Capítulo I ATAQUE Y DEFENSA
¿Qué concepto define a la defensa? La detención de un golpe. ¿Cuál es, entonces, su signo característico? La espera de ese golpe. Este es el rasgo que hace de cualquier acto un acto defen sivo, y sólo mediante él la defensa puede distinguirse, en la guerra, del ataque. Pero debido a que la defensa absoluta contradice por completo el concepto sobre la guerra, pues entonces sólo un bando llevaría a cabo la lucha, síguese que en la guerra la defensa sólo puede ser relativa, y el signo característico mencionado sólo debe aplicarse, por lo tanto, al concepto considerado como un todo; no debe extenderse a todas sus partes. Un encuentro parcial es defensivo si esperamos la acometida, la carga del enemigo; una batalla es defensiva si esperamos el ataque, o sea, la aparición del enemigo ante nuestra posición, de tal modo que se ponga al alcance de nuestro fuego; la campaña es defensiva si esperamos que el enemigo entre en nuestro teatro de guerra. En todos estos casos, el signo de esperar y de detener el golpe corresponde a la concepción general, sin que surja contradicción alguna con la concepción sobre la guerra, porque puede constituir una ventaja para nosotros esperar la carga contra nuestras bayonetas o el ataque a nuestra posición y a nuestro teatro de guerra. Pero, puesto que estamos obligados a devolver los golpes del enemigo si hemos de librar realmente la guerra en nuestro lado, esta acción ofensiva en la guerra defensiva hay que definirla, pues, en cierto sentido, con el título de defensa, es decir, que la ofensiva, de la que hacemos uso, se adscribe al concepto de posición o teatro de la guerra. Por lo tanto, podemos guerrear atacando en una campaña defensiva; en ella podemos usar algunas fuerzas con propósitos ofensivos, y, por último, mientras permanecemos simplemente en posición, aguardando la acometida del enemigo, podemos enfrentarnos con él, atacando sus filas con nuestro fuego de fusilería. En consecuencia, en la guerra, la forma defensiva no es un simple escudo, sino un escudo que va acompañado de golpes asestados con habilidad.
¿Cuál es el objetivo de la defensa? La preservación. Preservar es más fácil que ganar, de donde se deduce que, si se supone que los medios en ambos bandos son iguales, la defensa será más fácil que el ataque. ¿Pero en qué reside la facilidad mayor de la preservación y la protección? En que todo plazo de tiempo que transcurre sin actividad pesa en la balanza en favor del defensor. El defensor cosecha donde no ha sembrado. Toda tregua en el ataque, ya sea debida a puntos de vista erróneos, al temor o a la negligencia, favorece al defensor. Así se salvó más de una vez de la ruina el estado de Prusia en la guerra de los Siete Años. Derivada de la concepción y del objetivo de la defensa, esa ventaja se encuentra en la naturaleza de toda defensa, tanto como en otros ámbitos de la vida. En los asuntos legales, que muestran tanta semejanza con la guerra, está expresada por el proverbio latino beati sunt possidentes. También surge de la naturaleza de la guerra la ventaja que proporciona la composición del terreno, de la que la defensa hace un uso preferente.
Una vez establecidos estos conceptos generales, volveremos a considerar la cuestión de forma más directa.
En la táctica, todo encuentro, grande o pequeño, resulta un encuentro defensivo si dejamos la iniciativa al enemigo y esperamos que se adentre en nuestro frente. Desde ese momento en adelante podemos hacer uso de todos los medios ofensivos sin perder las dos ventajas de la defensa mencionadas arriba, es decir, la de espera y la del terreno. En la estrategia, en primer lugar, la campaña ocupa el lugar de la batalla, y el teatro de la guerra el de la posición; más tarde, toda la guerra toma el lugar de la campaña y todo el país el lugar del teatro de la guerra, y en ambos casos la defensa sigue siendo lo que era en la táctica.
Hemos dicho antes, de forma general, que la defensa resulta más fácil que el ataque. Pero, ya que la defensa tiene un objetivo negativo, el de preservar, y el ataque uno positivo, el de conquistar, y ya que el último aumenta nuestros propios recursos bélicos, cosa que no hace el primero, a fin de expresarnos con claridad debemos decir que, en abstracto, la forma defensiva de guerra es más poderosa que la ofensiva. Este es el resultado al que queríamos llegar, porque, si bien es absolutamente natural y ha sido confirmado miles de veces por la experiencia, es todavía contrario por entero a la opinión predominante, lo que prueba cómo las ideas pueden confundirse en manos de escritores superficiales.
Si la defensiva contiene la forma más poderosa de conducir la guerra, pero tiene un objetivo negativo, es evidente por sí mismo que sólo debemos hacer uso de ella cuando estemos obligados a ello por nuestra debilidad, y que debemos abandonarla tan pronto como nos sintamos suficientemente fuertes como para proponernos el objetivo positivo. Ahora bien, como nuestra fuerza relativa mejora por lo general si alcanzamos una victoria mediante el sostén de la defensa, por lo tanto, el curso natural de la guerra es comenzar con la defensa y terminar con el ataque. En consecuencia, se halla tan en contradicción con el concepto de la guerra suponer que la defensa constituye su objetivo fundamental, como era una contradicción entender que la pasividad pertenece no sólo a la defensa como un todo, sino también a todas las partes de la defensa. En otras palabras: una guerra en la que las victorias son usadas meramente para detener los golpes, y donde no se intenta devolver éstos, sería tan absurda como una batalla en la que prevaleciera la defensa más absoluta (pasividad) en todas las medidas que se tomasen.
Contra la exactitud de este punto de vista general pueden ser citados muchos ejemplos de guerras en las que la defensa continuó siendo tal hasta el fin y no se intentó nunca una reacción ofensiva; pero sólo podríamos hacer esa objeción si perdiéramos de vista el hecho de que aquí se trata de una concepción general, y que todos los ejemplos que cabe oponer a ella deben ser considerados como casos en los que todavía no se había presentado la posibilidad de una reacción ofensiva.
Por ejemplo, en la guerra de los Siete Años, al menos en sus últimos tres años, Federico el Grande no pensó nunca en atacar. En realidad, creemos que el rey prusiano incluso llegó a considerar el ataque en esta guerra sólo como un medio mejor para defenderse. Toda su situación le obligó a seguir este caminó, siendo natural que sólo tuviera en cuenta aquello que guardaba relación inmediata con ella. Sin embargo, no podemos considerar este ejemplo de —defensa en gran escala sin suponer que la idea de una posible reacción ofensiva contra Austria se encontraba en el fondo de todo ello, y sin pensar que el momento para esa reacción ofensiva simplemente todavía no había llegado. La conclusión de la paz muestra que, aun en este caso, esta idea no carece de fundamento; porque nada podría haber inducido a los austríacos a firmar la paz, excepto el pensamiento de que no estaban en condiciones de hacer frente al talento del rey prusiano únicamente con sus propias fuerzas; que en cualquier caso sus esfuerzos habrían de ser aún más grandes que los realizados hasta entonces y que el relajamiento más leve en sus filas podía conducirles a nuevas pérdidas de territorio. Y, en efecto, ¿quién puede dudar que Federico el Grande habría tratado de conquistar de nuevo Bohemia y Moravia si Rusia, Suecia y el Sacro Imperio Romano no hubieran desviado sus fuerzas?
Definida de este modo la concepción de la defensa en su verdadero significado, y habiendo establecido sus límites, recalcamos nuestra afirmación de que la defensa es la forma más poderosa de hacer la guerra.
Esto aparecerá con perfecta claridad si examinamos y comparamos más de cerca el ataque y la defensa. Pero por el momento nos limitaremos a observar que un punto de vista opuesto estaría en contradicción consigo mismo y con los resultados de la experiencia. Si la forma ofensiva fuera la más fuerte, no habría nunca ocasión para usar la defensa. Pero como la defensa en todos los casos tiene sólo un objetivo negativo, todos necesariamente querrían atacar, y la defensa resultaría un absurdo. Por otra parte, es muy natural que el objetivo más elevado tenga que ser logrado con un sacrificio mayor. Quien se sienta suficientemente fuerte como para hacer uso de la forma más débil puede proponerse el objetivo más grande; quien se proponga el objetivo más pequeño sólo puede hacer esto a fin de obtener el beneficio de la forma más fuerte. Si recurrimos a la experiencia, sería probablemente algo raro que, en el caso de dos teatros de la guerra, la ofensiva fuera adoptada por el ejército más débil y la defensa fuera dejada en manos del más fuerte. Pero si en todas partes y en todo tiempo se ha producido precisamente lo contrario, ello indica con claridad que los generales responsables sostienen todavía que la defensa constituye la forma más fuerte, aunque su propia inclinación los impulse al ataque. En los capítulos próximos procederemos a explicar algunos puntos adicionales.