23
Al principio ambos guardaron silencio. Sofía se inclinó hacia delante y, bajo sus manos, notó la dureza de los músculos a ambos lados de las costillas de Mijaíl. En cuanto sus pies dejaron de tocar el suelo cuando él la alzó y la sentó en la grupa del caballo fue como si se desprendiera de la carga del pasado: un gran fardo de aguzadas ramas muertas que había arrastrado y que abandonó en el camino.
Tendría que recogerlas. Sabía que lo haría, desde luego, pero más adelante, porque en ese momento se sentía despierta, dichosa y viva, y lo único que importaba era encontrarse allí, montada en ese caballo. Él estaba tan cerca que percibía su aroma masculino, limpio y fresco, y observaba la curva de su cráneo y notaba que el cuello de su camisa estaba deshilachado allí donde le rozaba la piel. Quería abrazarlo, estrecharlo entre sus brazos, presionarse contra su cuerpo y sentir la espalda de él, entibiada por el sol, contra sus pechos, desprenderle la camisa y la chaqueta, apoyar la mejilla contra la piel desnuda y oír los latidos de su corazón.
Sin embargo, se limitó a rodearle la cintura con los brazos y dejó que su cuerpo se moviera al ritmo de las zancadas del caballo, que avanzaba a buen paso. Pasaron junto a campos de patatas cuyos largas hileras de matas se extendían hasta donde alcanzaba la vista, de vez en cuando rodeadas de una nube de tréboles en flor que atraían a las golosas abejas. ¿Y ella? ¿También era una golosa abeja atraída por su flor particular?
Pero Mijaíl no le pertenecía. Ella lo estaba robando. Un dolor le atenazó el pecho, sus dedos aletearon por encima de las costillas de él y Mijaíl volvió la cabeza.
—¿Te encuentras bien?
Sofía vio sus largas pestañas oscuras y una sombra en un punto de la mandíbula que la navaja de afeitar no había alcanzado.
—Perfectamente. Tu caballo debe de tener un lomo fuerte para cargar con dos personas sin esfuerzo aparente.
Mijaíl apoyó una mano afectuosa en el cuello de su montura y masajeó los fuertes músculos.
—Para Zvezda tú y yo no pesamos más que el ala de una mosca, está acostumbrado a arrastrar pesados carros por Dagorsk durante todo el día.
—¿Para tu fábrica?
—No, para una empresa soviética de transporte. No creerías que descansaba todo el día en un pesebre, masticando heno y en compañía de una yegua joven para distraerlo, ¿verdad? —dijo, riendo—. Porque estoy seguro de que es así como el camarada Stírjov pasa sus jornadas.
Ella notó que la risa de Mijaíl vibraba bajo sus costillas y un torrente de dicha le recorrió las venas.
—Tienes la lengua muy suelta, Mijaíl —comentó, y señaló una paloma torcaz que aleteaba por encima de sus cabezas—. Creo que ese pájaro está a sueldo del subdirector Stírjov e informa de todas nuestras palabras a su amo.
Él volvió a reír y le apuntó a la torcaza con dos dedos, imitando una pistola.
—No, ahora en serio —dijo ella—. Deberías ser más cauto.
Mijaíl se encogió de hombros, como si ella le hubiese cargado un peso molesto en la espalda.
—Tienes razón, ya lo sé. A estas alturas debería haber aprendido la lección. Por eso acabé aquí en este páramo, en vez de... —dijo, e interrumpió sus palabras con un suspiro.
—¿En vez de dónde?
—Moscú.
—¿Querías ir a Moscú?
—Me gustaba la fábrica de aeronaves Túpolev.
—¿Por eso Rafik te llama «piloto»?
—Sí. Pero en realidad nunca lo he sido; soy ingeniero, trabajaba en el diseño de los motores y las pruebas de estrés de los aviones ANT.
—Eso debía de ser muy emocionante.
Se produjo una pausa. Dos libélulas iridiscentes volaron a la par de ellos durante un segundo, antes de regresar al río.
—Sí —se limitó a responder.
—No cabe duda de que eso es algo muy distinto a una fábrica de prendas de vestir en medio de la nada —comentó ella como sin darle importancia al tema—. Las máquinas de coser no sirven para volar.
Mijaíl volvió a reír, pero esa vez sus carcajadas no parecían sinceras.
—Sí, en estos días mis pies no se despegan de la tierra.
No resultaba difícil imaginarlo volando a través de las nubes, con los ojos brillantes de alegría, allí en lo alto, y disfrutando de la libertad del cielo azul, pero ella no hizo las preguntas obvias, no intentó descubrir el porqué y el cómo, sino que se limitó a apoyar la mejilla contra su hombro. Siguieron cabalgando en silencio y ella notó que el hilo que los unía se tensaba y los atraía.
Tras varios minutos y como si fuese capaz de leerle el pensamiento, Mijaíl dijo en tono inexpresivo:
—Me despidieron. Escribí una carta a un amigo de Leningrado en la que me quejaba de que, por mera incompetencia, una parte del equipo tardaba muchísimo en llegar a la fábrica N22, y eso a pesar de que el propio Stalin afirmaba que se había comprometido a expandir la industria aeronáutica, que era su máxima prioridad.
—Una estupidez —murmuró Sofía al tiempo que le daba un golpecito en la cabeza. El tacto de sus cabellos era suave.
—Sí, fui un estúpido —dijo, y se inclinó hacia atrás en la silla, presionando el hombro contra la mejilla de ella—. Debería haberme dado cuenta de que controlarían la correspondencia de todos los empleados que trabajaban en un proyecto tan sensible. Fui un imbécil. No me enviaron a un campo de trabajos forzados de Siberia solo gracias a la intervención del propio Andréi Túpolev. Pero me trasladaron aquí, en medio de la nada, como bien has dicho. Pero soy un ingeniero, Sofía, no un maldito comerciante de prendas de vestir.
—Tuviste mucha suerte —declaró Sofía, y se enderezó—. Debes tener cuidado, Mijaíl.
—Reconozco que ya tuve un par de encontronazos con Stírjov y su comité del raion. Soy un ingeniero, y desde todos los grandes procesos públicos que se celebraron con fines propagandísticos contra los ingenieros ya no se fía de mí y siempre quiere interferir.
—¿Qué procesos propagandísticos? —preguntó Sofía casi sin proponérselo, y enseguida quiso tragarse sus palabras.
—Tienes que haber oído hablar de ellos, todo el mundo lo sabe. Los procesos contra los ingenieros industriales. El primero fue el proceso Shakhty en 1928. ¿Lo recuerdas? Cincuenta técnicos de la industria del carbón. El fiscal Krylenko acusó a esos pobres desgraciados de estar confabulados con poderes extranjeros, de quitarles el pan de la boca a las masas hambrientas y de traicionar a la patria.
Ella notó que la espalda de Mijaíl se tensaba.
—Hubo un clamor general para que condenaran a muerte a esos hombres, a los que obligaron a confesar delitos absurdos e increíbles y a comportarse como borregos ante el tribunal. Traicionaron a toda la industria ingeniera, nos humillaron. Nos pusieron en peligro.
Él calló bruscamente y Sofía se preguntó qué se le había pasado por la cabeza, pero no tardó en averiguarlo.
En un tono de voz absolutamente diferente, Mijaíl añadió:
—Para ignorarlo todo acerca de los procesos tendrías que haber estado ciega, sorda y muda. Fueron un inmenso espectáculo y Stalin aprovechó para difundirlo en todos los diarios y emisiones de radio, en los noticieros y en las carteleras. Nos bombardearon con las noticias durante meses.
De pronto dejó de hablar.
—Estaba enferma —mintió Sofía.
—Ciega y sorda... —murmuró él— o en una situación que te impedía por completo acceder a cualquier periódico.
—Estaba enferma —repitió Sofía.
—Sabes leer, ¿no?
—Sí. Pero tenía... fiebre tifoidea. Estuve enferma durante meses y no me enteré de nada.
—Comprendo.
Lo dijo en tono tan frío que ella se estremeció. Hicieron el resto del camino en silencio.
Mientras Sofía recorría las calles de Dagorsk junto a Mijaíl, la pequeña ciudad parecía oprimirla. Los edificios, del mismo gris de las lápidas, se apiñaban, tanto los viejos y ruinosos como los nuevos, deslucidos y miserables. Capas de mugre cubrían la escasa belleza de algunas moradas elegantes y antiguas; nadie pintaba sus desconchadas puertas y ventanas porque en esos días la pintura escaseaba tanto como los mirlos blancos; el traicionero pavimento estaba resquebrajado. Dagorsk había sido una tranquila población con un mercado, semioculta en las laderas orientales de los montes Urales, pero desde que en 1929 Stalin juró civilizar a los retrógrados campesinos de Rusia y liquidar la clase social de los kuláks, los granjeros acaudalados, Dagorsk se había incorporado al siglo XX por la fuerza. Las austeridades del comunismo proyectaban una sombra sobre la población: los escaparates se convirtieron en agujeros negros y vacíos, y resultaba imposible obtener cualquier clase de bienes.
El hollín de las chimeneas de las fábricas construidas en el linde de la pequeña ciudad ennegrecía el aire y los habitantes también habían cambiado. Las conversaciones relajadas y los rostros conocidos desaparecieron a medida que bloques de viviendas nuevos e intimidantes y miserables casas de vecinos se llenaban de forasteros en busca de trabajo. O aún peor, de forasteros obligados a exiliarse en esa remota región por delitos cometidos contra el Estado. Dagorsk estaba atestada de personas que evitaban las miradas ajenas, al tiempo que la suspicacia y la paranoia se extendían por las calles. Sofía se sentía inquieta.
—Aquí siempre hay mucho ajetreo —dijo Mijaíl mientras se apresuraban a dejar atrás una iglesia en ruinas con la cúpula en forma de bulbo—. Por eso decidí trasladarme a la pacífica y tranquila Tivil, aunque no estoy muy seguro de que mi hijo esté muy contento con el cambio. Todavía es joven y creo que preferiría el bullicio de Dagorsk.
—No. Me parece que le gusta el campo, sobre todo el bosque.
—Puede ser. Lo qué sí he visto es que le encanta trabajar en la herrería de Pokrovski durante sus ratos libres —comentó en tono complacido—. ¿Y tú?
—Me disgustan las multitudes.
—Ya lo he notado.
Mijaíl le lanzó una sonrisa y ella se dio cuenta que desde que habían dejado el caballo en el patio de la empresa de transportes y empezaron a recorrer el laberinto de calles a pie, abriéndose paso a través del gentío, se había acercado cada vez más a él. Él acortó sus pasos y caminó más lentamente, su cuerpo rozaba el de Sofía, percibía su inquietud. Ella notaba el peso del brazo de Mijaíl a su lado y la proximidad de su hombro. ¿Acaso la sonrisa significaba que le había perdonado?
—A mi tía soltera tampoco le gustaban las multitudes, prefería los cerdos —dijo Sofía, tratando de provocarle otra sonrisa.
—¿Cerdos?
—Sí. Sobre todo una gigantesca guarra llamada Koroleva. Dos veces al año la llevaba a las montañas para aparearla con el verraco de un granjero que vivía en el valle vecino y que ascendía a la montaña desde el otro lado, tanto si llovía como si lucía el sol. Pasaban unos cuantos días allí arriba, lejos de las multitudes, mientras los cerdos disfrutaban de algo más que los piñones. Después volvían a sus casas hasta la próxima vez.
—Apuesto a que producían buenas camadas tras recorrer todo ese camino.
—Sí, camadas sanas y fuertes, pero de niña tardé años en comprender que Koroleva no era la única que disfrutaba de buena compañía en la cima de la montaña, puntualmente como un reloj.
—Eso acabas de inventártelo —dijo él, lanzando la cabeza hacia atrás y soltando una carcajada.
—No, es la pura verdad —contestó Sofía, ruborizándose.
Los dos se detuvieron un momento, intercambiando sonrisas. A ella le encantaba el sonido de su risa en un mundo en el que la gente había olvidado cómo producir ese sonido. Él la tomó del brazo y la condujo a lo largo de las sinuosas callejuelas hasta la plaza central, alejándola de las manos de los mendigos que tironeaban de su falda y se clavaban en ella como púas. Después de unos minutos se detuvieron en un ancho cruce donde hora tras hora unos altavoces difundían uno de los discursos de Stalin, leído por Yuri Levitan. Haciendo caso omiso de la larga cola de mujeres delante de la panadería, Mijaíl miró a Sofía fijamente y la cogió de los hombros. La curiosidad brillaba en la mirada de sus ojos grises y el eco de la sonrisa anterior curvaba sus labios.
—¿Qué estás haciendo aquí exactamente, Sofía?
—Rafik me ha encargado que vaya a la farmacia de la calle Kírov.
Sabía muy bien que él no se refería a eso, que quería saber qué estaba haciendo en Tivil, pero aún no estaba preparada para decírselo. Todavía no. Era demasiado pronto para hablarle de Ana, demasiado pronto para estar segura de que no la delataría a las autoridades..., porque, si lo hacía, cualquier esperanza de salvar a Ana estaba perdida. Mijaíl la contempló fijamente, luego le cogió la mano, extrajo un billete de cincuenta rublos y lo depositó en la palma de ella.
—Ahora debo dejarte, Sofía. Ve a comprarte un poco de comida —dijo, y le rozó la mejilla con la punta del dedo—. Has de engordar un poco.
Ella notó que su mano era muy masculina, y hacía tanto tiempo que no entraba en contacto con la masculinidad... La palma era ancha y las uñas, cortas y duras. Sofía tomó aire, había llegado el momento de hacer la pregunta.
—¿Me darías un empleo, Mijaíl?
—Sofía, yo...
—Estoy dispuesta a hacer lo que sea —añadió apresuradamente—. Barrer el suelo, engrasar máquinas, tipografiar facturas... Y también sé coser, si...
El rugido de una moto apagó sus palabras, pero no antes de que notara la expresión consternada de Mijaíl.
—Lo siento, Sofía. Todos los días se forman largas colas de personas delante de la fábrica, personas que solo son patéticos montones de huesos envueltos en harapos, personas que están desesperadas.
—Yo estoy desesperada, Mijaíl.
Él frunció el ceño y recorrió su cuerpo con una mirada que la abochornó.
—Tú no estás muriendo de hambre —replicó en voz baja.
—No, es verdad, no muero de hambre gracias a Rafik, pero...
—Y podrás trabajar en la granja colectiva —añadió él, volviendo a sonreír—. Me han dicho que eres la famosa conductora de tractores que este otoño aligerará el trabajo de los cosechadores.
—Trabajar en el koljós no me sirve —replicó ella en tono impaciente—. Haré todo lo que pueda por ellos, podré dormir bajo techo y tendré comida en el estómago, pero eso no me proporcionará lo que necesito, que es... —Sofía se interrumpió.
—¿Dinero?
—Sí.
—Lo siento, Sofía, pero no puedo hacerlo.
—¿Ni siquiera uno o dos días a la semana?
—Me parece que no lo comprendes —dijo él en tono sombrío—. No puedo proporcionarle un empleo a todo el mundo. Debo escoger, escoger entre quienes ganan dinero suficiente para comer ese día y quienes no —añadió, y su mirada se volvió tan dura como el pavimento bajo sus pies—. Estoy obligado a decidir quién vive y quién muere. Es... —apartó la mirada y la dirigió hacia el otro extremo de la calle— es mi castigo.
—Por favor —susurró Sofía, avergonzada de verse obligada a suplicar. Ambos se contemplaron—. Supone la vida o la muerte, Mijaíl. Si no fuese así no te lo pediría. Necesito dinero.
Durante unos instantes él clavó la vista en su rostro y ella se vio a sí misma a través de su mirada; de pronto se sintió asqueada ante lo que debía de parecerle su propia codicia y dio un paso atrás.
—Bueno, al menos piénsatelo —dijo, procurando sonreír para restar importancia al asunto—. Gracias por traerme hasta aquí en tu caballo. Y por esto —dijo, alzando el billete.
Bajó de la acera y esquivó una carretilla que transportaba montones de viejos periódicos sujetados con alambre. La decepción estaba a punto de asfixiarla. Lo había estropeado todo.
Cuando alcanzó la otra acera se volvió para saludarlo con la mano y vio que Mijaíl no se había movido: la observaba fijamente, pero ya no estaba solo. A su lado apareció una delgada figura femenina que llevaba un ligero vestido veraniego en cuyo dobladillo había un remiendo, pero que a diferencia de la andrajosa falda de Sofía estaba limpio y planchado. Se conmocionó al reconocer a Lilya Diméntieva, la misma mujer a la que la noche anterior había visto tan íntimamente entrelazada con Mijaíl, la que había acudido a la casa de Rafik para susurrarle algo a Zenia. La madre de Misha. Esa misma.
Sonreía a Mijaíl con una mirada seductora de sus ojos castaños y, mientras Sofía los observaba a ambos, lo cogió del brazo y frotó el hombro contra el de él como una gata. Después se alejaron calle abajo.
Sofía estaba furiosa, quería romper algo frágil entre los dedos, algo parecido al delgado cuello de Lilya Diméntieva. Estaba furiosa con Mijaíl aunque sabía que no tenía ningún derecho sobre él.
Recorrió la calle Ulitsa Gorkova a grandes zancadas sin prestar atención al gentío, como si pudiera dejar atrás la ira causada por aquel pequeño y posesivo gesto de Lilya. No lo logró: la abrasaba por dentro como las llamas del infierno.
Cuando Sofía abandonó la lúgubre farmacia y salió a la calle Kírov iluminada por el sol, aferró el paquete de Rafik y se dirigió calle abajo, en dirección a las fábricas que se apiñaban a orillas del río. Allí el Tiva se ensanchaba hasta convertirse en una ajetreada vía pública donde largas y negras barcazas atracaban junto a los almacenes mientras hombres gritaban y arrojaban cabos. Sofía contempló la superficie inquieta y grasienta de las aguas y se preguntó hasta dónde podría llegar con un pequeño bote a remo. No cabía descartar ninguna posibilidad.
No tardó en encontrar la fábrica Levitski, un feo edificio de ladrillo rojo de tres plantas que se elevaba junto a la fangosa orilla, en cuya parte trasera se alzaban grúas que asomaban por encima del río y en la delantera, una serie de puertas de madera de pino lo bastante grandes como para dar paso a un carro. A un lado aparecía una moderna ampliación de cemento con hileras de amplias ventanas a través de las cuales los rayos del sol debían de inundar el edificio.
«¿Ella está ahí dentro? ¿Contigo, Mijaíl? ¿Le tiendes un vaso de chai en este preciso momento? ¿O le enciendes el cigarrillo, rozas sus dedos con los tuyos y te inclinas hacia delante para oler su perfume e incluso echas un vistazo al escote de su ligero vestido de verano?»
Lentamente, el rubor le cubrió las mejillas. Permaneció ante la fábrica durante una hora; luego meneó la cabeza y se alejó, abriéndose paso entre los bezprizorniki, los golfillos de mejillas hundidas que hurgaban entre la basura procurando sobrevivir y tratando de vender cualquier cosa a los transeúntes. Ese día eran apestosos cigarrillos marca Sport a razón de diez kopeks cada uno.
Sofía volvió sobre sus pasos hasta la plaza Lenin, donde predominaba una imponente estatua de bronce del mismísimo Vladímir Ilich Lenin con el brazo en alto exhortando a las masas. A su lado aparecían los vistosos plakati de propaganda donde ponía Smert Kapitalizmu!: ¡Muerte al capitalismo! y ¡Obreros del mundo, uníos!
La primera persona a la que vio fue Zenia. La muchacha gitana estaba de pie, a la sombra de las grandes ramas de un tilo que se alzaba junto a los tablones de anuncios de los periódicos, con un brazo desnudo rodeando el cuello de un joven que le apoyaba una mano en la cintura. El joven llevaba un uniforme de corte militar y una gorra de color azul claro: el de la OGPU, la policía de seguridad estatal. Sofía se volvió rápidamente en dirección contraria, pasó junto al pasaje abovedado de un mercado y desapareció al otro lado de una esquina.
—¿Y a quién tenemos aquí? Al parecer, se trata de la bella conductora de tractores de Tivil.
Era el camarada subdirector Stírjov, del raion. Y le impedía el paso.