18

Campo Davinski
Julio de 1933

Ana robó media patata de la cocina del campo. Robar empezaba a dársele bien, ¿o acaso se debía a que se estaba volviendo invisible? Era bastante posible.

Cuando se miraba los brazos y las piernas lo único que veía bajo las picaduras de los mosquitos era un esqueleto cubierto por una película gris casi transparente, tanto que los huesos destacaban debajo de esta en toda su blancura. A veces los tocaba con un dedo... para comprobar su resistencia, se decía a sí misma, pero en realidad lo hacía para asegurarse de que aún estaban allí.

No quería robar la patata, como tampoco el pan que hurtó la semana anterior o el grasiento trozo de carne de cerdo del que se apropió la semana antes de esa, porque cada vez sabía que la descubrirían, como así solía ocurrir.

Un chillido de protesta de una de las cocineras, una mano que la aferraba y la arrojaba al suelo... pero siempre demasiado tarde, porque ya se había metido el trozo de comida en la boca antes de que pudieran arrebatárselo. Soportaba los azotes de castigo y rezaba para que los palitos blancos debajo de la piel no se quebraran. De momento habían resistido, aunque en una ocasión estuvieron a punto de romperse. Si volvían a descubrirla robando, le dispararían un tiro en la cabeza.

Notó el trozo de patata descendiendo por su esófago milímetro a milímetro y bajando hasta el estómago, donde se acomodó, tibio y reconfortante como un amigo. Se pegó una palmadita en la cavidad donde suponía que aún estaba su estómago: no, no como un amigo. A causa de una amiga, a causa de Sofía.

Ana sonrió y se sintió invadida por una dicha absurda. Había logrado algo positivo, se había mantenido con vida un día más, y esa vez resultó tan fácil que le pareció increíble.

—¡Eh, tú! —le había gritado un guardia, ese que tenía las cejas cubiertas de costras, cuando permaneció en el patio después de que pasaran lista—. Ven aquí. Bistro!

Cuando se movía, Ana tenía que concentrarse de forma consciente para deslizar un pie hacia delante, después el otro y luego una vez más el primero. Era como empujar troncos de árboles cuesta arriba; ella avanzaba con lentitud y el guardia estaba impaciente, así que le golpeó el codo con la culata del rifle.

—Descarga esas cajas y llévalas a la cocina. Y hazlo con cuidado, suka, zorra estúpida. Son nuevos.

Resultó así de sencillo. Mover cajas, descargas cazos. Mantener la vista baja. Colocar cada cazo de hierro en un estante. Deslizar una patata en el bolsillo. Sin palizas. Sin encierro en una celda de castigo.

—Por ti, Sofía —musitó, y se frotó el lugar satisfecho ocupado por la patata. Se lo había prometido a sí misma y también a Sofía, pero la espera era dura, y una y otra vez tuvo que luchar contra la idea de que tumbarse en el suelo y morir era mucho más fácil. Soltó un áspero jadeo y empezó a toser.

«¿Vendrás, Sofía? ¿O tal vez la vida allí fuera es demasiado bonita?»

—¡Escuchad! —exclamó Ana con el hacha aún alzada, interrumpiendo su tarea de cortar ramas—. ¡Escuchad eso!

Las otras prisioneras titubearon.

Era el canto de un ave, una nota pura y sedosa que ascendía y descendía con el dulce sonido de la libertad. El corazón de Ana se encogió.

—Sigue con tu labor, no seas insensata —gruñó la moscovita de baja estatura que había trabajado todo el día a su lado con la precisión de una máquina.

—Es bello —insistió Ana.

—¿De qué me sirve la belleza? No puedo comerla.

Ana volvió a cortar ramas de árbol. El pino alto y elegante estaba tendido a sus pies, rígido como un soldado caído y rezumando su pringosa resina. Hacía mucho tiempo que ya no sentía pena por el bosque y la sistemática masacre de miles de árboles, porque en un campo de trabajos forzados no había lugar para semejantes sentimientos. Lo único que existía era el trabajo, el sueño y la comida. Trabajar. Dormir. Comer. Sobre todo comer. De vez en cuando se asustaba cuando sentía que empezaba a perder su humanidad, temiendo estar convirtiéndose en un animal del bosque, masticando ramitas y rascando la tierra en busca de raíces.

Y entonces un pajarillo de color pardo había abierto el pico y el sonido que emitió hizo que volviera a formar parte de la especie humana, que recordara un vals de Chopin y los brazos de un hombre joven rodeándola. El corazón se le encogió de dolor.

—Sí —dijo, dirigiéndose a la espalda encorvada de la moscovita—. Puedes alimentarte de belleza.

Blyad! —exclamó la mujer en tono desdeñoso—. Estarás muerta antes de que acabe el año.

Ana no tenía la menor intención de morir. Al menos no de momento.

Clavó el hacha en la aromática madera blanca con gesto decidido, desprendiendo las últimas ramas y avanzando hasta el siguiente tronco de la hilera. En torno a ella, hasta donde alcanzaba su vista, figuras encorvadas cortaban, cercenaban y maldecían por entre los miles de pinos talados, preparándolos para ser transportados río abajo. Ana pegó una palmada a los voraces insectos posados en su piel empapada de sudor; ese día los mosquitos la torturaban más que de costumbre, el sol le abrasaba la piel, calentando ese paisaje anegado, y el zumbido de los mosquitos flotaba por encima del cenagoso terreno. Los insectos enloquecían a todos, pero ella le había prometido a Sofía que aguantaría.

«Date prisa, Sofía.»

No se permitía considerar que tal vez su amiga estaba muerta. Era una idea demasiado dolorosa, demasiado negra y demasiado grande como para caber en su cabeza. Para alejar este temor observaba el bosque todos los días, procurando detectar un movimiento entre los árboles, una sombra que no debería estar allí. Recordaba con total claridad la primera vez que vio a Sofía. Fue en el invierno de 1929, poco después de que Ana llegara al campo, cuando aún era inexperta y blanda, como la leña que estaba cortando.

Davay! Davay! En marcha, escoria de la tierra.

Los guardias patearon la nieve endurecida, tenían prisa por desplazar las brigadas de prisioneras hasta la siguiente tala de pinos, situada a una versta de distancia.

Bistro! ¡Deprisa!

Ana había maldecido su hacha. Era demasiado pequeña y poco afilada, y la hoja se había quedado atascada en la madera.

Bistro!

Ana se había arrodillado en la rama, agrandando la distancia entre esta y el tronco, y logró arrancar el hacha. Todo le dolía: los músculos de la espalda, la piel que le cubría las rodillas, las llagas de los pies, los tendones de las muñecas, hasta los dientes. Y entonces le salieron unas lesiones en la cara y eso la asustó. Golpeó las últimas dos ramas con la herramienta una y otra vez, pero un nudo duro como el hierro se resistía a los hachazos y Ana empezó a entrar en pánico.

Desesperada, tironeó de la rama con las manos, consciente de que las otras brigadas avanzaban, pero se le desgarraron los guantes y sintió un dolor punzante en los dedos. Entonces una mano fuerte y musculosa la agarró del hombro y la apartó con brusquedad antes de que pudiera protestar. Un hacha trazó un amplio arco a un palmo de su mejilla, un borrón azul en el aire blanco, una hoja muy afilada cortó la rama y esta aterrizó en la nieve con un chasquido, seguida casi de inmediato por la segunda rama. El árbol estaba desnudo y listo para ser arrastrado.

Ana había observado a la dueña del hacha. Era una joven alta, envuelta en el tosco uniforme reglamentario del campo debajo de una chaqueta acolchada, con su número de prisionera en la parte delantera y la espalda, y un gorro de lana con orejeras atado bajo la barbilla. Capas de harapos le cubrían las piernas y en los pies llevaba zapatos confeccionados con corteza de abedul y viejos neumáticos, todo sujetado con un cordel.

Spasibo —dijo Ana, agradecida.

Los hachazos suponían gastar energía y allí la energía era como oro en polvo, así que nadie la malgastaba en los demás. La salvadora de Ana la contempló con sus grandes ojos azules, y su tez era tan gris como el cielo. Pero no presentaba lesiones.

Spasibo —repitió Ana.

—No lo haces bien —dijo la otra prisionera—. Has de levantar el hacha por encima de la cabeza, así cobra impulso.

Entonces se encogió de hombros y se dispuso a alejarse.

—Me llamo Ana —gritó ella a sus espaldas.

La joven se volvió y le lanzó una mirada pensativa, con los ojos entornados a causa del viento.

—Me llamo Sofía.

Eso fue en 1929, hacía solo cuatro años, pero parecía una eternidad. En la época en la que cuatrocientos gramos de repugnante pan negro al día eran como morir de hambre, cuando este escaso alimento le pesaba en el estómago como arcilla mientras se esforzaba por trabajar más duro en el bosque, porque su técnica con el hacha había mejorado. El comandante del campo dejó muy clara la siguiente regla: cuanto más trabajaran, tanto más comerían. Así que solo cuando su brigada cumplía toda la cuota Ana recibía su ración completa de setecientos gramos de paiok.

—Vendería mi alma por setecientos gramos de pan.

Su intención no había sido pronunciar estas palabras en voz alta, pero durante esos primeros días, cuando aún se estaba adaptando al hecho de encontrarse prisionera, había descubierto que hacía cosas extrañas: de noche, cuando sus sueños se volvían demasiado dolorosos, se clavaba las uñas en los muslos con tanta fuerza que sus carnes se cubrían de verdugones escarlatas, y también había empezado a pronunciar sus ideas íntimas en voz alta. Eso la preocupaba; estaba perdiendo el control y solía echar un vistazo en derredor del barracón para comprobar si alguien la había oído.

La mayoría de las mujeres se apiñaba en los extremos, donde las estufas proporcionaban un poco de calor, no suficiente como para evitar que una delgada capa de hielo cubriera la parte interior de las mugrientas ventanas, pero sí lo bastante para crear una ilusión de tibieza. Otras permanecían tumbadas en sus camastros en silencio. El barracón albergaba diez literas de tres camastros superpuestas, apretujadas las unas contra las otras a ambos lados del recinto; cada cama consistía en una dura tabla destinada a acoger dos personas, pero ocupada por cinco todas las noches. A veces era imposible darse la vuelta o hacer algo que no fuera permanecer inmóvil, tendida de costado: los huesos de las caderas no tardaron en cubrirse de llagas y existía un orden jerárquico que determinaba que las más fuertes y más en forma ocuparan los camastros superiores. Aquella noche, a la luz de las lámparas, algunas de las mujeres jugaban a cartas confeccionadas con trozos de papel y un grupo discutía en voz alta en una de las camas superiores al tiempo que negociaban por la majorka y la sal.

—Tu alma no vale setecientos gramos de chleb.

Desconcertada, Ana alzó la vista. Era la voz de Sofía, la muchacha que la había ayudado. Ana estaba sentada al borde de su tabla en la cama inferior, sometida a las corrientes de aire, intentando remendar un agujero de su guante. La aguja que había fabricado con una astilla de madera y el hilo que había desenrollado de la manta le servían bastante bien pese a la escasa luz de las lámparas de queroseno.

—Mi alma —dijo Ana con firmeza— vale un buen desayuno. Y no me refiero a la asquerosa papilla de kasha que nos dan por la mañana.

La joven alta la escudriñó con sus ojos azules, como si fuese un espécimen recientemente descubierto bajo un microscopio. Sofía estaba apoyada contra el montante de la cama de Ana y parecía cansada; una manta marrón oscura le envolvía los hombros y, en comparación, su cabello rubio platino parecía más brillante. Lo llevaba corto, al igual que todas las demás: la solución obligatoria de las autoridades al problema de los piojos. Su tez presentaba el matiz grisáceo de la malnutrición, pero sin llagas ni lesiones, y sus dientes eran asombrosamente blancos.

—Me refiero a un desayuno de tres huevos fritos, de yemas amarillas como el sol y claras esponjosas como las nubes estivales, y una gruesa loncha de jamón, sonrosada y suculenta, rodeada de una fina tira de grasa que se derrite en la lengua como...

—Continúa, continúa —dijo la babushka ucraniana, tocando la espalda de Ana con un dedo huesudo.

La mujer estaba tendida en el diminuto espacio de su cama a espaldas de Ana, quien creyó que estaba dormida, porque por una vez no tosía, pero la mención de la comida incluso penetró en sus sueños.

—El pan —susurró la anciana—, háblame del pan que acompaña los huevos y el jamón.

—El pan es blanco, recién salido del horno, tan ligero y tierno que absorbe la yema del huevo como una esponja y sabe divinamente.

—¿Y el café? ¿También hay café?

—Oh, sí. —Ana cerró los ojos y soltó un suspiro de placer que se desplegó en su interior como un delicado abanico que casi había olvidado cómo abrir—. El café es tan negro y cargado que su aroma... —ella y la anciana inspiraron profundamente en un intento de percibir su fragancia—, basta para que se te haga...

—Ya basta.

Ana abrió los ojos.

—Basta —dijo Sofía, con una mirada oscura y colérica—. ¿Por qué te torturas?

—Un día volveré a saborear esos huevos y ese café. Lo juro —contestó Ana en tono feroz.

Dura! Eres tonta —replicó Sofía, y se alejó en dirección al otro extremo del barracón.

Ana observó a la joven mientras esta se encaramaba a su litera superior y se cubría con la manta marrón, arrebujándose como un animal en su madriguera.

El dedo huesudo volvió a clavarse en la espalda de Ana.

—¿Y manzanas? ¿Rodajas de manzanas con canela?

—Sí —contestó ella—. Y un cuenco de mermelada de ciruelas de color violeta oscuro y cubiertas de sirope.

—¿Sabes una cosa, malishka?: vendería mi alma temerosa de Dios por un desayuno como ese antes de morir.

Ana se volvió y sonrió a la anciana, cuyo cuerpo estaba cubierto de llagas. Acarició la piel de la mano de la babushka con mucha suavidad, porque eran tan delgada que el menor roce podía dejar moretones oscuros como la tinta.

—Yo también —susurró.

La mujer se esforzó por incorporarse. Su pecho frágil como el de un pajarillo luchó contra el primer ataque de tos y cerró los ojos.

—El infierno no podría ser peor que este lugar —murmuró Ana—, ¿verdad?

Al día siguiente uno de los guardias la llamó.

—¡Eh, tú! ¡Ven aquí!

El sufrimiento de todas las noches ya había llegado a su fin. La acción de pasar lista, la poverka, era un procedimiento interminable; a veces se prolongaba durante horas a pesar de que las prisioneras apenas lograban mantenerse en pie tras un día de duro trabajo en el bosque. El proceso seguía hasta que los números de las prisioneras alineadas en estrictas filas en la Zona coincidían con los que aparecían en las listas que el comandante sostenía en la mano. El procedimiento se repetía de manera rigurosa todas las mañanas y todas las noches, y todas las mañanas y todas las noches alguien moría. Con las fauces abiertas, los perros pastores alemanes sujetos a sus cadenas observaban cualquier movimiento en las filas.

—Tú —gritó el guardia—, número 1.498. Ven aquí.

Cuando un guardia escogía a una mujer entre el grupo siempre suponía un problema. Ana se cubrió las orejas con el pañuelo para apagar el sonido de esa voz arrogante y se concentró en seguir caminando. Se ocultó entre un grupo de prisioneras que avanzaban hacia el refugio de los barracones para escapar del viento que congelaba el aire en sus pulmones. El cielo nocturno era una vasta extensión negra y aterciopelada como un gato, tachonado de estrellas e iluminado por la luna llena, cuya luz proyectaba feas y pálidas sombras sobre los rostros y transformaba los largos cobertizos en ataúdes.

Ana oyó el chasquido de un rifle, señal de que una bala entraba en la recámara. Se volvió y se enfrentó al guardia; era joven, apenas había empezado a afeitarse. Ella ya había notado que la observaba y que su mirada voraz, más repugnante que los piojos, le recorría la piel. Avanzó por el suelo helado acercándose a ella con aire fanfarrón, con el rifle bajo el brazo y el cañón apuntando directamente al lugar entre las piernas de ella donde él clavaba la mirada, aunque Ana estaba envuelta en una falda y una chaqueta acolchada.

—Número 1.498.

—Sí —contestó ella, sin alzar la vista.

Contempló el suelo a los pies del guardia y cruzó las manos a la espalda, tal como debían hacer las prisioneras cuando un vigilante les dirigía la palabra.

—Dicen que estás dispuesta a vender tu alma. —El corazón de Ana palpitó aceleradamente y alzó la vista—. ¿Es verdad? —preguntó el guardia con una sonrisa taimada.

—Era una broma, nada más. Tenía hambre.

Las stukachs eran unas asquerosas soplonas. Estaban por todas partes, como las ratas de dientes amarillos, intercambiando una pizca de información por un mendrugo de pan. No se podía confiar en nadie; el precio de sobrevivir en el campo era muy elevado.

El guardia le rozó la mejilla con el rifle, arañó una de las lesiones y la obligó a volver la cara mientras presionaba la boca del cañón contra su garganta por debajo del nudo del pañuelo. El metal estaba muy frío y ella notó que su corazón empezaba a latir más lentamente.

—¿Tienes hambre ahora? —preguntó.

—No.

—Creo que mientes, prisionera 1.498.

El guardia le sonrió y se relamió los labios ásperos. Estaba de espaldas al foco más próximo, que proyectaba un haz de luz amarilla en la oscuridad de la Zona, de manera que sus ojos parecían profundos agujeros negros en el rostro. Ana sintió el impulso de clavar los dedos en ellos.

—No —repitió.

—Tampoco es tu alma lo que quiero.

—Entiendo.

—En ese caso, ¿venderías tu cuerpo a cambio de un buen desayuno?

Extrajo un paquete envuelto en papel marrón del bolsillo de su abrigo, se colgó el rifle del hombro, desenvolvió el paquete y se lo tendió. El viento agitó el papel y los pliegues soltaron un chasquido. Contenía dos huevos y una delgada loncha de carne de cerdo. Ana casi soltó un sollozo; clavó la mirada en los huevos, en su redondez parda, en las delicadas manchitas grises, blancas y marrones, en la perfecta curvatura de las cáscaras. Ni siquiera osó contemplar la carne.

—Qué, ¿lo harías?

El guardia se había movido; estaba de pie a su lado, respiraba entrecortadamente y el vapor de su aliento formaba pequeñas nubecillas de deseo a la luz de la luna. La boca de Ana se llenó de saliva. Sabía que algunas mujeres del campo aceptaban favores de un guardia, acudían a ellos para que las protegieran. Esas mujeres no tenían lesiones en la cara y la muerte no asomaba a sus ojos; se ocupaban de la cocina o del lavadero del campo en vez de trabajar en los campos de muerte del bosque. ¿Tan malo era querer seguir con vida?

De mala gana, apartó la vista de la belleza de los huevos y la clavó en el joven rostro del guardia, y en ese momento descubrió que sus facciones expresaban soledad, la necesidad de algo parecido al amor aun cuando no lo fuera. Él estaba atrapado allí tanto como ella, tenía más o menos su misma edad y estaba apartado de todo lo que conocía y apreciaba. Rusia les había robado la vida a los dos y el guardia ansiaba desesperadamente algo más. Un poco de contacto humano, dejar una marca de sí mismo en un mundo inexpresivo y sin rostro. Podría ayudarles a ambos a sobrevivir. El cuerpo famélico de Ana se inclinó hacia el otro, joven y fuerte.

—¿Un buen desayuno? —susurró él con voz seductora.

—Que te den —replicó ella, y se alejó en medio de la oscuridad.