Capítulo VI LA AUDACIA
En el capítulo sobre la certidumbre del éxito se ha determinado el lugar y el papel que la audacia representa en el sistema dinámico de fuerzas, donde se opone a la previsión y a la prudencia, para mostrar, con ello, que la teoría no tiene derecho a restringirla tomando como pretexto su legislación.
Pero esta excelsa desenvoltura con la que el alma humana se eleva por encima de los peligros más extraordinarios tiene que ser considerada en la guerra como un agente activo aislado. En realidad, ¿en qué terreno de la actividad humana tendría la audacia derecho de ciudadanía si no fuera en la guerra?
Es la más excelsa de las virtudes, el verdadero acero que da al arma su agudeza y brillantez, tanto en el corneta y en el ciudadano que sigue al ejército como en el general en jefe.
Admitamos, en efecto, que goza hasta de prerrogativas especiales en la guerra. Además del resultado que se obtenga del cálculo del espacio, el tiempo y la magnitud, debemos conceder le cierto porcentaje de participación, que siempre, cuando se muestra superior, se aprovecha de la debilidad de los demás. Constituye, por tanto, una verdadera potencia creadora, lo cual no resulta difícil de demostrar, ni siquiera filosóficamente. Allí donde la audacia encuentre indecisión, las probabilidades de éxito se decantarán necesariamente a su favor, debido a que ese estado de indecisión implica una pérdida de equilibrio. Se encuentra únicamente en desventaja, podríamos decir, cuando se enfrenta con una cautelosa previsión, que resulta tan audaz, tan fuerte y poderosa en cada caso como lo es ella misma; pero estos casos difícilmente se presentan. Entre los hombres cautelosos hay una considerable mayoría que se muestran sujetos a la timidez.
En las grandes masas, la audacia constituye una fuerza cuyo cultivo especial nunca puede ejercerse en detrimento de otras fuerzas, debido a que aquéllas se hallan ligadas a una voluntad superior, a través del armazón y la estructura del orden de batalla y del servicio, y están en consecuencia guiadas por una inteligencia ajena. Así, la audacia equivale aquí solamente a un resorte, que se mantiene bajo presión hasta el momento en que es liberado.
Mientras más elevado sea el orden jerárquico, mayor será la necesidad de que la audacia vaya acompañada por la reflexión, o sea, que no debería ser la expresión ciega de una pasión sin finalidad, ya que con el aumento de jerarquía se trata cada vez menos de un autosacrificio y cada vez más de la preservación de otros y del bien común de la gran totalidad. Lo que las regulaciones del servicio prescriben a manera de segunda naturaleza para las grandes masas debe ser prescrito para el general en jefe por la reflexión, y en este caso la audacia individual en actos aislados puede convertirse muy fácilmente en un error. De todas maneras, será un estupendo error que no debe ser considerado de la misma forma que cualquier otro. ¡Feliz del ejército en el que se manifieste la audacia con frecuencia, aunque sea de manera inoportuna! Es una floración excesivamente esplendorosa, pero que indica la presencia de un rico suelo. Incluso la temeridad, que equivale a la audacia sin objetivo alguno, no tiene que menospreciarse; fundamentalmente, es la misma fuerza de carácter, pero usada a modo de pasión sin ninguna participación de las facultades intelectuales. La audacia deberá ser reprimida como un mal peligroso únicamente cuando se rebele contra la obediencia del espíritu, cuando se manifieste de manera categórica en contra de una autoridad superior competente; pero habrá de serlo no por ella misma, sino en relación con el acto de desobediencia que cometa, ya que nada en la guerra tiene mayor importancia que la obediencia.
Decir que, a igual nivel de inteligencia, en la guerra se pierde mil veces más por causa de la timidez que de la audacia sólo cabe expresarlo para asegurarnos la aprobación de nuestros lectores.
Substancialmente, la intervención de un motivo razonable facilitaría la acción de la audacia y, en consecuencia, aminoraría el mérito que puede encerrar; pero en realidad resulta todo lo contrario.
La participación del pensamiento lúcido y, más aún, la supremacía del espíritu despojan a las fuerzas emotivas de una gran parte de su intensidad. Por esa causa, la audacia pasa a ser menos frecuente, mientras más se asciende en la escala jerárquica, ya que, si bien es posible que la perspicacia y el entendimiento no aumenten con la jerarquía, también es cierto que las magnitudes objetivas, las circunstancias y las consideraciones se inponen a los jefes en sus distintas fases de tal forma y con tanta fuerza desde el exterior, que el peso que recae sobre ellos por estas causas aumenta en la medida en que disminuye su propia perspicacia. Esto, por lo que a la guerra se refiere, es el fundamento básico de la verdad que encierra el proverbio francés: Tel brille au second qui s'éclipse au premier.
Casi todos los generales que la historia nos ha presentado como simples mediocridades y como carentes de decisión, mientras estaban a cargo del mando supremo, fueron hombres que sobresalieron por su audacia y decisión cuando ocupaban un lugar inferior en la escala jerárquica.
Debemos hacer una distinción con los motivos de un comportamiento audaz que surge bajo la presión de la necesidad. La necesidad presenta diversos grados de intensidad. Si es inmediata, si la persona que actúa en persecución de un objetivo se ve acosado por un grave peligro cuando intenta escapar de otros peligros igualmente grandes, entonces lo único digno de admirar es la determinación, la cual, no obstante, tiene también de por sí su valor. Si un joven salta por encima de un profundo abismo para mostrar su habilidad como jinete, entonces es audaz, pero si da el mismo salto al verse perseguido por un grupo de turcos desaforados, sólo muestra determinación. Pero cuanto más lejana se encuentre la necesidad de acción y mayor sea el número de circunstancias que tenga que considerar el espíritu para realizarla, tanto mayor será el descrédito de la audacia. Si Federico el Grande consideró, en el año 1756, que la guerra era inevitable y solamente pudo rehuír la destrucción adelantándose a sus enemigos, tuvo la necesidad de comenzar él la guerra, pero al mismo tiempo es evidente que fue muy audaz, ya que muy pocos hombres en su lugar hubieran decidido hacerlo.
Aunque la estrategia pertenece solamente al terreno propio de los comandantes en jefe o de los generales en las posiciones más elevadas, la audacia sigue siendo en todos los demás miembros del ejército una cuestión tan indiferente para ellos como lo son las otras virtudes militares. Con un ejército proveniente de un pueblo audaz y en el que siempre se haya alimentado el espíritu de audacia, todas las cosas pueden ser emprendidas, menos aquellas que sean extrañas a esa virtud. Por esta razón es por la que hemos mencionado la audacia en conexión con el ejército. Pero nuestro objetivo se centra en la audacia del comandante en jefe y, sin embargo, todavía no hemos manifestado gran cosa sobre ello, después de haber descrito esa virtud militar en un sentido general, de la mejor forma como hemos sabido hacerlo.
Cuanto más nos elevamos en las posiciones de mando, mayor será el predominio del intelecto y de la perspicacia en la actividad de la mente, y, por ello, tanto más será dejada de lado la audacia, que es una propiedad del temperamento. Por esta razón la encontramos tan raramente en las posiciones elevadas, pero es en ellas donde más merecedora es de admiración. La audacia dirigida por el predominio del espíritu es el signo del héroe: no consiste en ir contra la naturaleza de las cosas, en una clara violación de las leyes de la probabilidad, sino en un enérgico apoyo de esos elevados cálculos que el genio, con su juicio instintivo, realiza con la velocidad del rayo e incluso a medias consciente cuando toma su decisión. Cuanto más preste la audacia alas a la mente y a la perspicacia, mayor altura alcanzarán éstas en su vuelo y mucho más amplia será la visión y mayor la posibilidad de corrección del resultado; pero, evidentemente, sólo en el sentido de que a mayores objetivos, mayores serán los peligros. El hombre común, para no hablar del débil y del indeciso, llega a un resultado correcto en la medida en que es posible hacerlo sin una experiencia vivida, y mediante una eficacia concebida en su imaginación, alejado del peligro y de la responsabilidad. En cuanto el peligro y la responsabilidad lo acosen desde todas direcciones, perderá su perspectiva, y si la mantuviera en cualquier medida debido a la influencia ajena, habría perdido no obstante su poder de decisión, debido a que en este punto no hay quien pueda ayudarle.
Creemos, entonces, que no puede pensarse en un general distinguido carente de audacia, es decir, éste no puede surgir de un hombre que no haya nacido con esta fortaleza de temperamento, que consideramos, en consecuencia, como requisito puntual de esa carrera. La segunda cuestión es la de establecer qué grado de fortaleza innata, desarrollada y moldeada por la educación y las circunstancias de la vida le resta al hombre cuando alcanza una elevada posición. Cuanto mayor sea la conservación de este poder, mayor será el vuelo del genio y más altura ganará. El riesgo se hace mayor, pero el objetivo se acrecienta también en concordancia. Que las líneas emanen y adopten su dirección de una necesidad distante, o que converjan hacia la base fundamental de un edificio que la ambición ha levantado, que sea un Federico el Grande o un Alejandro quienes actúen, es prácticamente lo mismo desde el punto de vista crítico. Si la última alternativa alimenta más la imaginación porque es la más audaz, la anterior satisface más al entendimiento porque contiene en sí misma una mayor necesidad.
Resta, sin embargo, considerar aún una circunstancia muy importante.
En un ejército puede hacer acto de presencia el espíritu de audacia, ya sea porque exista en el pueblo o porque haya surgido de una guerra victoriosa conducida por generales audaces. En este último caso habrá que convenir, sin embargo, que faltaba al comienzo.
En nuestros días, difícilmente habrá otro modo de educar el espíritu de un pueblo, a este respecto, como no sea mediante la guerra y bajo una dirección audaz. Únicamente esto puede contrarrestar ese sentimiento de lasitud y esa inclinación a gozar de las comodidades en que se sumerge un pueblo en condiciones de creciente prosperidad y de floreciente actividad comercial.
Una nación puede confiar en alcanzar una posición firme en el mundo político únicamente si el carácter nacional y el hábito de la guerra se apoyan uno al otro en una constante acción recíproca.