Capítulo XVI SOBRE LA SUSPENSIÓN DE LA ACCIÓN EN LA GUERRA

Si consideramos a la guerra como un acto de destrucción mutua, debemos imaginar necesariamente que ambas partes realizan por lo general algún progreso. Pero, al mismo tiempo, en relación con lo que corresponde a cada momento, hay que suponer igualmente que una parte se mantiene a la espera y que sólo la otra avanza en realidad, porque las circunstancias nunca pueden ser absolutamente las mismas en ambos bandos o no pueden continuar siéndolo. Con el tiempo debe producirse un cambio, de lo que se deduce que el momento presente es más favorable para un bando que para el otro. Si suponemos que ambos comandantes en jefe tienen un conocimiento completo de esta circunstancia, entonces uno de ellos tendrá un motivo para la acción, que al mismo tiempo será para el otro motivo para la espera. De acuerdo con esto, los dos no podrán tener interés en avanzar al mismo tiempo, ni lo tendrán en mantenerse a la espera al mismo tiempo. Esta exclusión mutua del mismo objetivo no se deduce aquí del principio de polaridad general y, por lo tanto, no está en contradicción con la aseveración efectuada en el libro I, capítulo I, pero surge del hecho de que, en realidad, la misma cuestión llega a ser un motivo decisivo para uno y otro jefe, o sea, la probabilidad de mejorar su posición por medio de una acción futura, o la eventualidad de que aquélla empeore.

Pero incluso si entreviéramos que existe una igualdad perfecta de las circunstancias a este respecto, o si los dos jefes creyesen que existe esa igualdad debido al conocimiento imperfecto de su mutua posición, la diferencia de objetivos políticos suprimiría esa posibilidad de suspensión. Por necesidad tenemos que dar por sentado que políticamente uno de los dos bandos ha de ser el agresor, porque ninguna guerra podría originarse de una intención defensiva por parte de ambos bandos. Pero el agresor es el que fija el objetivo positivo; el defensor, sólo el negativo. Al primero le corresponde entonces la acción positiva, porque sólo por ese medio podrá alcanzar el objetivo positivo; en los casos en que ambas partes estén precisamente en circunstancias similares, el agresor tendrá por tanto la obligación de actuar en virtud de su objetivo positivo.

Desde este punto de vista, la suspensión de la acción en la guerra se halla, estrictamente hablando, en contradicción con la que es la naturaleza de ésta, porque los dos ejércitos, al igual que dos elementos incompatibles, deben destruirse uno al otro incesantemente, del mismo modo que el agua y el fuego nunca pueden permanecer en equilibrio entre sí, sino que accionan y reaccionan mutuamente, hasta que uno de ellos desaparece por completo. ¿Qué diríamos de dos luchadores que permanecieran durante varias horas abrazados fuertemente sin hacer ningún movimiento? Por lo tanto, la acción en la guerra, como el reloj al que se le ha dado cuerda, se irá gastando en un movimiento constante. Pero, por salvaje que sea la naturaleza de la guerra, se encuentra sin embargo en la cadena de las debilidades humanas, y no asombrará a nadie la contradicción que vemos aquí: es decir, que el hombre busca y crea los peligros que teme al mismo tiempo.

Si encaramos la historia militar en general, encontraremos con tanta frecuencia precisamente lo contrario del avance incesante hacia el objetivo, que se nos hace patente que la suspensión y la inactividad son sin duda la condición normal del ejército en medio de la guerra y que la acción constituye la excepción. Esto cabría provocar dudas sobre la justeza de la concepción que nos hemos formado. Pero si la historia militar nos lleva a estas dudas cuando se toma en cuenta el grueso de sus acontecimientos, las últimas series de estos acontecimientos confirmarán la posición adoptada por nosotros. La guerra de la Revolución francesa muestra palpablemente su realidad y prueba su necesidad. En dicha guerra, y especialmente en las campañas de Bonaparte, la conducción de la guerra alcanzó ese grado ¡limitado de energía que hemos representado como su ley natural y elemental. Por lo tanto, este grado es posible; y, si es posible, entonces es necesario.

¿Cómo podría alguien justificar de hecho, a la luz de la razón, el gasto de fuerzas en la guerra si la acción no fuera el objetivo? El panadero sólo calienta su horno si tiene una hogaza para introducir en él; los caballos sólo son enjaezados si se pretende proceder a la conducción. ¿Por qué entonces realizar el esfuerzo enorme de una guerra, si no intentamos con ello producir nada más que esfuerzos similares de parte del enemigo?

Esto en cuanto a la justificación del principio general. Volvemos ahora a sus modificaciones, en la medida en que residan en la naturaleza de la cuestión y no dependan de casos especiales.

Podemos mencionar aquí tres causas que aparecen como contrapesos implícitos e impiden el movimiento demasiado rápido e ininterrumpido de las ruedas de la máquina.

La primera, que produce la tendencia constante a la dilación y por esto llega a convertirse en una influencia retardadora, es la timidez natural y la falta de determinación que alberga la mente humana, una especie de fuerza de gravedad en el mundo moral que, sin embargo, se produce no por fuerzas de atracción, sino, por el contrario, de repulsión; es decir, por temor al peligro y a la responsabilidad.

Las condiciones normales tienen que aparecer como más penosas en la conflagración de la guerra; por lo tanto, los impulsos deben ser más fuertes y han de repetirse con más frecuencia si el movimiento tiene que ser continuo. La simple concepción del objetivo por el que han sido empuñadas las armas rara vez basta para vencer esta fuerza resistente, y si en la cima no se halla un espíritu emprendedor y belicoso que se sienta en la guerra como en su elemento natural, al igual que el pez en el agua, o si no presiona desde arriba alguna responsabilidad grande, la suspensión de la acción será la regla, y el avance la excepción.

La segunda causa es la imperfección del entendimiento y el juicio humanos, que es mayor en la guerra que en parte alguna, porque una persona difícilmente puede conocer con cierta exactitud su propia posición de un momento a otro, y sólo puede presumir sobre una base débil la del enemigo, que permanece oculta. A menudo esto da lugar a que ambos bandos consideren un mismo objetivo como ventajoso, cuando en realidad debe predominar el interés de uno sobre el otro; es así, entonces, cómo cada uno de ellos puede pensar que está en lo justo, si aguarda otro momento para actuar, como ya hemos expresado en el libro I, capítulo I.

La tercera causa engrana como una rueda dentada dentro de la maquinaria, produciendo de vez en cuando la suspensión completa, que es la fuerza suprema de la defensa. A puede sentirse demasiado débil para atacar a B, de lo que no se deduce que B sea bastante fuerte como para atacar a A. La suma de fuerzas que otorga la defensa no sólo se pierde al iniciar la ofensiva, sino que, además, pasa al enemigo, del mismo modo que, si nos expresamos figuradamente, la diferencia de a + b y a — b es igual a 2b. Por lo tanto, puede suceder que ambas partes no sólo se sientan al mismo tiempo demasiado débiles para atacar, sino también que lo sean en realidad.

Así, en medio del mismo arte de la guerra, la perspicacia anhelante y el temor ante un peligro demasiado grande encuentran bases de opinión suficientes como para hacer valer sus derechos y aminorar la violencia propia de aquélla.

Sin embargo, estos factores difícilmente pueden explicar, sin ser violentos, las largas suspensiones que sufrían las acciones en las guerras primitivas, las cuales no se veían perturbadas por ninguna causa importante y en las que la inactividad consumía las nueve décimas partes del tiempo en que las tropas permanecían en pie de guerra. Este fenómeno tiene que provenir, principalmente, de la influencia que ejercen en la conducción de la guerra las exigencias de un bando y las condiciones y sentimientos del otro, como hemos observado en el capítulo sobre la esencia y el objetivo de la guerra.

Estas cuestiones pueden adquirir tal preponderancia que lleguen a hacer de la guerra un asunto frío y carente de entusiasmo. A menudo la guerra no es más que una neutralidad armada o una actitud amenazadora destinada a entablar unas negociaciones, o un intento moderado de ganar alguna ventaja y esperar luego el resultado, o bien una obligación desagradable impuesta por una alianza y que se cumple en la forma menos onerosa posible.

En todos estos casos en que el impulso que motiva el interés es débil y asimismo lo es el principio de hostilidad, en que no se desea causar gran daño al contrario, y tampoco éste es de temer, en suma, en donde no haya motivos poderosos que impulsen y presionen, los gobiernos no tenderán a violentar el juego. De ahí esa forma suave de propiciar una guerra, en la que se mantiene agazapado el espíritu hostil de una guerra verdadera.

De esta manera, cuanto más se transforme la guerra en una cuestión fría e irrelevante, tanto más llegará a estar su teoría desprovista del sostén y del soporte necesarios para el razonamiento; lo necesario disminuye constantemente, lo accidental aumenta igualmente de forma constante.

Sin embargo, en este tipo de guerra actuará también cierta sutileza; en realidad, su acción se halla quizá más diversificada y ejercida en un ambiente más amplio que en el otro tipo de guerra. El juego de azar que se lleva a cabo con monedas de oro parece haberse transformado en un intercambio comercial efectuado con centavos. Y en este terreno, donde la conducción de la guerra dilata el tiempo, medio en serio y medio en broma, con cierta cantidad de pequeños artificios, con escaramuzas en las avanzadas, con prolongadas maniobras carentes de sentido, con posiciones y marchas, que después son llamadas científicas sólo porque sus causas infinitamente pequeñas han sido olvidadas y el sentido común no repara en ellas, aquí, en este terreno, muchos teóricos sitúan el elemento del arte de la guerra.

En estas fintas, estos desplazamientos y estos ataques incompletos de las guerras pasadas encuentran la base para toda teoría, la supremacía del espíritu sobre la materia. Las guerras modernas son para ellos simples luchas salvajes, de las que nada puede ser aprendido y que deben considerarse como meros progresos hacia la barbarie. Esta opinión es tan superficial como banales son los objetivos a que se refiere. Por supuesto, donde falte una gran fuerza y una gran pasión será más fácil que la sagacidad ponga de manifiesto su destreza. Pero dirigir grandes fuerzas, llevar el timón con mano firme en medio del embate de las olas y de la tempestad, ¿no es en sí mismo un ejercicio superior de las facultades del espíritu?, ¿no está incluido e implícito en la otra forma de conducir la guerra esa especie de maniobra de esgrima convencional?, ¿no guarda la misma relación con ella que la de los movimientos que se producen sobre un barco con respecto al movimiento del barco mismo? Ciertamente sólo puede suceder bajo la condición tácita de que el adversario no actúe mejor. ¿Podemos asegurar hasta cuándo optará éste por respetar esas condiciones? ¿No se desencadenó sobre nosotros la Revolución francesa en medio de la seguridad imaginaria de nuestro viejo sistema de guerra y nos condujo desde Chalons hasta Moscú? ¿Y no sorprendió Federico el Grande de la misma forma a los austríacos que se escudaban en sus viejas tradiciones militares e hizo temblar a su monarquía? ¡Pobre del gobierno que con una política de paños tibios y un sistema militar atenazado por las cadenas acosara a un adversario que no conozca otra ley que la de su fuerza intrínseca! De este modo, toda deficiencia en la actividad y el esfuerzo resulta en la balanza un peso a favor del enemigo. Entonces no resulta tan fácil cambiar la actitud del esgrimista por la de un atleta, y el golpe más débil bastará a menudo para echar todo por tierra.

Se desprende de todas las causas que acabamos de mencionar que la acción hostil de la campaña no se desarrolla mediante un movimiento continuo, sino de forma intermitente y que, por lo tanto, entre las acciones sangrientas aisladas hay un período presidido por la expectativa, durante el cual ambos bandos permanecen a la defensiva, y también que, por lo común, un objetivo de mayor enjundia hace que en un bando predomine el principio de agresión, permitiéndole en líneas generales permanecer en una posición de avanzada, con lo que sus decisiones se modifican en cierta medida.