43
Campo Davinski
Julio de 1933
Ana estaba demasiado enferma para trabajar. Sabía que se acercaba el día en que el aire que lograba inspirar no bastaría para caminar, por no hablar de trabajar, pero no había supuesto que llegara tan pronto. Estaba tendida en su litera de madera, luchando contra la tos que le desgarraba el cuerpo medio muerto de inanición.
Era extraño, pero se había convencido de que cada uno de los espasmos era el gruñido de un monstruo de dientes afilados que moraba en su pecho, con los ojos como brasas incandescentes y la piel cubierta de húmedas escamas verdes. Sabía que era una fantasía, pero no lograba quitársela de la cabeza por más que se esforzaba.
—Es la falta de oxígeno —dijo, resollando— que me está haciendo papilla el cerebro.
Pero captaba el apestoso aliento del monstruo surgiendo de su propia boca y oía el crujido de sus escamas en el interior de sus pulmones cuando la criatura cambiaba de posición.
—Toma, come esto.
Con el rostro crispado de preocupación, Nina introdujo un pequeño trozo de pan negro entre los labios de Ana. La enferma chupó el mendrugo lentamente, para hacerlo durar.
—Y esto.
Tasha le dio otro mendrugo y luego acarició la frente húmeda de su compañera.
—Una perra estúpida, eso es lo que eres —dijo en tono áspero.
Ana chupó el pan y sonrió. Era incapaz de hablar, pero la imposibilidad de pronunciar una palabra no se debía solo a la tos: también al hecho de que esas dos mujeres, que nunca comían lo suficiente como para seguir realizando los trabajos forzados, estaban sacrificando una parte de su paiok, su ración cotidiana. Era algo que no se le pedía a nadie, ni siquiera a los amigos, porque era como pedirles la vida.
Haciendo un gran esfuerzo, tragó el pan.
—Mañana me encontraré mejor y volveré a trabajar —dijo.
—Pues claro.
—Después de pasarte todo un día haciendo el vago estarás fuerte como un buey.
—Tenéis envidia, ya se ve.
Las otras dos rieron.
—Y que lo digas —dijeron al unísono.
Ana estiró la mano y rozó el musculoso brazo de Nina.
—Spasibo —susurró.
—No seas tonta —dijo la mujer, encogiéndose de hombros—. Solo lo hago porque quiero que vuelvas a la brigada y nos cuentes historias. Sin ti nos morimos de aburrimiento en los pantanos, ¿verdad, Tasha?
—Sí, ya lo creo. Hoy Nina trató de divertirme con un cuento sobre el parto de un ternero. Casi vomito de asco, joder —dijo, frunciendo su boquita de expresión mojigata—. Ahora trata de dormir y mañana te encontrarás mejor.
—Spasibo.
Ana cerró los ojos, exhausta. La luz le irritaba los ojos cada vez más y sentía pequeños pinchazos de dolor en las órbitas. Recordó que Sofía se había visto afectada por el mismo problema cuando las heridas de los dedos se le infectaron y apenas comía.
—No veo nada —había dicho una noche en el barracón, y Ana percibió su desesperación pese a los esfuerzos de Sofía por disimularla.
Ana había agitado la mano ante los ojos de su amiga.
—Es pelagra.
—Lo sé.
La pelagra, como el escorbuto, estaba causada por la falta de vitaminas y era la maldición de las prisioneras. Uno de los efectos era la incapacidad de ver en la oscuridad. Ana había cogido la mano ilesa de Sofía y la había conducido entre las hileras de literas hasta la suya. La fiebre abrasadora de su amiga la aterró y entonces decidió ir en busca de Sara la Loca.
—Sara.
—Vete, puta.
—Te he traído un poco de pan, Sara —dijo Ana, haciendo otro intento.
—Pan podrido de una puta —replicó la otra, poniendo en blanco sus ojos verdes.
Pese a ello, estiró la garra marchita, cogió el grumo gris de pan duro y lo introdujo en su desdentada boca antes de que la otra cambiara de idea. Ana aguardó pacientemente hasta que Sara dejó de soltar un torrente de obscenidades y de rascarse.
—Verás, Sara, me han dicho que tienes conocimientos de las plantas curativas que crecen en el bosque.
La mujer se carcajeó y señaló a Ana con un dedo torcido.
—Más de los que te imaginas.
Ambas se encontraban junto al inmenso vertedero situado en un extremo del campo. Llovía, un aguacero frío y lúgubre que no se había detenido en todo el día y que volvía resbaladizas las rocas del camino. A lo lejos, el sol permanecía pegado al horizonte y no se movería hasta la mañana, renuente a abandonar su posición en esa época del año. El hedor del vertedero era insufrible, como el de los cadáveres enterrados en la mugre, pero Ana disimuló su repugnancia.
Sara era una de las brodyagas, las devoradoras de basura, el grupo de patéticas desdichadas que se alimentaban de lo que encontraban entre los desperdicios. Se arrastraban por encima de la basura como cangrejos en busca de cosas que meterse entre las blancuzcas encías y aceptaban las insinuaciones de cualquier guardia lo bastante desesperado como para tocar sus cuerpos enfermos. En su mayoría habían perdido el juicio, sus cerebros se pudrían con la misma rapidez que sus miembros, pero para Ana, Sara significaba la única esperanza y se aferró a ella.
—Dicen que eres una bruja —dijo Ana, hablando con lentitud y claridad para asegurarse de que la mujer oía sus palabras, pero no se arriesgó a acercarse demasiado—. Que puedes...
Sara chilló y Ana tardó unos instantes en darse cuenta de que reía y soltaba un resuello complacido. Hacía tiempo que había perdido todo el cabello, incluso las cejas negras como el carbón habían desaparecido; su cuero cabelludo rosado y costroso resplandecía bajo la lluvia.
—¿Qué me pagarás? —preguntó, agitando las manos como garras.
—¿Qué pides?
—Mantequilla, pan y remolacha. Y... —dijo, meciendo la cabeza y procurando pensar en algo más— y tu abrigo. Lo quiero ahora... ahora... ahora... Quiero...
Ana retrocedió. Estaban en verano, pero cuando llegara el invierno...
—Necesito una cura para una mano infectada. Si sana te daré el abrigo, pero no antes.
La mano de la mujer se deslizó hacia delante como la cabeza de una serpiente y aferró el cuello mojado del abrigo de Ana, toqueteando la tela acolchada y babeando.
—Tráeme mantequilla, entonces veremos.
Ana asintió con la cabeza y, conteniendo el aliento para evitar en lo posible el hedor de la podredumbre, se apresuró a alejarse del vertedero y de las mujeres que se arrastraban por encima de los desperdicios. La lluvia no apagó las carcajadas enloquecidas de Sara.
No tardó mucho en conseguir lo que necesitaba. Compró pan y mantequilla y, a cambio, Sara le entregó una cataplasma de hierbas. Algunas de las mujeres del barracón dejaron de dirigirle la palabra cuando vieron que todos los días Ana extraía de su bolsillo un paquete de papel marrón que contenía carne y grasa e incluso un bizcocho dulce.
Todas lo sabían, pero a Ana le importaba bien poco, habida cuenta de que Sofía comenzaba a sanar. Notaba la repugnancia feroz de sus compañeras: era como si sus miradas le rasparan la piel como el papel de lija. Las prisioneras murmuraban cubriéndose la boca con la mano e incluso en la zona de trabajo la señalaban con el dedo cuando los guardias se acercaban a ella con una sonrisa. De todas formas, los sucios pensamientos de las otras mujeres eran incluso más clementes que los suyos propios acerca de sí misma. No obstante, ello no la detuvo y cada noche surgía de detrás del barracón de las herramientas con comida en el bolsillo y llamas en el vientre.
Una noche, mientras deslizaba diminutos trozos de carne de cerdo entre los labios agrietados de Sofía, vio que los ojos de mirada febril se clavaban en su rostro como si trataran de descubrir qué era real y qué un truco de su mente confusa.
—Ana —dijo la enferma en un áspero susurro.
—Estoy aquí.
—Cuéntame... algo... feliz.
Una gran oleada de ternura envolvió a Ana. Estaba de pie junto a la litera superior de Sofía y apoyó la cabeza contra el brazo de su amiga. ¿Cómo era posible que algo que parecía tan muerto estuviera tan caliente?
—Háblame, Ana. —La voz era tan apagada que solo parecía una vibración del aire—. Dime más cosas sobre Vasili.
Ana deslizó una pasa de uva entre los labios de Sofía. Ella nunca probaba ni un bocado de los alimentos, porque el mero hecho de pensar de dónde provenían le provocaba náuseas.
—Mastica —ordenó, y comenzó a hablar.
—La llamábamos la Isla de los Piratas. Era pequeña y estaba en el centro del lago de la magnífica propiedad de los Dyuzheyev. Los únicos que habitaban la isla eran los cisnes. Había dos, los llamábamos Napoleón y Josefina porque eran sumamente desagradables, siempre chillaban y agitaban las grandes alas blancas como ángeles furiosos caídos del cielo. Un perezoso día de verano Vasili decidió que atacaríamos la isla, así que nos metimos en el bote de remos fingiendo que éramos las mejores tropas del zar Nicolás que expulsaban a los aborrecidos piratas finlandeses de las tierras rusas. Vasili había hecho unas espadas de madera para los dos.
»“Vamos, capitán Konstantin, rema con más fuerza», rugió Vasili como si nos encontráramos en medio del océano, azotados por un huracán.
»El sol brillaba en las aguas y el aleteo de los insectos hacía vibrar el aire. Una mariposa de un resplandeciente color azul se posó en la gorra de Vasili y yo aplaudí, encantada, de manera que estuve a punto de perder el remo. La verdad, la idea de invadir la diminuta isla me ponía bastante nerviosa.
»“Vasili”, le advertí, “no creo que los cisnes, quiero decir los piratas, se muestren muy amistosos.”
»“Pues claro que no, capitán, esos malditos son unos auténticos piratas, ¿verdad? Protegen muy bien su tesoro, pero juntos los derrotaremos y les cortaremos la cabeza.”
»“Pero tú eres el general y yo solo un capitán, o sea que tú estarás al mando, ¿no?”
»No quería bajar a tierra, pensé que sería perfecto si nos limitábamos a flotar en el bote para siempre, pero poco después la quilla chocó contra la orilla de la isla. Vasili se llevó el dedo a los labios, remontamos la orilla rocosa en silencio y nos arrastramos entre los matorrales; de pronto Vasili soltó un grito de dolor, se llevó una mano al pecho y cayó de rodillas en el fango.
»“¡Vasili!”, chillé.
»“Me han disparado, capitán Konstantin”, dijo, soltando un resuello.
»“¿Qué?”
»“Los piratas han acabado conmigo”, añadió, y se retorció en el suelo como si agonizara. “Ahora todo depende ti, mi valiente capitán. Habrás de atacar su campamento tú sola.”
»“Vasili”, dije en tono enfadado, y tiré de sus suaves cabellos castaños como un pajarito. “No seas tonto.”
»“¿Eres un miserable cobarde, capitán?”
»“¡No!”
»“Sabía que podía confiar en ti, soldado. Toma, coge mi espada. Cuando ataques, no te olvides de soltar un terrorífico alarido para expulsar a los malditos piratas de la isla.
»Lo contemplé, horrorizada. Él mantenía los ojos cerrados y sus miembros jóvenes y fuertes estaban tendidos en el suelo, sin vida. ¿Por qué no podía estar tendida junto a él, herida por los piratas? Horrorizada, miré en torno con rapidez, imaginando peligrosos picos de punta negra y ojos amarillos de brillo amenazador acechando tras cada arbusto. Recogí la larga espada de Vasili, pero con mano temblorosa.
»“Vasili”, susurré, “los cisnes son más grande que yo.”
Al ver que él no se movía, avancé con paso vacilante hacia el centro de la isla.
—Ahora iré a por los cisnes.
Él no contestó. Agucé el oído por si un cisne se acercaba, pero solo oí el palpitar de mi corazón; estaba tan aterrada que hasta me olvidé de respirar; vi que el viento hacía temblar las hojas y supe que sentían el mismo temor que yo. Iba a morir.
Eché a correr y, soltando un chillido espeluznante y haciendo girar ambas espadas en círculo, me abrí paso entre los matorrales, cuyas ramas me azotaron la cabeza. Josefina me oyó en el acto y se lanzó contra mí con la cabeza alzada y las alas extendidas soltando un grito de guerra ensordecedor. Arremetí contra ella blandiendo las espadas y durante un segundo el cisne retrocedió por la sorpresa... y me dejé engañar. «Esto es fácil, soy un gran guerrero y puedo...»
»Josefina se lanzó contra mí con los ojos soltando chispas, me derribó y caí de espaldas al tiempo que ella lanzaba el largo y sinuoso cuello hacia atrás, dispuesta a atacar con el gran pico amarillo abierto. Estaba a punto de devorarme. Grité y alcé la espada, pero antes de que el cisne o yo pudiéramos movernos, un brazo fuerte me alzó del suelo y, con un grito de batalla capaz de partir el mundo en dos, mi salvador echó a correr hacia la orilla entre las ortigas. Josefina nos persiguió como un demonio infernal, pero montamos en el bote de un brinco y nos alejamos de la isla. Mi general me había salvado, pero yo estaba tan enfadada que me negué a sentarme junto a él en el banco. Ni siquiera me digné a dirigirle la palabra.
»“Venga ya, princesa, no te pongas de morros. Ha sido una aventura genial”, dijo, salpicándome con el remo.
»“¿Por qué, Vasili, por qué lo has hecho?”
»“Ven aquí, Anochka”, dijo, me obligó a sentarme en el banco a su lado y me dio un beso en la cabeza. “No te enfades. Ha sido para demostrarte que puedes hacer todo, todo lo que quieras, que bastará con que decidas hacerlo. Tienes el corazón de un león.”
»Me acurruqué contra él y su blanca camisa de hilo se cubrió de manchas verdes cada vez que lo tocaba.
»“Pero tenía mucho miedo”, gemí.
»Todos tenemos miedo algunas veces, cariño. El truco consiste en convertir el temor en una pelota, meterla en el bolsillo y seguir adelante. Tal como has hecho hoy.”
»“La próxima vez, tú serás el pirata y te atravesaré con mi espada”, anuncié en tono altanero.
»Él sonrió y de pronto la mirada de sus ojos grises se ensombreció y me rodeó con sus brazos.
»“Pronto llegarán tiempos terribles a Rusia, Anochka. Lo único que saciará la sed de nuestro pueblo es la sangre y será duro para nuestras familias. Necesitarás hasta la última pizca de tu valor. Todo lo anterior era para demostrarte que puedes hacer mucho más de lo que crees. Quiero que estés preparada.”
»“Estoy preparada”, susurré.
Una sonrisa dichosa había curvado los labios de Sofía.
«¿Cómo quieres que no ame a tu Vasili, Ana?»