Capítulo VI
Nunca se verá que un estado que abraza la causa de otro tome ésta tan seriamente como si se tratara de la suya propia. Por lo general, lo que hace es enviar un ejército auxiliar de fuerza moderada y, si éste no tiene éxito, entonces el aliado considera que el asunto está, en cierta forma, zanjado, y trata de desembarazarse de él en las mejores condiciones posibles.
En la política europea es cosa establecida que los Estados convengan entre sí una asistencia mediante alianzas ofensivas. Esto no tiene tal alcance como para que uno participe en los intereses y las disputas del otro, sino sólo constituye la promesa, hecha de antemano, de prestar una ayuda mutua mediante un contingente de tropas determinado, por lo general muy modesto, sin tomar en consideración el objetivo de la guerra o las intenciones puestas de manifiesto por el enemigo. En un tratado de alianza de este tipo, el aliado no se considera involucrado en la guerra, propiamente dicha, con el enemigo, la cual, necesariamente, tendrá que comenzar con una declaración formal y terminar con un tratado de paz. Más aún, esta idea no está fijada con claridad en parte alguna y su uso varía aquí y allá.
La cuestión presentaría cierta coherencia y la teoría de la guerra tendría menos dificultad en relacionarse con ella, si el contingente de 10.000, 20.000 o 30.000 hombres fuera puesto en su totalidad a disposición del Estado que lleva a cabo la guerra, de modo que éste pudiera utilizarlo de acuerdo con sus necesidades; podría entonces considerarse como una fuerza alquilada. Pero la manera usual es por completo diferente. Por lo común, la fuerza auxiliar tiene su propio jefe, que depende exclusivamente de su gobierno, el cual le fija el objetivo que mejor convenga a los planes circunscritos que tiene en perspectiva.
Pero incluso en el caso de que dos Estados entablen realmente una guerra con un tercero, no siempre consideran ambos en la misma medida que deban destruir a ese enemigo común o arriesgarse a ser destruidos por él. A menudo la cuestión se arregla al igual que una transacción comercial. Cada uno de los estados, de acuerdo con el riesgo que corre o con el provecho que puede esperar, participa en la empresa con 30.000 o 40.000 hombres, y actúa como si no pudiera perder más que la cantidad que ha invertido.
No sólo se adopta este punto de vista cuando un Estado acude en ayuda de otro en una causa que le es más bien ajena, sino que, aun cuando ambos pongan en juego intereses considerables y comunes, nada podrá hacerse sin un apoyo diplomático, y las partes contratantes, por lo general, sólo convienen en suministrar un pequeño contingente estipulado, a fin de reservar el empleo del resto de sus fuerzas militares para los fines especiales hacia los cuales puede conducirlos su política.
Esta forma de considerar la guerra de alianza prevaleció durante mucho tiempo, y sólo en la época moderna se vio obligada a dejar paso al punto de vista natural, cuando el peligro evidente condujo los sentimientos por esa senda (como contra Bonaparte) y cuando el poder ilimitado los obligó a seguirla (como bajo Bonaparte). Fue una acción a medias, una anomalía, porque la guerra y la paz son en el fondo conceptos que no pueden tener ninguna gradación. Sin embargo, no era una simple práctica diplomática a la cual la razón podía dejar de tener en cuenta, sino una profundamente arraigada en las limitaciones naturales y en las debilidades de la naturaleza humana.
En definitiva, incluso cuando se entabla sin aliados, la causa política de una guerra siempre tiene gran influencia sobre la manera como ésta es dirigida.
Si no exigimos del enemigo más que un pequeño sacrificio, estaremos satisfechos con sólo obtener, mediante la guerra, un pequeño equivalente y esperaremos alcanzarlo por medio de esfuerzos moderados. El enemigo razona más o menos de la misma forma. Si uno u otro encuentra que ha errado en sus cálculos, que, en lugar de ser ligeramente superior a su enemigo, como supuso, es algo más débil, en ese momento, el capital y todos los otros medios, al igual que el impulso moral requerido para los grandes esfuerzos, son muy a menudo insuficientes. En ese caso, el implicado se arreglará lo mejor que pueda y esperará que se presenten, en el futuro, acontecimientos favorables, aunque no tenga la más ligera base para esa esperanza. Y mientras tanto, la guerra se arrastrará penosa y débilmente, al igual que un cuerpo agostado y rendido por la enfermedad.
De este modo llega a suceder que la acción recíproca, el esfuerzo para imponerse, la violencia y la idefectibilidad de la guerra se esfumen por el hecho de estancarse en móviles débiles y secundarios, y porque ambas partes sólo se mueven con cierta seguridad en ámbitos muy reducidos.
Si se permite la imposición de esta influencia del objetivo político sobre la guerra, como debe ser, no quedará ya ningún límite y habrá que tolerar que se recurra a ese método de guerra que consiste en la simple amenaza al enemigo y en la negociación. Es evidente que la teoría de la guerra, si ha de constituir y seguir siendo una reflexión filosófica, se encontrará aquí en dificultades. Parece escapar de ella todo lo inherente al concepto de lo que es esencial en la guerra, y cae en el peligro de restar sin ningún punto de apoyo. Pero pronto aparece la solución natural. A medida que el principio moderador se impone sobre el acto de guerra o, más bien, a medida que los motivos para la acción se tornan más débiles, tanto más se convierte la acción en una resistencia pasiva, tanto menos se produce y tanto menos necesita de principios conductores. El arte militar se convierte entonces en mera prudencia, y su principal objetivo será apercibirse de que el equilibrio inconstante no se vuelva súbitamente en contra de nosotros y esa guerra a medias no se convierta en una guerra verdadera.
Hasta aquí hemos tenido que considerar, ya sea de un lado o del otro, el antagonismo en que se halla la naturaleza de la guerra con relación a los demás intereses de los hombres, considerados individualmente o en grupos sociales, a fin de no descuidar ninguno de los elementos opuestos, antagonismo que se funda en nuestra propia naturaleza y que, en consecuencia, ninguna razón filosófica puede descifrar y aclarar. Nos ocuparemos ahora de esa unidad a la cual confluyen, en la vida práctica, estos elementos antagónicos, al neutralizarse en parte uno al otro. Habríamos considerado esta unidad desde el comienzo, si no hubiera sido tan necesario subrayar estas contradicciones evidentes como considerar también separadamente los diferentes elementos. Esta unidad es la concepción de que la guerra es sólo una parte del intercambio político y, por lo tanto, de ninguna manera constituye algo independiente en sí mismo.
Sabemos, por supuesto, que la guerra sólo se produce a través del intercambio político de los gobiernos y de las naciones. Pero en general se supone que ese intercambio queda interrumpido con la guerra y que sigue un curso de las cosas totalmente diferente, no sujeto a ley alguna fuera de las suyas propias.
Sostenemos, por el contrario, que la guerra no es más que la continuación del intercambio político con una combinación de otros medios. Decimos «con una combinación de otros medios» a fin de afirmar, al propio tiempo, que este intercambio político no cesa en el curso de la guerra misma, no se transforma en algo diferente, sino que, en su esencia, continúa existiendo, sea cual fuere el medio que utilice, y que las líneas principales a lo largo de las cuales se desarrollan los acontecimientos bélicos y a las cuales éstos están ligados son sólo las características generales de la política que se prolonga durante toda la guerra hasta que se concluye la paz. ¿Cómo podría concebirse que esto fuera de otra manera? ¿Acaso la interrupción de las notas diplomáticas paraliza las relaciones políticas entre los diferentes gobiernos y naciones? ¿No es la guerra, simplemente, otra clase de escritura y de lenguaje para sus pensamientos? Es seguro que posee su propia gramática, pero no su propia lógica.
De acuerdo con esto, la guerra nunca puede separarse del intercambio político y si, al considerar la cuestión, esto sucede en alguna parte, se romperán en cierto sentido todos los hilos de las diferentes relaciones, y tendremos ante nosotros algo sin sentido, carente de objetivo.
Esta forma de considerar la cuestión sería de rigor incluso si la guerra fuera una guerra total, un elemento de hostilidad completamente desenfrenado. Todas las circunstancias sobre las cuales descansa y que determinan sus características principales, es decir, nuestro propio poder, el poder del enemigo, los aliados de ambas partes, las características del pueblo y del gobierno respectivamente, etc., tal como han sido enumeradas en el libro I, capítulo I, ¿no son acaso de naturaleza política, y no están conectadas tan íntimamente con todo el intercambio político que es imposible separarlas de él? Pero este punto de vista es doblemente indispensable si pensamos que la guerra real no consiste en un esfuerzo consecuente que tiende hacia el último extremo, como debería serlo de acuerdo con la teoría abstracta, sino que es algo hecho a medias, una contradicción en sí misma; que, como tal, no puede seguir sus propias leyes, sino que debe ser considerada como una parte de un todo, y este todo es la política.
La política, al hacer uso de la guerra, evita todas las conclusiones rigurosas que provienen de su naturaleza; se preocupa poco por las posibilidades finales y sólo se atiene a las probabilidades inmediatas. Si, debido a ello, toda la transacción está envuelta en la incertidumbre, si la guerra se convierte con ello en una especie de juego, la política de cada gobierno alimenta la creencia segura de que en este juego superará a su adversario en habilidad y discernimiento.
De este modo, la política convierte a los elementos poderosos y temibles de la guerra en un simple instrumento; la formidable espada de las batallas, que debería empuñarse con ambas manos y descargarse con toda la fuerza del cuerpo, para que diera un solo golpe, es convertida por ella en un arma liviana y manejable, que a veces no es nada más que un espadín que la política usa, a su vez, para las acometidas, las fintas y las paradas.
Así es como se pueden solventar las contradicciones en las que el hombre, naturalmente tímido, se ve envuelto en la guerra, si aceptamos esto como una solución.
Si la guerra pertenece a la política, adquirirá naturalmente su carácter. Si la política es grande y poderosa, igualmente lo será la guerra, y esto puede ser llevado al nivel en que la guerra alcanza su forma absoluta.
Al concebir la guerra de esta manera, no debemos por tanto perder de vista la forma de guerra absoluta, mejor dicho, su imagen debe estar siempre presente en el fondo de la cuestión.
Solamente gracias a esta forma de concebirla la guerra se convierte una vez más en una unidad, solamente así podemos considerar todas las guerras como cuestiones de una sola clase; y sólo así el juicio podrá obtener las bases y los puntos de vista reales y exactos con los cuales habrán de trazarse y juzgarse los grandes planes.
Es verdad que el elemento político no penetra profundamente en los detalles de la guerra. Los centinelas no son apostados ni las patrullas enviadas a hacer sus rondas basándose en consideraciones políticas. Pero su influencia es muy decisiva con respecto al plan de toda la guerra, de la campaña y a menudo incluso de la batalla.
Por esta razón no nos hemos apresurado a establecer este punto de vista desde el comienzo. Mientras nos ocupábamos de detalles y circunstancias menores, nos hubiera servido de poca ayuda y más bien, en cierta medida, habría distraído nuestra atención; pero no por ello resulta menos indispensable en el plan de la guerra o de la campaña.
En general, no hay nada más importante en la vida que establecer de forma exacta el punto de vista desde el cual deben juzgarse y considerarse las cosas y mantenerlo luego, porque sólo podemos comprender el conjunto de acontecimientos en su unidad, desde un punto de vista, y sólo manteniendo estrictamente este punto de vista podemos evitar caer en la inconsecuencia.
Por lo tanto, si al apoyar un plan de guerra no cabe mantener dos o tres puntos de vista, desde los cuales las cosas podrían considerarse —por ejemplo, en un momento determinado, adoptar el punto de vista del soldado, en otro momento el del gobemante o el del político, etc.—, entonces el siguiente problema será dilucidar si la política es necesariamente lo principal y si todo lo demás tiene que estar subordinado a ella.
Se ha supuesto que la política une y concilia dentro de sí todos los intereses de la administración interna, incluso aquellos que la humanidad y todo aquello que la razón filosófica pueda poner en evidencia, porque no es nada en sí misma, sino una mera representación de todos esos intereses en contra de otros estados. No nos interesa aquí el hecho de que la política pueda tomar una dirección errónea y prefiera fomentar un fin ambicioso, unos intereses privados o la vanidad de los gobernantes, porque en ninguna circunstancia el arte de la guerra puede considerarse como el preceptor de la política, y sólo podemos considerar aquí a la política como la representación de los intereses de la comunidad entera.
En consecuencia, la cuestión estriba en si, al proyectar y trazar los planes para una guerra, el punto de vista político debería desaparecer o supeditarse al puramente militar (si fuera concebible un punto de vista como ése), o si aquél debería seguir siendo el rector y el militar someterse a él.
Que el punto de vista político debiera cesar por completo en sus funciones cuando comienza la guerra sólo sería concebible si las guerras fueran luchas de vida o muerte, originadas en el odio puro. Tal como son las guerras en realidad, sólo constituyen, como hemos dicho antes, manifestaciones de la política misma. La subordinación del punto de vista político al militar sería irrazonable, porque la política ha creado la guerra; la política es la facultad inteligente, la guerra es sólo el instrumento y no a la inversa. La subordinación del punto de vista militar al político es, en consecuencia, lo único posible.
Si reflexionamos en la naturaleza de la guerra real y recordamos lo que se ha manifestado en el capítulo III de este libro, o sea, que toda guerra deberá ser comprendida de acuerdo con la posibilidad de su carácter y de sus características principales, tal como ha de deducirse de las fuerzas y de las condiciones políticas, y que a menudo, en la realidad de nuestros días, podemos afirmar con seguridad que, casi siempre, la guerra ha de considerarse como un todo orgánico, del cual no pueden separarse los miembros individuales, y en el cual, por consiguiente, toda actividad individual fluye dentro del todo y tiene también su origen en la idea de este todo, entonces se pondrá perfectamente en claro y se afirmará con seguridad que el punto de vista más elevado para la conducción de la guerra, del cual provienen sus características principales, no puede ser otro que el de la política.
A partir de este punto de vista, nuestros planes emergen al igual que de un molde; nuestra comprensión y nuestro juicio se hacen más fáciles y más naturales; nuestras convicciones ganan fuerza, los móviles son más satisfactorios y la historia se hace más inteligible.
A partir de él, por lo menos, no existe ya el conflicto natural entre los intereses militares y los políticos, y donde este conflicto aparece ha de considerársele meramente como producto de un conocimiento imperfecto. Que la política exigiera de la guerra lo que ésta no puede cumplir sería contrario a la presunción de que la política conoce el instrumento que ha de usar, contrario, por lo tanto, a una presunción que es natural e indispensable. Pero si la política juzga correctamente el curso de los acontecimientos militares, será de su incumbencia determinar qué acontecimientos y qué dirección de éstos es la que corresponde a los propósitos de la guerra.
En una palabra, bajo el punto de vista más elevado, el arte de la guerra se transforma en política, pero, por supuesto, en una política que entabla batallas en lugar de redactar notas diplomáticas.
De acuerdo con este punto de vista, ntiene que descartarse y es incluso perjudicial admitir la distinción de que un gran acontecimiento militar o el plan para ese acontecimiento debiera llevar a la aprobación de un juicio puramente militar; en verdad, no resulta un procedimiento razonable consultar a soldados profesionales acerca del plan de la guerra, de modo que puedan dar una opinión puramente militar, tal como hacen los gabinetes con frecuencia. Pero es aún más absurda la exigencia de los teóricos de que deba hacerse ante el comandante en jefe una declaración sobre los medios disponibles para la guerra, de modo que aquél pueda desarrollar, de acuerdo con esos medios, un plan puramente militar para la guerra o la campaña. La experiencia nos enseña también que, pese a la gran diversidad y el desarrollo del sistema de guerra actual, el esquema principal de una guerra ha sido determinado siempre por el gobierno, o sea, expresado en lenguaje técnico, por un organismo puramente político y no por uno militar.
Esto se halla completamente en la naturaleza de las cosas. Ninguno de los planes principales que son necesarios para la guerra pueden ser trazados sin tener conocimiento de las condiciones políticas, y cuando la gente se refiere, como hace a menudo, a la influencia perjudicial de la política en la conducción de la guerra, expresa realmente algo muy diferente de lo que se propone decir. No es esta influencia, sino la política misma, la que debería ser censurada. Si la política es justa, es decir, si logra sus fines, sólo podrá afectar a la guerra favorablemente, en el sentido de esa política. Allí donde esa influencia se desvía del fin, la causa tiene que buscarse en una política errónea.
Sólo cuando la política espera equivocadamente un determinado efecto de ciertos medios y medidas militares, un efecto opuesto a su naturaleza, podrá ejercer, mediante el curso que imprime a las cosas, un efecto perjudicial sobre la guerra. Así como una persona que no domina por completo un idioma dice muchas veces lo que no se proponía, del mismo modo la política dará con frecuencia órdenes que no corresponden a sus propias intenciones. Esto ha sucedido muy a menudo y muestra que cierto conocimiento de los asuntos militares es esencial para la administración del intercambio político.
Pero antes de seguir adelante debemos apercibirnos contra una interpretación errónea que se insinúa con prontitud. Estamos lejos de sostener la opinión de que un ministro de la guerra, enfrascado en sus papeles oficiales, o un ingeniero erudito, o hasta un militar que ha sido bien adiestrado en el campo de batalla constituirían, necesariamente, el mejor ministro de Estado en un país donde el soberano no actuara por sí mismo. En otras palabras, no queremos decir que esta familiaridad con los asuntos militares sea la cualidad principal que deba poseer un ministro de Estado. Las principales cualidades que tienen que caracterizar a éste son una mente extraordinaria, de índole superior, y fortaleza de carácter; ya que el conocimiento de la guerra le puede ser suministrado de una u otra forma. Francia nunca fue peor aconsejada en sus asuntos militares y políticos que cuando lo estaba por los dos hermanos Belleisle y el duque de Choiseul, aunque los tres eran buenos soldados.
Si la guerra tiene que concordar por entero con los propósitos de la política y la política ha de adaptarse a los medios disponibles para la guerra, en el caso en que el estadista y el soldado no estén conjugados en una sola persona sólo quedará una alternativa satisfactoria, que es la de integrar al general en jefe en el gabinete, de suerte que pueda tomar parte en sus consejos y decisiones en ocasiones importantes. Pero esto sólo es posible si el gabinete, o sea, el mismo gobierno, se halla próximo al teatro de la guerra, de modo que las cosas puedan decidirse sin gran pérdida de tiempo.
Esto es lo que hicieron el emperador de Austria en 1809 y los soberanos aliados en 1813, 1814 y 1815, y esta disposición resultó ser completamente satisfactoria.
La influencia que sobre el gabinete ejerce cualquier militar, a excepción del general en jefe, es peligrosa en extremo; muy raras veces conduce a una acción sana y vigorosa. El ejemplo de Francia entre 1793 y 1795, cuando Carnot, mientras residía en París, asumía al propio tiempo la conducción de la guerra, es completamente censurable, porque un sistema de terror no está a disposición de nadie que no sea un gobierno revolucionario.
Terminaremos con algunas reflexiones extraídas del estudio de la historia.
En la última década del siglo pasado, cuando se produjo en Europa un cambio notable en el arte de la guerra, a raíz de lo cual los mejores ejércitos vieron que una_ parte de su manera de conducir la guerra se tornaba ineficaz y los éxitos militares se producían con una magnitud que hasta entonces nadie había podido concebir, parecía, sin duda, que todos los cálculos erróneos debían ser atribuidos al arte de la guerra. Era evidente que, mientras se hallaba limitada por la costumbre y la práctica dentro de un círculo de ideas estrechas, Europa había sido sorprendida por posibilidades que se hallaban fuera de este círculo, pero que sin lugar a dudas no eran ajenas a la naturaleza de las cosas.
Los observadores que adoptaron un punto de vista más amplio atribuyeron la circunstancia a la influencia general que la política había ejercido durante siglos sobre el arte de la guerra, para su gran detrimento, y como resultado de lo cual había llegado a ser una cuestión a medias, a menudo un simple simulacro de lucha. Tenían razón en cuanto al hecho, pero se equivocaban al considerarlo como una condición evitable que surgía por casualidad.
Otros pensaron que todo tenía su explicación por la influencia momentánea de la política particular desarrollada por Austria, Prusia, Inglaterra, etc.
Pero ¿era verdad que la sorpresa real experimentada se debía a un factor en la conducción de la guerra o más bien a algo que se hallaba dentro de la política misma? O sea, según nuestra manera de expresarnos, ¿procedía la desgracia de la influencia de la política sobre la guerra o de una política intrínsecamente errónea?
El formidable efecto producido en el exterior por la Revolución francesa fue causado, evidentemente, mucho menos por los nuevos métodos y puntos de vista introducidos por los franceses en la conducción de la guerra que por el cambio en el arte de gobernar y en la administración civil, en el carácter del gobierno, en la situación del pueblo, etc. Que otros gobiernos consideraran todas estas cosas desde un punto de vista inadecuado, que se esforzaran, con sus medios corrientes, en defenderse contra fuerzas de nuevo tipo y de poder abrumador, todo esto fue un craso error de la política.
¿Habría sido posible advertir y corregir esos errores desde el punto de vista de una concepción puramente militar de la guerra? No lo creemos. Porque aun cuando hubiera habido un estratega filosófico que hubiese previsto todas las consecuencias y captado las posibilidades remotas, partiendo simplemente de la naturaleza de los elementos hostiles, habría sido casi imposible, sin embargo, que ese argumento totalmente teórico produjera el menor resultado.
Solamente si se hubiera elevado hasta el punto de efectuar una apreciación ajustada de las fuerzas que habían despertado en Francia y de las nuevas relaciones en la situación política de Europa, la política podría haber previsto las consecuencias que habían de sobrevenir con respecto a las grandes características de la guerra, y sólo por este camino podría haber llegado a adoptar un punto de vista correcto sobre el alcance de los medios necesarios y el mejor uso que podía hacerse de ellos.
En consecuencia, podemos decir que los veinte largos años de victorias de la Revolución francesa pueden ser atribuidos principalmente a la política errónea de los gobiernos que se le oponían.
Es verdad que estos errores fueron puestos de manifiesto primero en la guerra, y los acontecimientos bélicos frustraron por completo las esperanzas que acariciaba la política. Pero esto no se produjo porque la política descuidara consultar a sus consejeros militares. El arte de la guerra en el que creían los políticos de esa época, es decir, el que se desprendía de la realidad de ese tiempo, el que pertenecía a la política del momento, ese instrumento familiar que había sido usado hasta ese entonces, ese arte de la guerra, estaba imbuido, por naturaleza, del mismo error en que incurría la política y, en consecuencia, no podía enseñarle a ésta nada mejor.
Es verdad que la misma guerra ha sufrido cambios importantes, tanto en su naturaleza como en sus formas, que la han aproximado más a su configuración absoluta; pero estos cambios no se produjeron porque el gobierno francés se hubiera liberado, por así decir, de las andaderas de la política, sino que surgieron de un cambio de política que provenía de la Revolución francesa, no sólo en Francia, sino también en el resto de Europa.
Esta política había puesto de manifiesto otros medios y otras fuerzas, mediante los cuales 'se pudo conducir la guerra con un grado de energía que nadie hubiera imaginado factible hasta entonces.
Los cambios reales en el arte de la guerra son también consecuencia de las alteraciones en la política, y lejos de ser un argumento para la posible separación de una y otras constituyen, por el contrario, una evidencia muy intensa de su íntima conexión.
Reiteramos, pues, una vez más: la guerra es un instrumento de la política; debe incluir en sí misma, necesariamente, el carácter de la política; debe medir con la medida de la política. La conducción de la guerra, en sus grandes delineaciones, es, en consecuencia, la política misma que empuña la espada en lugar de la pluma, pero que no cesa, por esa razón, de pensar de acuerdo con sus propias leyes.
Los capítulos VII y VIII contienen unas consideraciones generales acerca de los propósitos de la guerra ofensiva y defensiva, según los conceptos ya expuestos anteriormente. Y el capítulo LV y último presenta un esbozo de lo que debe ser un plan de guerra «cuando el objetivo es la destrucción del enemigo». Clausewitz afirma que hay «dos principios fundamentales que abarcan el conjunto del plan de guerra y que determinan la orientación de todo lo demás. El primero es el siguiente: atraer al grueso de las fuerzas enemigas hacia centros de gravedad tan poco numerosos como sea posible, y si se puede a uno solo. A continuación, limitar el ataque contra esos centros de gravedad a un número de acciones principales tan poco numerosas como sea posible, y si se puede a una sola; finalmente, mantener todas las acciones secundarias tan subordinadas como sea posible. En una palabra, el primer principio es: concentrarse tanto como se pueda. El segundo es: actuar tan rápidamente como sea posible, no permitiendo retrasos ni retrocesos sin una razón de peso».