Capítulo V CRÍTICA

La influencia de las verdades teóricas sobre la vida práctica siempre se ejerce más por medio de la crítica que por medio de la instrucción, ya que la crítica equivale a la aplicación de verdades teóricas a acontecimientos reales, de tal modo que no sólo acerca esas verdades a la vida, sino que permite que el entendimiento se acostumbre más a éstas, gracias a una aplicación repetida hasta la saciedad. Debido a ello, creemos necesario establecer el punto de vista de la crítica junto con el de la teoría.

En principio tenemos que diferenciar la narración crítica de la narración simple de los acontecimientos históricos, la cual sitúa simplemente las cosas una al lado de la otra y a lo sumo toma en cuestión sus relaciones causales más inmediatas.

En esa narración crítica se hacen patentes tres actividades distintas del entendimiento.

En primer lugar, el descubrimiento y la constatación histórica de los hechos dudosos. Nos encontramos aquí con la investigación histórica pura, que no tiene nada en común con la teoría.

En segundo lugar, la deducción del efecto, partiendo de sus causas. Esto es la investigación crítica propiamente dicha, que resulta indispensable para cualquier teoría, porque, en teoría, todo lo que ha de ser establecido, sustentado o incluso sólo explicado a través de la experiencia únicamente puede ser resuelto de esta forma.

En tercer lugar, la constatación de los medios empleados, es decir, la crítica propiamente dicha, que contiene elogios y reproches. Es aquí donde la teoría resulta útil a la historia, o más bien a la enseñanza que se deriva de ella.

En estas dos últimas partes, estrictamente críticas, de la consideración histórica, todo depende de la investigación de las cosas hasta sus elementos finales, o sea, hasta las verdades que permanecen fuera de toda duda, y no de la detención a mitad de camino con suposiciones arbitrarias o hipótesis, sin seguir adelante, como sucede tan a menudo.

Con respecto a la deducción de un efecto por sus causas, se tropieza a menudo con la dificultad externa e insuperable de que las causas verdaderas son apenas conocidas. En ninguna otra circunstancia de la vida se produce ello con tanta frecuencia como en la guerra, en la cual los acontecimientos rara vez son totalmente conocidos y aún menos lo son los motivos, que, o bien son ocultados a propósito por las personas que han intervenido en ellos, o bien pueden desvanecerse para la historia cuando tienen un carácter muy transitorio y accidental. Por tanto, la narración crítica tiene que correr parejas con la investigación histórica, e incluso así, con frecuencia persiste una disparidad tal entre causa y efecto que no se justifica que la historia considere los efectos como consecuencias necesarias de las causas conocidas. En este caso, por tanto, aparecerán necesariamente lagunas, es decir, se llegará a resultados históricos de los que no se puede extraer enseñanza alguna. Lo único que la teoría puede exigir es que la investigación sea conducida con rigidez hasta esas lagunas, y allí tendrá que dejar en suspenso sus exigencias. El problema real sólo surge si, indefectiblemente, lo que se conoce tiene que bastar para explicar los resultados, y se le atribuye así una engañosa importancia.

Unida a esta dificultad, la investigación crítica encuentra también otra de carácter intrínseco muy profunda en el hecho de que en la guerra los efectos rara vez proceden de una sola causa, sino de varias causas unidas, y, en consecuencia, no basta reconstruir con disposición sincera e imparcial las series de acontecimientos hasta sus comienzos, sino que además es necesario asignar el valor que les corresponde a cada una de las causas originarias. Por lo tanto, ello conduce a una investigación más detallada de su naturaleza, y es así como la investigación crítica puede derivar hacia el terreno propio de la teoría.

La consideración crítica, es decir, la constatación de los medios, lleva a la cuestión de saber cuáles son los efectos propios de los medios aplicados, y si estos efectos eran los que se proponía la persona actuante.

Los efectos propios de los medios conducen a la investigación de su naturaleza y, de esta forma, nuevamente al terreno de la teoría.

Hemos visto que, en la crítica, todo consiste en alcanzar verdades que estén fuera de cualquier duda, es decir, no detenerse en proposiciones arbitrarias que no sean válidas para otros, a las que se oponen entonces otras afirmaciones quizás igualmente arbitrarias, de modo que no habrá límite para los pros y los contras y el conjunto carecerá de resultados y, por lo tanto, de valor como enseñanza.

Hemos visto también que la investigación de las causas y la constatación de los medios conducen al terreno de la teoría, es decir, al terreno de la verdad universal que no se deduzca únicamente del caso individual que se está examinando. Si se dispone de una teoría útil, la investigación crítica recurrirá a lo que ha sido resuelto en ella, y en ese punto debe detenerse la investigación. Pero allí donde no se dispone de esa verdad teórica, la investigación debe ser proseguida hasta los elementos finales. Si aparece a menudo esta necesidad, el historiador se verá obligado a ocuparse de detalles cada vez mayores. Se verá de este modo muy atareado y le será casi imposible tratar todos los puntos con la debida reflexión. Como consecuencia, para limitar su examen se detendrá en afirmaciones arbitrarias que, aunque no lo sean realmente para él, continuarán sin embargo siéndolo para los demás, porque no son ni evidentes por sí mismas ni han sido demostradas.

Por lo tanto, una teoría útil es el fundamento esencial para la crítica, y sin la ayuda de una teoría razonable es imposible que la crítica alcance el punto en que realmente comienza a ser instructiva, es decir, a ser una demostración convincente.

Pero equivaldría a una esperanza quimérica creer en la posibilidad de una teoría que se ocupara de toda verdad abstracta y sólo dejara a la crítica la tarea de situar el caso individual bajo la ley que le corresponda. Constituiría una pedantería ridícula establecer como regla que la crítica debe siempre detenerse y girar en redondo al llegar a los límites de la sagrada teoría. El mismo espíritu de investigación analítica, que es el origen de la teoría, debe guiar también al crítico en su trabajo; en consecuencia, puede y suele suceder que se desvíe hacia el terreno de la teoría y que siga adelante hasta explicar por sí mismo esos puntos que para él tienen especial importancia. Por el contrario, es mucho más probable que la crítica deje por completo de alcanzar su objetivo si se convierte en una aplicación mecánica de la teoría. Cuanto más carezcan de universalidad y de verdad absoluta los resultados de la investigación teórica, tanto más llegarán a ser todos los principios, reglas y métodos que pueda establecer, reglas positivas para la práctica. Existen para el uso requerido y debe dejarse siempre que el buen juicio decida si son adecuados o no. Esos resultados de la teoría nunca deben ser usados en la crítica como reglas o normas fijas, sino simplemente como una ayuda para el juicio, en la misma forma en que tendrá que usarlas la persona que actúa. Si en la táctica es cosa decidida que, en el orden general de la batalla, la caballería debe ser colocada detrás de la infantería y no en la misma línea, sería sin embargo un disparate reprobar toda desviación a esa norma. La crítica debe investigar las razones que han determinado la desviación, y sólo si éstas son inadecuadas tendrá el derecho de hacer referencia a lo que ha establecido la teoría. Además, si la teoría acepta que un ataque dividido disminuye la probabilidad de éxito, siempre que se produzca ese ataque dividido y con ello un resultado desafortunado sería poco razonable considerar este último como una consecuencia del primero, sin investigar con más detalle si realmente ha sido ese el caso. Del mismo modo, sería también poco razonable deducir de ello que sea engañoso lo que afirma la teoría. El espíritu crítico investigador se niega a asentir a cualquiera de las dos premisas. En consecuencia, la crítica se basa esencialmente en los resultados de la investigación analítica obtenidos por medio de la teoría. Lo que ésta ha admitido no necesita ser establecido de nuevo por la crítica, y ha sido así para que la critica pueda encontrarlo ya establecido.

Esta tarea de la crítica de investigar qué efecto ha sido producido por una causa, y si el medio empleado ha sido el que se necesitaba para alcanzar su fin, resultará fácil si se hallan próximos la causa y el efecto, el fin y los medios.

Si un ejército es sorprendido y no puede por tanto hacer uso normal e inteligente de sus fuerzas y recursos, el efecto de esa sorpresa no será dudoso. Si la teoría ha establecido que, en una batalla, un ataque envolvente conduce a un mayor éxito pero con menor seguridad, la cuestión, entonces, radica en saber si quien emplea el ataque envolvente ha considerado como principal objetivo la magnitud del éxito. En ese caso, el medio fue elegido correctamente. Pero si el deseo del atacante sólo fuera asegurar el éxito y si esta esperanza estuviese basada no en circunstancias particulares, sino en la naturaleza del ataque envolvente, entonces se habría equivocado al calibrar la naturaleza de ese medio y habría cometido un error, como ha sucedido cientos de veces.

Aquí resulta fácil el trabajo de investigación militar y demostrativo, y siempre lo será, si se limita a los efectos y los fines inmediatos. Se podrá hacer esto exactamente a gusto de cada cual, a condición de que se consideren las cosas separadamente de su relación con el conjunto, y que sólo se estudien así separadas.

Pero en la guerra, lo mismo que en general en el mundo común, existe una relación entre todo lo que pertenece al conjunto; en consecuencia, toda causa, por pequeña que sea, debe influir con sus efectos sobre el resto de la guerra y modificar en cierto grado el resultado final, por más débil que pueda ser ese grado. Del mismo modo, todo medio puede ejercer su influencia hasta la obtención del fin último.

Por lo tanto, podemos deducir los efectos de una causa, hasta donde se observen señales indicativas, y, de la misma manera, no sólo se puede poner a prueba un medio para su fin inmediato, sino también probar este mismo como medio para un fin más elevado y ascender así a lo largo de un encadenamiento, subordinado cada fin al superior, hasta que lleguemos a uno que no requiera ser puesto a prueba, porque su necesidad es indudable. En muchos casos, especialmente si se trata de medidas importantes y decisivas, el examen tendrá que extenderse hasta el fin último, o sea, el que dé lugar a la paz.

Es evidente que, al ascender de este modo, en cada nuevo tramo al que se llegue se adaptará para el juicio un punto de vista nuevo, de forma tal que el mismo medio que parece ventajoso desde un punto de vista inmediato debe ser rechazado cuando se considera desde un punto de vista más alejado.

Al analizar en forma crítica un capítulo de la historia, siempre deben ir acompasadas la investigación de las causas de los fenómenos y la constatación de los medios, de acuerdo con los fines a los que sirven, porque sólo la investigación de la causa nos conduce a objetos dignos de ser puestos a prueba.

Este intento de recorrer de un extremo a otro el encadenamiento causal implica una dificultad considerable, porque, cuanto más lejos de un acontecimiento se halle la causa que se busque, tanto mayor habrá de ser el número de otras causas que, al mismo tiempo, deben ser examinadas y analizadas en relación con la participación que puedan haber tenido en dar forma a los acontecimientos, y eliminadas en consecuencia; porque cuanto más elevado se halle un fenómeno en esa cadena causal, más numerosas serán las fuerzas y circunstancias separadas que lo condicionan. Si hemos dilucidado las causas de una batalla perdida, también habremos dilucidado, sin duda, parte de las causas que corresponden a las consecuencias de esa batalla perdida en el conjunto de la guerra. Pero sólo habremos dilucidado una parte, porque los efectos de otras causas contribuirán en mayor o menor medida, de acuerdo con las circunstancias, a determinar el resultado final.

En la constatación de los medios, a medida que nuestros puntos de vista se eleven sucesivamente se presentará la misma multiplicidad en lo que habremos de tratar, porque cuanto más elevados sean los fines, más cuantiosos tendrán que resultar los medios empleados para alcanzarlos. El fin último de la guerra es perseguido simultáneamente por todos los ejércitos y, por lo tanto, se tiene también que tomar en consideración cuanto a su respecto ha sido llevado a cabo, o hubiera podido ser llevado a cabo.

Evidentemente, ello puede conducir, a veces, a un terreno muy amplio de investigación, donde es fácil perderse y en el que prevalecen las dificultades, porque deben avanzarse gran número de suposiciones sobre cosas que no han sucedido realmente, pero que eran probables y, en este sentido, no pueden dejar de ser consideradas.

Cuando, en 1797, Bonaparte, a la cabeza del Ejército de Italia, avanzó desde el río Tagliamento contra el archiduque Carlos, lo hizo con la intención de obligarle a tomar una decisión antes de que éste recibiera los refuerzos que esperaba procedentes del Rin. Si consideramos solamente la decisión inmediata, el medio fue bien elegido. Y el resultado lo demostró, pues el archiduque quedó tan debilitado que no efectuó más que un intento de resistencia sobre el Tagliamento. Cuando vio la resolución y fortaleza de su adversario, abandonó el campo de batalla y los pasos que conducían a los Alpes Nóricos. Ahora bien, ¿qué se había propuesto Napoleón con esta acción? ¿Penetrar en el corazón mismo del imperio austríaco? ¿Facilitar el avance de los ejércitos del Rin al mando de Moreau y Hoche y lograr una estrecha comunicación con ellos? Esta fue la posición adoptada por Bonaparte y desde este punto de vista actuó con acierto. Pero si la crítica se sitúa en un punto de vista más elevado, o sea, el del Directorio francés, cuyo mando era incapaz de ver, y debió haber visto, que la campaña del Rin no tenía que haberse iniciado hasta seis semanas más tarde, entonces el avance de Napoleón sobre los Alpes Nóricos sólo puede ser considerado como una baladronada extemporánea, porque si los austríacos hubieran hecho intervenir en masa a sus ejércitos del Rin para reforzar su presencia en Estiria, permitiendo de este modo que el archiduque se arrojara sobre el Ejército de Italia, no sólo ese ejército probablemente habría sido derrotado, sino que quizá se habría perdido para Francia toda la campaña. Fue esta consideración, que se impuso por sí misma a Napoleón en Villach, la que indujo a éste a firmar con tanta celeridad el armisticio de Leoben.

Si la crítica parte de una posición aún más elevada y se sabe que los austriacos no poseían reserva alguna desplegada entre el ejército del archiduque Carlos y la ciudad de Viena, se deduce, entonces, que la capital austríaca habría caído bajo la amenaza del Ejército de Italia.

Supongamos que Bonaparte hubiera sabido que Viena se hallaba de esa forma desprotegida y también que contaba en Estiria con esa decisiva superioridad numérica sobre el archiduque.

Entonces, su precipitado avance contra el corazón de los estados austríacos ya no habría carecido de propósito, puesto que su valor habría dependido sólo de aquel que los austríacos hubieran asignado a la conservación de Viena. Si ese valor hubiese sido para ellos tan grande como para haberles inducido a aceptar las condiciones de paz que Bonaparte estaba dispuesto a ofrecerles, antes que perder la ciudad, la amenaza contra Viena debería ser considerada como el propósito esencial del avance. Si por alguna razón Bonaparte hubiera sabido esto, la crítica podría detenerse aquí; pero si se hubiera mostrado indeciso a ese respecto, la crítica debería situarse en una posición aún más elevada y preguntarse qué habría ocurrido si los austríacos hubieran abandonado Viena y se hubiesen retirado más allá, en el confín de las vastas extensiones cuyo dominio todavía poseían. Pero resulta fácil advertir que esta cuestión no puede ser contestada sin tomar en consideración el curso probable de los acontecimientos en la confrontación de los ejércitos del Rin por ambos bandos. En vista de la decidida superioridad numérica del lado de los franceses —130.000 contra 80.000—, no cabrían muchas dudas respecto del resultado. Pero entonces surgiría otra cuestión: ¿qué uso habría hecho el Directorio de esa probable victoria? ¿Habría ampliado su triunfo hasta alcanzar los límites de la monarquía austríaca, intentando desmembrar y destruir, por lo tanto, ese poder, o se habría contentado con la conquista de una parte considerable del territorio, que le pudiera servir como garantía de la paz? Debe estimarse, en cada caso, el resultado probable, a fin de llegar a una conclusión sobre la plausible elección del Directorio. Supongamos que el resultado de estas consideraciones hubiera sido el de que las fuerzas francesas eran demasiado débiles para derrotar completamente a la monarquía austríaca, de suerte que el intento por sí mismo habría invertido completamente la situación, y que incluso la conquista y ocupación de una parte considerable del territorio de aquélla habría colocado a los franceses en una posición estratégica para la cual sus fuerzas probablemente eran insuficientes. Entonces ese resultado habría condicionado su juicio sobre la situación del Ejército de Italia, hasta hacerle ver la conveniencia de disminuir sus posibilidades. Sin duda, esto fue lo que indujo a Bonaparte —aun cuando pudo darse cuenta, a primera vista, de la impotencia del archiduquea firmar la paz de Campoformio, que no impuso a los austríacos mayores sacrificios que los de la pérdida de regiones que no habrían reconquistado ni tras las campañas más afortunadas. Pero los franceses no podrían haber contado siquiera con el moderado tratado de Campoformio, y, por lo tanto, no podrían haberlo fijado como objetivo de su osado avance, si no hubieran entrado en consideración dos cuestiones. La primera, determinar qué valor habrían asignado los austríacos a cada uno de los resultados antes mencionados; si, no obstante la probable obtención de un resultado satisfactorio en cualquiera de los dos casos, habría valido la pena hacer el sacrificio que implicaban, es decir, continuar la guerra, cuando ese sacrificio podría haber sido ahorrado mediante una paz basada en cláusulas no demasiado humillantes. La segunda, saber si el gobierno austríaco habría sopesado seriamente el posible resultado final de una resistencia continuada, y si no se habría dejado llevar por el desaliento bajo la impresión causada por los descalabros del momento.

La consideración que entraña la primera cuestión no constituye una sutileza baladí, sino que tiene una importancia práctica tan decisiva que surge siempre que se discute un plan para llevarlas cosas hasta sus últimos extremos. Esto es lo que con gran frecuencia evita que esos planes se ejecuten.

La segunda cuestión es igualmente necesaria, porque la guerra se entabla no con un oponente abstracto, sino con uno real, que siempre debe ser tenido en cuenta. Podemos estar seguros de que el audaz Bonaparte no descuidaba este punto de vista, es decir, no desdeñaba la confianza basada en el temor que despertaba en sus enemigos. Esta misma confianza fue la que, en 1812, lo condujo a Moscú, y allí lo abandonó en el infortunio. El terror que inspiraba se había evaporado en cierto modo en las gigantescas luchas en las que se vio implicado. Por supuesto, no había sufrido ningún desgaste en 1797 y no se había revelado todavía el secreto de su fuerza de resistencia llevada hasta el último extremo. Sin embargo, incluso en 1797 su intrepidez lo habría conducido a un resultado negativo si, como ya hemos dicho, gracias a una especie de presentimiento, no hubiera elegido la paz moderada de Campoformio como una tabla de salvación.

Tenemos que examinar esto de manera terminante. Bastará mostrar con un ejemplo la amplia esfera de actividad, la diversidad y la dificultad que puede presentar un examen crítico si nos adentramos en los fines esenciales, es decir, si nos referimos a medidas de carácter importante y decisivo que necesariamente deben influir sobre ellos. Este examen revelará que, además de la comprensión teórica de la cuestión, el talento natural debe también ocupar su lugar a la hora de enjuiciar el valor del examen crítico, porque de él dependerá principalmente la posibilidad de aclarar la relación de las cosas, distinguiendo las que son esenciales de las incontables relaciones recíprocas de los acontecimientos.

Pero el talento se emplea todavía de otra manera. La consideración crítica no constituye una mera constatación de los medios empleados realmente, sino un examen de todos los posibles, que, por lo tanto, primero deben ser descubiertos y especificados; y, evidentemente, no estamos en disposición de desdeñar ningún medio en particular, a menos que seamos capaces de especificar uno mejor. Sin embargo, por pequeño que sea el número de combinaciones posibles en la mayoría de los casos, debe admitirse que señalar las que no han sido usadas no constituye un simple análisis de las cosas reales, sino una realización espontánea que no se deja prescribir sino que depende de la capacidad de producción de la mente.

Estamos lejos de considerar que un caso en el cual todo debe ser investigado hasta que se llega a unas pocas combinaciones prácticamente posibles y muy simples constituye el terreno abonado para el genio. Encontramos sumamente ridículo considerar, como ha ocurrido tan a menudo, el cambio de una posición como un descubrimiento que revela la presencia de un gran genio; sin embargo, este acto de realización espontánea es necesario y el valor del examen crítico es determinado esencialmente por él.

Cuando, el 30 de julio de 1796, Bonaparte decidió levantar el sitio de Mantua para contrarrestar el avance de Wurmser y con toda su fuerza caer sobre sus filas, separadas por el lago de Garda y el río Mincio, esta pareció la vía más segura para alcanzar una brillante victoria. Tal victoria se produjo realmente, y después se repitió con los mismos medios y con éxito todavía más fulminante cuando se reanudó el intento de asediar aquella fortaleza. Nos consta sólo una opinión sobre estas hazañas, la cual se rinde completamente a la admiración.

Pero Bonaparte no pudo seguir ese rumbo el 30 de julio sin abandonar completamente la idea del asedio de Mantua, porque era imposible apoyar a las tropas ocupadas en ello, las cuales no podían ser reemplazadas por otras en esa campaña. En realidad, el asedio se convirtió en un simple bloqueo. La ciudad, que habría caído pronto si la acción hubiera continuado, resistió durante seis meses, pese a los éxitos de Bonaparte en el campo de batalla.

Los críticos generalmente han considerado esto como un mal más bien inevitable, porque no han sido capaces de sugerir ningún medio de resistencia mejor. La resistencia a un ejército de relevo, dentro de la circunvalación, ha caído en tal descrédito, que no se la considera en absoluto como un medio. Sin embargo, en los tiempos de Luis XIV esa medida era usada tan a menudo con éxito, que si cien años más tarde no se le ocurrió a nadie que por lo menos cabía tomarla en cuenta, esto sólo tiene que ser considerado como un capricho de la moda. Si esta posibilidad hubiera sido admitida, una investigación más atenta de las circunstancias habría demostrado que los 40.000 hombres de la mejor infantería del mundo, bajo el mando de Bonaparte, colocados detrás de la fuerte circunvalación de Mantua, tenían tan poco que temer de los 50.000 austíacos que acudían en socorro de la ciudad, al mando de Wurmser, que era muy improbable que se hubiera realizado ni siquiera un solo intento de ataque sobre sus líneas. No trataremos aquí de demostrar este punto, pero creemos que se ha dicho lo bastante como para mostrar que este medio tiene derecho a ser considerado. No discutiremos tampoco si, durante la acción, Bonaparte mismo pensó en este medio. No se encuentra indicio alguno de ello en sus memorias ni en otras fuentes impresas. Ninguno de los críticos posteriores reparó en él, porque esa medida quedó por completo fuera del alcance de su campo visual. El mérito de recordarlo no es tan grande, porque para pensar en él sólo hemos tenido que rehuír el engreído capricho de la moda. No obstante, es necesario tenerlo en cuenta y compararlo con los medios que empleó Bonaparte. Sea cual sea el resultado de esta comparación, la crítica no debería omitirla.

Cuando, en febrero de 1814, Bonaparte se distanció del ejército de Blücher, al que había derrotado en los encuentros de Étogues, Champ-Aubert, Montmirail, etc., y acosó nuevamente a las tropas de Schwarzenberg, a las que venció en Montereau y Mormant, todo el mundo se mostró rendido de admiración, porque Bonaparte, con sólo utilizar su fuerza concentrada, primero sobre un adversario y luego sobre el otro, aprovechó brillantemente el error cometido por los Aliados al avanzar con sus fuerzas divididas. Generalmente se ha considerado que al menos no fue su culpa si estos ataques fulminantes en todas direcciones no sirvieron para ponerlo a salvo. Nadie ha formulado todavía esta pregunta: ¿cuál habría sido el resultado si, en lugar de atacar nuevamente a Schwarzenberg, Bonaparte hubiera continuado apremiando a Blücher y lo hubiese presionado hasta el Rin? Estamos convencidos de que se habría producido una inversión completa de la campaña y que el ejército de los Aliados, en lugar de marchar hacia París, se habría retirado detrás del Rin. No pretendemos que otros compartan nuestra convicción, pero ya que esta alternativa ha sido mencionada, ningún experto pondría en duda que esa crítica tendría que ser considerada junto con las demás posibilidades.

En este caso los medios de comparación se encuentran también mucho más cerca que el primero. Fueron igualmente pasados por alto, porque se siguió ciegamente una tendencia determinada, sin recurrir a un juicio imparcial.

De la necesidad de proponer un medio mejor en lugar del que fue rechazado ha surgido una clase de crítica que es casi la única que se usa y que se contenta con señalar un procedimiento supuestamente mejor, sin aducir la verdadera prueba para ello. Consecuencia de esto es que mientras algunos no están convencidos, otros actúan exactamente de la misma forma y surge, entonces, una controversia que no proporciona base ninguna para la discusión. Toda la literatura de la guerra abunda en esta clase de ejemplos.

La prueba que solicitamos es siempre necesaria cuando la posibilidad que pone de manifiesto el medio no es tan evidente como para desechar todas las dudas, y consiste en investigar cada uno de los medios sobre la base de sus propios méritos y compararlo con el fin propuesto. Si, de esta forma, la cuestión ha sido investigada hasta alcanzar la simple verdad, la controversia debería cesar, o por lo menos conducir a nuevos resultados, mientras que, en la otra forma de procedimiento, los pros y los contras siempre se destruyen entre sí. Si, por ejemplo, no nos satisface la afirmación hecha en el caso antes mencionado, y deseamos probar que haber persistido en perseguir a Blücher hubiera sido mejor que acosar a Schwarzenberg, debemos tener en cuenta las realidades siguientes:

1. En general, resulta más ventajoso perseverar en los golpes en una misma dirección que golpear en diferentes direcciones, porque esto último implica una pérdida de tiempo, y, además, porque cuando la fuerza moral del enemigo se ha visto debilitada por haber sufrido bajas considerables, es más fácil obtener nuevos éxitos. En ese sentido, por lo tanto, la superioridad ya ganada es aprovechada íntegramente.

2. Blücher, aun siendo más débil que Schwarzenberg, debido a su espíritu combativo era todavía el adversario más importante; por lo tanto, en él se encontraba el centro de gravedad en el que confluía todo lo demás.

3. Las pérdidas sufridas por Blücher equivalían a una derrota y habían otorgado a Bonaparte un tal predominio en la situación, que casi no podía dudarse de la retirada de aquél sobre el Rin, porque en la zona en que se hallaba no existían refuerzos de importancia.

4. Ningún otro éxito posible hubiera parecido tan formidable o hubiera adquirido proporciones tan gigantescas para la imaginación; tener que enfrentarse a un Estado Mayor indeciso y timorato, como era notoriamente el de Schwarzenberg, constituía una ventaja inmensa. El principe Schwarzenberg tenía que conocer bastante aproximadamente las pérdidas sufridas por el príncipe de Eugenio de Württemberg, en Montereau, y por el conde Wingenstein en Mormant. Por otro lado, de la serie de descalabros que Blücher habría experimentado en su zona completamente separada e inconexa, que se extendía desde el Marne hasta el Rin, sólo le habrían llegado noticias a través de rumores. El movimiento desesperado que Bonaparte realizó sobre Vitry, a finales de marzo, para probar qué efectos ejercería sobre los Aliados la amenaza de un movimiento envolvente, estaba basado, evidentemente, en el principio de terror sorpresivo, pero bajo circunstancias bastante diferentes a las que le llevaron a la derrota en Laon y Arcis, y cuando Blücher, con sus 100.000 hombres, estaba secundando a Schwarzenberg.

Sin duda habrá muchos que no se mostrarán convencidos ante estos argumentos, pero, por lo menos, no podrán replicarnos diciendo que «mientras Bonaparte, al avanzar hacia el Rin, amenazaba la base de Schwarzenberg, éste, al mismo tiempo, amenazaba París, base de Bonaparte», porque creemos haber demostrado, con las razones antes expuestas, que no estuvo nunca en el ánimo de Schwarzenberg marchar contra París.

En relación con el ejemplo que hemos citado, extraído de la campaña de 1796, podríamos exponer lo siguiente: Bonaparte consideraba el plan que había adoptado como el camino más seguro para derrotar a los austríacos. Incluso si hubiera sido así, el objetivo que se hubiese logrado habría constituido una gloria militar inútil, que apenas podría haber ejercido una influencia perceptible en el asedio de Mantua. A nuestro entender, el camino indicado habría llevado con mayor seguridad a impedir la ayuda a Mantua. Pero aun en contra de esta opinión, como pensó el general francés, esto no sucedió, y si prefiriéramos considerar menor la seguridad de éxito, la cuestión llegaría a ser, una vez más, la de contrapesar, en un caso, un éxito probable, pero casi inútil y, por lo tanto, débil, y, en el otro, un éxito no del todo probable, pero mucho más productivo. Si el asunto es presentado de esta forma, la intrepidez habría tenido que pronunciarse en favor de la segunda solución, que es exactamente lo contrario de lo que nos hubiera inducido a creer un punto de vista superficial sobre la cuestión. Sin duda, Bonaparte no pensó en acometer ninguna acción audaz, y nos caben dudas sobre si no habría apreciado la naturaleza del caso, ni comprendido sus consecuencias, con la misma claridad con que la experiencia nos ha permitido hacerlo a nosotros.

Naturalmente, al considerar los medios, a menudo el crítico debe recurrir a la historia militar, ya que en el arte de la guerra la experiencia tiene mayor valor que cualquier verdad filosófica. Pero sin duda esta evidencia histórica se halla sujeta a sus propias condiciones, que trataremos en un capítulo especial; y por desgracia, estas condiciones se cumplen tan raras veces que, por lo general, las referencias históricas sólo sirven para aumentar la confusión de las ideas.

Debemos considerar todavía un asunto muy importante, que es el siguiente: al juzgar un acontecimiento en particular, tenemos que ver hasta dónde está obligada o le es permitido a la crítica hacer uso de su modo superior de ver las cosas y, por lo tanto, de lo que han establecido los resultados, o cuándo y dónde se ve obligada a dejar de considerar estas cosas, para colocarse exactamente en el lugar de la persona que actúa.

Si la crítica quiere loar o censurar a la persona actuante, es evidente que tiene que colocarse exactamente en su lugar, es decir, debe recoger todo lo que esa persona conocía y todos los móviles que la impulsaron a actuar y, por otro lado, tiene que hacer caso omiso de todo lo que aquélla desconocía o no podía conocer, o sea, ante todo, el resultado que se produjo. Pero este es sólo un fin por el que nos esforzamos pero que nunca podemos alcanzar por completo, porque el estado de cosas del cual surge un acontecimiento nunca se presenta ante los ojos del crítico como lo hizo ante los de la persona actuante. Se han desvanecido por completo una multitud de circunstancias menores que pudieron haber influido sobre la decisión tomada, y muchas de las motivaciones subjetivas nunca se ponen de relieve. Tales móviles sólo pueden ser conocidos a través de las memorias de la persona actuante o de sus relaciones muy íntimas y, a menudo, en tales memorias, estas cuestiones son tratadas de forma muy vaga, o incluso son tergiversadas a propósito. En consecuencia, la crítica siempre tendrá que renunciar a saber por completo qué es lo que pasaba por la mente de la persona que actuaba.

Por otro lado, todavía le resulta más difícil renunciar a lo que conoce tal vez demasiado. Esto solamente es fácil respecto de las circunstancias accidentales, es decir, de aquellas que no guardaban necesariamente una relación con la situación, sino que habían llegado a estar mezcladas con ella. Pero, en todas las cuestiones esenciales, la crítica resulta extremadamente difícil y nunca se logra llevarla a cabo por completo.

Consideremos en primer lugar el resultado. Si éste no proviniera de circunstancias accidentales, sería casi imposible que su conocimiento no influyera sobre el juicio de las circunstancias de las que provenía realmente porque vemos estas circunstancias desde el punto de vista de ese resultado, y en cierto modo, solamente gracias a él adquirimos nuestro conocimiento de las circunstancias y establecemos nuestra opinión sobre su importancia. La historia de la guerra, con todos sus acontecimientos, constituye una fuente de enseñanza para la propia crítica, y es natural que ésta arroje sobre las cosas la misma luz que ha obtenido de la consideración del conjunto. Por lo tanto, si en muchos casos la crítica hubiera intentado prescindir por completo de ello, nunca lo habría conseguido plenamente.

Pero esto ocurre no sólo en lo que se refiere al resultado, es decir, a lo que no se produce hasta más tarde, sino también en lo que respecta a lo que ya existe, o sea, a los datos que determinan la acción. En la mayoría de los casos, la crítica dispondrá de un mayor número de datos que el que tenía la persona que actuaba. Ahora bien, podríamos suponer que habría sido fácil descartarlos por completo, y sin embargo no es así. El conocimiento de las circunstancias anteriores y simultáneas no descansa sólo sobre informaciones definidas, sino sobre un amplio número de conjeturas y suposiciones. En realidad, apenas no hay una información referente a las cosas que no son puramente accidentales, que no haya sido precedida por conjeturas o suposiciones, las cuales substituirán a la información auténtica, si ésta continúa faltando. Entonces puede concebirse que la crítica, que en una época posterior tiene delante de sí, como hechos, todas las circunstancias precedentes y presentes en el acto, no se sienta con ello prevenida cuando se pregunta qué parte de las circunstancias desconocidas habría considerado como probable en el momento de la acción. Mantenemos que, en este caso, como en el de los resultados, y por la misma razón, es imposible llegar a una abstracción.

En consecuencia, si el crítico quiere loar o censurar cualquier acto aislado, sólo hasta cierto punto logrará colocarse en la posición de la persona que actuaba. En muchísimos casos estará en disposición de hacer esto hasta un grado suficiente como para alcanzar un propósito práctico, pero en otros no podrá hacerlo en forma alguna, lo cual no debemos perder nunca de vista.

Pero no es necesario ni deseable que la crítica se identifique completamente con la persona actuante. En la guerra, como en todas las actividades que exigen cierta capacidad, se requiere una aptitud natural que llamamos maestría. Esta puede ser grande o pequeña. En el primer caso, fácilmente puede ser superior a la del crítico, porque, ¿qué crítico pretenderá poseer la maestría de un Federico el Grande o de un Bonaparte? Por lo tanto, si la crítica no tiene que abstenerse de emitir su opinión en lo que respecta a un talento eminente, se le debe permitir hacer uso de la ventaja que le proporciona la visión de un amplio horizonte. En consecuencia, la crítica no puede verificar la solución dada por un gran general a su acción con los mismos datos como se verifica una suma en aritmética, sino que, estudiando el resultado, estudiando la forma en que invariablemente éste es confirmado por los acontecimientos, debe reconocer con admiración lo que corresponda a la actividad superior del genio, y aprender a considerar como un hecho establecido la relación esencial que éste presiente con su visión.

Pero incluso para las manifestaciones más pequeñas de virtuosidad es necesario que la crítica adopte un punto de vista más elevado, para que, rica en las razones que han conducido a la decisión, sea lo menos subjetiva posible, y para que la limitación mental del crítico no se convierta en medida para el juicio.

La posición superior de la crítica, sus loas y sus censuras, emitidas de acuerdo con el conocimiento completo de las circunstancias, no encierran en sí mismas nada que ofenda nuestros sentimientos; solamente lo hacen cuando el crítico se adelanta y se expresa como si toda la sabiduría obtenida por su conocimiento cabal del acontecimiento considerado fuera debida a su propio talento. Por más burdo que pueda ser este engaño, la vanidad lo comete con facilidad y esto, naturalmente, molesta a los demás. Pero con gran frecuencia, aunque no se halle en la intención del crítico caer en esa autoexaltación presuntuosa, el lector apresurado se la atribuye, a menos que expresamente se ponga en guardia contra ello, y, en ese caso surge la acusación de falta de juicio crítico.

Por lo tanto, cuando el crítico señala un error cometido por un Federico el Grande o un Bonaparte, esto no significa que él mismo no lo habría cometido. En realidad podría admitir que, de haber ocupado el lugar de esos generales, habría podido cometer errores mucho más grandes, pero no deja de saber cuáles son estos errores, y, por la relación general de los acontecimientos, exige de la sagacidad del general en cuestión que haya reparado en ellos.

En consecuencia, se trata de una opinión formada sobre la base de la relación de los acontecimientos y, por lo tanto, también sobre la base del resultado. Pero el resultado en sí tiene sobre el juicio otro efecto bastante diferente, es decir, cuando es usado simplemente como evidencia, en pro o en contra de la procedencia de una medida. Esto puede ser llamado juicio de acuerdo con el resultado. A primera vista, este juicio parece inútil, y sin embargo, no lo es en absoluto.

Cuando Bonaparte, en 1812, marchó sobre Moscú, todo dependía de si, gracias a la toma de la ciudad y los acontecimientos precedentes, habría sido capaz de llevar al emperador Alejandro a firmar la paz, como había hecho después de la batalla de Friedland en 1807, y como había obligado a hacer al emperador Francisco I en 1805 y 1809, después de Austerlitz y Wagram. Porque si Bonaparte no obtenía la paz en Moscú, no le quedaba otra alternativa que el regreso, o sea, una derrota estratégica. Omitiremos lo que hizo Bonaparte para llegar a Moscú y si, en su avance, habría perdido muchas oportunidades de inducir al emperador Alejandro a firmar la paz. Excluiremos también toda consideración sobre las circunstancias desastrosas que jalonaron su retirada y que tal vez tuvieron su origen en la conducción general de la campaña. La cuestión será siempre la misma, porque, aunque el resultado hasta el momento de llegar a Moscú podría haber sido mucho más brillante, siempre quedará la incertidumbre de saber si el emperador Alejandro se habría atemorizado y habría firmado la paz. Y aun si la retirada no hubiera contenido en sí misma esos gérmenes de desastre, nunca hubiese podido ser sino una gran derrota estratégica. Si el emperador Alejandro hubiera convenido en una paz desventajosa para él, la campaña habría estado al nivel de las de Friedland, Austerlitz y Wagram. Pero éstas, si no hubieran conducido a la paz, probablemente habrían terminado también en catástrofes similares. Por lo tanto, por grandes que fueran la fuerza, la habilidad y la sabiduría con que el conquistador del mundo encaró su tarea, esta última «cuestión expuesta al azar» continuó siendo la misma. ¿Descartaremos, entonces, las campañas de 1805, 1807 y 1809 y, a causa de la de 1812, diremos que fueron actos de imprudencia, que su éxito iba en contra de la naturaleza de las cosas y que en 1812 la justicia estratégica finalmente encontró por sí misma expedito el camino contra la ciega fortuna? Sería esta una conclusión injustificable, un juicio muy arbitrario al que le faltaría necesariamente parte de la prueba, porque ningún ser humano puede investigar el hilo que enlaza el encadenamiento necesario de los acontecimientos, hasta llegar a la decisión tomada por los generales vencidos.

Tampoco podemos decir que la campaña de 1812 merecía el mismo éxito que las otras y que la razón por la que dio uno resultado distinto residía en algo que era antinatural, pues difícilmente la firmeza de Alejandro puede ser considerada como tal.

¿Qué más natural que decir que, en 1805, 1807 y 1809, Bonaparte juzgó correctamente a sus oponentes, y que en 1812 se equivocó? Por lo tanto, en los primeros casos tuvo razón; en el último, cayó en el error, y debemos admitir que la justificación para nuestra opinión reside siempre en el resultado.

Como ya hemos afirmado, en la guerra las acciones no se rigen por resultados seguros, sino por los probables. Todo lo que adolece de incertidumbre debe quedar siempre librado al destino o al azar, como se quiera llamar. Podemos pedir que esto ocurra lo menos posible, pero sólo en relación con el caso particular, es decir, tan poco como sea posible en este caso particular, pero no podemos pedir que se prefiera siempre el caso en que la incertidumbre sea menor. Esto sería un craso error, como cabe deducir de todos nuestros puntos de vista teóricos. Hay casos en que la osadía más grande constituye la sabiduría más grande.

Ahora bien, en todo aquello que la persona que actúa debe dejar librado a la suerte parece haberse agotado completamente su mérito personal y, por lo tanto, extinguido su responsabilidad.

No mucho menos sabemos reprimir un íntimo sentimiento de satisfacción cuando nuestras esperanzas se realizan y, si éstas han sido defraudadas, nos quedamos embargados por un cierto malestar. Y aun el juzgar si una medida es justa o equivocada no debería significar nada más que lo que deducimos del simple resultado, o, más bien, de lo que encontramos en él.

Pero no puede negarse que la satisfacción que nos produce el éxito, así como el disgusto que causa el fracaso, reposan sobre el vago sentimiento de que existe una relación sutil, invisible para los ojos del espíritu, entre el éxito atribuido a la suerte y el que cabe atribuir al genio de la persona que actúa, y esta suposición nos proporciona placer. Lo que tiende a confirmar esta idea es el hecho de que nuestra simpatía aumenta y se convierte en un sentimiento más definido si el éxito o el fracaso se repiten frecuentemente en el caso de la misma persona. Así, llega a comprenderse por qué en la guerra el azar adquiere un carácter mucho más noble que en el juego. Por lo general, nos complacerá seguir al militar afortunado siempre que no afecte a nuestros intereses a lo largo de su carrera.

Por lo tanto, la crítica, después de haber sopesado todo lo que integra el cálculo y la convicción humanos, permitirá que el resultado sea la norma para juzgar esa parte donde la correlación profunda y misteriosa de las cosas no da forma a fenómenos visibles, y por un lado protegerá a este juicio sereno ante una autoridad superior basada en un tumulto de opiniones imperfectas, mientras que, por el otro, rechazará el burdo abuso que pueda hacerse de esa instancia suprema. Este veredicto del resultado tiene, en consecuencia, que proporcionarnos lo que la sagacidad humana no puede descubrir, y esto será exigido, principalmente, por las condiciones y las actividades de la mente, en parte porque lo menos que éstas admiten es que se forme con ellas un juicio aceptable, y en parte debido a que su íntima relación con la voluntad les permite ejercer más fácilmente una mayor influencia. Cuando el miedo o el valor precipitan una decisión, no hay nada objetivo que permita decidir entre ellos y, en consecuencia, no hay nada gracias a lo cual la sagacidad y el cálculo puedan llegar al resultado probable.

Incluiremos ahora aquí algunas observaciones sobre el instrumento de la crítica, o sea, el lenguaje que usa, porque en cierto sentido éste se halla estrechamente relacionado con la acción en la guerra, ya que el examen crítico no es otra cosa que la deliberación que tiene que haber precedido a esa acción. Por lo tanto, consideramos muy esencial que el lenguaje de la crítica tenga el mismo carácter que debe asumir el de la deliberación en la guerra, porque, de otro modo, dejaría de ser práctico y no proporcionaría a la crítica acceso a las realidades de la vida.

Al considerar la teoría de la conducción de la guerra, afirmamos que debe educar la mente del jefe, o, más bien, que debe guiar su educación, lo cual no tiene por objeto suministrarle enseñanzas y sistemas que podría usar como instrumentos mentales. Pero así como en la guerra, para juzgar el caso que se plantee, no se necesita apelar a la ayuda científica, o por lo menos en escala tal como sea admisible, si la verdad no ha de participar en ello, por lo menos en forma sistemática, y si no ha de encontrársela nunca en forma indirecta, sino de modo directo, mediante la visión mental librada a sí misma, esto también habrá de ocurrir en el examen crítico.

Es verdad que, como ya hemos observado, en todos los casos en que sería muy complicado definir la naturaleza real de las circunstancias la crítica debe confiar en las verdades que la teoría ha establecido sobre ese punto. Pero del mismo modo que en la guerra la persona que actúa se somete a estas verdades teóricas, no porque las considere como leyes exteriores e inflexibles, sino porque ha asimilado el espíritu de esas verdades, también la crítica debería utilizarlas no como ley exterior o fórmula algebraica cuya verdad no necesita ser demostrada en cada caso, sino que debería permitir que esas verdades brillaran desde el principio hasta el fin, dejando sólo a la teoría la prueba más pormenorizada y circunstancial. Así evitaría la fraseología misteriosa y oscura y adoptaría el camino de un lenguaje sencillo y de un claro encadenamiento de ideas, o sea, siempre visible.

Es evidente que esto no puede ser obtenido en todo momento de forma completa, pero aun así tiene que ser el propósito que se imponga la exposición crítica. Ésta habrá de usar las formas complejas del conocimiento lo menos posible y no deberá nunca apelar a la interpretación científica como si se tratara de un aparato que contuviese en sí mismo la verdad, sino que habrá de realizar todo mediante una percepción interior libre y natural.

Pero, lamentablemente, hasta ahora rara vez ha prevalecido en los exámenes críticos tal intención piadosa, si se nos permite esta expresión; la mayoría de ellos, encabezados por la vanidad, hacen gala más bien de un ostentoso despliegue de ideas.

El primer defecto con el que nos encontramos indefectiblemente es la aplicación torpe, totalmente inadmisible, de ciertos sistemas unilaterales como si se tratara de un verdadero código de leyes. Pero no resulta problemático mostrar la unilateralidad de este sistema, y no se necesita nada más para rechazar definitivamente su veredicto. Aquí tenemos que tratar con un objetivo definido, y como, después de todo, el número de sistemas posible no puede ser grande, también en sí mismos sólo constituyen un mal menor.

Una desventaja mucho más seria reside en el hecho de que estos sistemas se acompañan ostentosamente de términos técnicos, expresiones científicas y metáforas, que son llevados a uno y otro lado como si fueran el populacho alborotado o los civiles que siguen sin jefe visible a un ejército. Todo crítico que no haya adoptado todavía un sistema completo, ya sea porque ninguno le satisface o porque aún no ha conseguido dominar uno a fondo, querrá al menos aplicarlo en forma fragmentaria, del mismo modo que uno aplicaría una regla a fin de mostrar las equivocaciones cometidas por un general. La mayoría de estos críticos son incapaces de razonar sin apoyarse, siquiera en un fragmento, en teorías militares científicas. Los fragmentos más insignificantes, que consisten en meras palabras científicas y metáforas, a menudo no son más que artificios decorativos de la narración crítica. Naturalmente, todas las expresiones técnicas y científicas que pertenecen a un sistema pierden su propiedad, si alguna vez la han tenido, tan pronto como son separadas de ese sistema para ser usadas como preceptos generales, o como diminutas aristas de verdad que rivalizan en fuerza de demostración con el lenguaje sencillo.

Así ha sucedido que nuestros libros teóricos y críticos, en lugar de ser simples y sencillos, en los cuales el autor por lo menos siempre sabe lo que dice y el lector lo que lee, rebosan de términos técnicos que constituyen puntos oscuros de intersección, donde el autor y el lector se alejan uno de otro. Pero con gran frecuencia son algo todavía peor: cáscaras huecas sin germen alguno. El mismo autor no tiene una percepción clara de lo que desea decir, y recurre entonces a ideas vagas que si fueran expresadas con claridad no serían satisfactorias ni siquiera para él.

El tercer defecto de la crítica es el del abuso de los ejemplos históricos y el gran despliegue de material de lectura y erudición. Ya hemos definido qué entendemos por historia del arte de la guerra, y en capítulos especiales desarrollaremos nuestros puntos de vista sobre los ejemplos y sobre la historia de la guerra en general. El uso a la ligera y en forma precipitada de un hecho puede conducir a sostener los puntos de vista más opuestos, y cuando se describen en la forma más heterogénea tres o cuatro de estos hechos, evidenciados a tenor de tierras lejanas y tiempos remotos, y puestos juntos, sólo conducen por lo general a distraer y conturbar el juicio, sin que se obtenga demostración alguna; porque, al ser expuestos a la luz, resultan ser sólo floreos y hojarasca, que sirvieron de material para que el autor hiciera alarde de erudición.

¿Qué beneficio para la vida práctica puede deducirse de estas concepciones oscuras, parcialmente falsas, confusas y arbitrarias? Tan escaso es el beneficio, que por causa de ellas la teoría siempre fue la verdadera antítesis de la práctica, y con frecuencia cayó en el ridículo ante aquellos cuyas cualidades militares en el campo de batalla los colocaban por encima de toda cuestión.

Sería imposible que esto hubiera ocurrido si la teoría, con lenguaje sencillo y mediante un modo natural de tratar las cosas que constituyen la conducción de la guerra, hubiera tratado simplemente de demostrar sólo lo que admitía ser demostrado; si, evitando todas las pretensiones falsas y el despliegue extemporáneo de formas científicas y paralelos históricos, se hubiera limitado a tratar el tema y hubiese actuado al unísono con los que deben conducir los asuntos en el campo de batalla, sirviéndose de su íntima percepción natural.