PREFACIO DEL AUTOR
Hoy en día, el hecho de que el concepto de ciencia no se resume de manera única y esencial en un sistema o método de enseñanza no requiere sin duda ser puesto en claro. En una primera impresión, en la presente exposición no se hallará ningún sistema y, en vez de un método definitivo de enseñanza, no se pondrá en evidencia sino un cúmulo de materiales reunidos.
La parte científica que le corresponde radica en la intención de poner a examen la esencia de los fenómenos que caracterizan la guerra, de demostrar de qué modo se vinculan con la naturaleza de las cosas. El autor no ha rehuido en todo caso establecer conclusiones filosóficas. Sin embargo, en el momento en que ha percibido que el hilo de su pensamiento se apartaba de su objetivo, ha preferido romperlo y relacionarlo más bien con los fenómenos que atañen a la experiencia. Porque de la misma manera que ciertas plantas no producen fruto más que cuando no experimentan una sobrecarga excesiva, se requiere que las hojas y las flores teóricas de las artes prácticas no crezcan demasiado, sino más bien relacionarlas con la experiencia, que es su ámbito natural.
Constituiría un error absoluto intentar servirse de los componentes químicos de un grano de trigo para estudiar la forma de una espiga: más fácil resulta acudir a los campos para ver allí las espigas ya formadas. Jamás la investigación y la observación, la filosofía y la experiencia deben menospreciarse o excluirse mutuamente: todas ellas encierran una garantía una para con la otra. Las proposiciones que se ofrecen en la presente obra y la estricta estructura de su necesidad interna tienen su fundamento en la experiencia o en el concepto mismo de la guerra, considerado desde el punto de vista externo, de tal modo que no se ven privadas de base.[1]
Quizá no resulte imposible establecer una teoría sistemática de la guerra, pródiga en ideas y de gran altura, pero el hecho cierto es que hasta el presente todas cuantas disponemos se apartan muy lejos de ese objetivo. Sin tomar en consideración el espíritu acientífico que las caracteriza, no constituyen más que un hatillo de trivialidades, lugares comunes y sandeces que pretenden ser coherentes y absolutas. De ello cabe hacerse una idea con la lectura del siguiente párrafo de un reglamento referido a casos de incendio, debido a Lichtenberg:
«Cuando una casa es presa del fuego, ante todo hay que tratar de proteger el muro derecho del edificio de la izquierda; porque si se intentara, por ejemplo, proteger el muro de la izquierda del edificio de la izquierda, el muro de la derecha de la propia casa se encontraría a la derecha del muro de la izquierda, y como el fuego está a la derecha de ese muro y del muro de la derecha (porque suponemos que la casa está situada a la izquierda del incendio), el muro de la derecha estará más cerca del fuego que el de la izquierda y el muro de la derecha de la casa podría ser destruido por el fuego si no fuese protegido antes de que el fuego alcance el muro de la izquierda, que está protegido; en consecuencia, algo que no esté protegido podría ser destruido, y destruido más rápidamente que otra cosa, incluso aunque no estuviera protegido; por lo tanto es preciso abandonar aquél y proteger éste. Para representarse la cosa, debemos notar además: si la casa está a la derecha del incendio, es el muro de la izquierda y si la casa está a la izquierda, es el muro de la derecha.»
Para no provocar el cansancio del lector, sin duda hombre de espíritu, con la relación de otras paparruchadas como ésta, y no restar sabor a lo que tengan de bueno, diluyéndoselo, el autor se ha inclinado a presentar, como si de pequeños granos de metal puro se trataran, las ideas que largos años de reflexión sobre la guerra, el trato con hombres inteligentes que la conocían y un considerable número de experiencias personales han hecho nacer y han quedado fijadas en su ánimo.
Este es el origen de los diferentes capítulos que forman este libro, cuya unidad podrá parecer débil, si bien confío en que no carecerán de cohesión interna. Tal vez no habrá que esperar mucho tiempo para ver cómo un espíritu superior al del autor sabe presentar, en lugar de estos granos dispersos, un conjunto fundido y exento de toda aleación.