20
Sofía estaba desesperada, no lograba encontrar al muchacho. Se deslizó entre las izbas pegada a las paredes, evitando las antorchas, las lámparas y las voces que impartían órdenes. Buscó por todas partes, pero Piotr había desaparecido.
En medio del caos que la rodeaba, aferró el hombro de una mujer que salía apresuradamente de su casa; un pañuelo ocultaba su rostro de la mirada de las tropas que se desplegaban por toda la aldea.
—¿Has visto a Piotr Pashin?
Pero la mujer, que aferraba un saco, se escabulló con la cabeza gacha y desapareció en la oscuridad del bosque. En medio de la única calle había un camión aparcado impidiendo cualquier movimiento; entonces el motor soltó un rugido y el vehículo avanzó de una casa a la siguiente. Arrastraba un remolque en el que ya se amontonaban más de una docena de sacos de todo tipo y hombres uniformados los arrojaban a un par de jóvenes soldados que los apilaban con eficacia. Sofía intentó pasar a un lado del vehículo.
—¿Documentos? ¿Identificación?
Sofía se volvió. A sus espaldas un hombre tendía la mano con gesto imperioso. Llevaba un largo abrigo que le rozaba los tobillos y gotas de lluvia mojaban las gafas sin montura apoyadas en su nariz.
—¿Documentos? —repitió.
—Están en mi casa, esa de allí.
«Calma, mantén la calma.»
—Ve a buscarlos.
—Desde luego, camarada.
«Camina, no corras. Camina.» Sofía dejó atrás el camión y se dirigió a la parte trasera de uno de los edificios. Por todas partes se oían gritos airados y súplicas. Jadeando, alcanzó la casa del gitano, pero estaba desierta; unas voces que surgían de la parte posterior llamaron su atención y se acercó con sigilo: allí estaba Zenia hablando en voz baja con uno de los oficiales de aprovisionamiento. Sofía se alejó en silencio y regresó a la calle. ¿Adónde ir? ¿Dónde estaba el muchacho, dónde?
Se deslizó por una callejuela entre las izbas e inmediatamente descubrió a Mijaíl Pashin, pero cuando ya se disponía a llamarlo, se tragó sus palabras. El hombre sostenía una antorcha en una mano y rodeaba los hombros de una joven con la otra, con la cabeza pegada a la de ella: era la madre de Misha, el niño rubio al que ella le había contado la historia del zorro y el cuervo.
Era como si se ahogara, como si sus pulmones se llenaran de algo que no era aire.
Él acompañaba a Lilya Diméntieva a su casa como si fuese la suya propia; Mijaíl Pashin se escabullía para meterse en la cama de su amante. Sofía se apoyó contra la pared que se alzaba a sus espaldas y soltó un áspero quejido. Él tenía un hijo. Tal vez dos. ¿Qué oportunidad les dejaba eso a ella y a Ana? Se acuclilló en el húmedo suelo, la lluvia cesó y Sofía se cubrió el rostro con las manos.
—Sofía. —Era Rafik—. ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó con voz débil.
—Estoy buscando a Piotr Pashin. ¿Has visto al muchacho?
Él negó con la cabeza. Y fue ese movimiento, lento y pesado, lo que hizo que Sofía lo escudriñara a través de la llovizna. Lo que vio la horrorizó: los ojos negros de Rafik estaban apagados, parecían viejo polvo de carbón, y lo que brillaba en su frente eran gotas de sudor, no de lluvia.
—¿Estás herido, Rafik?
—No.
—¿Estás enfermo?
—No —musitó él apenas.
—Te acompañaré a casa —dijo Sofía, agarrándolo de la mano, que encontró helada—. Necesitas...
Desde el interior de la casa más cercana resonó un culatazo. Él retiró la mano.
—Gracias, Sofía, pero debo seguir con mi tarea.
Rafik se alejó tropezando en dirección a un grupo de uniformes que se aproximaban, y la confianza de la fugitiva disminuyó: si él se entrometía, lo matarían.
Piotr corría hacia los establos cuando Sofía surgió de la oscuridad y lo atrapó. Le aferró una muñeca y la fuerza de sus dedos dejó atónito al muchacho, a quien bastó con echar un vistazo al rostro de su captora para entender que esa vez no lo soltaría.
—Privet —dijo ella sin rastro de enfado por el hecho de que él hubiera escapado—. Hola otra vez.
—Solo iba a comprobar que Zvedza, el caballo de papá, se encuentra en el establo —se apresuró a decir—. Quería asegurarme de que las tropas no se lo llevaron.
Ella hizo una pausa, consideró la idea y luego asintió como si se diera por satisfecha, antes de conducirlo por el estrecho sendero hasta los establos que se elevaban en torno a un patio. Una vez dentro de la cuadra le soltó la muñeca y encendió una lámpara de queroseno colgada en una pared con gesto relajado, como si solo hubiesen ido hasta allí para disfrutar de una conversión en vez de escapar de los soldados. Por más que Piotr se negara a admitirlo, el salvajismo con el que los hombres arrasaban la aldea lo había asustado. La mirada de los ojos azules siguió cada uno de sus movimientos mientras Piotr volvía a llenar el cubo de agua de Zvezda y percibía el aliento tibio y el aroma a cebada en la nuca; por algún motivo la mirada de ella hizo que se sintiera torpe.
—Zvezda está inquieto —comentó Sofía, quien alzó una mano y acarició el morro del animal.
Piotr rodeó el musculoso cuello del caballo con un brazo y sumergió los dedos en las espesas y negras crines. Los otros animales relinchaban nerviosos en sus pesebres y Piotr intuyó que algo no iba bien, aunque ignoraba qué era. Se dijo que a lo mejor se debía a la presencia de Sofía, pero cuando deslizó la mirada hacia ella, descubrió que la mujer no presentaba un aspecto amenazador en absoluto, solo era una imagen suave y dorada a la amarilla luz de la lámpara. Justo cuando comenzaba a preguntarse si no se habría equivocado con ella, de pronto Sofía se llevó un dedo a los labios, tal como había hecho aquella vez en el bosque.
—Escucha eso —susurró.
Piotr obedeció. Al principio no oyó nada excepto los movimientos inquietos de los caballos y el viento barriendo el techo de chapa ondulada. Entonces prestó más atención y por debajo de esos ruidos oyó un rugido apagado que le causó dentera.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¿A ti qué te parece?
—Suena como si...
—¡Piotr! —gritó el sacerdote, irrumpiendo violentamente en los establos, y de inmediato comprobó que los caballos seguían tranquilos en sus pesebres—. Piotr —añadió con un gemido—, es el granero donde guardan los carros. ¡Está ardiendo!
Su cabellera se agitaba como si las llamas consumieran sus hombros. Su figura angulosa se estremecía mientras se dirigía de un caballo a otro, palmeándoles el cuello y acariciando su pelaje trémulo. Estaba envuelto en una manta completamente agujerada.
—«Soy un Dios vengativo, dijo el Señor» —citó, y dirigió la mirada de sus desorbitados ojos verdes a Piotr—. Esta es la mano de Dios en acción. Su castigo por el mal acaecido esta noche.
Su largo dedo empezó a señalar a Piotr, quien por un instante atroz temió que fuera a clavárselo en el pecho, pero la delgada figura de Sofía lo apartó al tiempo que echaba a correr hacia la puerta del establo, se asomaba a la noche y exclamaba:
—Ven aquí, Piotr.
El chico se apresuró a obedecer y se quedó boquiabierto: todo el cielo nocturno estaba en llamas, llamas que incendiaban las estrellas. Las ideas del muchacho se arremolinaron en su cabeza; ya había visto semejante infierno en otra ocasión y había cambiado su vida. Se dispuso a lanzarse hacia delante, pero Sofía lo agarró del hombro.
—Haces falta aquí, Piotr —dijo en tono firme—. Tienes que calmar a los caballos.
Piotr vio que el sacerdote y la fugitiva se miraban.
—Tiene razón —dijo el sacerdote Logvinov, extendiendo los brazos con ademán de súplica—. Esta noche necesitaré toda la ayuda que puedas darme, porque ahora mismo los caballos ya están captando el olor del humo.
—Pero quiero buscar a papá.
—No, Piotr, quédate aquí —dijo Sofía, sin apartar la vista de las llamas. Una profunda arruga de preocupación le recorrió la frente—. Me aseguraré de que tu padre esté a salvo —añadió y, sin agregar ni una palabra más, se adentró en la oscuridad de la noche.