Capítulo X LA ESTRATAGEMA
La estratagema presupone una intención oculta y, por lo tanto, es opuesta al modo de obrar recto, simple y directo, del mismo modo que la respuesta ingeniosa se opone a la argumentación directa. Por lo tanto, no tiene nada en común con los medios de persuasión, del interés y de la vehemencia, pero tiene mucho que ver con el engaño, porque éste también oculta su intención. Incluso es un engaño en sí misma, pero sin embargo difiere de lo que comúnmente se considera como tal, por la razón de que no constituye una directa violación de una promesa. Quien emplee la estratagema deja que la persona a la que desea engañar cometa por sí misma los errores del entendimiento que, al final, confluyendo en un efecto, modifican de pronto la naturaleza de las cosas ante sus ojos. Por lo tanto, podemos decir que así como la respuesta ingeniosa es una prestidigitación basada en las ideas y los conceptos, del mismo modo la estratagema es una prestidigitación con los modos de obrar.
A primera vista parece como si, no sin justificación, la estrategia hubiera derivado su nombre de la estratagema y que, pese a todos los cambios aparentes y reales que ha sufrido la guerra desde la época de los griegos, este término indicara todavía su verdadera naturaleza. Si confiamos a la táctica la tarea de asestar realmente el golpe, el encuentro propiamente dicho, consideraremos a la estrategia como el arte de usar con habilidad los medios concernientes a ello. Así, además de las fuerzas del espíritu, tales como una ambición que suele actuar como un resorte, o la voluntad enérgica, que se somete con dificultad, etc., no parece existir otro don subjetivo de la naturaleza que sea tan apropiado como la estratagema para guiar e inspirar la acción estratégica. La tendencia general a la sorpresa, tratada en el capítulo anterior, lleva a esta conclusión, porque existe un grado en la estratagema, aunque sea muy pequeño, que se encuentra en el fundamento de todo intento de sorpresa.
Pero por más que deseemos ver que los que actúan en la guerra se eclipsen mutuamente en su astucia, habilidad y capacidad de estratagema, tenemos que admitir, sin embargo, que tales cualidades se ponen muy poco de manifiesto en la historia, y raramente han logrado abrirse camino entre el cúmulo de acontecimientos y circunstancias.
La razón de ello puede percibirse con bastante facilidad y resulta casi idéntica a la del tema del capítulo precedente.
La estrategia no conoce otra actividad que los preparativos para el encuentro, junto con las medidas que se relacionan con ellos. A diferencia de la vida común, no se ocupa de acciones que consisten simplemente en palabras, es decir, declaraciones, enunciados, etc. Pero es con estos medios, nada difíciles de obtener, con los que la persona que echa mano de la estratagema suele embaucar a la gente.
Lo que en la guerra cabe considerar como similar, como son los planes y las órdenes enunciadas sólo para salvar las apariencias, los falsos informes divulgados a propósito para que lleguen a oídos del enemigo, etc., tiene por lo general un efecto tan pequeño en el campo de la estrategia, que sólo se recurre a ello en casos particulares, surgidos de manera espontánea. Por lo tanto, no puede ser considerado como una actividad libre emanada de la persona que actúa.
Pero representaría un gasto considerable de tiempo y de fuerzas llevar a cabo ciertas medidas, como son los preparativos para un encuentro, hasta un grado tal que pudiera producir una impresión sobre el enemigo; por supuesto, cuanto mayor tuviera que ser la impresión, mayor sería el gasto. Pero como casi nunca estamos dispuestos a realizar el sacrificio requerido, muy pocas de las llamadas demostraciones producen en la estrategia el efecto deseado. En realidad, resulta peligroso usar fuerzas considerables durante cualquier lapso de tiempo sólo como apariencia, porque siempre existe el riesgo de que esto sea efectuado en vano, y que entonces estas fuerzas puedan estar faltando en el punto decisivo.
La persona que actúa en la guerra conoce siempre esta prosaica verdad y, por lo tanto, no está interesada en participar en este juego de ágil astucia. La amarga seriedad que entraña la necesidad obliga generalmente a la acción directa, de modo que no hay lugar para ese juego. En una palabra, las piezas que se encuentran sobre el tablero de ajedrez estratégico carecen de esa agilidad que constituye uno de los elementos de la astucia y la estratagema.
La conclusión a extraer es que, para el general en jefe, el discernimiento correcto y penetrante constituye una cualidad mucho más necesaria y útil que la estratagema, aunque ésta no sea nociva mientras no se lleve a cabo a expensas de las cualidades del espíritu, cosa que se produce demasiado a menudo.
Pero cuanto más se debiliten las fuerzas que gobiernan la estrategia, tanto más se adaptarán para la estratagema, de modo que ésta se ofrece como último recurso para las fuerzas muy débiles y pequeñas, en momentos en que ni la prudencia ni la sagacidad llegan a bastarles y todas las artes parecen abandonarlas. Cuanto más desesperada sea la situación y más se concentre todo en un golpe temerario, tanto más dispuesta estará la estratagema en secundar a la audacia. Desprovistas de todo cálculo ulterior, liberadas de toda retribución subsiguiente, la audacia y la estratagema podrán reforzarse mutuamente y concentrar en un solo punto un rayo imperceptible que pueda servir de destello para prender una llama.