Capítulo III EL GENIO PARA LA GUERRA

Para ser realizada con cierta perfección, toda actividad de carácter especial exige cualidades especiales de entendimiento y temperamento. Cuando estas cualidades poseen un alto grado de excelencia y se ponen de manifiesto a través de realizaciones extraordinarias, se distingue al espíritu al cual pertenecen con el término de «genio».

No nos cabe la menor duda que este término tiene significados que varían en gran manera, tanto en su aplicación como en su naturaleza, y que constituye una labor muy ardua distinguir la esencia del genio en muchos de estos significados. Pero como no pretendemos ejercer ni de gramáticos ni de filósofos, nos será permitido atenernos al sentido usual en el lenguaje corriente, y entender por «genio» una capacidad mental eminente para la ejecución de ciertas actividades.

Conviene dedicar por un momento la atención sobre este valor y esta aptitud del espíritu humano, para señalar con más precisión su justificación y conocer con más detalle el contenido que entraña su concepto. Pero no podemos ocuparnos del genio que ha obtenido su título gracias a un talento superlativo, del genio propiamente dicho, porque este es un concepto que no presenta unos límites definidos. Lo que tenemos que hacer es considerar todas las tendencias combinadas de las fuerzas del espíritu hacia la actividad militar, y considerar entonces a éstas como la esencia del genio militar. Decimos tendencias combinadas, porque el genio militar no consiste en una cualidad única para la guerra, por ejemplo, el valor, al tiempo que pueden faltar otras cualidades del entendimiento o del carácter, o tomar una dirección inútil para la guerra, sino que resulta una combinación armoniosa de fuerzas, en la cual puede predominar una u otra, pero ninguna debe hallarse en oposición.

Si se exigiera que cada combatiente poseyese en una medida u otra genio militar, probablemente nuestros ejércitos serían muy débiles, dado que, justamente porque el genio implica una tendencia especial de las fuerzas del espíritu, sólo se dará en raras ocasiones, allí donde en un pueblo se presenten y sean adiestradas en aspectos muy diversos. Pero cuantas menos actividades diferentes ofrezca un pueblo, y cuanto más predomine en ellas la militar, tanto más predominante será en ese pueblo el genio militar. Esto, sin embargo, sólo determina su alcance y de ninguna manera su grado, pues este último depende por lo general del desarrollo espiritual general del pueblo. Si dirigimos nuestra mirada a un pueblo agreste y belicoso, comprobaremos que el espíritu guerrero de sus individuos es mucho más patente que entre los pueblos civilizados, pues en el primero casi todos los combatientes lo poseen, mientras que en los últimos hay toda una multitud de personas que han sido movilizadas tan sólo por necesidad, y de ningún modo por su inclinación interior. En realidad, en los pueblos agrestes nunca encontraremos a un gran general en jefe, y muy raramente lo que podríamos denominar un genio militar, porque esto exige un desarrollo de las fuerzas intelectuales que no puede darse en un pueblo poco civilizado. De más está decir que incluso los pueblos civilizados pueden presentar también una tendencia y un desarrollo más o menos belicosos, y, cuanto mayores sean éstos, con mayor persistencia aparecerá el espíritu militar en los individuos que componen sus ejércitos. Cuando ello coincide con el más elevado grado de civilización, esos pueblos proporcionan un brillante cuadro de realizaciones militares, como lo demostraron los romanos y los franceses. En estos y en el resto de los pueblos famosos por sus empresas guerreras, los grandes nombres surgen siempre tan sólo en épocas de elevado nivel de formación.

De aquí podemos inferir en seguida la importancia de participación que las fuerzas intelectuales tienen en el genio militar superior. Examinaremos esto con más atención.

La guerra implica un peligro, y, en consecuencia, el valor es, por sobre todas las cosas, la primera cualidad que debe caracterizar a un combatiente. El valor puede ser de dos clases: en primer lugar, el que hace acto de presencia ante un peligro contra la persona, y en segundo, el que requiere la existencia de una responsabilidad, ya sea ante el tribunal de una autoridad externa ya ante el de una autoridad interna, que es la conciencia. Nos referiremos aquí únicamente a la primera clase.

El valor ante un peligro personal comporta también dos clases. En la primera, puede consistir en una indiferencia hacia el peligro, debida ya sea a la forma en que está constituido el individuo, ya al desprecio por la muerte o al hábito; en cualquiera de estos casos el valor debe considerarse como una condición permanente. En la segunda, el valor puede proceder de motivos positivos, como la ambición, el patriotismo, el entusiasmo de cualquier naturaleza; en este caso, el valor es más bien una emoción, un sentimiento, antes que una condición permanente.

Cabe comprender que estas dos clases de valor actúan de forma diferente. La primera es más segura, pues, habiéndose transformado en una segunda naturaleza, nunca abandona al hombre; la segunda, a menudo lo induce a ir más allá. La primera pertenece más a la constancia, la intrepidez, a la segunda. La primera procura más sosiego al entendimiento; la segunda, a veces acrecienta su poder, pero también a menudo le causa perplejidad. Las dos clases combinadas constituyen la forma más perfecta del valor.

La guerra implica un esfuerzo físico y un sufrimiento. Para no verse desbordados por ellos se necesita cierta fortaleza de cuerpo y de espíritu que, de manera natural o adquirida, produzca indiferencia ante uno y otro.

Dotado de estas cualidades, entre las cuales se encuentra el simple sentido común, el hombre puede constituir un buen instrumento para la guerra, y así es como estas cualidades se encuentran muy comúnmente entre los pueblos semicultivados y agrestes. Si ahondamos en las exigencias que la guerra plantea a sus secuaces, encontraremos que predominan en ellas las cualidades intelectuales. La guerra implica una incertidumbre; tres cuartas partes de las cosas sobre las que se basa la acción bélica yacen ofuscadas en la bruma de una incertidumbre más o menos intensa. Por tanto, aquí se precisa, antes que nada, un entendimiento fino y penetrante que perciba la verdad con un juicio atinado.

Una inteligencia normal puede ocasionalmente dar con esta verdad, y por azar, un valor anormal puede, en ocasiones, enmendar un error; pero en la mayoría de los casos el promedio de los resultados revelará siempre un entendimiento escaso.

La guerra es el territorio del azar. En ningún otro ámbito de la actividad humana hay que dejar tanto margen para ese intruso, porque ninguno esta en contacto tan constante con él, en todos sus aspectos. El azar aumenta la incertidumbre que preside todas las circunstancias y llega a trastornar el curso de los acontecimientos.

Debido a esta incertidumbre respecto de todas las informaciones y suposiciones, y a esta continua incursión del azar, el individuo que actúa en la guerra suele encontrarse con que las cosas son distintas de lo que esperaba que fueran. Esto no deja de ejercer influencia sobre su plan, o en todo caso, sobre las esperanzas cifradas en él. Si esta influencia es tan grande como para desbaratar los planes prefijados, por regla general deberán substituirse éstos por otros nuevos; pero a menudo se carece de los datos necesarios para hacerlo al momento, porque, en el curso de la acción, las circunstancias pueden exigir una decisión inmediata y no dejar tiempo para una observación del entorno, y, a veces, ni mucho menos para una atenta consideración. Pero con mayor frecuencia ocurre que la corrección de las premisas y el conocimiento de los elementos azarosos que se han entremetido no permiten que se derrumbe nuestro plan, pero sí hacerlo vacilar. Nuestro conocimiento de las circunstancias ha mejorado, pero nuestra incertidumbre no ha disminuido por ello, sino que se ha intensificado. La razón de esto estriba en que no adquirimos tales experiencias de modo simultáneo, sino por grados, porque nuestras decisiones se ven incesantemente asediadas por ellas y nuestra mente tiene que permanecer siempre «en armas», por así decir.

Si pretendemos permanecer a salvo de este continuo conflicto con lo inesperado, son indispensables dos cualidades: en primer lugar, un entendimiento que, aun en medio de la oscuridad más intensa, no deje de contar con vestigios de una luz interior que conduzcan a la verdad y, en segundo lugar, el valor para seguir los trazos de esa tenue luz. A la primera se la conoce figuradamente por la expresión francesa coup d'oeil; la segunda es la determinación.

Ya que en la guerra los encuentros son su rasgo distintivo y a tenor de ello se les prestó una atención prioritaria, y dado que en los encuentros el tiempo y el espacio son elementos determinantes, y lo eran más aún en el tiempo en que la caballería, con su poder de decisión rápida, era el arma principal, la idea de una decisión correcta y rápida se basó desde el principio en el cálculo de estos dos elementos, adoptándose para significar esta idea una expresión que se aplica solamente al correcto juicio visual. Gran número de maestros en el arte de la guerra le han dado asimismo por ello este sentido limitado. Pero no hay duda de que todas las decisiones justas tomadas en el momento de la ejecución pronto pasan a ser sobreentendidas por esa expresión, como, por ejemplo, al reconocer el momento justo para el ataque, etc. En consecuencia, lo que se entiende por coup d'oeil se refiere no sólo al aspecto físico, sino, con mayor frecuencia, al mental. Es lógico que esta expresión, al igual que el hecho en sí, ocupe siempre una mejor situación en el terreno de la táctica, lo que no la excluye del de la estrategia, pues también aquí son necesarias a menudo las decisiones rápidas.

Despojar a este concepto de los dos elementos figurados y limitados que se le adjudican con tal expresión equivale simplemente a establecer una verdad no visible para la mente común o que sólo aparece después de un largo examen y de notable reflexión.

La determinación constituye un acto de valor desplegado en un caso particular, que si se transforma en rasgo característico será un hábito mental. Pero aquí no nos referimos al valor para afrontar el peligro físico, sino al que hace falta para hacer frente a las responsabilidades, o sea, para encarar, en cierta medida, el peligro moral. A esto se le ha llamado con frecuencia courage d’esprit, teniendo en cuenta que surge del intelecto, pero que no por ello es un acto del intelecto, sino del sentimiento. El simple entendimiento no implica todavía valor, ya que a menudo se comprueba que la gente más clarividente carece de determinación. Así, el entendimiento debe despertar primero el sentimiento de valor que él mismo mantendrá y afirmará, porque en un momento de emergencia el hombre es dominado más por sus sentimientos que por sus pensamientos.

Hemos asignado a la determinación la labor de eliminar el tormento de la duda y los peligros de la indecisión cuando se carece de una orientación suficiente. Es cierto que el lenguaje familiar no duda en denominar «determinación» a la simple propensión a la osadía, el arrojo, la intrepidez o la temeridad. Pero cuando un hombre alberga motivos suficientes, tanto subjetivos como objetivos, tanto verdaderos como falsos, no hay razón para referirse a su determinación, porque al hacerlo nos colocaríamos en su lugar y cargaríamos el platillo de la balanza con dudas de las que carece.

Se trata tan sólo de una cuestión de fuerza y de debilidad. No caeremos en la pedantería de discutir el lenguaje familiar que da un mal uso a esta palabra; nuestra observación tiene únicamente por objeto rehuir las objeciones injustificadas.

Esta determinación; que supera el eventual estado de duda, sólo puede ser llevada a la práctica por el entendimiento, y, de hecho, por una dirección de éste totalmente particular. Sostenemos que la mera unión de un raciocinio superior y de los sentimientos necesarios no basta para dar lugar a la determinación. Hay personas que poseen una capacidad muy aguda para percibir los problemas más difíciles y que no carecen de valor para afrontar graves responsabilidades, y que, sin embargo, en casos difíciles no saben tomar una determinación. Su valor y su entendimiento permanecen como ajenos al hecho, no se prestan ayuda mutua, y a causa de ello no forman una determinación. Esta sólo surge de un acto del raciocinio, que hace evidente la necesidad de la audacia, y en consecuencia determina la voluntad. Esta dirección completamente particular del entendimiento, que combate y anula todos los otros temores del hombre con el temor a la irresolución o a la vacilación, es la que origina la determinación en las mentalidades fuertes. Por ello los hombres con escaso raciocinio no pueden distinguirse por su determinación, de acuerdo con el sentido que le damos a esa palabra. En situaciones difíciles pueden actuar sin vacilar, pero entonces lo hacen sin reflexión, y un hombre que actúa sin reflexionar no es atormentado por duda alguna. Este desarrollo de la acción puede resultar correcto de vez en cuando, pero consideramos, ahora como antes, que el resultado medio es el que denota la existencia del genio militar. Si esta afirmación resultara impropia para quien conozca a muchos oficiales de húsares que se caracterizan por su decisión, pero que carecen de profundidad de pensamiento, tenemos que recordar que se trata aquí de una dirección particular del raciocinio y no de una disposición para la meditación profunda.

Creemos, por tanto, que la determinación debe su existencia a una dirección particular del entendimiento, una dirección propia de una mentalidad fuerte, antes que de una brillante. Para confirmar esta genealogía de la decisión, cabe añadir que han habido muchos hombres que han demostrado una gran determinación en escalas inferiores pero que han dejado de tenerla en posiciones más elevadas. Mientras en una ocasión ven la necesidad de obrar con determinación, en otra comprenden los peligros que entraña tomar una decisión errónea y, como no están familiarizados con las cosas que les interesan, su entendimiento pierde la fuerza original, y se vuelven tanto más tímidos cuanto más conscientes sean del peligro de la vacilación que los mantiene como petrificados, y cuanto más sostenida haya sido su costumbre de actuar por impulsos momentáneos.

El coup d'oeil y la determinación nos llevan, por lógica, a ocuparnos de su cualidad hermana, la presencia de ánimo, que debe desempeñar un papel importante en la guerra, como sede que es de lo inesperado; porque no es, en efecto, más que el magno ejemplo de la conquista de lo inesperado.

Así como admiramos la presencia de ánimo manifestada en una réplica oportuna a algo expresado de manera inesperada, así también la admiramos en la rapidez para echar mano de un recurso en un momento de peligro inopinado. Ni la réplica ni el recurso necesitan ser extraordinarios en sí mismos, porque lo que como resultado de una reflexión madura no sería nada excepcional, incluso pudiéndose tildar de insignificante, puede complacernos como acto instantáneo del entendimiento. La expresión «presencia de ánimo» significa de manera muy apropiada la rapidez y la prontitud de la ayuda prestada por el entendimiento.

De la naturaleza del caso depende que esta excelsa cualidad de un individuo sea atribuida más a la calidad particular de su inteligencia que a la firmeza de su equilibrio emocional, aun que ninguna de las dos puede faltar por completo. Una réplica certera es más bien propia de un ingenio veloz; un contragolpe que contrarresta un peligro inopinado entraña más que nada un equilibrio emocional estable.

Si tomamos en su forma amplia los cuatro componentes del ambiente en que se desarrolla la guerra, el peligro, el esfuerzo físico, la incertidumbre y el azar, fácil será comprender que se re quiere una gran fuerza moral y mental para que avance con seguridad y posibilidades de éxito en este elemento desconcertante una fuerza que los historiadores y cronistas de los hechos militares describen como energía, firmeza, constancia, fortaleza de espíritu y de carácter, de acuerdo con las diferentes modificaciones introducidas por las circunstancias. Todas estas manifestaciones de la naturaleza heroica pueden ser consideradas como producto de la fuerza de voluntad y su equivalente, con las modificaciones que dictan las circunstancias; pero por más relacionadas que estén una con la otra, no son, sin embargo, idénticas, por lo cual creemos conveniente diferenciar con más detalle estas cualidades morales y su relación mutua.

En primer lugar, para fijar nuestras ideas es esencial observar que el peso, la carga, la resistencia, o como quiera que quiera llamársele, por lo cual se pone de manifiesto la fuerza espiritual de la persona que actúa, sólo en una mínima medida tiene que ver con la actividad del enemigo, la resistencia del enemigo, la acción del enemigo. La actividad del enemigo sólo afecta directamente al general en jefe, en primer lugar en relación con su persona, sin afectar a su acción como comandante. Si el enemigo resiste cuatro horas en lugar de dos, el jefe se hallará en peligro durante cuatro horas en lugar de dos. Esta es una consideración que cede en importancia a medida que se eleva la jerarquía de la jefatura. ¿Qué importancia tiene para el que ocupa la posición de general en jefe? Sin duda, ninguna.

En segundo lugar, la resistencia del enemigo surte un efecto directo sobre el jefe, debido a la pérdida de medios en que incurre cuando aquélla se prolonga y a la responsabilidad que con trae en relación con esa pérdida. Es precisamente en este momento, debido a la carga de ansiedad de sus consideraciones, donde se manifiesta y se pone a prueba su fuerza de voluntad. Afirmamos, sin embargo, que dista de ser esta la carga más pesada que el jefe debe soportar, pues es algo que tiene que resolver solo por sí mismo, mientras que todos los otros efectos de la resistencia del enemigo actúan sobre los combatientes que están bajo su mando e influyen en él a través de éstos.

Mientras los hombres henchidos de coraje luchan con ardor guerrero, su jefe raramente tendrá ocasión de hacer alarde de gran fuerza de voluntad en la prosecución de sus objetivos. Pero en cuanto surgen las dificultades, y esto nunca deja de ocurrir cuando tienen que alcanzarse grandes resultados, las cosas dejan de funcionar como una máquina bien engrasada, sino que esta misma comienza a ofrecer resistencia y, para superar el trance, el jefe tiene que actuar con gran fuerza de voluntad. Tal resistencia no debe interpretarse como si se tratara de una desobediencia o una réplica, aunque éstas se presenten con bastante frecuencia en los individuos, sino que la lucha que debe librar el jefe en su interior es con la impresión general de la disolución de todas las fuerzas físicas y morales y el espectáculo angustioso del sacrificio sangriento, y luego con todos aquellos que, directa o indirectamente, depositan en él sus impresiones, sus sentimientos, sus ansiedades y sus esfuerzos. A medida que los individuos, uno tras otro, van agotando sus fuerzas, y cuando su propia voluntad ya no basta para alentarlos y mantenerlos, la inercia de toda la masa comienza a descargar su peso sobre las espaldas del comandante. Será la fuerza de su aliento, la llama de su espíritu, la firmeza de su propósito las que harán brillar de nuevo la luz de la esperanza en los otros. Sólo en la medida en que sea capaz de hacerlo, el jefe dominará a las masas y seguirá comandándolas. Cuando ocurra un descalabro, y su valor no tenga la fuerza suficiente como para hacer revivir el valor de los demás, las masas lo arrastrarán consigo hacia el abismo, hacia las profundas regiones de la más baja animalidad, en las que se rehuye el peligro y no se concibe vergüenza alguna. Tal es la carga que deben soportar el valor y la fuerza espiritual de un jefe en la lucha si éste desea realizar algo extraordinario. Esta carga aumenta en relación con las masas que se hallan bajo su mando, y, en consecuencia, para que las fuerzas en cuestión continúen igualando el peso que recae sobre sus hombros, deberán aumentar en proporción con el rango que ocupe.

La energía en la acción expresa la fuerza de la motivación por la cual la acción se pone de manifiesto, ya tenga el móvil su origen en una convicción propia del entendimiento, ya en un impulso de los sentimientos. Este último difícilmente puede estar ausente cuando haya que hacer una gran demostración de fuerza. Debemos admitir que, de todos los excelsos sentimientos que colman el pecho humano en —el esfuerzo cruel de la lucha, no hay ninguno tan poderoso y constante como el de la sed de honores y de fama, a los que tan injustamente trata el idioma alemán, que no se recata en menospreciarlos con dos indignas asociaciones: Ehrgeiz (codicia de honores) y Ruhmsucht (búsqueda de gloria). Sin duda, el mal uso de estas gallardas aspiraciones del espíritu produjo, especialmente en la guerra, más de una insoportable injusticia para la especie humana, pero por su origen estos sentimientos deben ser considerados entre los más nobles de nuestra naturaleza, y en la guerra constituyen el verdadero soplo de vida que anima a ese cuerpo gigantesco. Aunque otros sentimientos pueden ejercer una influencia más general, y muchos de ellos, como el amor a la patria, la sujeción fanática a una idea, la venganza, el entusiasmo de cualquier índole, etc., parecería que ocuparan una posición más elevada, no convierten en superfluas la ambición y la búsqueda de la fama. Esos otros sentimientos pueden animar en general a grandes masas, e inspirarles sentimientos sublimes, pero no producen en el jefe el deseo de descollar entre sus compañeros, lo cual constituye el requisito esencial de su posición, si es que se propone lograr algo digno de mención. A diferencia de la ambición, estos sentimientos no convierten al acto militar individual en una propiedad particular del jefe, quien se esfuerza luego en utilizarlos para sacar una mayor ventaja, labrando trabajosamente y sembrando con cuidado para poder recoger una abundante cosecha. Estas aspiraciones, compartidas por todos los jefes, desde el de mayor graduación hasta el menos importante, esta especie de diligencia, este espíritu de emulación, este acicate, son los que determinan en particular la eficiencia de un ejército y lo hacen triunfar. Y en lo que respecta a los hombres de vértice, preguntamos: ¿ha habido alguna vez un gran general en jefe desprovisto de ambición, o puede siquiera concebirse tal circunstancia?

La firmeza denota la capacidad de resistencia de la voluntad frente a la dureza de un choque, la constancia en relación con la duración. A pesar de la analogía existente entre ambas, así como de la frecuencia con que una es usada en vez de la otra, existe sin embargo una diferencia notable entre ellas que no se presta a confusión, puesto que la firmeza frente a una impresión poderosa puede tener su raíz en la simple intensidad de su experimentación, pero la constancia debe estar más bien sostenida por el raciocinio, ya que con la duración de una acción se acrecienta su regularidad, y la constancia extrae en cierto modo de ello su fuerza.

Examinemos ahora lo que entendemos por fortaleza de espíritu y de ánimo.

Es evidente que no se trata de la intensidad en la expresión del sentimiento o de la emotividad, porque esto se opondría a todos los usos del idioma, sino del poder de obedecer al raciocinio, incluso en medio de la excitación más intensa, en medio de la tormenta de las más enconadas emociones. ¿Dependerá este poder únicamente de la fuerza del raciocinio? Es dudoso. El hecho de que haya hombres de inteligencia sobresaliente que no saben controlarse a sí mismos no prueba lo contrario, pues cabe decir que esto tal vez requiera una inteligencia más bien de índole fuerte que de un carácter comprensivo; pero tal vez nos acercamos más a la verdad si suponemos que, incluso en los momentos de la expresión más intensa de los sentimientos, la fuerza, para someterse al control del raciocinio, que llamamos dominio sobre uno mismo, hinca sus raíces en el espíritu. Se trata en realidad de otro sentimiento que, en los hombres de espíritu fuerte, equilibra la emotividad desaforada sin destruirla, y sólo gracias a este equilibrio queda asegurado el dominio del raciocinio. Como contrapartida no existe nada más que el sentimiento de dignidad del hombre, ese orgullo excelso, esa necesidad oculta del alma, que actúa siempre como un ser dotado de juicio y capacidad de raciocinio. En consecuencia, puede decirse que un espíritu fuerte es aquel que no pierde su equilibrio ni aun por el impulso de los estímulos más intensos.

Si tendemos una mirada a la gran diversidad existente entre los hombres, desde el punto de vista sentimental, encontramos en primer término personas que muestran escasa capacidad de excitación, a las que se las llama flemáticas o indolentes; en segundo lugar, otras personas son muy excitables, con unos sentimientos, sin embargo, que no exceden nunca de cierto límite, y en este caso se conocen como sensibles, pero calmosas; en tercer lugar, otras se excitan con facilidad, y sus sentimientos se inflaman con la rapidez y la intensidad de la pólvora, pero sin perdurar; en cuarto lugar, finalmente, existen quienes no se conmueven por causas pequeñas, y que por lo general entran en acción de forma gradual y no súbitamente, demostrando unos sentimientos que llegan a ser muy poderosos y mucho más duraderos, personas con pasiones fuertes, ocultas en lo más profundo de su ser.

Esta diferencia entre los hombres en relación con su constitución emocional linda con las fuerzas físicas que actúan en el organismo humano, y pertenece a esa organización dual que llamamos sistema nervioso, relacionado por un lado con la materia y por el otro con el espíritu. Nuestra frágil filosofía no pretende buscar nada más en este ámbito de penumbra; pero conviene a nuestros planteamientos dedicar un momento a calibrar el efecto que estas diferencias producen sobre la acción en la guerra y hasta qué punto cabe esperar de ellas una gran fortaleza de carácter.

A los hombres indolentes no se les saca de sus casillas con facilidad, pero indudablemente no puede decirse que existe fortaleza de carácter donde hay una ausencia total de manifestación de fuerza. No obstante, tampoco cabe negar que tales hombres muestran cierta eficacia, siquiera parcial en la guerra, justamente debido a su inmutable equilibrio. Con frecuencia carecen de motivos positivos para la acción, o sea, de fuerza impulsora, y, por tanto, de actividad; pero no acostumbran a echar a perder nada.

La peculiaridad del segundo tipo, como se ha dicho, es la de excitarse con facilidad ante asuntos insignificantes, pero frente a cuestiones relevantes se quedan también en suspenso. Los hombres de este tipo muestran una gran actividad cuando se trata de ayudar a un semejante en desgracia, pero el peligro que amenaza a una nación no hace más que deprimirlos en lugar de animarlos a la acción.

En la guerra, tales hombres no dejarán de mostrarse activos ni carentes de equilibrio, pero no realizarán nada de envergadura, a menos que un planteamiento inteligente muy poderoso les procure los motivos para ello. Pero muy raramente tales temperamentos van ligados a una inteligencia muy fuerte e independiente.

Los sentimientos excitables e inflamables no suelen adaptarse a la vida práctica, y, por tanto, no son muy apropiados para la guerra. Es cierto que cuentan con la ventaja de promover impulsos fuertes pero éstos no duran. No obstante, si la vitalidad de tales hombres se inclina por el valor y la ambición, pueden llegar a ser muy útiles en la guerra cuando ocupan posiciones inferiores, simplemente porque en la acción bélica que controlan los jefes situados en una escala inferior tiene por lo general una duración más corta. A veces bastará con una decisión valerosa, una expansión de las fuerzas del espíritu. Un ataque intrépido, un fuerte embate son cuestiones de pocos minutos, mientras que la valerosa lucha en el campo de batalla puede desarrollarse durante todo un día, y una campaña abarcar como tarea todo un año.

Debido a la rápida evolución de sus sentimientos, resulta doblemente difícil para los hombres que hemos descrito mantener el equilibrio emocional, y pierden por ello con frecuencia la cabeza. Es este, por tanto, el peor de sus defectos respecto de su capacidad para la conducción de la guerra. Pero sería ir en contra de la experiencia afirmar que los hombres de temperamento explosivo no son nunca fuertes, es decir, que no son capaces de mantener su equilibrio bajo el efecto de un estímulo poderoso. ¿Por qué no habría de existir en ellos el sentimiento de su propia dignidad, ya que por lo general son de naturaleza noble? Tal sentimiento raramente falta en ellos, pero lo que ocurre es que no tiene tiempo de manifestarse. En su mayoría, después de un arranque son presa de un sentimiento de humillación. Si gracias a la educación, a la vigilancia de sus propios actos y a la experiencia aprenden tarde o temprano a defenderse de sí mismos, y en momentos de excitación desatada alcanzan con rapidez a tener conciencia del choque de sus fuerzas interiores, pueden también llegar a ser capaces de dar fe de una gran fortaleza de espíritu.

Por último, encontramos a hombres que difícilmente se conmueven, pero que por esa misma razón tienden a hacerlo en profundidad; hombres que con respecto a los precedentes están en la misma relación que el calor con la llama. Son los más indicados para poner en movimiento, haciendo uso de su fuerza titánica, masas ingentes, entre las cuales caben ser representadas figurativamente las dificultades que entraña la acción en la guerra. El efecto de sus sentimientos se equipara al movimiento de grandes masas, que, aunque más lento, resulta sin embargo avasallador.

Aunque tales hombres no se ven tan desbordados por sus sentimientos ni tan arrastrados por la propia vergüenza como los anteriores, sería también contrario a la experiencia creer que no pueden perder nunca el equilibrio o que nunca pueden ser objeto de una pasión ciega. Por el contrario, esto ocurrirá tan pronto como falte el noble orgullo del dominio de uno mismo o cuando éste no tenga un peso suficiente. Muy a menudo nos lo demuestran hombres eminentes pertenecientes a pueblos agrestes, en los que el escaso cultivo de la inteligencia favorece el predominio de la pasión. Pero, incluso entre las clases más elevadas de los pueblos cultivados, la vida rebosa de este tipo de ejemplos, de hombres obnubilados por la violencia de sus pasiones, del mismo modo que el cazador furtivo de la Edad Media, atraído por el venado, se sentía arrastrado a internarse en la floresta.

Repetimos, pues, que un espíritu fuerte no es simplemente aquel que se muestra capaz de sentir emociones fuertes, sino el que mantiene su equilibrio incluso bajo el peso de las emociones más intensas, de modo que, a pesar de las tormentas que se libran en su interior, la convicción y el entendimiento pueden actuar con perfecta libertad, como la aguja de la brújula en un barco sacudido por la tormenta.

La expresión fortaleza de carácter, o simplemente carácter, significa una tenaz convicción, ya sea ésta el resultado de nuestro propio juicio o el de otros, ya esté basada en principios, opiniones, inspiraciones momentáneas o cualquier otro producto del entendimiento. Pero es bien cierto que esta clase de firmeza no puede manifestarse si los mismos juicios están sujetos a cambios frecuentes. Esta variabilidad no necesita ser el resultado de alguna influencia exterior. Puede surgir de la actividad continua de nuestro propio entendimiento, pero, en ese caso, indica sin duda una inestabilidad peculiar de la inteligencia. No afirmaremos en verdad que un hombre tiene carácter cuando cambia de opinión a cada momento, por mucho que este cambio pueda provenir de su interior. Por tanto, sólo diremos que posee esta cualidad aquel que ponga de manifiesto una convicción muy constante, ya sea porque esté arraigada profundamente, y poco expuesta por sí misma a sufrir cambios, ya porque escasea la actividad mental, como es el caso de las personas indolentes, y por ello se carezca de motivos para el cambio o, por último, porque un acto explícito de la voluntad, proveniente de un principio imperioso del entendimiento, rechaza cualquier cambio de opinión.

En la guerra, más que en ninguna otra actividad humana, ocurren acontecimientos que pueden desviar a un hombre del camino que se ha trazado, haciéndole dudar de sí mismo y de los demás, a causa de las muchas y poderosas impresiones que acosan al espíritu y de la incertidumbre en que se ve envuelto el entendimiento.

El espectáculo desgarrador del peligro y del sufrimiento conduce fácilmente a sentimientos que ganan ascendiente sobre la convicción del entendimiento, y, en medio de las tinieblas que ofuscan todo a su alrededor, la claridad de juicio profundo resulta tan problemático que provoca que el cambio sea más comprensible y disculpable. Se tiene que actuar siempre con conjeturas y suposiciones sobre la verdad. Por esta razón, en ningún otro lugar son tan grandes como en la guerra las diferencias de opinión, y en ella no cesa de fluir la corriente de impresiones que van en contra de nuestras propias convicciones. Ni siquiera la flema del intelecto más intensa sirve para defenderse de ellas, porque tales impresiones son demasiado fuertes y vívidas, y siempre al mismo tiempo contrarias al temperamento.

Sólo los principios generales y modos de ver las cosas que gobiernan la actividad desde el punto de vista más elevado pueden ser el fruto de un claro y profundo juicio, y en ellos descansa, a manera de pivote, la opinión que se forme respecto de un caso particular considerado de manera inmediata. Sin embargo, la dificultad reside precisamente en afirmarse en estos resultados de reflexión previa, en oposición a la corriente de opiniones y fenómenos que aporta el presente. Entre el caso particular y el principio se crea a menudo una larga distancia, que no siempre puede ser recorrida mediante una cadena visible de conclusiones, y en la que es necesaria cierta confianza en uno mismo y es útil cierta dosis de escepticismo. Con frecuencia, poca ayuda se encuentra aquí fuera del principio imperioso que, independiente de la reflexión, la controla; es un principio que, en todos los casos dudosos, tiene que avenirse a nuestra primera opinión y no abandonarla hasta que se esté convencido de la necesidad de hacerlo. Se tiene que estar firmemente convencido de la autoridad superior que entrañan los principios contrastados, y no permitir que el brillo de las apariencias momentáneas nos lleve a olvidar que su verdad siempre pertenece a un nivel inferior. Nuestras acciones adquirirán esa estabilidad y consistencia que llamamos carácter, por esta preferencia que otorgamos, en casos dudosos, a nuestras convicciones previas, y por la avenencia que les atribuimos.

Fácilmente vemos cómo un temperamento bien equilibrado estimula en gran medida la fortaleza de carácter; es por eso, también, por lo que hombres de gran fortaleza espiritual tienen por lo general mucho carácter.

La fortaleza de carácter nos conduce a una de sus formas degeneradas: la obstinación.

En ciertos casos resulta a menudo muy difícil dilucidar cuándo termina una y cuándo empieza la otra; en el terreno abstracto, por contra, no parece difícil determinar la diferencia entre ellas.

La obstinación no es un defecto del entendimiento. Usamos ese término para significar la resistencia a un juicio mejor, y ésta no puede, sin implicar una contradicción en sí misma, emplazarse en el intelecto, que es precisamente la capacidad de juzgar. La obstinación constituye un defecto del temperamento. Este carácter inflexible de la voluntad, ese encono en oponerse a réplicas ajenas tienen su fundamento simplemente en un tipo particular de egolatría, que sitúa por encima de cualquier otro placer el de gobernarse a sí mismo y a los demás, únicamente por el propio capricho. Podríamos denominar esto una forma de vanidad, si no fuera, por supuesto, algo mejor; la vanidad encuentra satisfacción en la apariencia, pero la obstinación descansa sobre el deleite de la circunstancia.

Afirmamos, por tanto, que la fortaleza de carácter se convierte en obstinación tan pronto como la resistencia a un juicio ajeno proviene de un sentimiento de oposición y no de una convicción mejor o de la confianza en un principio más elevado. Si bien esta definición, como ya hemos admitido, poca ayuda presta en la práctica, impide, no obstante, que la obstinación sea considerada meramente como la intensificación de la fuerza de carácter, siendo así que es algo esencialmente diferente, algo que, si bien es verdad que se le acerca hasta lindar con ella, al mismo tiempo se halla tan alejado de una forma más intensa, que hay hombres muy obstinados que, por falta de entendimiento, se muestran dotados de poca fortaleza de carácter.

En nuestro análisis de los elevados atributos que caracterizan a un gran conductor hemos considerado como corrientes aquellas cualidades en las cuales participan el intelecto y el temperamento. Nos hallamos ahora ante una peculiaridad de la actividad militar que cabe estimar quizá como la más influyente, aunque no sea la más importante, y que sólo exige una cierta capacidad mental, a despecho de las cualidades temperamentales. Se trata de la relación que existe entre la guerra y el lugar y el terreno.

En primer lugar, esta relación se encuentra presente de manera constante, haciendo por completo inconcebible que una acción bélica por parte de nuestro ejército en formación se produzca de otro modo que no sea en un espacio definido; en segundo lugar, tal relación asume una importancia muy decisiva porque modifica, y a veces la altera por entero, la acción de todas las fuerzas; y, en tercer lugar, mientras que por un lado puede alcanzar a los detalles más nimios de la localidad, por otro puede abarcar los más amplios espacios.

Así, la relación que existe entre la guerra y el terreno y el lugar otorga a la acción de aquélla un carácter muy particular. Si hiciéramos mención de otras actividades humanas que guardan relación con estos elementos (la horticultura, la agricultura, la construcción, las obras hidráulicas, la minería, la caza, la silvicultura, etc.), veríamos que todas ellas se efectúan en espacios ciertamente limitados, que pueden ser explorados y determinados con exactitud suficiente. Pero el jefe en la guerra tiene que ceñir la tarea en que está empeñado dentro de un espacio que le obliga a limitarse, que sus ojos no pueden abarcar, que el celo más aguzado no puede explorar siempre y con el cual rara vez puede familiarizarse adecuadamente, a causa de los cambios constantes que se producen. Es cierto que el oponente se encuentra por lo general en la misma situación; sin embargo, en primer lugar, la dificultad, aunque sea común a ambos, no deja de constituir por ello una dificultad, y el que la domine con su talento y su experiencia adquirirá una gran ventaja; en segundo lugar, esta igualdad en las dificultades se produce sólo de modo general y no necesariamente en un caso particular, en el cual, como norma, uno de los dos combatientes (el defensor) suele tener un mayor conocimiento del lugar que el otro.

Esta dificultad tan peculiar debe ser superada mediante un tipo especial de capacidad mental, llamado sentido del lugar, que no deja de ser un término muy restringido. Consiste en la capacidad para formarse con rapidez una representación geométrica correcta de cualquier porción de territorio y, en consecuencia, para encontrar en cualquier momento, de modo ajustado y fácil, una posición en él. Esto constituye, evidentemente, un acto de la imaginación. La percepción está formada, sin duda, en parte por la apreciación visual y en parte por la del intelecto, el cual, por medio de juicios derivados del conocimiento de la ciencia y de la experiencia, proporciona los datos que faltan y forma un todo con los fragmentos visibles para el ojo. Pero, para que este todo se presente vívidamente a nuestra mente, y se convierta en una imagen en el mapa dibujado en el cerebro, para que esta imagen sea permanente y los detalles no se dispersen de nuevo, todo esto sólo puede efectuarse por medio de la facultad mental que llamamos imaginación. Si algún poeta o pintor se sintiera herido porque atribuimos a su diosa una tarea semejante, si se encoge de hombros ante la idea de que a un hábil guardabosque se le tiene que reconocer, por ese motivo, una imaginación de primer orden, admitiremos de buena gana que en ese caso nos referimos sólo a una aplicación muy limitada del término, y a su uso en una tarea realmente inferior. Pero, por pequeño que sea su servicio, tiene que ser, no obstante, obra de ese don natural, porque si éste faltara, sería difícil formarse una idea clara y coherente de las cosas, como si las tuviéramos delante de los ojos. Admitimos sin vacilar que una buena memoria resulta una gran ayuda para ello, pero tenemos que dejar pendiente de decisión si la memoria ha de ser considerada como una facultad independiente de la mente, o si se trata tan sólo de una capacidad para formar imágenes que fijan mejor estas cosas en la mente; en efecto, resulta realmente difícil pensar en estas dos facultades mentales separadas una de la otra.

No negamos que la práctica y una conclusión inteligente tienen mucho que ver con el sentido del lugar. Puysegur, el administrador militar del famoso general Luxemburg, solía afirmar que al principio tenía poca confianza en sí mismo a este respecto porque había notado que, si tenía que dar la contraseña a distancia, siempre se desviaba del camino.

El ámbito para la aplicación de este talento aumenta, naturalmente, cuanto más nos elevamos en la jerarquía. Así como el húsar o el cazador al mando de una patrulla tienen que ser capaces de localizar fácilmente su posición en veredas y atajos apartados, necesitando para este propósito pocas señales y sólo un don limitado de observación e imaginación, el general en jefe, por su parte, que se ve obligado a poseer un conocimiento de los rasgos geográficos generales de una región o de un país, ha de tener siempre vívidamente ante sus ojos la dirección de los caminos, de los ríos y de las montañas, pudiendo prescindir, al mismo tiempo, del sentido limitado del lugar. Sin duda, en líneas generales constituirán una gran ayuda las informaciones de toda clase que pueda poseer, mapas, libros o memorias, y, para los detalles, la colaboración de su entorno; sin embargo, es evidente que la posesión de un talento capaz de comprender rápida y claramente las características de un terreno presta a su acción un desarrollo más fácil y más firme, lo libra de cierta orfandad mental y lo convierte en menos dependiente de los demás.

Si esta capacidad es atribuida en definitiva a la imaginación, será casi el único servicio que la actividad militar exige de esa diosa excéntrica, cuya influencia resulta más dañina que útil.

Creemos haber pasado revista a aquellas manifestaciones de las fuerzas de la mente y del espíritu que la actividad militar exige de la naturaleza humana. En todas las cuestiones, el entendimiento aparece como una fuerza cooperadora primordial, y por ello podemos comprender porqué la tarea de la guerra, aunque parece simple y sencilla, no puede ser nunca dirigida con éxito por personas que no posean una capacidad intelectual sobresaliente.

Desde este punto de vista, no precisamos considerar como el resultado de un gran esfuerzo mental algo tan natural como conseguir un cambio de posición del enemigo, lo cual ha sido realizado mil veces, u otras cien acciones como ésa.

Evidentemente estamos acostumbrados a ver en el soldado simple y eficiente algo opuesto a las mentes reflexivas, a esos hombres que rebosan de capacidad de invención y de ideas, esos espíritus esplendentes que nos deslumbran con su prodigalidad intelectual. Tal antítesis no está en modo alguno reñida con la realidad, pero no nos dice que la eficiencia del soldado consista simplemente en su valor ni que no exija asimismo una cierta energía especial y una eficiencia mental para ser algo más que lo que se llama un buen espada. Tenemos que insistir una y otra vez en que no hay nada más común que la existencia de hombres que pierden su capacidad de acción al ser promocionados a una posición superior, para la cual sus facultades ya no obran de la misma manera. Pero tenemos que recordar también que estamos hablando de hazañas notables, que dan lustre a la rama de la profesión a la que pertenecen. Cada grado de mando en la guerra crea, pues, su propio tipo de cualidades necesarias del espíritu, su honor y su fama.

Existe un inmenso abismo entre un general en jefe, es decir, un general que asume el mando supremo de toda una guerra o del teatro de la guerra, y su segundo en el escalafón, por la simple razón de que este último está sometido a una dirección y supervisión mucho más detallada y está limitado, en consecuencia, a un ámbito mucho menor de actividad mental independiente. Es por ese motivo por el cual la opinión corriente no aprecia que se requiera una actividad intelectual notable, excepto en las posiciones superiores, y piensa que basta una inteligencia ordinaria para ocupar las inferiores; es por eso también por lo que la gente común se siente inclinada a otorgar un punto de incapacidad a un jefe subalterno que ha envejecido en el servicio y cuyas actividades exclusivas han producido en él un evidente empobrecimiento del espíritu, y, con todo respeto hacia su valentía, se mofan de su simplicidad. No constituye nuestro objetivo intentar conseguir para esta brava gente una mejor distinción; ello no contribuiría en nada a su eficiencia y muy poco a su felicidad. Deseamos únicamente presentar las cosas tal como son y apercibir contra el error de suponer que un simple valentón desprovisto de entendimiento puede prestar servicios remarcables en la guerra.

Si consideramos que, incluso, en las posiciones más inferiores, el jefe llamado a sobresalir debe poseer cualidades espirituales notables y que, cuanto más elevado sea su rango, más eleva das habrán de ser sus capacidades, se deduce por sí mismo que tenemos formada una opinión por completo distinta respecto de aquellos que ocupan debidamente la posición de segundos en el mando de un ejército; y que su aparente simplicidad, en comparación con un polígrafo universal, o con un poderoso hombre de negocios dado a la pluma, o con un estadista conferenciante, no debería llamarnos a engaño sobre su inteligencia práctica. Sucede a veces que los hombres llevan consigo, al acceder a una posición más elevada, la reputación que han alcanzado en una inferior, y no se hacen merecedores de ella en la posición más alta. Si entonces no son muy utilizados y por tanto no corren el riesgo de ponerse de manifiesto, el juicio no distingue tan claramente qué clase de mérito se les tiene que reconocer. Tales hombres constituyen a menudo la causa de que se forme una opinión pobre sobre su personalidad, la cual en ciertas posiciones puede, sin embargo, brillar con todo merecimiento.

Se requiere un genio particular en cada rango, desde el más bajo hasta el más alto, para poder prestar servicios notables en la guerra. Sin embargo, la historia y el juicio de la posteridad confieren por lo general el título de genio sólo a aquellos hombres que han desempeñado con gran brillantez la función de general en jefe. La razón reside en que para ello, en efecto, se requiere una aportación mucho mayor de cualidades mentales y morales. Dirigir la guerra o sus grandes acciones, llamadas campañas, hasta un fin brillante, demanda una aguda perspicacia para comprender la política de Estado en sus relaciones más encumbradas. Coinciden aquí la conducción de la guerra y la política de Estado, y el general se convierte al mismo tiempo en estadista. Se le niega a Carlos XII de Suecia el título de genio porque no pudo poner el poder de su espada al servicio de un juicio superior, y la sabiduría no pudo alcanzar, por su intermedio, un objetivo glorioso. Se niega ese título a Enrique IV de Francia porque no vivió lo suficiente como para influir con sus proezas en el desarrollo histórico de varios estados, y adquirir experiencia en ese ámbito en el cual los sentimientos nobles y el carácter caballeresco son menos eficaces para dominar a un enemigo que para superar un conflicto interno.

Si se desea corroborar todo lo que un general en jefe tiene que comprender y prever correctamente de una sola mirada, remitimos al lector al capítulo primero. Afirmamos que ese general se convierte en estadista, pero que no debe dejar de ser lo primero. Por un lado debe ser capaz de captar todas las relaciones de Estado; por el otro, conocer exactamente lo que puede hacer con los medios que están en su mano.

La diversidad y los límites indefinidos de todas las relaciones existentes en la guerra ponen en evidencia un gran número de factores. Dado que muchos de ellos pueden ser calculados apelando a las leyes de la probabilidad, y si, en consecuencia, la persona que actúa no percibiera las cosas con el brillo de una mente capaz de inquirir intuitivamente la verdad en todas las circunstancias, se produciría una confusión tal de opiniones y consideraciones que daría como resultado que su juicio ya no sabría encontrar una salida. En este sentido, a Napoleón le asistía por completo la razón cuando afirmaba que muchas de las decisiones que tiene que tomar un general constituyen un problema de cálculo matemático, digno del talento de un Newton o de un Euler.

De entre las fuerzas superiores de la mente, las que aquí se exigen son un sentido de la unidad y el juicio, elevado hasta un extremo maravilloso de visión mental, que en su ámbito de actividad elabore rápidamente y aparte miles de ideas confusas, que un entendimiento normal no descubre si no es con gran esfuerzo y desgaste hasta el agotamiento. Pero estas actividades superiores de la mente, ese alarde de genialidad, no adquieren una trascendencia histórica a menos que estén sostenidas por aquellas cualidades de temperamento y carácter a las que nos hemos referido.

La verdad sola no resulta más que un motivo muy débil en el hombre, y por esta razón existe siempre una gran diferencia entre el conocimiento y el acto de voluntad, entre saber qué hacer y la capacidad para hacerlo. El hombre adquiere en cada momento el estímulo más fuerte para la acción a través de sus emociones, y consigue su apoyo más poderoso, si se nos permite la expresión, de esa aleación entre temperamento e inteligencia que hemos identificado como decisión, firmeza, constancia y fortaleza de carácter.

Sin embargo, si esta actividad exaltada del corazón y del cerebro en el general en jefe no tuviera una traducción práctica en el éxito final de su empeño y fuera aceptada solamente a título gratuito, rara vez llegaría a adquirir una trascendencia histórica.

Todo cuanto llega a percibirse en la guerra sobre el curso de los acontecimientos es, por lo general, muy simple y presenta en apariencia una gran uniformidad. Por la simple narración de estos acontecimientos, nadie puede apreciar toda la dificultad que ofrecen y que debe ser vencida. Solamente en alguna ocasión, en las memorias de los generales o de aquellos que gozaban de su confianza, o en el caso de que se someta un acontecimiento a una investigación histórica especial, se descubre una parte de los muchos hilos que componen la trama. La mayoría de las reflexiones y de las pugnas mentales que preceden a la ejecución de un gran plan son ocultadas a propósito, porque afectan a intereses políticos o porque su recuerdo se ha perdido accidentalmente, por ser consideradas como un simple andamiaje que tiene que ser retirado cuando se haya culminado la construcción del edificio.

Como conclusión, si bien obviamos dar una definición más ajustada de las fuerzas superiores del espíritu, tenemos que admitir, sin embargo, una distinción en la facultad intelectual misma, de acuerdo con las interpretaciones fijadas en el idioma. En este sentido, si se plantea la pregunta sobre cuál es la clase de intelecto que se halla más íntimamente asociado con el genio militar, una visión general sobre este tema, tanto como la experiencia, nos muestra que en tiempos de guerra preferiríamos confiar el bienestar de nuestros hermanos y nuestros hijos y el honor y la seguridad de nuestro país antes a una mente inquisidora que a una creadora, más a una mente generalizadora que a la que se empecina en una sola dirección, más a una cabeza fría que a una ardorosa.