10
—¡Corre, Piotr, corre!
Piotr Pashin avanzaba por la polvorienta pista a toda velocidad, moviendo los brazos y las piernas con fuerza y lanzándose hacia la cabeza de la competición. Nueve niños más le pisaban los talones, jadeando y sudando. Al ver que nada se interponía entre él y la meta, Piotr sintió un estallido de dicha; la meta solo era una estaca oxidada clavada en la dura tierra, pero en ese instante y a la luz del sol, resplandecía como si fuera de oro.
De repente percibió un aliento húmedo en el hombro desnudo y volvió la cabeza para echar un vistazo a su perseguidor. Un último esfuerzo y después una inclinación hacia delante, como si fuese un ave acuática arrancando algas, era lo único necesario para vencer a Yuri y ser el primero en cruzar la línea de meta. Pero en lugar de eso Piotr se refrenó, no tanto como para que resultara evidente, pero sí lo bastante para dejar que su contrincante se adelantara. Diez pasos más y Yuri atravesó la línea de meta. Piotr observó a los otros muchachos mientras estos se reunían en torno al vencedor, alborozados como cachorros en un intento de convertirse en su mejor amigo.
—Lo has hecho muy bien, Piotr. —Quien se había acercado a él era Elizaveta Lishnikova, su maestra—. Molodyets! ¡Enhorabuena!
Él alzó la vista rápidamente y vio que una sonrisa atravesaba su arrugado rostro. Piotr no provocaba esa sonrisa con excesiva frecuencia, así que se atrevió a confiar en que ese día se hubiera ganado una de las estrellas rojas. Elizaveta era muy alta, llevaba los gruesos cabellos grises en un moño y mantenía la espalda recta y tensa como uno de los nuevos postes de teléfono que empezaban a recorrer el paisaje. Su nariz larga y fina era capaz de olfatear una mentira a cien pasos de distancia.
—Has corrido muy bien, Piotr —dijo.
—Spasibo. Gracias.
Un instante después un cuerpo se abalanzó sobre su espalda, unos brazos lo asfixiaron y cayó al suelo polvoriento en medio de un remolino de brazos y piernas.
—Suéltame, Yuri, durachok.
—Has estado genial, Piotr, fantástico. Pero sabía que podía ganarte, lo sabía.
Yuri le pegó un puñetazo en el pecho que le hizo doler las costillas y alzó el brazo celebrando su victoria.
—Cállate, Yuri —dijo, pero no pudo dejar de sonreír.
Había algo en Yuri Gamerov que impulsaba a querer complacerlo. Era alto y fuerte, de abundantes cabellos rojos, y siempre se las arreglaba para ser el que mandaba, algo que Piotr envidiaba. Él era menudo y tímido, pero en compañía de Yuri se sentía más..., bueno, más vistoso y, por algún motivo que no acertaba a comprender del todo, ambos eran buenos amigos.
—Si os comportáis de esa manera tan inadecuada, niños, iréis los dos a limpiar los cristales de las ventanas de la escuela.
La voz de la maestra se había vuelto más dura, el tono al que Piotr estaba acostumbrado.
Las pesadas tareas del curso escolar habían llegado a su fin ese verano y todos participaban en el Campamento Veraniego de Jóvenes Pioneros que tanto le gustaba a Piotr. Pero de todas formas este tenía lugar en el patio de la escuela todos los días y era Elizaveta Lishnikova quien lo organizaba, de modo que las normas de conducta seguían siendo estrictas pese a que en realidad ya no asistían a clase.
—Salid de la pista. Estoy a punto de dar comienzo a la siguiente carrera.
Los muchachos se alejaron. El sol había bronceado sus espaldas desnudas y se tumbaron en la hierba, que les cosquilleó las piernas. Anastasia se acercó a ellos de inmediato.
—Ahí viene el ratón —dijo Yuri, soltando un gemido.
Tenía razón, desde luego. Anastasia Tushikova se parecía a un ratón: una nariz y un mentón pequeños y puntiagudos, una trenza de pelo pardusco delgada como la cola de un ratón, y unos pantaloncitos cortos demasiado grandes que hacían que sus piernas parecieran palitos rosados. Pero a Piotr no le molestaba su presencia, aunque jamás lo reconocería ante Yuri.
Anastasia se dejó caer en la hierba delante de ellos y estiró una mano. Estaba sucia; en la palma reposaba una galleta.
—Es tu premio por haber ganado la carrera —dijo, dirigiéndose a Yuri—. La maestra me dijo que te lo entregara —añadió. Se volvió y le lanzó una sonrisa muy dulce a Piotr. Tenía once años, la misma edad que él, pero parecía menor, sobre todo cuando sonreía así—. Tú también te mereces una galleta. Casi ganaste.
—«Casi» nunca es suficiente —dijo Yuri, y cogió la pechenka que Anastasia le tendía, la partió en tres trozos y los repartió.
—No —dijo Piotr, apartando la galleta—. Tú has ganado y tú debes comerla.
—Insisto —replicó Yuri—. La compartiremos a partes iguales, es lo que considero justo.
Eso era lo malo de Yuri: creía que debía aplicar el comunismo a todos los aspectos de su vida... y también de las vidas de todos los demás, incluso cuando se trataba de galletas. No era el caso de Anastasia.
—¡Qué rico! —maulló—. Miod. Sabe a miel.
Su parte de la galleta desapareció en su boca antes de que Piotr pudiera parpadear y la rapidez con que devoró el trozo lo abochornó; volvió a tenderse en la polvorienta hierba y notó su presión en la delicada piel de la espalda. Adoraba el cielo, el altísimo arco azul que se elevaba por encima de Tivil, con el sol como una esfera de oro que flotaba aguardando que la atraparan. Alzó los brazos para comprobar si podía tocarla, pero solo alcanzó un insecto que pasaba volando. Lo aplastó entre los dedos y se los limpió en el pantaloncito corto. Yuri se había incorporado y observaba la siguiente carrera, pero Anastasia se lamía los dedos con la minuciosidad de un gato limpiándose el pelaje.
Piotr entornó los ojos y dirigió la mirada hacia la espesura verde del bosque que se extendía por las abruptas laderas del valle y cubría las montañas que se elevaban más allá. La mujer de los cabellos color luz de luna estaba allí arriba, en alguna parte. Viviendo en el bosque. A lo mejor al día siguiente regresaría a hurtadillas a la vieja cabaña para ver si...
—Piotr —dijo Anastasia.
—¿Sí?
—Mira.
Su mano pequeña y huesuda señalaba más allá del grueso tronco del cedro que indicaba el límite de la aldea, hacia un punto lejano donde un remolino de polvo recorría el camino sin pavimentar acercándose a ellos a través de los llanos campos de coles situados a ambos lados. Nunca había mucho tráfico en el camino, en general se limitaba a unos cuantos carros al día y, muy de vez en cuando, a un coche o un camión. Uno de los niños de los Octubristas, un grupo formado por los más pequeños, también había descubierto la nube polvorienta y soltaba excitadas risitas tocándose la insignia fijada a su camisa; era una estrella roja y en el centro aparecía una imagen de Lenin: un bebé de cabellos rizados, el orgullo de todos los jóvenes Octubristas que la lucían. Piotr y Yuri ya eran demasiado mayores para eso, en su lugar llevaban la corbata escarlata triangular y el distintivo que indicaba que eran miembros de los Jóvenes Pioneros.
Piotr olvidó a la mujer del bosque y la misma excitación del niño pequeño se apoderó de él cuando vio quién conducía el carro que avanzaba valle arriba. Era Alekséi Fomenko.
El carro se detuvo ante el patio de la escuela. El caballo picazo que tiraba de él apoyó el borde del casco de la pata trasera en la tierra para descansar y soltó un sonoro relincho. Yuri se puso de pie de un brinco y arrastró a Anastasia consigo.
—Es el camarada Fomenko. Vamos a saludarlo.
—No.
Piotr también se puso de pie.
—¿Por qué no? —preguntó—. ¿Qué pasa?
—La semana pasada se llevó a Masha —contestó Anastasia con rostro inexpresivo, pero las pecas que sembraban su tez pálida destacaron como puntos de alarma—. Condujo ese carro hasta nuestro patio trasero y se la llevó.
—No, Anastasia.
Piotr no sabía qué decir. Masha era la última guarra de la familia Tushkov, lo último que les quedaba. Sin ella...
—Toma —dijo, y le dio su trozo de galleta.
Anastasia se lo metió en la boca.
—La cerda era muy bonita —dijo Piotr, y advirtió que una chispa de placer iluminaba los pálidos ojos de la niña, pero su puntiagudo mentón tembló. Apoyó las manos en la coronilla, de forma que los codos ocultaron su rostro, y se volvió.
Piotr notó un dolor en el pecho, pero no se debía a la carrera. Cogió a Anastasia de la muñeca y la presionó, porque fue lo único que se le ocurrió. Descubrir que era delgada como una spichka, una cerilla, lo impresionó: solo piel pálida, translúcida y tensa por encima de unos huesos de ratón. Echó un vistazo al resto de sus compañeros de clase ataviados con pantalón corto, las niñas vestidas de blanco, los muchachos con el torso desnudo. ¿Cuándo se habían convertido en espantapájaros? ¿Por qué no lo había notado?
—Es la tarea del camarada Fomenko —susurró.
—¿Llevarse a nuestra única guarra?
—Pues claro —dijo Yuri con mucha determinación—. Somos un koljós, una granja colectiva. Y él debe realizar bien su trabajo.
—Entonces su trabajo no es correcto.
Yuri negó enfáticamente con la cabeza.
—No digas eso, Anastasia. Podrías ir a prisión por ello.
—A lo mejor fue un error —sugirió Piotr.
—¿Crees que podría haber sido un error?
Una chispa de esperanza asomó a los ojos de Anastasia y Piotr se enfadó consigo mismo por haberla causado, pero en ese momento no soportaba la idea de decepcionarla. Se enderezó, se pasó una mano húmeda por los despeinados cabellos y tragó saliva.
—Iré a preguntárselo.
Alekséi Fomenko era el director del koljós de Tivil, la granja colectiva del valle llamada Krasnaya Strela: Flecha Roja. Aunque solo tenía treinta años lo controlaba todo: era él quien decidía los turnos de trabajo, adjudicaba los días laborables, se aseguraba de que la mano de obra ocupara sus puestos todos los días... y que las cuotas cumplidas fueran enviadas a tiempo al centro del raion.
Había llegado desde la oficina central de la oblast hacía cuatro años y puso orden en un poco organizado sistema de agricultura tan retrasado en el pago de impuestos y cuotas que todos los habitantes de la aldea corrían peligro de ser considerados un hato de saboteadores y enviados a la cárcel. Fomenko había impuesto orden. Piotr lo veneraba.
Fomenko estaba hablando con la maestra ante la escuela, un cuidado edificio pintado de blanco, de techo nuevo de tejas. Piotr pasó junto al carro, pero este era demasiado alto para echar un vistazo al interior, así que se dirigió a la parte posterior, donde una joven yegua de pelaje color hígado estaba atada al gozne de la plataforma. La yegua estaba inquieta, deseosa de recuperar la libertad. Piotr procuró calmarla, pero el animal no estaba de humor y trató de lanzarle una dentellada con sus grandes dientes amarillos, aunque la brida se lo impidió.
—Camarada director.
Era la primera vez que Piotr le dirigía la palabra a Alekséi Fomenko, si bien lo había visto a menudo y oído hablar de él en las reuniones políticas obligatorias celebradas en la sala de actos. Notó que se ruborizaba y dirigió la mirada a las botas de Alekséi Fomenko: eran unas botas excelentes, resistentes, producidas en una fábrica, no como las que llevaba su padre, cosidas a mano por un viejo zapatero medio ciego de Dagorsk.
—Ahora no, Piotr —dijo su maestra en tono firme.
—No, Elizaveta —intervino Fomenko—, escuchemos a nuestro joven camarada. Parece que tiene algo que decir.
Elizaveta Lishnikova se llevó la mano al apretado moño de cabello gris en un gesto de incomodidad, pero no dijo nada más. Piotr alzó la mirada hacia Alekséi Fomenko, agradecido por la calidez de sus palabras. Unos ojos grises y profundos lo observaban con mirada atenta; el rostro era firme, al igual que sus botas, las cejas rectas y espesas. Y pese a llevar una camisa holgada de trabajo parecía delgado... y autoritario, exactamente como Piotr ansiaba ser.
—Bien, ¿de qué se trata, joven camarada? ¡Habla!
—Camarada director, yo... eh... —Tenía las palmas de las manos calientes y húmedas y se las restregó contra sus pantaloncitos cortos—. Quería decirte dos cosas.
—¿Y qué son?
—La semana pasada te llevaste una guarra de la familia Tushkov, camarada director.
Fomenko entornó los ojos.
—Continúa.
—Solo que... verás, creí que tal vez se trataba de un error... y si te explicaba la situación, entonces...
—No fue un error.
—Pero ellos no pueden sobrevivir sin Masha. De verdad. —Sus palabras brotaron como un torrente—. Tienen ocho hijos, camarada director. Necesitan ese animal para vender sus crías. De lo contrario, ¿qué comerán? Y Anastasia está muy... —entonces notó que los ojos de Fomenko se hundían en sus cuencas, pero ignoraba lo que eso significaba— muy delgada —añadió con voz débil.
—Escúchame bien. —El director apoyó una mano en el hombro desnudo de Piotr; notaba la fuerza de esa mano y la mirada de los ojos grises—. ¿Quién crees que alimenta a los obreros de nuestras fábricas? ¿A todas las personas de los pueblos y las ciudades que confeccionan nuestras ropas, montan nuestras máquinas y elaboran nuestros suministros médicos, a todos los hombres y las mujeres de los astilleros y de las minas? ¿Quién los alimenta?
—Nosotros, camarada director.
—Así es. Cada koljós, cada granja colectiva y cada distrito deben cumplir con su cuota. Abastecen al raion, el distrito, y cada distrito abastece a la oblast, la provincia. De esta forma es como el gran proletariado de este vasto país se alimenta y se viste. Así que, ¿quién es más importante, joven camarada? ¿El individuo o el Estado soviético?
—El Estado soviético —contestó Piotr en tono apasionado.
Fomenko esbozó una sonrisa de aprobación.
—Bien dicho. Entonces ¿quién es más importante, la familia Tushkov o el Estado?
Ese repentino giro pilló desprevenido a Piotr, que sintió un ardor en el estómago. ¿Cómo había llegado a enfrentarse a esa elección? Bajó la vista, removió los pies en la hierba seca y volvió a clavar la mirada en las fuertes botas. Su dueño estaba esperando una respuesta.
—El Estado —musitó.
—Por eso me llevé la cerda —dijo Fomenko con suavidad—. ¿Comprendes?
—Sí, camarada director.
—¿Estás de acuerdo, consideras que hice lo correcto?
—Sí, camarada director.
—Bien —dijo, y retiró la mano del hombro de Piotr—. ¿Y qué era la segunda cosa de la cual querías hablarme?
Piotr se detestaba a sí mismo, ya no tenía ganas de hablar de la segunda cosa.
—¿Y bien? —insistió Fomenko.
—Es la yegua —murmuró Piotr—. La cuerda es demasiado corta y la brida está demasiado ajustada.
—Tienes buena vista, joven camarada. La yegua ha perdido una herradura. —Introdujo la mano en el bolsillo, extrajo una moneda de cincuenta kopeks y la lanzó al aire. La moneda brilló al sol—. Cógela. Veo que eres un chico listo y que entiendes de caballos. Lleva la yegua al herrero.
Piotr atrapó la moneda y dirigió la mirada a Elizaveta Lishnikova. Ella asintió con la cabeza.
—Llévate a Anastasia contigo —dijo en un tono sorprendentemente suave que, en general, reservaba para los niños pequeños.
Saber que ella había oído toda la conversación aumentó su bochorno. Se alejó de los adultos, desenganchó a la yegua y, al tiempo que recorría la polvorienta calle junto a Anastasia, le dio la moneda de cincuenta kopeks.
—Puedes quedártela —dijo.
—Gracias, Piotr. Eres el mejor amigo del mundo.