55

El aeroplano volaba hacia el norte, por encima de ríos sinuosos de aguas tranquilas que atravesaban un vasto paisaje acuoso e incoloro, cubierto por un velo de brumas. Los motores del M-17 vibraban, y para Mijaíl, sentado en la cabina de pasajeros, era como si cada golpe de los pistones palpitara en sus venas, proporcionándole una maravillosa sensación de libertad.

Hacía mucho tiempo que no sentía eso, que no se sentía tan a gusto, lo cual era demencial, porque, desde cualquier punto de vista, sabía que se encontraba en un aprieto considerable. Sin embargo, de algún modo todo eso carecía de importancia allí en las alturas. Tenía a Sofía, volvía a volar y estaba firmemente decidido a encontrar a Ana Fedorina. La realidad de allí abajo, en la tierra, parecía muy lejana.

—¿Te encuentras bien?

Sofía apartó la mirada de la ventanilla y le sonrió, esa pequeña curvatura de sus labios que tanto lo seducía.

—Muy bien.

—Es tu primer vuelo. ¿No estás nerviosa?

—No, me encanta. ¿A qué altitud nos encontramos?

—A unos tres mil metros.

Ella asintió, pero parecía tensa; él estiró el brazo a través del estrecho pasillo que los separaba y acarició el de ella para tranquilizarla.

—Es la constante vibración —dijo—. Si no estás acostumbrado resulta inquietante.

Ella volvió a asentir. No habían hablado mucho en el avión porque en la pequeña cabina se oía todo. Había nueve asientos, cuatro a cada lado del estrecho pasillo central y uno en la cola. Los dos miembros ayudantes del escuadrón, encargados de proyectar las películas y distribuir los panfletos, estaban sentados en la parte delantera, pero bastante cerca, de manera que las conversaciones no eran privadas ni mucho menos.

—¿Hasta dónde volaremos? —preguntó Sofía en voz baja.

—El Kokodril puede recorrer setecientos kilómetros sin repostar.

—¿Recorreremos esa distancia?

—Sí.

Ella lo miró con aire de incredulidad antes de inclinar la cabeza hacia atrás y soltar un silencioso grito de alegría.

—Creí que solo nos alejarían... de ese prado y nos dejarían en algún sitio no muy lejos —dijo, tratando de hablar en tono indiferente.

—No —contestó él, riendo por si alguien los escuchaba—, el capitán nos lleva a dar un paseíto considerable. Quiere que evalúe el resultado de estos viajes propagandísticos y tú, que eres mi asistente, debes tomar notas.

—Desde luego —contestó Sofía, adoptando el tono recatado de una secretaria, pero puso los ojos en blanco y fingió teclear en el aire. Mijaíl tuvo que morderse la lengua para reprimir la risa. Mientras las sombras de las nubes se deslizaban por encima de la llanura, ella preguntó—: ¿Fuiste tú quien organizó esto?

—Sí.

Sofía asintió, calló unos momentos y miró por la ventanilla. Por fin se volvió hacia él.

—¿Y Piotr?

—Estará perfectamente. Zenia cuidará de él en mi ausencia.

Ella parpadeó, pero Mijaíl no sabía por qué. ¿Acaso estaba enfadada con el muchacho?

—No me esperaba eso de Fomenko —murmuró.

Él la contempló durante un momento prolongado. «Chyort! ¿Todavía seguía pensando en ese hombre?» Inclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. «Concéntrate en Ana Fedorina —se dijo—, esta es tu única oportunidad. Concéntrate en ella.»

El Kokodril aterrizó. La pista de aterrizaje estaba cubierta de baches y el avión se agitó al tomar tierra, pero se detuvo con rapidez y ambos descendieron. Desde el aire la ciudad de Novgorki era una fea costra negra en el paisaje, pero en tierra su aspecto era aún peor, más gris y sombrío. Tras horas de no ver casi nada excepto bosques de pinos, ríos de centelleos plateados y ocasionales y frágiles aldeas pegadas a las orillas, la mugre y la miseria de las calles de la ciudad septentrional de Novgorki les recordaron con cuánta facilidad los seres humanos podían convertir un lugar en algo feo.

Era una localidad construida especialmente para la industria metalúrgica, sembrada de chimeneas que se elevaban al cielo gris y enrarecían el aire vomitando gases químicos. Pero, curiosamente, a Mijaíl le agradó. En ese lugar sin pretensiones percibió un trasfondo de algo salvaje tan intenso como los efluvios del azufre, una ciudad al borde de la civilización. Aquello le convenía.

Le dio las gracias al piloto del Kokodril con un apretón de manos. Sofía observó a los dos hombres con aire pensativo, pero no hizo ningún comentario, sino que se limitó a depositar un beso en la mejilla del piloto y este se ruborizó hasta las raíces de sus rojos cabellos.

Mijaíl se alegró de verse obligado a caminar hasta la ciudad porque el paseo les daba tiempo para comentar lo que les esperaba. Para cuando llegaron al centro de Novgorki ya había atardecido, pero en julio los días eran largos y de noche apenas oscurecía. Como de costumbre, la vía principal era la calle Lenin, bordeada por una hilera de deteriorados edificios de cemento; todos eran del mismo gris monótono y entre ellos había algunas bajas tiendas de madera que tenían un aspecto más permanente que el cemento. Baches llenos de agua de lluvia perforaban la calle, incluso a esa hora recorrida por camiones y coches que aprovechaban las horas de luz.

—¿Y ahora qué? —dijo Sofía, mirando en derredor con cautela.

—Buscaremos una cama y un lugar donde comer.

Grupos de hombres ocupaban las esquinas, con cigarrillos colgando de los labios y botellas en los bolsillos. Mijaíl se acercó a uno con un espeso bigote al estilo de Stalin que lanzó una mirada lasciva a Sofía, pero les indicó el camino a un dormitorio de obreros, un edificio lúgubre donde mostraron sus documentos de identidad y pagaron unos rublos por adelantado. Les ofrecieron un par de catres y de edredones sucios en dos dormitorios comunales separados.

—Es mejor que nada —comentó Mijaíl.

Ella arqueó una ceja con aire dubitativo.

—¿Has notado que por aquí casi no hay mujeres? —preguntó cuando volvieron a salir.

—Por eso tenemos que cuidarte mucho.

Recorrieron la calle principal, conscientes de los ojos que los observaban.

—Otro ejemplo de estos tiempos —masculló Sofía en voz baja, indicando los escaparates vacíos con un irónico gesto de la cabeza.

Incluso a esas horas muchas de las tiendas seguían abiertas y escogieron una ferretería de aspecto próspero para su propósito. El interior olía a resina de pino y polvo, y un hombre mofletudo de baja estatura los saludó desde detrás del mostrador, sin despegar la vista de Sofía.

—Buenas noches —saludó Mijaíl, recorriendo la tienda con la mirada—. Veo que estás ocupado.

El lugar estaba desierto, no había ningún cliente, pero al menos localizó algunos artículos en los estantes. Un saco de clavos y tornillos, una caja de bisagras, pinceles y algunas latas de queroseno... pero no de pintura, desde luego. A lo largo de las paredes había esterillas y una selección de herramientas de segunda mano, mientras que sartenes de zinc colgaban de las vigas del techo, lo bastante bajas como para golpearse la cabeza si uno no prestaba atención. Pero detrás del tendero había estantes que mostraban una hilera de cajas de cartón sin etiquetar y Mijaíl sospechó que contendrían las mercancías más buscadas para los mejores clientes. Recogió un rollo de lona del suelo y lo arrojó sobre el mostrador. Sofía permanecía a su lado en silencio.

—¿Eso es todo? —preguntó el tendero, rascándose una axila.

—No.

—¿Qué más?

—Tengo algo para vender.

La mirada del comerciante se encendió y le echó un vistazo a Sofía.

—Lo que está en venta no soy yo —apuntó ella en tono incisivo.

El hombre se encogió de hombros.

—De vez en cuando sucede.

Mijaíl apoyó el puño en el mostrador.

—¿Qué habitante de esta ciudad podría querer un objeto de valor?

—¿Qué clase de objeto?

—Uno que vale dinero de verdad, no... —dijo, deslizando una mirada de desprecio en derredor—, no kopeks de Novgorki.

El hombre contempló a Mijaíl con los ojos entornados mientras sus dientes manchados de nicotina roían el labio inferior.

—Muy bien —dijo, y señaló una puerta cubierta por una cortina situada en el fondo de la tienda—. Tú, camarada, ven conmigo, y tú —añadió, indicando a Sofía—, aguarda aquí.

Antes de que el tendero pudiera reaccionar, Mijaíl saltó por encima del mostrador y lo empujó contra las cajas aferrándole la garganta con una mano. Notó que el hombre luchaba por respirar.

—No te confundas, camarada —le siseó al oído—. No soy uno de tus necios palurdos. No entraré a ciegas ahí para que me embosquen y me atraquen mientras me roban a mi mujer. ¿Me has comprendido?

Da —dijo el hombre, resollando y con los ojos desorbitados.

Mijaíl retiró la mano y lo dejó respirar. Los ásperos jadeos del tendero resonaron en el silencio de la polvorienta tienda.

—Bien —dijo Mijaíl, sin dejar de presionar al tendero contra las cajas—, regresaré aquí mañana por la mañana a las ocho, solo durante cinco minutos. Si conoces algún comprador dispuesto a conseguir una joya que vale más de lo que ganarías en diez vidas, tráelo aquí. ¿Has comprendido?

El hombre asintió con la cabeza.

Do zavtra, hasta mañana —gruñó Mijaíl. Cogió el rollo de lona, agarró a Sofía del antebrazo y abandonó la tienda.

—Al final va a resultar que eres algo más que una cara bonita —dijo Sofía.

Él sabía que le tomaba el pelo, pero en ese momento sus labios no sonreían.

—Tuve que hacerlo, Sofía. Era la única manera de demostrar a ese hombre que hablaba en serio. Esta es una ciudad dura, amor mío, se respira el peligro. No me mires con esa cara de reproche.

—Podría haber sacado un arma.

Mijaíl dio una palmadita a la pistola cargada que llevaba oculta bajo el delgado cinto, la que le había robado al oficial detrás del camión Gaz.

—Entonces tú le hubieras disparado —dijo, y le besó la punta de la nariz.

Sin embargo, ella se estremeció. Mijaíl le rodeó los hombros con un brazo para abrigarla, pues ninguno de los dos llevaba ropas apropiadas para la fresca noche septentrional, pero ella se apartó.

—No lo hagas —dijo en tono furioso—, no corras riesgos.

Él soltó una carcajada y, cuando Sofía le pegó un puñetazo en el pecho, le cogió la mano y la atrajo hacia sí.

—Todo esto es un único peligro enorme, amor mío, ¿qué más da correr uno o dos pequeños riesgos?

—No te mueras —susurró ella.

—Tengo la intención de vivir hasta los cien años, siempre que me prometas cumplir tú los mismos a mi lado.

—¿Para remendarte los calcetines y prepararte la comida? —preguntó ella en tono burlón.

—No, querida, para calentarme la cama y dejar que bese tu dulce cuello.

Ella lo besó.

—Te calentaré la cama y dejaré que me beses —canturreó—, si tú me remiendas los calcetines y me preparas la comida durante cien años.

—Trato hecho —respondió él, riendo.