz? Dicho de otro modo, las condiciones de una paz internacional duradera, ¿no pueden surgir de la política y no de la técnica de las armas y de las combinaciones estratégicas de la guerra? Y de ser así, ¿no podría vislumbrarse una metamorfosis de las condiciones de la política que conducen a la guerra en el camino fijado por el mismo Clausewitz? ¿No cabría conceder pleno significado a la idea de que es la política la que conduce a la guerra, para extraer la consecuencia de que cambiando el sentido mismo de esa política podría evitarse su forma más brutal, que es la guerra?

El sentido común responde de buena gana a esas cuestiones manifestando que bastaría con que los estados substituyeran la política de guerra por una de paz, y que en virtud de esa política se desarmaran. Por otro lado, ¿no es esto lo que los dos gigantes, Estados Unidos y la U.R.S.S., proclamaban cada uno por su cuenta, tal como lo hicieron las grandes potencias del pasado? Lo lamentable es que la política en nombre de la cual se hacen esas proclamaciones, la misma que el propio Clausewitz propugnaba, continúa siendo una política nacional, de Estado, y que esa política presupone por su misma esencia una sanción suprema que sigue constituyendo la guerra, llamada en nuestros días «defensa nacional». Las guerras que se autotitulan de defensa, justas o legítimas, son en definitiva producto de políticas nacionales, de las cuales provienen. Tales políticas no son por otra parte incompatibles con las alianzas o los bloques, sino todo lo contrario. Y sirven de alimento, asimismo, para las neutralidades temporales.

En suma, cabe presumir que sea en la modificación profunda de las políticas nacionales donde resida la posibilidad de evitar que una próxima guerra pueda trascender el conflicto emana do de una política particular. El postulado de Clausewitz, por ser controvertido, no sería falso por ello: habría caducado. O, más bien, no resultaría verdadero más que para definir de otro modo los conflictos en curso y la política que implican, conflictos que cabe calificarlos de sociales y que por ello mismo rebasan las fronteras nacionales y los imperativos de Estado. Para Clausewitz, los conflictos sociales, elemento popular de la guerra, no pueden revestir más que una forma: la de nación. El pueblo es el Estado nacional, el de la burguesía triunfante a principios del siglo XIX.

Pero la definición de Estado nacional ha experimentado grandes cambios desde entonces. Ciertos añadidos «nacionales», en el Islam, por ejemplo, sirven de cobertura para algo muy diferente a lo que es la política burguesa y capitalista tradicional. El mundo soviético, a su vez, atribuía al poder nacional el carácter sin precedentes del socialismo de Estado burocrático. En el Occidente industrial, los nacionalismos se sostienen porque no son combatidos, a pesar de la variada gama de contradicciones que subsisten entre ellos. La razón estriba en que en todas esas políticas nacionales o nacionalizadas subyacen corrientes profundas que revelan estructuras sociales que son en definitiva estructuras de clase a escala internacional. Así, la política tiende cada vez más a manifestarse en conflictos sociales que atraviesan las fronteras. Lo que aún era simbólico a los ojos de los socialistas del siglo XIX se ha convertido en una realidad práctica a nivel internacional. Y en esa evolución reside el impulso primordial de una posible transformación de las condiciones que pueden llevar al desencadenamiento de una guerra. Las condiciones técnicas y estratégicas de la gran guerra de hoy en día y del mañana entran en una contradicción cada vez más clara con la forma actual de los conflictos sociales que animan la escena internacional, aparte de la forma de oposición nacional recibida como herencia del pasado. Cabría concluir, pues, que una guerra nuclear constituirá un recurso tanto menos probable y necesario para la política en cuanto ésta se concilie con los conflictos sociales.

En este sentido tan amplio, los postulados de Clausewitz todavía conservan su fuerza. Pero la contienen en un sentido mucho más estricto. Las «guerras pequeñas» actuales, las guerras «revolucionarias» limitadas, las guerrillas o las «expediciones» particulares demuestran poseer al menos tantos principios establecidos por Clausewitz como los que fueron elaborados por Lenin, Trotski o Mao Zedong. Lo cual no constituye la razón menos convincente de su actualidad. En suma, si Clausewitz continúa siendo uno de los grandes pensadores de la «cosa bélica» es porque fue más un lógico de los conflictos que un técnico en armamentos, en doctrinas militares o incluso en estrategias.

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19/12/2011