Capítulo XXII SOBRE EL PUNTO CULMINANTE DE LA VICTORIA

En la guerra, el agresor no está siempre en condiciones de derrotar por completo a su oponente. A menudo, y de hecho la mayoría de las veces, se produce un punto culminante de la victoria. La experiencia nos lo muestra de forma suficiente. Pero como el tema tiene una particular importancia para la teoría de la guerra y para la base de casi todos los planes de campaña, mientras que, al mismo tiempo, campa por su superficie, ondeando con los colores del arco iris, la llama vacilante de las contradicciones aparentes, queremos examinarlo con más detención y considerar sus causas esenciales.

Como regla general, la victoria surge de una supremacía en la suma de todas las fuerzas materiales y morales y sin duda en ella esta supremacía aumenta, de lo contrario no se buscaría y se pagaría por ella tan alto precio. La misma victoria lo hace así sin pensar y también lo hacen sus consecuencias, pero éstas no hasta el fin último, sino, por lo general, sólo hasta cierto punto. Este punto puede estar muy próximo, y a veces se halla tan cerca, que todos los resultados de una batalla victoriosa pueden reducirse a un simple acrecentamiento de la superioridad moral. Examinaremos ahora cómo se produce esto.

Durante el desarrollo de la acción en la guerra, la fuerza militar se encuentra constantemente con elementos que la acrecientan y con otros que la disminuyen. En consecuencia, se trata de la supremacía de los unos o de los otros. Como toda disminución de fuerza en un bando ha de considerarse como un aumento en el bando enemigo, se deduce, por supuesto, que esta doble corriente, este flujo y reflujo, tiene lugar igualmente tanto si las tropas avanzan como si retroceden.

Sólo bastará encontrar en un caso la causa principal de esta alteración para determinar la otra.

Al avanzar, las causas más importantes del aumento de fuerza en el bando del agresor son:

1) La pérdida que sufre la fuerza militar del enemigo, porque, por lo general, esa pérdida es más grande que la del agresor.

2) Las pérdidas que sufre el enemigo en cuanto a los recursos militares materiales, como son almacenes, depósitos, puentes, etc., y que el agresor no comparte con él de ninguna forma.

3) Desde el momento en que el agresor penetra en territorio enemigo, la defensa sufre la pérdida de ciertas zonas y, en consecuencia, la de fuentes de renovación de las fuerzas militares.

4) El ejército que avanza gana parte de esos recursos; en otras palabras, obtiene la ventaja de vivir a expensas del enemigo.

5) La pérdida de la organización interna y de los movimientos normales en el bando enemigo.

6) Los aliados del enemigo pueden abandonar a éste y otros unirse al agresor.

7) Por último, el desaliento que invade al enemigo hace, en cierta medida, que deje caer las armas de sus manos.

Las causas de la disminución de fuerza en el ejército atacante son:

1) Que se esté obligado a sitiar las fortificaciones enemigas, a bloquear su acceso y a vigilarlas; o que el enemigo haya hecho lo mismo antes del desenlace y en el curso de la retirada atraiga estas tropas hacia el cuerpo principal.

2) Desde el momento en que el agresor penetra en territorio enemigo, cambia la naturaleza del teatro de la guerra; éste se hace hostil; se tiene que ocupar porque sólo nos pertenece mientras lo ocupemos, lo cual crea dificultades a toda la maquinaria en todas partes y tenderá necesariamente a debilitar sus efectos.

3) Nos alejamos mucho de nuestras fuentes de recursos, mientras que el enemigo se acerca a las suyas; esto causa un retraso en la reposición de las fuerzas gastadas.

4) El peligro que amenaza a la nación enemiga provoca en ella el reclutamiento de otras fuerzas para su protección.

5) Finalmente, los esfuerzos más grandes que realiza el adversario, debido a la intensificación del peligro; por otro lado, se produce en el bando de la nación agresora un debilitamiento de esos esfuerzos.

Todas estas ventajas y desventajas pueden coexistir, encontrarse unas con otras, por así decir, y proseguir su camino en direcciones opuestas. Sólo las últimas se enfrentan como verdaderos contrarios; no pueden complementarse y, por lo tanto, se excluyen mutuamente. Esto muestra de por sí cuán diferente puede ser el efecto de la victoria, según que el vencido sea aplastado o estimulado a realizar un esfuerzo más grande.

Trataremos ahora de precisar por separado los puntos que afectan al aumento de fuerzas, haciendo algunas observaciones.

1) Las pérdidas de las fuerzas enemigas pueden alcanzar el nivel máximo en el primer momento de la derrota y luego disminuir diariamente en cantidad, hasta que lleguen a un punto en el que se equilibren con las nuestras; pero también pueden aumentar cada día en progresión geométrica. Esto viene determinado por la diferencia de las situaciones y las condiciones. En general, podemos decir que el primer caso se producirá con un buen ejército, y el segundo con uno malo. Además del estado de ánimo de las tropas, el del gobierno constituye aquí uno de los factores más relevantes. En la guerra es muy importante distinguir entre los dos casos, a fin de no detenernos en el punto donde precisamente deberíamos comenzar, y viceversa.

2) Las pérdidas que sufre el enemigo en lo referente a los recursos naturales pueden aumentar y disminuir de la misma forma, y esto dependerá de la situación eventual y de la naturaleza de los depósitos. Sin embargo, este asunto, en la actualidad, no tiene una importancia comparable con la de los otros.

3) La tercera ventaja debe acrecentarse necesariamente a medida que avanza el ejército. En realidad cabe decir que no se la toma en consideración hasta que el ejército haya penetrado profundamente en territorio enemigo. Es decir, hasta que haya sido dejado atrás un tercio o un cuarto del territorio. Además, el valor intrínseco que tenga la zona, en relación con la guerra, debe tomarse también en consideración.

Del mismo modo, la cuarta ventaja debe aumentar con el avance.

Pero con respecto a las dos últimas tiene que observarse también que raras veces se siente de forma inmediata su influencia sobre las fuerzas militares que intervienen en la lucha; éstas sólo actúan lentamente y de forma vaga e indirecta. En consecuencia, no deberíamos aventurarnos a tensar el arco, es decir, no deberíamos colocarnos en una posición demasiado peligrosa a causa de ellas.

La quinta ventaja es de nuevo considerada cuando se ha realizado un avance considerable y cuando, por la forma del territorio enemigo, algunas zonas pueden separarse de la parte principal, ya que éstas, al igual que los miembros unidos a un cuerpo, si se desmembran tienden a dejar de existir.

En cuanto a los puntos 6 y 7, cuando menos resulta probable que se produzcan con el avance. Volveremos a ocuparnos de ellos más adelante.

Consideremos ahora las causas que llevan al debilitamiento.

1) El asedio, ataque o bloqueo de las fortificaciones aumentará por lo general a medida que avanza el ejército. Esta sola influencia debilitante actúa en forma tan poderosa sobre la condición inmediata de las fuerzas militares que puede contrapesar con facilidad todas las ventajas obtenidas. Es evidente que en las épocas modernas se ha introducido el sistema de atacar las fortificaciones con un número pequeño de tropas o de vigilarlas con un número aún más reducido. En estas fortificaciones el enemigo suele mantener guarniciones, constituyendo sin duda un gran elemento de seguridad. La mitad de las guarniciones están integradas, por lo general, por hombres que no han tomado parte previamente en la lucha. Para el asedio de estas plazas fuertes, situadas por lo común cerca de las líneas de comunicación, el agresor tiene que dedicar una fuerza que duplique al menos la de la guarnición; y si se desea sitiar seriamente una fortificación importante o vencerla por el hambre, se requerirá para ese propósito un pequeño ejército.

2) La segunda causa, el establecimiento del teatro de la guerra en territorio enemigo, aumenta necesariamente con el avance y surte todavía un efecto mayor sobre la situación permanente de las fuerzas militares, aunque no sobre sus condiciones momentáneas.

Sólo debemos considerar como nuestro teatro de la guerra la parte de aquel territorio enemigo que podamos ocupar; es decir, allí donde hayamos dejado pequeños destacamentos a cielo descubierto o guarniciones diseminadas en las ciudades más importantes, o puestos militares a lo largo de los caminos, etc. Por más pequeñas que sean las guarniciones que dejamos atrás, debilitan, sin embargo, de manera considerable a las fuerzas militares. Pero este es el menor de los males.

Todo ejército presenta unos flancos estratégicos, o sea, el territorio que limita ambos lados de sus líneas de comunicación. Sin embargo, como el ejército del enemigo posee igualmente esos flancos, la debilidad de estas partes no se pone de relieve de manera ostensible. Pero ello sólo puede ocurrir en tanto nos encontremos en nuestro propio territorio; tan pronto como nos adentremos en el del enemigo se percibe en gran manera la debilidad, porque de la operación más insignificante cabe esperar algún resultado cuando va dirigida contra una línea muy larga protegida sólo débilmente, o que no lo está en forma alguna; y estos ataques pueden realizarse desde cualquier dirección en el territorio enemigo.

Cuanto más se avanza, tanto más dilatados se hacen esos flancos, y el peligro que surge de ellos crece en progresión geométrica. Porque no sólo son difíciles de proteger, sino que tienden a activar el espíritu combativo del enemigo, haciendo que éste se aproveche de las largas e inseguras líneas de comunicación, cuya pérdida puede ocasionar, en caso de una retirada, consecuencias extremadamente graves.

Todo esto contribuye a imponer una nueva carga sobre el ejército atacante, en cada etapa de su avance. De manera que si no ha iniciado su ataque con una gran superioridad, se verá cada vez más impedido para realizar sus planes. Su fuerza de ataque se debilitará gradualmente y, por último, podrá caer en un estado de incertidumbre y de angustia con respecto a su situación.

3) La tercera causa, o sea, la distancia hasta la fuente desde la cual la fuerza militar en constante disminución tiene que ser también constantemente reforzada, aumenta con el avance. A es te respecto, el ejército atacante es como una lámpara: cuanto más disminuya el aceite en el recipiente y se aleje del centro de luz, tanto más pequeña se hará esa luz, hasta que al fin se extingue por completo.

La riqueza de las zonas conquistadas puede hacer disminuir en gran medida este perjuicio, pero no lo hará desaparecer por completo, porque siempre existe un cierto número de cosas que tienen que obtenerse del propio país, en especial los hombres. Los suministros que proporciona el territorio del enemigo no llegan en la mayoría de los casos ni con tanta rapidez ni tanta seguridad como los aportados por el nuestro, siendo así que los medios para hacer frente a cualquier necesidad inesperada no pueden ser obtenidos con tanta diligencia; y porque las confusiones y los errores de toda índole no pueden ser descubiertos y remediados tan pronto.

Si el príncipe no conduce personalmente su ejército, como sucedió habitualmente en las últimas guerras, o si no se encuentra siempre cerca de él, surgirá entonces otro inconveniente muy grande, debido a la pérdida de tiempo que representa el ir y venir de las comunicaciones, porque los plenos poderes conferidos a un comandante de ejército nunca son suficientes como para encarar cada caso con la amplitud que alcanzan sus actividades.

4) Si los cambios en las alianzas políticas, nacidos de la victoria, llegaran a ser desventajosos para el atacante, lo serían probablemente en relación directa con su avance, del mismo modo que lo serían si fueran de naturaleza ventajosa. Todo depende aquí de las alianzas políticas existentes, de los intereses, las costumbres y las tendencias de los príncipes, los ministros, los favoritos y otros. En general, sólo cabe decir que cuando se conquista un gran Estado que cuenta con aliados más pequeños, éstos por lo común rompen muy pronto sus alianzas, de suerte que el triunfador, en este aspecto, se hace más fuerte con cada golpe. Pero si la nación conquistada es pequeña, surgen mucho más pronto los protectores cuando su existencia se ve amenazada, y otros, que habían contribuido a hacer flaquear su estabilidad, cambiarán de frente para impedir su caída completa.

5) La resistencia creciente, puesta de manifiesto por parte del enemigo. Algunas veces, el enemigo, aterrorizado y atónito, deja que las armas caigan de sus manos. Otras veces se apodera de él un entusiasmo exacerbado: todo el mundo se apresura a tomar las armas y, después de la primera derrota, la resistencia es mucho más firme y fuerte de lo que lo fue anteriormente. El carácter del pueblo y del gobierno, la naturaleza del país y sus alianzas políticas son los datos de los cuales cabe predecir un efecto probable.

¡Cuántos cambios infinitamente diferentes no producen estos dos últimos puntos en los planes que pueden y deberían trazarse en la guerra, en uno y otro caso! Mientras en uno despilfarramos y dejamos escapar la mejor oportunidad de éxito, debido a nuestros escrúpulos y al llamado procedimiento metódico, en el otro nos precipitamos de bruces en la destrucción, llevados por la temeridad y la imprudencia.

Además, cabe mencionar la lasitud y la debilidad que experimenta el triunfador en su propio país cuando ha pasado el peligro, en el momento en que, por el contrario, sería necesario mantener el esfuerzo para llevar la victoria hasta el fin. Si echamos una mirada general sobre estos principios diferentes y antagónicos, podemos deducir, sin duda, que en la mayoría de los casos, la persecución de la victoria final, la marcha hacia adelante en una guerra de agresión, provocan a la postre la disminución de la supremacía con la que se partió al comienzo o que ha sido obtenida mediante un triunfo.

Nos enfrentamos necesariamente con la siguiente pregunta: si esto es así, ¿qué es entonces lo que impulsa al atacante a proseguir su senda victoriosa, a continuar la ofensiva? ¿Puede esto llamarse en realidad persecución de la victoria? ¿No sería mejor detenerse en el punto en el que aún no se pone de manifiesto una disminución de la supremacía obtenida?

A esto debemos responder, lógicamente, lo siguiente: la supremacía de las fuerzas militares no es un fin, sino sólo un medio. El fin consiste, ya sea en derrotar al enemigo, ya sea al menos en apoderarse de parte de sus tierras, a fin de colocarse con ello en posición de hacer que las ventajas ganadas puedan tener peso en la conclusión de la paz. Aun si nuestro propósito fuera la derrota completa del enemigo, debemos conformarnos con el hecho de que quizá con cada paso que damos en nuestro avance disminuye nuestra supremacía. Sin embargo, no se deduce de esto, necesariamente, que la; supremacía se reduzca a cero antes de la derrota del enemigo. Esta puede tener lugar antes, y si ha de obtenerse con el mínimo posible de supremacía, constituiría un error no utilizarla para ese propósito.

Por consiguiente, la supremacía con que contemos o que adquiramos en la guerra constituye sólo el medio, no el objetivo, y debe ponerse en juego y arriesgarla para lograr ese objetivo. Pero es necesario saber hasta dónde llegará, a fin de no ir más allá de ese punto, y de no cosechar infortunios en vez de nuevas ventajas.

No es necesario recurrir a los ejemplos especiales que nos proporciona la experiencia a fin de probar que este es el camino por el cual la supremacía estratégica se agota durante el ataque estratégico; más bien ha sido la gran cantidad de esos ejemplos la que nos ha inducido y forzado a investigar las causas de ello. Sólo a partir de la aparición de Bonaparte tuvieron lugar campañas entre naciones civilizadas en las cuales la supremacía condujo, sin dilación, a la derrota del enemigo. Antes de esa época, todas las campañas terminaban del mismo modo: el ejército victorioso buscaba conquistar un punto donde pudiera simplemente mantenerse en estado de equilibrio. En este punto se detenía el movimiento de la victoria, si es que no llegaba a ser necesario proceder a una retirada. Este punto culminante de la victoria aparecerá también en el futuro, en todas las guerras en las que la derrota del enemigo no sea el objetivo militar de la guerra; y la mayoría de las guerras serán todavía de esta clase. La meta natural de todo plan de campaña es el punto en el cual la ofensiva se transforma en defensa.

Ir más allá de esta meta constituye no sólo un simple gasto de fuerza inútil, que no produce ya un resultado significativo, sino que resulta un gasto ruinoso, que causa ciertas reacciones, las cuales, de acuerdo con la experiencia universal, producen siempre unos efectos descomunales. Este último hecho es tan común y parece tan lógico y fácil de comprender que no necesitamos inquirir meticulosamente sus causas. Las causas principales, en todo caso, son la falta de acomodación en la tierra conquistada y el violento contraste de sentimientos que se produce cuando se malogra el nuevo éxito perseguido. Por lo general comienzan a entrar en acción de forma muy activa las fuerzas morales; por un lado, la exaltación, que se convierte a menudo en arrogancia, y por otro, el abatimiento extremo. Con ello aumentan las pérdidas durante la retirada, y el hasta entonces bando triunfador eleva sus preces al cielo si puede salir de ello con la única pérdida de lo que haya ganado, sin tener que abandonar parte de su propio territorio.

Aclaremos ahora una contradicción aparente.

Se podría pensar, por supuesto, que desde el momento que la continuidad del avance en el ataque implica la existencia de una supremacía y dado que la defensa, que comenzará al final del avance victorioso, es una forma de guerra más poderosa que el ataque, habrá tanto menos peligro de que el triunfador se convierta inesperadamente en la parte más débil. Sin embargo, este peligro existe, y, teniendo en cuenta la historia, debemos admitir que el peligro más grande de que se produzca un revés no aparece a menudo hasta el momento en que cesa la ofensiva y ésta se convierte en defensa. Trataremos de averiguar la causa de ello.

La superioridad que hemos atribuido a la forma de guerra defensiva consiste en lo siguiente:

1) la utilización del terreno;

2) la posesión de un teatro de la guerra preparado de antemano;

3) el apoyo de la población;

4) la ventaja de permanecer a la espera del enemigo.

Es evidente que estas ventajas no pueden aparecer siempre y ser activas en igual grado; que, en consecuencia, una defensa no es siempre igual a otra, y que, por lo tanto, la defensa no tendrá siempre esta misma superioridad sobre la ofensiva. Este debe ser particularmente el caso en la defensa que comienza después de la consumación de la ofensiva y que tiene situado su teatro de la guerra, por lo común, en el vértice del triángulo ofensivo dirigido muy hacia adelante. De las cuatro ventajas mencionadas arriba, esta defensa sólo mantiene la primera sin alterar, o sea, la utilización del terreno. La segunda desaparece por completo, la tercera se convierte en negativa y la cuarta resulta en gran manera debilitada. A manera de explicación, nos extenderemos un poco más con respecto al último punto.

Bajo la influencia de un equilibrio imaginario, campañas enteras se desarrollan a menudo sin que se produzca resultado alguno, porque el bando que debería asumir la iniciativa carece de la resolución necesaria. Precisamente en esto reside la ventaja de mantenerse a la espera. Pero si este equilibrio es alterado por una acción ofensiva, si se acosa al enemigo y su voluntad es incitada a la acción, entonces disminuirá en gran medida la probabilidad de que permanezca en ese estado de indecisión indolente. La defensa que se organiza en territorio conquistado tiene un carácter mucho más desafiante que la que se desarrolla sobre nuestro propio suelo; el principio ofensivo se inserta en ella, por así decir, y con ello se debilita su naturaleza. La paz que Daun concedió a Federico II en Silesia y Sajonia nunca le habría sido otorgada a éste en Bohemia.

De este modo se hace evidente que la defensa, que está entretejida con una acción de carácter ofensivo, se debilita en todas sus principales principios y, por consiguiente, no contará ya con la superioridad que se le atribuía originariamente.

Así como ninguna campaña defensiva está totalmente compuesta de elementos defensivos, del mismo modo ninguna campaña ofensiva está constituida por entero de elementos ofensivos; porque, además de los cortos intervalos que existen en toda campaña, en los cuales ambos bandos permanecen a la defensiva, todo ataque que no conduzca a la paz debe terminar necesariamente en una defensa.

De este modo, la defensa misma es la que contribuye al debilitamiento de la ofensiva. Esto está lejos de constituir una sutileza estéril; por el contrario, la consideramos la principal desventaja que encierra el ataque, debido a que, una vez efectuado, quedamos a causa de ello reducidos a una defensa muy desventajosa.

Y esto explica de qué modo en la guerra se reduce en forma gradual la diferencia que existe originariamente entre la fuerza de la forma ofensiva y la de la defensiva. Mostraremos ahora que esta diferencia puede desaparecer por completo y que, por corto tiempo, la ventaja puede transformarse en desventaja.

Si se nos permitiera utilizar un concepto extraído de la naturaleza para explicar nuestro punto de vista, podríamos expresarnos con más concisión. Es el tiempo que requiere toda fuerza del mundo material para producir su efecto. La fuerza que, aplicada lentamente y por grados, basta para que un cuerpo en movimiento pase al estado de reposo, será vencida por este mismo, si se decide de nuevo a actuar. Esta ley del mundo material es una imagen sorprendente de muchos de los fenómenos de nuestra vida interior. Si nuestro pensamiento sigue cierta dirección, no todas las razones, suficientes en sí mismas, serán capaces de cambiar o de detener esa corriente. Se requiere tiempo, tranquilidad e impresiones duraderas sobre nuestra conciencia. Lo mismo ocurre en la guerra. Cuando la mente ha adoptado una tendencia decidida hacia cierto objetivo o bien retrocede hacia un bastión de refugio, puede suceder con facilidad que los motivos que obligan a un hombre a detenerse, y que desafían a otro a entrar en acción y a arriesgarse, no se hagan sentir inmediatamente con toda su fuerza; y mientras continúa desarrollándose la acción, esos hombres son arrastrados por la corriente del movimiento más allá de los límites del equilibrio, más allá del punto culminante, sin siquiera darse cuenta de ello. En verdad, hasta puede suceder que, pese al agotamiento de sus fuerzas, el agresor, apoyado por las fuerzas morales que residen principalmente en la ofensiva, encuentre que le resulta menos difícil avanzar que detenerse, al igual que un caballo que lleva su carga cuesta arriba. Creemos haber demostrado, sin caer en contradicción alguna, cómo el agresor puede rebasar ese punto que, en el momento en que se detiene y asume la forma defensiva, le promete todavía buenos resultados, o sea, el equilibrio. Por lo tanto, la determinación de ese punto es importante al proyectar el plan de campaña, tanto para el agresor, de modo que no emprenda lo que está más allá de sus fuerzas y no incurra en débitos, por decirlo así, como para el defensor, de suerte que pueda percibir y sacar provecho de ese error, si lo cometiera el agresor.

Si echamos una mirada retrospectiva a todos los puntos que el comandante en jefe debe tener presente al tomar su decisión, y si recordamos que sólo puede estimar la tendencia y el valor de los que sean más importantes, gracias a la consideración de muchas otras circunstancias cercanas y lejanas, que en cierta medida deberá adivinar -adivinar si el ejército enemigo, después del primer golpe, mostrará un núcleo central más fuerte y una solidez que se acrecienta firmemente o si, al igual que un frasco boloñés, quedará pulverizado tan pronto como se dañe su superficie; adivinar el grado de debilidad y de paralización que producirá en la situación del enemigo el agotamiento de ciertas fuentes, la interrupción de ciertas comunicaciones; adivinar si el enemigo se desplomará impotente debido al dolor intenso que le produzca el golpe asestado, o si, al igual que un toro herido, se excitará hasta entrar en un estado de furia, y por último adivinar si las otras potencias serán presas del terror o se encolerizarán y qué alianzas políticas serán disueltas o se formarán—, entonces diremos que tiene que apuntar con tino y acertar con su juicio en todo esto y mucho más aún, del mismo modo que el tirador da en el centro del blanco, y concederemos que esa proeza del espíritu humano no constituye ninguna menudencia. Miles de sendas diferentes que corren en una u otra dirección se presentan ante nuestro juicio; y lo que no consiguen el número, la confusión y la complejidad de las materias lo logran el sentido del peligro y la responsabilidad.

Esto explica que la gran mayoría de los generales prefieran mantenerse muy alejados de la meta, antes que aproximarse a ella demasiado. De este modo suele suceder que un espíritu dotado de iniciativa y valor actúe por encima de sus límites y, por lo tanto, no logre cumplir con su objetivo. Sólo aquel que realice grandes hechos con medios pequeños habrá acertado felizmente.