Capítulo VIII LA SUPERIORIDAD NUMÉRICA

Tanto en la táctica como en la estrategia es este el más general de los principios de la victoria, y será desde ese punto de vista general como empezaremos a examinarlo. A tal fin nos aventuramos a ofrecer la siguiente exposición.

La estrategia determina el lugar donde habrá de emplearse la fuerza militar en el combate, el tiempo en que ésta será utilizada y la magnitud que tendrá que adquirir. Esa triple determinación asume una influencia fundamental en el resultado del encuentro. Así como es la táctica la que ha podido dar lugar al encuentro, en cuanto al resultado, sea éste tanto la victoria como la derrota, es guiado por la estrategia como corresponde, de acuerdo con los objetivos finales de la guerra, que son, por naturaleza, muy distantes y se hallan muy raras veces al alcance de la mano.

A ellos se subordinan como medios una serie de otros objetivos. Éstos, que son al propio tiempo medios para uno mayor, pueden ser en la práctica de varias clases, e incluso el objetivo final de toda la guerra es casi siempre distinto en cada caso. Nos familiarizaremos con estas cuestiones en cuanto vayamos conociendo los apartados de los que forman parte, de modo que no nos proponemos abarcar aquí todo el tema y dar de él una completa enumeración, aun en el caso de que esto fuera posible. En consecuencia, no consideraremos por ahora el uso de encuentro.

Esas cosas por medio de las cuales la estrategia influye sobre el resultado del encuentro, dado que son las que lo determinan (en cierta medida lo imponen), no son tampoco tan simples como para poder ser abarcadas en una sola investigación. Si es cierto que la estrategia indica el tiempo, el lugar y la magnitud de la fuerza, en la práctica puede hacerlo de muchas formas, cada una de las cuales influye en forma diferente, tanto sobre el desenlace como sobre el éxito del encuentro. Por lo tanto, nos familiarizaremos con esto sólo gradualmente, es decir, a través de los temas que la práctica determina de modo más preciso.

Si despojamos al encuentro de todas las modificaciones que puede sufrir, de acuerdo con su finalidad y con las circunstancias de las que procede, si, finalmente, dejamos de lado el valor de las tropas, porque éste se da por sobreentendido, sólo queda la mera concepción del encuentro, o sea, un combate sin forma, del que no distinguimos más que el número de combatientes.

Este número determinará, en consecuencia, la victoria. Ahora bien, por la cantidad de abstracciones que hemos tenido que realizar para llegar a este punto, se deduce que la superioridad numérica sólo es uno de los factores que producen la victoria y que, por lo tanto, lejos de haberlo conseguido todo o ni siquiera lo principal mediante esa superioridad, quizá hayamos obtenido muy poco con ella, de acuerdo con lo que varíen las circunstancias concurrentes.

Pero esta superioridad numérica presenta diversos grados: puede ser imaginada como doble, triple o cuádruple, y es fácil comprender que, al aumentar de esta forma, debe imponerse a todo lo demás.

En este sentido convenimos en que la superioridad numérica es el factor más importante a la hora de determinar el resultado del encuentro; pero debe ser suficientemente grande como para contrapesar todas las demás circunstancias. Consecuencia directa de esto es la conclusión de que en el punto decisivo del encuentro debería ponerse en acción el mayor número posible de tropas.

Sean estas tropas suficientes o insuficientes, se habrá hecho a este respecto todo lo que permitían los medios. Este es el primer principio de la estrategia y, en la forma general en que aquí ha sido formulado, puede ser aplicado tanto a los griegos y los persas o a los ingleses y los hindúes, como a los franceses y los alemanes. Pero dediquemos nuestra atención a las condiciones militares propias de Europa, a fin de llegar a algunas ideas más concretas sobre este asunto.

Aquí encontramos ejércitos que se parecen mucho más a equipos, en organización y habilidad práctica de todo tipo. Sólo cabe distinguir todavía una diferencia momentánea en la virtud militar del ejército y en el talento del general. Si estudiamos la historia de la guerra en la Europa moderna, no encontramos en ella ninguna batalla como la de Maratón.

Federico el Grande, con aproximadamente 30.000 hombres, venció en Leuthen a 80.000 austríacos y en Rossbach, con 25.000, hizo lo propio frente a unos 50.000 de los Aliados. Pero estos son los únicos ejemplos de victorias obtenidas contra un enemigo que contaba con una superioridad numérica doble o aun mayor. No cabe citar con propiedad la batalla que Carlos XII libró en Narva, porque en esa época los rusos apenas podían ser considerados como europeos, y, además, las circunstancias principales de esta confrontación no son demasiado bien conocidas. Bonaparte contaba en Dresde con 120.000 hombres contra 220.000 y, por lo tanto, la superioridad no llegaba a duplicar su propio número. En Kollin, Federico el Grande, con 30.000 hombres, no alcanzó el éxito contra 50.000 austríacos, ni tampoco triunfó Bonaparte en la batalla de Leipzig, donde se encontró luchando con 160.000 hombres contra 380.000, siendo por lo tanto la superioridad del enemigo mucho más del doble.

Podemos deducir de esto que, en la Europa actual, resulta muy dificil, incluso para el general más dotado de talento, alcanzar una victoria sobre un enemigo dos veces más fuerte. Ahora bien, así como vemos que la superioridad numérica doble demuestra tener un peso de envergadura en la balanza, incluso contra los generales más sobresalientes, podemos estar seguros de que, en los casos comunes, tanto en los encuentros grandes como en los pequeños, por más desventajosas que puedan ser otras circunstancias, para asegurar la victoria será suficiente con disponer de una superioridad numérica importante, sin que necesite ser mayor del doble. Por supuesto podemos concebir el caso de un paso en la montaña, en el que ni siquiera una superioridad diez veces mayor sería suficiente para doblegar al enemigo, pero entonces no cabría hablar de ningún modo de un encuentro.

Por lo tanto, creemos que, en nuestras propias circunstancias tanto como en todas las similares, la acumulación de fuerza en el punto decisivo es una cuestión de capital importancia y que, en la mayoría de los casos, resulta categóricamente lo más importante de todo. La fuerza en el punto decisivo depende de la fuerza absoluta del ejército y de la habilidad con que ésta se emplea.

En consecuencia, la primera regla sería adentrarse en el campo de batalla con un ejército lo más fuerte posible. Esto parecerá una perogrullada, pero en realidad no lo es.

Para demostrar que durante largo tiempo la magnitud de las fuerzas militares de ningún modo fue considerada como una cuestión vital, sólo necesitamos observar que en la historia de la mayoría de las guerras del siglo XVIII, incluso en las más reseñadas, no se menciona en absoluto la magnitud de los ejércitos, o sólo se hace ocasionalmente, y en ningún caso se le adjudica un valor especial. Tempelhoff, en su historia sobre la guerra de los Siete Años, es el primer escritor que se refiere a ella con regularidad, pero sólo lo hace muy superficialmente.

Incluso Messenbach, en sus múltiples observaciones criticas sobre las campañas prusianas de 1793-1794 en los Vosgos, da una amplia referencia de las colinas y los valles, de los caminos y los senderos, pero nunca dice una palabra sobre la fuerza que integraba uno y otro bando.

Otra prueba reside en una idea portentosa que obsesionaba las mentes de muchos críticos, de acuerdo con la cual existía cierta medida que era la mejor para un ejército, una cantidad normal, más allá de la cual las fuerzas excesivas eran más gravosas que útiles.[3]

Por último, encontramos cierto número de casos en los que todas las fuerzas disponibles no fueron usadas realmente en la batalla, o en el transcurso de la guerra, porque no se consideró que la superioridad numérica tuviera esa importancia que corresponde a la naturaleza de las cosas.

Si estamos convencidos de que por medio de una superioridad numérica manifiesta se puede obtener cualquier victoria, no cabe dejar de señalar esa convicción ante los preparativos de la guerra, a fin de que se pueda afrontar la batalla con tantas tropas como sea posible y obtener una supremacía o por lo menos contrarrestar la que demuestre poseer el enemigo. Eso basta en cuanto a la potencia absoluta con la que debe conducirse la guerra.

La medida de esta potencia viene determinada por el gobierno, y si bien con esta determinación comienza la verdadera actividad militar, si bien forma una parte esencial de la estrategia de la guerra, todavía en la mayoría de los casos el general responsable del mando debe considerar su fuerza absoluta como algo fijado de antemano, bien porque no hubiera intervenido en su determinación, bien porque las circunstancias hubiesen impedido darle una magnitud suficiente.

Por lo tanto, en el caso de que no pudiera lograrse una superioridad absoluta, no queda otra cosa que conseguir una relativa en el punto decisivo, por medio del hábil uso de la que se posea.

El cálculo del espacio y del tiempo aparece entonces como la cuestión más importante. Ello ha inducido a considerar que esta parte de la estrategia abarca casi todo el arte de utilización de las fuerzas militares. En realidad, algunos han ido tan lejos como para atribuir la estrategia y la táctica de los grandes generales a un órgano interno adaptado particularmente a este propósito.

Pero aunque la coordinación del tiempo y del espacio reside en los fundamentos de la estrategia, y es, por así decir, su sustento diario, sin embargo no constituye ni la más difícil de sus tareas, ni la más decisiva.

Si recorremos con una mirada imparcial la historia de la guerra, veremos que son muy raros los casos en los que los errores en dicho cálculo han demostrado ser la causa de pérdidas serias, al menos en la estrategia. Pero si el concepto de una correlación hábil del tiempo y del espacio hubiera de explicar todos los casos en que un comandante en jefe activo y resuelto vence con el mismo ejército a varios de sus oponentes, por medio de marchas rápidas (Federico el Grande, Bonaparte), entonces no haríamos más que crear una confusión innecesaria con un lenguaje convencional. Para que las ideas sean claras y útiles, es necesario que las cosas sean siempre llamadas por sus justos nombres.

La correcta estimación de los oponentes (Daun, Schwarzenberg), la audacia para hacerles frente con sólo una fuerza pequeña durante corto tiempo, la energía en emprender marchas prolongadas, la osadía en ejecutar los ataques repentinos, la actividad intensificada de que hacen gala los espíritus selectos en momentos de peligro, estos son los fundamentos de sus victorias. ¿Qué tienen éstos que ver con la capacidad para coordinar correctamente dos cosas tan simples como el tiempo y el espacio?

Pero si queremos ser claros y exactos debemos señalar que sólo rara vez se produce en la historia esa repercusión de fuerzas, por la cual las victorias en Rossbach y Montmirail determinaron las victorias en Leuthen y Montereau, y en la que a menudo han confiado grandes generales que se mantenían a la defensiva. La superioridad relativa, o sea, la concentración hábil de fuerzas que devienen superiores en el punto decisivo, se basa con harta frecuencia en la apreciación correcta de tales puntos, en la dirección apropiada que por esos medios se les da a las fuerzas desde un principio y en la decisión requerida, si se ha de sacrificar lo insignificante en favor de lo importante, o sea, si se ha de mantener las fuerzas concentradas en una masa abrumadura. En este sentido son particularmente característicos los logros de Federico el Grande y de Bonaparte.

Con esto creemos haberle asignado a la superioridad numérica su debida importancia. Debe ser considerada como la idea fundamental, así como buscada siempre antes que cualquier otra cosa y llevar su investigación tan lejos como sea posible.

Pero designarla por esta razón como una condición necesaria para la victoria constituiría una mala interpretación de nuestra exposición. Como conclusión que cabe extraer de todo ello no resta más que el valor que deberíamos asignar a la fuerza numérica en el encuentro. Si hacemos que esa fuerza sea lo más grande posible, concordará entonces con el principio y sólo el estudio de la situación general decidirá si el encuentro habrá o no de ser rehuido por falta de una fuerza suficiente.