Capítulo XXVI EL PUEBLO EN ARMAS
La guerra del pueblo en la Europa civilizada es una manifestación del siglo XIX. Tiene sus partidarios y sus opositores; los últimos, porque la consideran, o bien en sentido político, como un medio revolucionario, un estado de anarquía declarado legal, tan peligroso para el orden social de nuestro país como para el del enemigo, o bien, en sentido militar, como un resultado que no guarda proporción con la fuerza empleada. El primer punto no nos interesa aquí, porque estamos considerando la guerra del pueblo simplemente como un medio de lucha y, por consiguiente, en su relación con el enemigo; pero, con referencia al segundo punto, cabe observar que, en general, una guerra del pueblo ha de ser considerada como consecuencia de la forma en que, en nuestros días, el elemento bélico ha roto sus antiguas barreras artificiales; por consiguiente, como una expansión y un fortalecimiento de todo el proceso fermentativo que llamamos guerra. El sistema de requisiciones, el enorme aumento del volumen de los ejércitos mediante ese sistema, el reclutamiento general y el empleo de la milicia son cosas que siguen todas la misma dirección, si tomamos el limitado sistema militar de épocas anteriores como punto de partida; y la levée en masse, o el pueblo en armas, se encuentra también en la misma dirección. Si las primeras de estas nuevas ayudas para la guerra son una consecuencia natural y necesaria de las barreras derribadas y si han acrecentado en forma tan enorme el poder de aquellos que las utilizaron en primer término, hasta el punto que el enemigo fue arrastrado por la corriente y obligado a adoptarlas de la misma forma, también ocurrirá lo mismo con las guerras nacionales. En la mayoría de los casos, la nación que hace un uso acertado de este medio adquirirá una superioridad proporcional sobre aquellos que lo desprecian. Si esto es así, entonces el único problema consiste en saber si esta nueva intensificación del elemento bélico es, en conjunto, beneficioso o no para la humanidad, problema éste que resultaría casi tan fácil de solucionar como el de la guerra misma. Dejamos ambos problemas en manos de los filósofos. Pero cabe adelantar la opinión de que los recursos que requiere la guerra del pueblo podrían ser empleados más provechosamente si se utilizaran para proporcionar otros medios militares; por tanto, no se necesita una investigación muy profunda para convencerse de que tales fuerzas, en su mayor parte, no se hallan a nuestra disposición y no pueden ser utilizadas a voluntad. No sólo esto, sino que una parte esencial de esas fuerzas, o sea, el elemento moral, solamente se pone de manifiesto cuando se emplea de esta forma.
Por consiguiente, ya no nos preguntamos ¿cuánto cuesta a la nación la resistencia que todo el pueblo en armas es capaz de ofrecer?, sino ¿cuál es la influencia que puede tener esa resistencia? ¿Cuáles son sus condiciones y cómo ha de ser usada?
Naturalmente, una resistencia realizada en forma tan amplia no es apropiada para efectuar golpes de magnitud notable, que requieran una acción concentrada en el tiempo y en el espacio.
Su acción, como el proceso de evaporación en la naturaleza, depende de la extensión de la superficie expuesta. Cuando mayor sea ésta, mayor será el contacto con el ejército enemigo, y cuanto más se extienda ese ejército, tanto mayores serán los efectos de armar a la nación. Al igual que un fuego que continúa ardiendo silenciosamente, destruye los fundamentos del ejército enemigo. Como necesita tiempo para producir sus efectos, existe, mientras los elementos hostiles actúan uno sobre otro, un estado de tensión que, o bien cede gradualmente si la guerra del pueblo se extingue en algunos puntos y prosigue lentamente su acción en otros, o bien conduce a una crisis, si las llamas de esta conflagración general envuelven al ejército enemigo y lo obligan a evacuar el país antes de quedar destruido totalmente.
Que una simple guerra del pueblo pueda producir esa crisis presupone o bien que la extensión superficial del estado invadido excede la de cualquier país de Europa, excepto Rusia, o bien que existe una desproporción entre la fuerza del ejército invasor y la extensión del país, que nunca se presenta en la realidad. Por lo tanto, para evitar aferrarnos a una cuestión irreal, debemos imaginar siempre una guerra del pueblo en combinación con una llevada a cabo por un ejército regular, y que ambas se realicen de acuerdo con un plan que abarque las operaciones del conjunto.
Las condiciones bajo las cuales la guerra del pueblo puede llegar a ser eficaz son las siguientes:
1. que la guerra se realice en el interior del país;
2. que no la decida una catástrofe aislada;
3. que el teatro de la guerra abarque una extensión considerable del país;
4. que el carácter nacional favorezca las medidas a tomar;
5. que el terreno del país sea muy accidentado e inaccesible, ya sea a causa de las montañas, o de los bosques y los pantanos, ya por el tipo de cultivo que se utilice.
Que la población sea o no numerosa tiene poca importancia, ya que hay menos probabilidad de que exista escasez de hombres que de cualquier otra cosa. Que los habitantes sean ricos o pobres tampoco es un punto relevante, o al menos no debería serlo. Pero cabe admitir que, por lo general, una población pobre, acostumbrada al trabajo duro y pesado y a las privaciones, se muestra más vigorosa y se adapta mejor a la guerra.
Una peculiaridad del país, que favorece en gran medida la acción de la guerra del pueblo, es la distribución diseminada de los núcleos habitados, tal como la que se da en muchas partes de Alemania. De este modo, el país está más dividido y más protegido; los caminos se vuelven peores, aunque más numerosos; el alojamiento de las tropas se acompaña de dificultades infinitas, pero especialmente se repite en pequeña escala esa peculiaridad que una guerra del pueblo posee en gran escala, a saber, que el espíritu de resistencia existe en todas partes, pero no es perceptible en ninguna.
Si los habitantes viven en aldeas, muchas veces las tropas son acuarteladas donde se encuentran los más rebeldes, o bien como castigo aquéllas son saqueadas, sus casas quemadas, etc., sistema que no podría llevarse a cabo con mucha facilidad en la comunidad campesina de Westfalia.
Las levas nacionales y las masas de campesinos armados no pueden ni deben ser empleadas contra el cuerpo principal del ejército enemigo, ni siquiera contra ninguna fuerza considerable; no deben intentar romper el núcleo central, sino atacar sólo la superficie y por sus límites. Deberían actuar en regiones situadas a los lados del teatro de la guerra y allí donde el agresor no aparezca con toda su fuerza, a fin de alejar a esas regiones de su influencia. Donde todavía no hace acto de presencia el enemigo no falta el valor para oponérsele, y el grueso de la población se enardece gradualmente con ese ejemplo. De este modo, el fuego se propaga como en un brezal y llega finalmente a esa parte de terreno en la que se encuentra el agresor; se apodera de sus líneas de comunicación y destruye el hilo vital mediante el cual se mantiene en pie. Porque incluso si no abrigáramos una idea exagerada sobre la omnipotencia de una guerra del pueblo, incluso si no la consideráramos como un elemento inagotable e inconquistable, sobre el cual la simple fuerza de un ejército tuviera tan poco control, como la voluntad humana tiene sobre el viento o la lluvia, en otras palabras, aunque nuestra opinión no estuviera fundada en opúsculos retóricos, debemos admitir que no cabe conducir delante dé nosotros a los campesinos armados como si se tratara de un cuerpo de soldados que se mantienen unidos al igual que un rebaño y que por lo común unos siguen a otros. Por el. contrario, los campesinos armados, cuando están desparramados, se dispersan en todas direcciones, para lo cual no se requiere ningún plan elaborado. Con esto se hace muy peligrosa la marcha de cualquier pequeño grupo de tropas en territorio montañoso, muy boscoso o accidentado, porque en cualquier momento la expedición puede convertirse en un encuentro. En realidad, aun si durante algún tiempo no se hubiera sabido nada de estos cuerpos armados, no obstante, los campesinos que hayan sido ahuyentados por la cabeza de una columna pueden en cualquier momento hacer su aparición en su retaguardia. Si se trata de destruir caminos y bloquear desfiladeros estrechos, los medios que las avanzadas y los destacamentos de incursión de un ejército pueden aplicar para ese propósito guardan más o menos la misma relación con los medios suministrados por un cuerpo de campesinos insurgentes que la que tienen los movimientos del autómata en relación con los del ser humano. El enemigo no cuenta con otros medios de oponerse a la acción de las levas nacionales, excepto el de destacar numerosas partidas para proporcionar escoltas a los convoyes, para ocupar puestos militares, desfiladeros, puentes, etc. Si los primeros esfuerzos de las levas nacionales no son intensos, serán, en proporción, numéricamente débiles los destacamentos enviados por el enemigo, porque éste teme dividir mucho sus fuerzas. En estos cuerpos débiles prende entonces con mucha más fuerza el fuego de la guerra nacional. El enemigo se ve superado numéricamente en algunos puntos, el valor se acrecienta, la combatividad gana fuerza y la intensidad de la lucha aumenta hasta que se acerca al punto culminante que ha de decidir el resultado.
Según la idea que tenemos sobre la guerra del pueblo, ésta, al igual que una esencia en forma de nube o de vapor, no se condensa en ninguna parte ni forma un cuerpo sólido. De otro modo el enemigo enviaría una fuerza adecuada contra su centro, lo aplastaría y tomaría muchos prisioneros. A consecuencia de ello el valor se extinguiría, todos pensarían que la principal cuestión se hallaba ya decidida, y que cualquier otro esfuerzo sería inútil y las armas caerían de las manos del pueblo. Es, pues, necesario que ese valor se reúna en algunos puntos en masas más densas y forme nubes amenazadoras desde las cuales de vez en cuando se produzca un relámpago formidable. Estos puntos se encuentran principalmente en los flancos del teatro de la guerra del enemigo, como hemos dicho antes. Allí el levantamiento nacional debe organizarse en unidades más amplias y más ordenadas, apoyadas por una fuerza reducida de tropas regulares de modo que se le dé la apariencia de una fuerza regular y la adecúe para que pueda aventurarse en empresas de mayor envergadura. Partiendo de estos puntos, la organización del pueblo en armas debe adquirir un carácter más irregular en la proporción en que haya que hacer más uso de él en la zona de retaguardia del enemigo, donde pueda aplicar sus golpes más contundentes. Las masas mejor organizadas sirven para caer sobre las guarniciones que el enemigo deja tras de sí. Además, permiten crear un sentimiento de desasosiego y de temor y aumentan el efecto moral del conjunto; sin ellas, el efecto total carecería de fuerza y el enemigo no sería colocado en una situación suficientemente penosa.
El camino más fácil que debe seguir un general en jefe para producir esta forma más eficaz de levantamiento nacional es apoyar el movimiento por medio de pequeños destacamentos procedentes del ejército. Sin ese apoyo de algunas tropas regulares, que actúa como estímulo, los habitantes, por lo general, carecen del impulso y la confianza suficientes para empuñar las armas. Cuanto más fuertes sean los cuerpos destacados para este propósito, mayor será su poder de atracción, y más grande será la concurrencia que ha de producirse. Pero esto tiene sus límites, en parte porque sería perjudicial dividir a todo el ejército para cumplir con ese objetivo secundario, disolviéndolo, por así decir, en un cuerpo de irregulares, y formar con él una línea defensiva extensa y débil, mediante cuyo procedimiento podemos estar seguros de que tanto el ejército regular como las levas nacionales resultarían a la postre destruidos; y en parte, porque la experiencia parece indicarnos que cuando existen demasiadas tropas regulares en una región, la guerra del pueblo cede en vigor y en eficacia. Las causas de esto son, en primer lugar, que demasiadas tropas del enemigo son atraídas de este modo a esa región; en segundo lugar, que los habitantes confían entonces en sus propias tropas regulares; y, en tercer lugar, que la presencia de cuerpos notables de tropas exige demasiado del pueblo en otros sentidos, o sea, en el suministro de alojamientos, transporte, contribuciones, etcétera.
Otro medio de prevenir cualquier reacción demasiado seria de parte del enemigo contra la guerra del pueblo constituye, al mismo tiempo, un principio capital en el método de usar esas levas. Tal es la regla, o sea, que con estos poderosos medios estratégicos de defensa, la defensa táctica no se produciría nunca o muy raras veces. El carácter de los encuentros librados por levas nacionales es el mismo que el de todos los encuentros de tropas de calidad inferior: gran impetuosidad y ardor vehemente al principio, pero poca serenidad o firmeza si el combate se prolonga. Además, si bien no asume gran importancia el hecho de que una fuerza de la leva nacional sea derrotada o dispersada, puesto que ha sido formada para eso, un cuerpo de esas características no debería ser desmembrado o dividido por pérdidas demasiado grandes en muertos, heridos o prisioneros, ya que un estrago de esta clase pronto enfriaría su ardor. Pero dichas peculiaridades son totalmente contrarias a la naturaleza de la defensa táctica. En el encuentro defensivo se requiere una acción sistemática, lenta, persistente, y en él se corren grandes riesgos. Un simple intento, del cual podemos desistir tan pronto como queramos, nunca conducirá a resultados positivos en la defensa. Por lo tanto, si la leva nacional ha de encargarse de la defensa de cualquier obstáculo natural, su objetivo nunca tendrá que ser entablar un encuentro decisivo; porque, por más favorables que sean las circunstancias, la leva nacional será derrotada. Por consiguiente, puede y debería defender, mientras fuera posible, los accesos a las montañas, los diques de los pantanos, los pasos sobre los ríos; pero en el caso de que haya quedado debilitada, deberá dispersarse y continuar su defensa mediante ataques inesperados, antes que concentrarse y permitir que la encierren en algún último reducto, en una posición defensiva regular. Por más valerosa que sea una nación, por más guerreras que sean sus costumbres, por más intenso que sea el odio que sienta por el enemigo, por más favorable que sea la naturaleza del terreno en el que se opera, constituye un hecho innegable que la guerra del pueblo no puede mantenerse viva en un ambiente cargado de peligro. Por consiguiente, si su material combustible ha de ser aventado para que produzca una llama considerable, debe serlo en puntos lejanos, donde disponga de aire y donde no pueda ser extinguido mediante un golpe poderoso.
Estas consideraciones son antes una percepción de la verdad que un análisis objetivo, porque el tema todavía no ha sido en realidad puesto en evidencia y muy poco tratado por aquellos que lo han observado desde hace tiempo personalmente. Sólo tenemos que añadir que el plan de defensa estratégico puede incluir la cooperación de una leva general de dos formas diferentes, ya sea como último recurso, después de una batalla perdida, ya como ayuda natural antes que se haya librado una batalla decisiva. El último caso supone una retirada hacia el interior del país, en un tipo de acción indirecta del que ya nos hemos ocupado anteriormente. Por lo tanto, sólo dedicamos algunas palabras a la convocatoria de la leva nacional después de que se haya perdido una batalla.
Ningún estado debería creer que su destino, o sea, toda su existencia, pueda depender de una batalla, por más decisiva que ésta sea. Si es derrotado, la llegada de nuevos refuerzos y el debilitamiento natural que sufre toda ofensiva pueden, a la larga, producir un vuelco de la suerte, o se puede recibir ayuda del exterior. Siempre hay un tiempo para morir, y del mismo modo que el impulso natural del hombre que se está ahogando es el de asirse a la más pequeña rama, ocurre de manera similar en el orden natural del mundo moral, y el pueblo apelará a los últimos medios de salvación cuando se vea situado al borde del abismo.
Por más pequeño y débil que sea un estado en comparación con su enemigo, si renuncia a realizar un último esfuerzo supremo, deberemos convenir en que ya no queda alma alguna en su interior. Esto no excluye la posibilidad de que se salve de la destrucción completa mediante la conclusión de una paz colmada de sacrificio. Pero ni siquiera este propósito extinguirá la utilidad de las nuevas medidas para la defensa; éstas harán que la paz no sea ni más difícil ni peor, sino más fácil y mejor.
Todavía son más necesarias esas medidas si se espera una ayuda de aquellos que están interesados en mantener nuestra existencia política. Por lo tanto, cualquier gobierno que después de la pérdida de una gran batalla se apresure a permitir que su pueblo goce de los beneficios de la paz, y, abrumado por un sentimiento de esperanza defraudada, no sienta dentro de sí el valor y el deseo de estimular y aguijonear todas y cada una de sus fuerzas, se hace culpable por debilidad de una grave inconsecuencia y demuestra que no merece la victoria, y tal vez precisamente por esa razón fue completamente incapaz de obtenerla.
Por más decisiva que sea la derrota experimentada por un Estado, será preciso, pues, que mediante la retirada del ejército hacia el interior del país, ponga en acción sus fortificaciones y sus levas nacionales. En relación con esto, resultará ventajoso que los flancos del principal teatro de la guerra estén limitados por montañas o partes de territorio que sean muy accidentadas. Estas se presentan entonces como bastiones cuyo fuego de flanqueo estratégico podrá castigar al agresor.
Si el enemigo se dedica tras su victoria a acciones de asedio, si ha dejado tras de sí fuertes guarniciones para asegurar sus comunicaciones o, más aún, si ha destacado tropas para obtener un más amplio espacio y mantener bajo control a las zonas adyacentes, si ya está debilitado por diversas pérdidas en hombres y en material de guerra, entonces ha llegado el momento de que el ejército defensivo se apreste de nuevo y, mediante un golpe bien dirigido, haga tambalear al agresor en la posición desventajosa en la que se halla.