Capítulo I LA ESTRATEGIA
El concepto de estrategia ha sido definido en el capítulo II del libro II. La estrategia es el uso del encuentro para alcanzar el objetivo de la guerra. Propiamente hablando, sólo tiene que ver con el encuentro, pero su teoría debe tener en cuenta, al mismo tiempo, al agente de su propia actividad, o sea, las fuerzas armadas, consideradas en sí mismas y en sus relaciones principales; el encuentro es determinado por éstas y, a su vez, ejerce sobre ellas unos efectos inmediatos. El encuentro mismo debe ser estudiado en relación tanto con sus resultados posibles como con las fuerzas espirituales y del carácter, que son las más importantes en el uso de ese encuentro.
La estrategia es el uso del encuentro para alcanzar el objetivo de la guerra. Por lo tanto, debe imprimir un propósito a toda la acción militar, propósito que debe concordar con el objetivo de la guerra. En otras palabras, la estrategia traza el plan de la guerra y, para el propósito aludido, añade la serie de actos que conducirán a ese propósito; es decir, traza los planes para las campañas por separado y prepara los encuentros que serán librados en cada una de ellas. Como todas estas son cuestiones que en gran medida sólo pueden ser determinadas sobre la base de suposiciones, algunas de las cuales no se materializan, mientras que cierto número de decisiones referentes a detalles no pueden ser tomadas de antemano en forma alguna, es evidente que la estrategia debe estar presente en el campo de batalla, para concertar esos detalles sobre el terreno y hacer las modificaciones al plan general, cosa que es en todo momento necesaria. En consecuencia, la estrategia no puede ni por un instante dejar de ejercer su tarea.
Tal punto de vista no siempre había sido adoptado, al menos en cuanto al conjunto, lo cual se pone de manifiesto por la antigua costumbre de mantener a la estrategia en los despachos y no en el seno del ejército. Esto sólo es aceptable si el despacho permanece tan próximo al ejército que puede ser considerado como su cuartel general.
En consecuencia, la teoría seguirá a la estrategia en este plan, o, hablando con mayor propiedad, arrojará luz tanto sobre las cosas mismas como sobre sus relaciones recíprocas, y hará hincapié en lo poco que se desprendía de ellas como principios o reglas.
Si recordamos lo expresado en el primer capítulo del libro I, en el sentido de que la guerra atañe a tantas cuestiones de la mayor importancia, comprenderemos que la consideración de todas ellas presupone una singular intervención del espíritu.
Un príncipe o un general que sabe cómo organizar la guerra exactamente de acuerdo con sus objetivos y sus medios, los cuales no utiliza ni demasiado ni muy poco, proporciona con ello la prueba más grande de su genio. Pero los efectos de esa genialidad se ponen de manifiesto no tanto en la invención de nuevas formas de acción, que podrían causar una inmediata impresión, como en la conclusión afortunada del conjunto. Lo que debería ser admirado es el cumplimiento exacto de las suposiciones silenciosas, la armonía sosegada de toda acción que únicamente se hace patente en el resultado total.
El investigador que, partiendo del resultado total, no perciba esa armonía es el que buscará la genialidad donde ésta no existe y donde no puede existir.
En realidad, los medios y las formas que utiliza la estrategia son tan extremadamente sencillos, tan bien conocidos por su repetición constante, que resulta ridículo para el sentido común que los críticos se refieran a ellos con tanta frecuencia y presuntuoso énfasis. La acción de rodear un flanco, que ha sido realizada miles de veces, es considerada por unos como indicio de la genialidad más brillante, y por otros como prueba de la penetración más profunda y hasta del conocimiento más amplio. ¿Es posible que se caiga en el mundo libresco en aberraciones tan absurdas?
Esto resulta todavía más risible si pensamos en que los mismos críticos, de acuerdo con la opinión más común, excluyen de la teoría todas las fuerzas espirituales y no le permiten a ésta considerar más que las fuerzas materiales, de modo que todo queda limitado a algunas relaciones matemáticas de equilibrio y preponderancia, de tiempo y de espacio, y a algunas líneas y ángulos. Si sólo se tratara de esto, entonces no cabría siquiera formular, partiendo de una premisa tan desdeñable, un problema científico para usos escolares.
Pero admitamos que no se trata aquí de fórmulas científicas ni de problemas. Las relaciones entre las cosas materiales son todas muy sencillas. Más difícil resulta la comprensión de las fuerzas que entran en juego. Pero aun respecto de ellas, las complicaciones intelectuales y la gran diversidad de cantidades y relaciones sólo han de ser buscadas en los ámbitos superiores de la estrategia. A este nivel, la estrategia limita con la política y con el gobierno, o, más bien, pasa a ser ambos a la vez, y, como hemos observado antes, éstos tienen más influencia sobre lo mucho o lo poco que ha de hacerse que sobre cómo ha de realizarse. Allí donde es esta la cuestión principal, como en los actos aislados de la guerra, tanto grandes como pequeños, las magnitudes espirituales se reducen a un número muy reducido.
Así, en la estrategia todo resulta muy simple, pero no por ello muy fácil. Una vez que, por las relaciones de Estado, se determina lo que la guerra podrá y tendrá que ser, entonces el camino para alcanzar esto será fácilmente encontrado; pero seguirlo en línea recta, llevar a cabo el plan sin verse obligado a desviarse mil veces por mil influencias variables, requiere, además de fuerza de carácter, una gran claridad y firmeza mental. De mil hombres que puedan sobresalir, unos por su espíritu, otros por su agudeza y otros por su intrepidez o por su fuerza de voluntad, quizá ninguno podrá aunar en sí mismo las cualidades que lo eleven por encima de la mediocridad en la carrera de general.
Podrá parecer extraño que se necesite mucha mas fuerza de voluntad para tomar una decisión importante en la estrategia que en la táctica, pero es un hecho fuera de duda para todos los que conocen la relación que guarda la guerra con ello. En la táctica se cae en el entusiasmo con rapidez; el que actúa se siente arrastrado por un remolino contra el cual no debe luchar sin tener que afrontar las consecuencias más destructivas, reprime las dudas que puedan conturbarlo y se aventura a avanzar intrépidamente. En la estrategia, donde todo se mueve con mayor lentitud, hay mucho más lugar para nuestras propias dudas y las de los demás, para las objeciones y las protestas, y, en consecuencia, también para los remordimientos inoportunos. Y ya que en la estrategia no vemos con nuestros propios ojos ni siquiera la mitad de las cosas que percibimos en la táctica, pues todo debe ser conjeturado y supuesto, también en ella la convicción es menos firme. El resultado es que la mayoría de los generales, en el momento en que deberían actuar, se aferran fuertemente a dudas estériles.
Dirigiendo nuestra mirada a la historia, nos referiremos a la campaña de 1760 de Federico el Grande, que se ha hecho famosa por la excelencia de sus marchas y maniobras, una perfecta obra maestra de habilidad estratégica, como nos dicen los críticos. ¿Nos sentiremos, entonces, embargados por la admiración al ver cómo el rey prusiano intentó primero rodear el flanco derecho de Daun, luego el izquierdo, después nuevamente el derecho, etc.? ¿Hemos de ver una profunda sabiduría en esto? Evidentemente, no, si hemos de formular nuestra opinión naturalmente y sin afectación. Más bien debemos admirar, por encima de todo, la sagacidad de ese rey, quien, al perseguir un objetivo grande con medios muy limitados, no emprendió nada que estuviera más allá de sus fuerzas, sino sólo lo suficiente para lograr su objetivo. Su sagacidad no sólo se hizo patente en esta campaña, sino durante las tres guerras que libró posteriormente.
Su objetivo fue llevar a Prusia al puerto seguro de una paz con garantías.
Puesto a la cabeza de un pequeño estado, que se parecía a los otros en la mayoría de las cosas y sólo estaba más adelantado que éstos en algunos aspectos de la administración, no podía llegar a ser un Alejandro, pero sí podía, como Carlos XII de Suecia, acabar sumido en el desastre. Por lo tanto, en la totalidad de su conducción de la guerra encontramos un poder restringido, siempre bien equilibrado y nunca falto de vigor, que en los momentos críticos se elevó hasta realizar proezas asombrosas e inmediatamente después osciló de manera paulatina, ajustándose al juego de las influencias políticas más sutiles. Ni la vanidad, ni la sed de gloria, ni las ansias de desquite pudieron hacerle desviar de su camino, y sólo este proceder lo condujo a la feliz conclusión de la contienda.
¡Qué poca justicia hacen estas palabras a ese aspecto de la genialidad de un gran general! Sólo si observamos cuidadosamente el resultado extraordinario de la guerra en que estaba empeñado e investigamos las causas que produjeron su resultado, llegaremos a la convicción de que únicamente su discernimiento agudo fue lo que condujo al rey a sortear todos los peligros.
Este es el rasgo de ese gran jefe que admiramos en la campaña de 1760 —y también en todas las otras, pero en ésta en especial—, porque en ninguna otra mantuvo el equilibrio contra una fuerza hostil tan superior haciendo un sacrificio tan pequeño.
Otro rasgo se refiere a la dificultad de ejecución. Las marchas para rodear un flanco derecho o izquierdo tienen un fácil planteamiento; la idea de mantener siempre una pequeña fuerza bien concentrada para poder enfrentar al enemigo disperso, en iguales condiciones y en cualquier punto, y la de multiplicar una fuerza por medio de movimientos rápidos, es concebida con tanta facilidad como es expresada. En consecuencia, su descubrimiento no puede despertar nuestra admiración, y con respecto a estas cosas sencillas basta con admitir que son sencillas.
Pero dejemos que un general trate de imitar en estas cosas a Federico el Grande. Algunos autores que fueron testigos oculares se han referido mucho tiempo después al peligro, o, más aún, a la imprudencia con que fueron establecidos los campamentos del rey, y, sin duda, en la época en que los levantó, el peligro parecía tres veces mayor que en épocas ulteriores.
Lo mismo sucedió con sus marchas, realizadas a cuerpo descubierto, e incluso bajo el fuego de los cañones enemigos. El rey Federico levantó sus campamentos y realizó esas marchas porque, en el modo de proceder de Daun, en su método de formar el ejército, en su sentido de responsabilidad y en su carácter, encontró esa seguridad que hizo que sus marchas y sus campamentos fueran aventurados pero no temerarios. Pero para ver las cosas desde este punto de vista se requeriría poseer la audacia, la determinación y la fuerza de voluntad que caracterizaron a ese rey, y no dejarse intimidar por el peligro del que la gente todavía escribía y hablaba treinta años después. En esta situación, pocos generales hubieran considerado practicables estos simples medios estratégicos.
En aquella campaña se planteaba además otra dificultad de ejecución, a saber, que el ejército del rey prusiano se mantenía en constante movimiento. El ejército se desplazó dos veces por vericuetos en pésimas condiciones, desde el Elba hasta Silesia, detrás de Daun y perseguido por Lascy (principios de julio y de agosto). Tenía que estar preparado para la batalla en cualquier momento, y sus marchas tenían que ser organizadas con un grado de habilidad que necesariamente conduciría a un esfuerzo igualmente grande. Aunque contó con él pese a ser demorado en sus movimientos por el desplazamiento de miles de vehículos, su sistema de mantenimiento era todavía en extremo insuficiente. En Silesia, durante los ocho días anteriores a la batalla de Liegnitz tuvo que realizar constantemente marchas nocturnas y se vio forzado a dirigirse de modo alternativo hacia la derecha y hacia la izquierda, a lo largo del frente enemigo. Esto le costó un gran esfuerzo y le impuso asimismo inmensas privaciones.
¿Cabe suponer que todo esto pudo hacerse sin producir una gran fricción en la maquinaría? ¿Puede un general en jefe realizar esos movimientos con la misma facilidad con que la mano de un topógrafo maneja la alidada? ¿No se sentirá conmovido mil veces el corazón del jefe y el de sus generales a la vista de los sufrimientos de sus soldados hambrientos y sedientos? ¿No habrán de llegar a sus oídos las quejas y dudas que éstos manifiesten? ¿Tendrá un hombre corriente el valor de exigir tales sacrificios? ¿No desmoralizarían inevitablemente al ejército esos esfuerzos, no destruirían su disciplina y, en suma, no minarían sus virtudes militares si no los compensara una sólida confianza en la grandeza e infalibilidad del jefe? Por lo tanto, ante eso es ante lo que habremos de inclinarnos; estos milagros de ejecución son los que tenemos que admirar. Pero no es posible comprender esto en toda su magnitud sin haberlo experimentado de antemano. Para la persona que conoce la guerra sólo por los libros y los campos de adiestramiento, no existe en realidad ninguno de estos efectos paralizantes sobre la acción; por lo tanto, le pedimos que acepte de nosotros, con fe y confianza, todo lo que ella es incapaz de aportar por experiencia personal.
Por medio de este ejemplo nos propusimos clarificar el desarrollo de nuestras ideas, y al cerrar este apartado nos apresuramos a decir que, al considerar la estrategia, describiremos los aspectos individuales que nos parezcan más importantes, sean de naturaleza material o espiritual. Procederemos de lo simple a lo complejo y concluiremos con la relación interna de todo el acto de la guerra, en otras palabras, con el plan para una guerra o para una campaña.
Un encuentro llega a ser posible por la mera disposición de las fuerzas armadas en un punto, pero no siempre se produce realmente allí. ¿Debe considerarse esa posibilidad como una realidad y por lo tanto como algo factible? Evidentemente. Es así en virtud de sus consecuencias, y estos efectos, cualesquiera que sean, no pueden faltar nunca.
Si un destacamento es enviado para cortar la retirada del enemigo que huye y éste se rinde sin ofrecer mayor resistencia, su decisión se debe al encuentro que podría provocar ese destacamento.
Si una parte de nuestro ejército ocupa una zona enemiga que estaba indefensa y priva así al enemigo de medios considerables con los que podría reforzar su propio ejército, continuamos en posesión de esa zona solamente gracias al encuentro, ya que, en el caso de que el enemigo se propusiera recuperar la zona, ese destacamento haría que el enemigo preyera la posibilidad de ese encuentro.
Por lo tanto, en ambos casos, la mera posibilidad de un encuentro ha producido consecuencias y, por consiguiente, ha accedido a la categoría de cosa real. Supongamos que en estos casos el enemigo hubiese opuesto a nuestras tropas otras superiores en fuerza, y de este modo hubiera obligado a las nuestras a abandonar su objetivo sin que se produjese el encuentro; entonces, sin duda, nuestro plan habría fallado, pero el encuentro que propusimos al enemigo no habría dejado de surtir efecto, porque habría atraído a las fuerzas enemigas. Incluso si toda la empresa hubiera significado una pérdida para nosotros, no podremos decir que estas posiciones, estos encuentros posibles, no hayan surtido efecto. Tales efectos, por lo tanto, son similares a los de un encuentro perdido.
Así, vemos que solamente se logra la destrucción de las fuerzas militares del enemigo y la aniquilación del poder enemigo por medio de los efectos del encuentro, ya sea que el encuentro se produzca realmente o que sólo sea propuesto y no aceptado.
Pero estos efectos también son dobles, o sea, directos e indirectos. Son indirectos si intervienen otras cuestiones que pasan a ser el objetivo del encuentro, cuestiones que en sí mismas no pueden ser consideradas como la destrucción de las fuerzas enemigas, sino que sólo se supone que conducen a ella, sin duda en forma indirecta, pero con mayor fuerza. La posesión de zonas, ciudades, fortalezas, caminos, puentes, polvorines, etc., puede ser el objeto inmediato de un encuentro, pero nunca el objetivo final. Cosas como las descritas sólo deben ser consideradas como un medio de lograr una superioridad, para que el encuentro pueda ser finalmente propuesto al oponente, de tal forma que éste se vea imposibilitado de aceptarlo. Por lo tanto, todas estas cuestiones solamente deben ser consideradas como pasos intermedios, o sea, como guías para el principio efectivo, pero nunca como el principio mismo.
En 1814, con la conquista de la capital de Bonaparte se alcanzó el objetivo de la guerra. Las divisiones políticas que tenían sus raíces en París se hicieron efectivas; una profunda resquebradura causó el derrumbamiento del poder del emperador. Sin embargo, es necesario considerar esto desde el punto de vista de que por este medio fueron reducidos en un instante la fuerza militar de Bonaparte y su poder de oposición, y que la superioridad de los Aliados aumentó proporcionalmente, haciendo imposible para aquél ofrecer más resistencia. Fue esta imposibilidad la que dió lugar a la paz. De suponer que las fuerzas militares de los Aliados hubieran sido reducidas proporcionalmente en ese momento por influencia de causas externas, la superioridad habría desaparecido y con ella también todo el efecto y la importancia de la conquista de París.
Hemos examinado con detención esta cadena de argumentos para mostrar que es ese el único punto de vista verdadero y natural, del que se deriva su importancia. Ello nos conduce de nuevo a la siguiente cuestión: ¿cuál tendrá que ser, en cualquier momento dado de la guerra o de la campaña, el resultado probable de los encuentros grandes y pequeños que los dos bandos puedan proponerse mutuamente? En la consideración del plan para una campaña o una guerra, sólo esta cuestión es decisiva, por lo que respecta a las medidas que deben ser tomadas desde un principio.
Si no consideramos la guerra y las campañas aisladas de la guerra como una cadena compuesta sólo de encuentros, de los cuales uno siempre es causa del otro; si aceptamos la idea de que la conquista de ciertos puntos geográficos o la ocupación de zonas indefensas constituyen algo en sí mismas, entonces es muy probable que consideremos esto como una ventaja que puede ser obtenida como de pasada; y si lo consideramos así y no como un eslabón de toda la serie de acontecimientos, no nos preguntaremos si esa posesión puede acarrearnos más tarde una desventaja. ¡Cuán a menudo vemos repetirse este error en la historia de la guerra! Podemos decir que, del mismo modo que, en el comercio, el comerciante no puede poner aparte y a buen recaudo ganancias provenientes de una transacción aislada, tampoco en la guerra puede separarse una ventaja aislada del resultado del conjunto. De la misma manera que el comerciante no puede operar siempre con la suma total de sus medios, igualmente en la guerra sólo el total final decidirá si un caso particular constituye una ganancia o una pérdida.
Pero si la mente no deja de considerar las series de encuentros hasta donde sea posible advertirlo de antemano, entonces ha escogido el camino que lleva directamente a su objetivo y, por lo tanto, nuestro poder adquiere esa rapidez o, lo que es igual, nuestros actos de voluntad y nuestras acciones adquieren ese vigor que reclama la ocasión y que no se ve ensombrecido por influencias extrañas.