Capítulo XIV LA ECONOMÍA DE FUERZAS
El hilo de la razón, como ya hemos dicho, rara vez admite ser reducido por principios y opiniones a una mera línea. Siempre queda cierto margen. Es lo que sucede en todas las artes prácticas de la vida. Para las líneas de la belleza no existen abscisas y ordenadas; los círculos y las elipses no se producen por medio de sus fórmulas algebraicas. Por lo tanto, la persona que actúa en la guerra debe confiar en un momento dado en el juicio instintivo y sutil que, fundado en la sagacidad natural y formado en la reflexión, encuentra la vía justa casi de manera inconsciente; en otro momento debe simplificar la ley, reduciéndola a rasgos distintivos sobresalientes que constituyen su regla, y, aun en otro, la rutina establecida debe pasar a ser la norma a la que cabe adherirse.
Consideremos el principio de procurar continuamente la cooperación de todas las fuerzas o; en otras palabras, de cuidar constantemente que ninguna parte de ellas permanezca ociosa, como uno de esos rasgos distintivos simplificados o como un asidero para el espíritu. Será un mal administrador de sus fuerzas quienquiera que las mantenga en lugares donde su adaptación a las actuaciones del enemigo no les dé suficiente destinación, quien tenga parte de sus fuerzas sin ningún uso —es decir, que les permita estar ociosas—, mientras que las del enemigo permanecen en pie de guerra. En este caso existe un derroche de fuerzas que es peor que su uso inapropiado. Si tiene que producirse una acción, la primera necesidad, entonces, sería que actuaran todas las partes, porque incluso la actividad más inadecuada ocupa y contrarresta una parte de las fuerzas del enemigo, mientras que las tropas completamente inactivas son neutralizadas en todo momento de forma total.
Es evidente que esta idea guarda relación con los principios contenidos en los tres últimos capítulos. Es la misma verdad, pero considerada desde un punto de vista algo más amplio y resumida en una sola concepción.