Capítulo III LAS RELACIONES MUTUAS DEL ATAQUE Y LA DEFENSA EN LA ESTRATEGIA
En primer lugar, séanos permitido formular de nuevo la siguiente pregunta: ¿cuáles son las circunstancias que aseguran la victoria en la estrategia?
Como hemos dicho antes, en la estrategia no hay victoria. Por una parte, el éxito estratégico es la preparación ventajosa de la victoria táctica: cuanto más grande es este éxito estratégico, tanto menos dudosa será la victoria en el encuentro. Por otra parte, el buen éxito estratégico reside en hacer uso de la victoria ganada. Después de ganar una batalla, cuantos más éxitos pueda incluir la estrategia, mediante sus combinaciones, en los resultados obtenidos, tanto más podrá elevarse de los escombros que ha provocado la lucha; cuanto más recaude en grandes trazos lo que en la batalla ha debido ser ganado trabajosamente, parte a parte, mayor será su éxito. Los factores que conducen principalmente al éxito o lo facilitan, los principios fundamentales, por lo tanto, de la eficacia estratégica, son los siguientes:
1. La ventaja del terreno.
2. La sorpresa, ya sea en forma de un verdadero ataque o por la disposición inesperada, en ciertos puntos, de fuerzas superiores.
3. El ataque desde varios lados (tres, como en la táctica).
4. La ayuda del teatro de la guerra, mediante la instalación de fortificaciones y todo lo que corresponde a ellas.
5. El apoyo del pueblo.
6. La utilización de fuerzas morales importantes.
Ahora bien, ¿cuáles son las relaciones que mantienen el ataque y la defensa con respecto a estas cuestiones?
El defensor cuenta con la ventaja del terreno; el agresor, con la del ataque por sorpresa. Este es el caso tanto en la estrategia como en la táctica. Pero, en lo concerniente a la sorpresa, tenemos que observar que en estrategia constituye un medio infinitamente más eficaz e importante que en la táctica. En la táctica, el ataque por sorpresa raras veces alcanza el nivel de una gran victoria, mientras que en la estrategia a menudo ha conseguido terminar con toda la guerra de un golpe. Pero debemos observar nuevamente que el uso ventajoso de este medio depende de que por parte del adversario se cometan errores de envergadura, inusitados y decisivos, por lo cual no puede decantar la balanza en gran medida en favor de la ofensiva.
La sorpresa del enemigo, obtenida al colocar fuerzas superiores en ciertos puntos, representa de nuevo una gran semejanza con el caso análogo en la táctica. Si el defensor fuera obliga do a distribuir sus fuerzas en varios puntos de acceso a su teatro de la guerra, entonces el agresor tendría claramente la ventaja de poder caer sobre un punto con todo su peso. Pero también aquí el nuevo arte de la defensa ha aplicado imperceptiblemente nuevos principios mediante un procedimiento diferente. Si el defensor no se percata de que el enemigo, al utilizar un camino indefenso, se arrojará sobre algún almacén o depósito importante, o sobre alguna fortificación desguarnecida, o sobre la capital, y si, por esta razón, no cree estar obligado a oponerse al enemigo en el camino que él mismo ha elegido, porque de otra manera tendría cortada su retirada, entonces no tendrá ningún motivo para dividir sus fuerzas. Porque si el agresor elige un camino diferente de aquel que cubre el defensor, entonces, algunos días después, este último podrá todavía salir a su encuentro con todas sus fuerzas en ese camino; en verdad, en muchos casos puede incluso estar seguro de que él mismo tendrá el honor de ser buscado por su adversario. Si este último está obligado a avanzar con sus fuerzas divididas en columnas, lo cual a menudo resulta casi inevitable debido a las imposiciones del sustento, entonces, evidentemente, el defensor cuenta con la ventaja de ser capaz de caer con todo su peso sobre una parte del enemigo.
En la estrategia, los ataques por los flancos y por la retaguardia, que se relacionan con los lados y la espalda del teatro de la guerra, cambian en gran medida de carácter.
1. No se coloca al enemigo bajo dos fuegos, porque no podemos hacer fuego desde un extremo del teatro de la guerra hasta el otro.
2. La aprensión a perder la línea de retirada es mucho menor, porque en la estrategia las extensiones son tan grandes que no pueden ser obstruidas como ocurre en la táctica.
3. En la estrategia, debido a que abarca una extensión más grande, la eficacia de las líneas interiores, o sea, las más cortas, es mucho más considerable, y esto constituye una gran oposición contra los ataques desde varias direcciones.
4. Un nuevo principio hace su aparición en la sensibilidad de las líneas de comunicación; o sea, en el efecto que se produce simplemente al interrumpirlas.
Sin duda cae por su base que, en la estrategia, debido a la extensión más grande que se abarca, el ataque envolvente, o desde varios lados, sólo es posible como norma para el bando que mantiene la iniciativa, o sea, la ofensiva, y que el defensor, en el curso de la acción, no está en condiciones, como no lo está en la táctica, de devolver el golpe al enemigo cercándolo a su vez. No puede hacer esto porque no es capaz ni de alinear sus fuerzas en esa profundidad relativa ni tampoco de maniobrar con ellas en secreto. Pero, entonces, ¿qué utilidad tiene para el agresor la facilidad de cercar al enemigo, si sus ventajas no son evidentes? En consecuencia, no cabría en la estrategia considerar de ningún modo el ataque envolvente como un principio para alcanzar la victoria si no pasa por la influencia que ejerce sobre las líneas de comunicación. Pero este factor raras veces es significativo en un primer momento, cuando el ataque y la defensa se hallan enfrentados y todavía opuestos uno a la otra en su posición original. Sólo adquiere importancia a medida que avanza la campaña, cuando el atacante situado en territorio enemigo se convierte más y más en defensor. Entonces, las líneas de comunicación de este nuevo defensor se debilitan y la parte que originariamente se encontraba en la defensiva, al tomar la ofensiva, puede extraer una ventaja de esa debilidad. ¿Pero quién no ve que esta superioridad de la ofensiva no cabe atribuírsela como algo general, ya que en realidad ha sido creada en una gran proporción por la defensa?
El cuarto principio, la ayuda que proporciona el teatro de la guerra, constituye, naturalmente, una ventaja para el bando de la defensa. Si el ejército atacante inicia la campaña, se aleja de su propio teatro de la guerra y, de este modo, se debilita; o sea, deja tras de sí fortificaciones y depósitos de todas clases. Cuanto más grande es el campo de operaciones que ha de atravesar, más se debilitará el ejército atacante (mediante marchas y establecimiento de guarniciones); el ejército defensor continúa manteniendo todas sus conexiones; o sea, cuenta con el apoyo de sus fortificaciones, no se debilita en forma alguna y se mantiene próximo a sus fuentes de abastecimiento.
En cuanto al quinto principio, el apoyo del pueblo, es verdad que no cabe encontrarlo en todas las defensas, porque una campaña defensiva puede ser llevada a cabo en territorio enemigo; pero en realidad, este principio deriva solamente de la idea de defensa y se aplica en la gran mayoría de los casos. Además, tiene que ver principalmente, aunque no de forma exclusiva, con la eficacia del llamamiento general y del armamento nacional, aportando por añadidura una disminución de la fricción y haciendo que las fuentes de abastecimiento estén más próximas y fluyan con mayor abundancia.
La campaña napoleónica de 1812 nos proporciona, como a través de un cristal de aumento, un ejemplo muy claro de la eficacia que entrañan los medios especificados en los principios tercero y cuarto. Medio millón de hombres cruzaron el Nieman, 120.000 lucharon en Borodino, y muchos menos llegaron a Moscú.
Podemos decir que el efecto mismo de ese asombroso intento fue tan grande que los rusos, incluso si no hubieran emprendido ninguna ofensiva, se habrían visto durante un tiempo considerable fuera del peligro de enfrentar cualquier nuevo intento de invasión. Es verdad que, con excepción de Suecia, no hay país en Europa que se halle en una posición similar a la de Rusia, pero el principio eficaz es siempre el mismo, y la única distinción que puede hacerse se refiere al grado mayor o menor de su intensidad.
Si añadimos a los principios cuarto y quinto la consideración de que estas fuerzas de la defensa corresponden a la defensa original, o sea, a la defensa llevada a cabo en nuestro propio suelo, y que resultan mucho más débiles si aquélla se produce en territorio enemigo y está mezclada con operaciones ofensivas, entonces de ello se deriva una nueva desventaja para la ofensiva, casi como la mencionada arriba, con respecto al tercer principio. Porque la ofensiva está compuesta por entero de elementos activos en escala tan pequeña como la defensa lo está de elementos destinados simplemente a detener los golpes del adversario. En realidad, todo ataque que no conduce de modo directo a la victoria debe terminar inevitablemente en defensa.
Ahora bien, si todos los elementos defensivos utilizados en atacar son debilitados por su naturaleza, o sea, por pertenecer al ataque, entonces esto deberá también ser considerado como una desventaja general de la ofensiva.
Esta circunstancia está tan lejos de ser una sutileza banal que, por el contrario, diremos más bien que en ella reside la principal desventaja de la ofensiva en general. Por lo tanto, en todo plan para un ataque estratégico debe prestarse desde el principio la mayor atención a este punto, o sea, a la defensa que le seguirá. Esto lo veremos con mayor claridad cuando tratemos sobre el plan de la guerra.
Las grandes fuerzas morales, que a veces impregnan el elemento de la guerra como un singular germen fermentativo y que, por lo tanto, el comandante en jefe puede usar en ciertos casos para fortalecer los otros medios a su disposición, cabe suponer que existen tanto en el bando de la defensa como en el del ataque. Al menos las que relucen más especialmente en el ataque, tales como la confusión y el desconcierto en las filas enemigas, no aparecen por lo general hasta después que se haya asestado el golpe decisivo, y, en consecuencia, raras veces contribuyen a imprimir a éste una dirección.
Creemos haber expuesto ya de forma suficiente nuestra proposición de que la defensa es una forma más poderosa de guerra que el ataque. Pero queda todavía por mencionar un pequeño factor pasado por alto hasta ahora. Es el valor, el sentimiento de superioridad en un ejército, que surge de la conciencia de pertenecer a la parte atacante. Es algo que constituye en sí mismo un hecho, pero ese sentimiento muy pronto se funde con otro más poderoso y general, que es inculcado al ejército por la victoria o por la derrota, por el talento o por la ineptitud de su general.
Los capítulos siguientes (IV al XXX) del libro Vl tratan del carácter concéntrico y excéntrico del ataque y de la defensa; del alcance de los medios de defensa desde el punto de vista estratégico y en su acción recíproca con el ataque; de la defensa en la montaña y a lo largo de ríos y corrientes de agua; de las nociones de cordón, de llave del país, de acción contra un flanco y de la retirada hacia el interior del propio país, lo cual conduce a la noción del «teatro de la guerra» (capítulos XXVII y XXVIII).