57

Cabalgaron durante todo el día y gran parte de la noche. De vez en cuando caminaban para dar descanso a los caballos, aguzando el oído por si alguien los perseguía, pero solo oyeron el rumor de las criaturas salvajes que se movían entre los árboles, invisibles en la penumbra del ocaso. Por encima de sus cabezas el cielo nunca se oscureció del todo, pero bajo las copas verdes de los pinos el sendero sembrado de agujas de pino apenas resultaba visible.

Hablaron, pero no demasiado y siempre en voz baja. Mijaíl se orientaba mediante una pequeña brújula, pero casi siempre el terreno los obligaba a avanzar en fila india, seguidos del tercer caballo que cargaba con el fardo. Estaban demasiado separados para hablar en susurros, así que guardaron silencio y se sumieron en sus propios pensamientos. Pero justo antes del amanecer, cuando el nuevo día solo era un rubor dorado en las ramas superiores de los árboles, Mijaíl decidió detenerse.

Sofía no estaba muy de acuerdo.

—Basta —insistió él, y comenzó a desensillar su caballo. Cuando le quitó la silla de montar del lomo, el animal soltó un suave relincho y le rozó el hombro con el morro.

—¿Es seguro? —preguntó ella.

—Hemos de dormir, amor mío, y los caballos necesitan descansar. Será mejor que nos refugiemos aquí durante dos o tres horas.

—Pero ni una más.

Su impaciencia por seguir adelante era constante. Mijaíl se acercó a ella y le rodeó la cintura con el brazo. Le gustó su inmediata reacción, que consistió en reclinar todo el cuerpo contra el suyo. ¿Qué proporcionaba tanta fuerza a esa mujer extraordinaria? Recordó lo que Rafik había comentado sobre sus orígenes y se preguntó si se debería a eso, si eso era lo que alimentaba su núcleo interior. Le acarició los cabellos con suavidad, pero, después, cuando ambos se tendieron en una manta bajo los altos árboles e hicieron el amor, su pasión se desató.

Era una pasión salvaje y ambos se aferraban mutuamente. Ella lo besaba y lo mordía, las caricias de él apenas podían considerarse tales. Finalmente, cuando Sofía lanzó la cabeza hacia atrás y soltó un grito, y un profundo gemido brotó de la garganta de Mijaíl, se desmoronaron uno en brazos del otro y se quedaron tendidos con los miembros entrelazados, exhaustos y jadeando. Ambos sabían que la ira no estaba destinada al otro sino al mundo que los rodeaba.

—Mijaíl.

Se habían quedado dormidos.

—¿Pasa algo?

Él respetaba la manera instintiva en que ella detectaba el peligro y se apresuró a alzar la cabeza de la manta, pero lo único que vio fue una nube de insectos flotando en el aire tibio. Espantó un komar que estaba picando a Sofía en el hombro desnudo. Ella tenía los ojos casi cerrados.

—Cuando partimos para asistir al espectáculo del Kokodril, ¿ya sabías que volaríamos al norte en un avión? —preguntó.

—Pensaba intentarlo, pero no estaba seguro de lograrlo. Por eso no te dije nada.

Ella apoyó la cabeza en el pecho desnudo de él.

—¿El capitán accedió a cambio de dinero?

—No.

—Entonces ¿por qué?

—Yo trabajaba con su hermano Stanislav en la fábrica de aeroplanos de Moscú. Una vez se encontró en un apuro y yo lo ayudé. Eso es todo.

Ella asintió y un rizo cosquilleó el pecho de Mijaíl.

—Gracias —murmuró, y se sentó a horcajadas sobre él.

¿Qué clase de hombre haría algo así? ¿Arriesgar su vida por alguien a quien no conocía?

Sofía estaba sentada a orillas del río con los pies en las aguas torrentosas, observando a Mijaíl mientras este lavaba y restregaba su cuerpo con violencia, como si creyera que así podía expiar sus pecados. Estaba desnuda y dejaba que el sol secara su piel. Hacía diez días que viajaban sin detenerse y habían decidido tomarse un descanso de una hora antes de seguir. El perro amarillo pasó junto a ella entre la hierba, restregó el pelaje húmedo contra su hombro y se tendió a la sombra de un árbol.

—¿Qué clase de hombre eres, Mijaíl?

Él la miró por encima del hombro, sorprendido. Después le sonrió.

—Uno afortunado —dijo por fin.

—¿De verdad? ¿Eso crees?

—Sí, con todo mi corazón.

—¡Piensa un poco, Mijaíl, por amor de Dios! Estás aquí, en medio de un bosque, sin hogar, sin trabajo, sin permiso de viaje y tu vida corre peligro. ¿Dónde ves tú la fortuna?

Él recogió agua del río y se la derramó por encima de la cabeza; bajo el sol todo su cuerpo resplandecía y fulguraba, los moratones casi habían desaparecido.

—La fortuna de tenerte a ti, cariño mío. Me has dado una segunda oportunidad.

—¿Qué clase de segunda oportunidad?

—La de reparar un daño.

—Te refieres a... cuando mataste al padre de Ana.

Lo había dicho, por fin había arrastrado las palabras fuera de su escondrijo y las había soltado en el aire límpido y dorado.

—Sí, a eso es exactamente a lo que me refiero.

—¿Y Fomenko? Tú mataste a su madre. ¿Acaso es otro daño que piensas reparar?

Mijaíl tensó la mandíbula y golpeó el agua con la palma de la mano, levantando un arcoíris de gotitas.

—No —respondió con serenidad.

—¿Por qué no?

—Porque él clavó un cuchillo en la garganta de mi padre. Dime cómo he de perdonar eso.

—Comprendo. Así que cuando te pregunté qué clase de hombre eras, quizá deberías haber contestado «uno vengativo».

—¿Cómo puedo mostrarme vengativo, amor mío, cuando Fomenko dejó que nos lleváramos el anillo de diamantes de su madre para salvar a Ana? —preguntó en tono solemne.

Sofía enterró los dedos de los pies en la hierba.

—Entonces, cuando hayamos hecho esto —dijo al tiempo que le lanzaba un arándano del puñado que sostenía en la mano y él lo atrapó—, ¿dejarás de detestarte a ti mismo?

Más que oír su repentina inspiración la oyó, vio que los músculos del vientre se tensaban y su pecho se ensanchaba.

—Me conoces demasiado, Sofía.

Ella rio e inmediatamente él soltó un rugido y se abalanzó sobre ella abriéndose paso entre las aguas del río y levantando olas. Sofía soltó un chillido de sorpresa y se puso de pie, pero no logró esquivarlo. Cuando Mijaíl le cogió la muñeca, los arándanos rodaron por la orilla. La estrechó entre sus brazos, presionó su cuerpo húmedo y desnudo contra el suyo y la besó en los labios.

A sus espaldas, el perro soltó dos agudos ladridos.

—Rápido —dijo Sofía, y se arrojó al río arrastrando a Mijaíl.

—¿Qué pasa?

—Hay peligro.

—¿Lobos?

—No estoy segura.

Ambos dejaron que la corriente los arrastrara río abajo antes de nadar hasta la orilla en un punto donde un grupo de arbustos descendía hasta el agua. Permanecieron allí en cuclillas, alerta.

—Nuestros caballos —dijo Sofía, haciendo una mueca.

—Los até a la sombra, donde los árboles son más densos. Si es un lobo, ya habrán entrado en pánico —dijo Mijaíl, y le apartó una mecha de pelo de la frente—. ¿Qué te advirtió del peligro?

—El perro...

De pronto oyeron voces masculinas y el relincho de caballos sedientos ante la vista del agua. Río arriba, justo en el tramo de orilla donde antes estaban Sofía y Mijaíl, un grupo de soldados surgió del bosque.

Cabalgaron a toda prisa el resto del día, dejando atrás las delgadas sombras de los troncos de los pinos y los haces de luz que las dividían como cuchillos. Habían aguardado entre los matorrales junto al río hasta que sus sombras se alargaron y comprobaron que la patrulla se había marchado. Los soldados no descubrieron los caballos de Mijaíl, ocultos entre los árboles, pero sus ropas tendidas en la orilla debieron de suscitar comentarios. La pareja cabalgó en silencio por si encontraban otras patrullas, pero sin aminorar la marcha, y los ijares de los caballos no tardaron en cubrirse de sudor. Ya era casi de noche cuando Mijaíl vislumbró el hilo plateado de otro río, más allá entre los árboles.

—Nos detendremos aquí —dijo él—, los caballos necesitan agua.

—Mi cantimplora también está casi vacía.

—Montaré guardia.

Desmontaron y se quedaron quietos, prestando mucha atención. El único sonido era el graznido de los cuervos, así que Mijaíl, seguido de Sofía, emergió del linde del bosque... y se detuvo en el acto, soltando un gemido.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella a sus espaldas.

Entonces el hedor la golpeó y vomitó.

Era la patrulla de soldados. Estaban tendidos como muñecos de trapo con los que un niño se hubiera cansado de jugar y arrojado a un lado, con los uniformes cubiertos de agujeros y manchas de color óxido. Los nueve soldados estaban muertos. Los animales salvajes habían devorado parte de sus cadáveres, las lobas les habían arrancado las entrañas, pero lo peor eran los rostros: los cuervos, aún posados en los torsos de los jóvenes soldados, les habían arrancado los ojos y solo quedaban cuencas negras. Una brillante costra de moscas cubría los cuerpos.

—No te muevas de aquí —dijo Mijaíl, y le tendió las riendas.

Los caballos pateaban el suelo, ponían los ojos en blanco con los ollares distendidos, espantados por el olor de la sangre. Mijaíl se arrancó la camisa, se cubrió la boca y la nariz y descendió la ladera cubierta de hierba. Los soldados eran jóvenes, ninguno tendría más de veinte años, y un agujero de bala —a veces dos o tres— perforaba cada cuerpo. Quien hubiese hecho eso había realizado un trabajo excelente.

Sin esperanzas ni expectativas, Mijaíl los fue examinando, pero ninguno presentaba señales de vida. En cierto momento se arrodilló junto al cadáver de un muchacho y le cogió la mano. Estaba tibia y durante un segundo creyó que el corazón del soldado aún latía, pero solo era el calor del sol. Esos pobres jóvenes eran el alma de Rusia, al igual que un día lo sería Piotr, y al contemplarlos Mijaíl sintió asco y se cubrió el rostro con las manos. Un momento después una caricia en la nuca lo pilló por sorpresa.

—¿Quién habrá hecho algo así, Mijaíl? ¿Subversivos?

—No, aquí, en esta región salvaje solo pueden haber sido ladrones de caballos —dijo, meneando la cabeza, asqueado—. Nueve vidas a cambio de nueve caballos y tal vez también un par de caballos de carga. Pero esos miserables deberán darse prisa si confían en escapar.

—Ven rápido, amor mío, hemos de irnos —dijo Sofía, y se inclinó para recoger un rifle tirado a sus pies.

—No —dijo Mijaíl—. No cojas nada. Cuando encuentren estos cuerpos el ejército barrerá toda la región, como la peste. Si posees un único objeto de esta patrulla, te...

No pronunció la palabra. No era necesario.