12

—¿La has visto?

Deslumbrada por el sol, Elizaveta Lishnikova entornó los ojos y dirigió la mirada a lo largo de la aldea, hacia la izba del gitano.

Niet. No —contestó Pokrovski mientras martilleaba el último clavo en un casco bien engrasado y cortaba la punta metálica con pinzas.

La yegua de pelaje color hígado no dejaba de volver la cabeza y tirar de la brida: quería ver qué estaba haciendo el herrero, quien se sorprendió al descubrir que, por una vez, el animal se comportaba correctamente. La yegua soltó un largo suspiro, como si estuviera agradecida de que el mal rato ya hubiese quedado atrás.

—No —repitió Pokrovski—, el gitano afirma que es su sobrina política.

—¿Le crees?

—No.

Cuando la maestra entró en la herrería con su habitual paso firme y decidido, el hombre estaba trabajando en el patio a un lado del taller. Siempre disfrutaba de las visitas de Elizaveta, aunque ella le exigía respuestas como si él fuese uno de sus delgaduchos alumnos. El día era caluroso y húmedo y él disfrutaba de su trabajo, pero de pronto tomó conciencia del sudor que empapaba su cabeza rapada y del tufo a caballos que despedía su delantal de cuero. Ella siempre ejercía ese efecto sobre él, hacía que se sintiera torpe y corpulento en vez de hábil y poderoso.

Elizaveta llevaba un largo vestido negro muy ceñido en torno a su estrecha cintura y todo en ella era delicado y femenino, como el pequeño cuello de encaje blanco y el modo en el que su delicado pañuelito asomaba de una manga, demasiado tímido para aventurarse más allá. Pokrovski echó un vistazo a sus elegantes uñas cuando ella fijó una peineta de carey en sus cabellos grises y luego las comparó con las suyas, duras, negras y grasientas.

—Yo tampoco le creo —comentó la maestra.

—Entonces ¿por qué está aquí esa muchacha?

—¿Tú qué crees?

Ambos intercambiaron una mirada. Esa mujer siempre lo obligaba a pensar por su cuenta, como si ella no supiera las respuestas de antemano. Él pasó la lima por encima del casco de la pata trasera de la yegua y manifestó lo que la maestra seguramente ya estaba pensando.

—Es una confidente, la han enviado para que nos espíe.

—Pero ¿por qué Rafik, que siente un gran amor por nuestra aldea, acogería a alguien como ella?

—Porque... —Pokrovski hizo una pausa, deslizó una mano a lo largo de los músculos de la pata de la yegua y soltó el casco, se incorporó y se frotó las manos con un trapo sucio colgado de su cintura—. Solo soy un simple herrero, Elizaveta, tú eres la que tiene cabeza.

Sus palabras la hicieron reír, una risa cantarina, y le golpeó las costillas con la punta de su sombrilla.

—¿Simple? ¡Tú no eres simple!

El herrero soltó una risita y la condujo al interior del taller, donde le sirvió un vaso de vodka sin consultarla; él también se sirvió uno y lo vació de un trago, mientras que ella se lo bebió a sorbitos, como si fuese té.

—Me robó el hacha —dijo él—, pero Zenia me la devolvió.

Elizaveta lo contempló, sorprendida.

—Me pregunto por qué esa desconocida haría algo así.

—¿Tal vez quería cortar leña? —aventuró Pokrovski, arqueando una poblada ceja.

—Muy gracioso —se limitó a replicar Elizaveta—. La pregunta es la siguiente: ¿no será que Stírjov la ha enviado aquí para espiarnos?

—Rafik jamás acogería a un espía de ese cabrón de Stírjov.

—Lo haría si quisiera vigilarla.

—¿Crees que se trata de eso?

—Tal vez. —Elizaveta apuró el vaso de vodka con gesto elegante y deslizó la mirada por encima de las herramientas y la fragua. Después asintió con la cabeza y, sin volverse, dijo—: Esta noche debe llegar otro paquete, amigo mío.

Petrovsky se escanció otro vaso.

—Aquí estaré, puedes contar con ello —dijo, y dio cuenta del trago.

—Alguien viene, es una mujer.

Sofía habló en tono sereno, pero dio un respingo, alarmada al ver la figura femenina que se dirigía a la casa del gitano, avanzando en medio del ocaso. Resultaba difícil reprimir la reacción de miedo; estaba sentada en el peldaño de la puerta con la mejilla apoyada en una mano y la mirada clavada en la aldea. Observaba las vacas que regresaban de los prados, avanzando con pasos pesados, y al grupo de hombres que se dirigían a la reunión en la vieja iglesia.

La velada en la izba del gitano no transcurrió con facilidad. Conversar resultaba imposible, pues, ¿cómo mantener una conversación en esas desconcertantes circunstancias sin hacer preguntas? Pero si uno hacía preguntas, alguien estaba obligado a contestarlas, y eso significaba escuchar mentiras. ¿Y quién tenía ganas de escuchar mentiras?

—¿Quién es? —preguntó Rafik.

Zenia abandonó la silla ante la mesa donde había estado picando un montón de hojas de color pardusco, se acercó a Sofía y entornó los ojos, procurando distinguir la figura que avanzaba en medio de la penumbra.

—Es Lilya Diméntieva.

—¿La acompaña el niño? —preguntó Rafik.

—Sí.

Cuando la mujer y el niño se acercaron, Sofía se puso tensa. Sin embargo, no había motivo de inquietud, porque Lilya Diméntieva no le prestó atención, como tampoco a las aves talladas en el dintel. Tenía unos veinte años, era menuda y delgada, de rostro de expresión impaciente y largos cabellos castaños sujetados con un pañuelo. Su vestido azul marino estaba limpio y planchado, a diferencia de la desastrada falda y la blusa de Sofía, pero el niño pequeño aferrado a su mano iba descalzo y necesitaba un buen baño.

—Zenia, quiero...

—Espera, Lilya —dijo la gitana en tono brusco—. Pasa —añadió, indicando a la desconocida, que permanecía sentada en el peldaño en silencio—. Esta es mi prima y cuidará de Misha, ¿verdad, Sofía?

—Con mucho gusto —dijo ella, y le tendió una mano al pequeño.

—Aguarda aquí, Misha —dijo la madre, quien lo desprendió de sus faldas y desapareció en el interior de la izba con Zenia.

Sofía y el niño se estudiaron mutuamente con expresión solemne. El pequeño, que tendría tres o cuatro años como mucho, llevaba algo que parecía una desechada camisa militar demasiado grande para él.

—¿Quieres sentarte a mi lado? —preguntó ella, palmeando el tibio peldaño.

El niño vaciló, jugueteando con un rizo rubio.

Ella se deslizó a un lado para dejarle espacio.

—¿Quieres que te cuente un cuento?

—¿Va de soldados?

—No, trata de un zorro y un cuervo. Creo que te gustará.

El niño le tendió la mano y ella la cogió. Era suave y polvorienta. El niño se acomodó en el peldaño como un gatito, pero dejó cierto espacio entre los dos: ya había aprendido a ser cauteloso.

—Esta casa no me gusta —susurró, y sus pupilas se dilataron en la penumbra—. Está llena de... oscuridad —soltó y, como si hubiese dicho algo malo, se cubrió la boca con una mano.

Sofía rio con suavidad y el niño le cubrió la boca con la otra mano en el acto. Ella percibió el sabor a cebolla en los labios y le apartó la mano con lentitud.

—No —dijo, procurando tranquilizarlo—, Rafik es un hombre bueno y esta casa es igual que cualquier otra casa de Tivil. —No mencionó el techo con el remolino de planetas ni el ojo inmenso—. No has de tener miedo.

Misha le palmeó la rodilla.

—Cuéntame el cuento —pidió.

Ella cerró los ojos y se apoyó contra la jamba de madera de la puerta. Notó su solidez desde la nuca hasta las caderas y se sorprendió al percatarse de que Misha también se había inclinado y que apoyaba el hombro contra sus costillas. En la habitación a sus espaldas oía el murmullo de voces. Abrió los ojos y sonrió al niño.

—Érase una vez un zorro llamado Rasta que vivía en un bosque verde y oscuro, en lo alto de las montañas, entre las nubes.

—¿Un bosque como el nuestro?

—Exactamente igual que el nuestro.

La oscuridad se había tragado la alta cresta asomada al valle, pero ellos aún la veían en su imaginación. En algún lugar aulló un zorro.

—Ahí está Rasta, reclamando su historia —dijo Sofía.

Envueltos en el aire nocturno, tan silencioso que parecía estar escuchando sus palabras, Sofía comenzó a narrarle a Misha la historia del zorro que se hizo amigo del cuervo. Antes de que le hubiese contado la mitad de la historia, el niño apoyó la cabeza en su regazo y su respiración se volvió lenta y pesada. Ella le retiró una cascarilla de cebada del cabello. Mientras le acariciaba la mejilla con la punta de los dedos, consciente del cuerpo tibio del niño apoyado en su rodilla y el resplandor de la lámpara de queroseno que titilaba detrás de ella entre las voces, casi logró engañarse a sí misma y creer que había encontrado un hogar.