45

—¿Estás preparado?

—¿Acaso lo parezco?

Pokrovski acababa de salir de su banya, el cobertizo de baño situado detrás de la herrería, con una toalla alrededor de las caderas y una gran sonrisa en la cara. Elizaveta Lishnikova no estaba muy segura de lo que le resultaba más desconcertante: la sonrisa traviesa o su corpulento pecho desnudo. El sol estaba a punto de desaparecer tras la cresta de montañas, pero primero incendió las nubes occidentales, un rojo llameante que iluminaba la piel untada de aceite del herrero.

—Eres hermoso —murmuró ella—. Como Ulises.

—¿Cómo quién?

—Ulises. Un guerrero griego de... —Iba a decir la Odisea de Homero, pero en cambio solo apuntó—: De la antigüedad.

Pokrovski soltó una carcajada, flexionando los brazos para destacar sus grandes bíceps e impresionarla.

—Son como piedras —declaró.

—Más bien como rocas de granito —comentó ella.

Él volvió a reír y relajó los músculos, y ella se preguntó cómo sería tocarlos. Antes de su llegada a Tivil para ejercer de maestra hacía dieciséis años, su experiencia con el sexo opuesto se había limitado a bailar valses con oficiales de caballería o a pasear por los dorados jardines de Petrogrado del brazo de un elegante capitán de la marina. Incluso en aquel entonces había disfrutado al tocar sus duros músculos bajo el uniforme, pero esos hombres guardaban tan escasa relación con Pokrovski como las lagartijas de un brillante color anaranjado que se escurrían por debajo de su banya con los grises y monstruosos cocodrilos del Nilo.

En ese momento Elizaveta tenía cincuenta y tres años. Tal vez había llegado el momento de dejar esas niñerías de lado. Y varios habían pedido su mano pese a lo alta que era. Había rechazado tres ofertas de matrimonio, una negativa que angustió a sus padres. Incluso se había dejado besar por uno de sus pretendientes en la terraza; recordaba su áspero bigote y el sabor de un buen coñac en los labios, pero no había amado a ninguno de ellos y prefería estar sola a vivir en compañía de un necio.

—Pokrovski —preguntó con su voz de maestra—, ¿cuántos años tienes?

—Eso es algo personal.

—¿Cuántos?

—Cuarenta y cuatro.

—¿Por qué no estás casado?

—Eso no te incumbe.

—Supongo que asustas a las mujeres con esos grandes músculos de granito. Podrías estrujarlas hasta asfixiarlas.

—¡Ja! —Pero el herrero volvía a sonreír—. Tu problema, Elizaveta, es que crees saberlo todo. Ya que eres tan lista, dime: ¿cuántos años tienes y por qué no estás casada?

—No seas impertinente, Pokrovski. Vístete ahora mismo; si no te das prisa llegarás tarde esta noche. ¿No sabes que ni siquiera deberías hablar con una dama estando medio desnudo?

El herrero soltó otra sonora carcajada y se restregó la pequeña y cuidada barba con una de sus manazas antes de dirigirse a su izba. Elizaveta no se apresuró a seguirlo hasta la herrería, no quería que él creyera que era incapaz de mantener la calma y la indiferencia ante sus burlas, pero una vez en el interior de la izba, se sirvió una copa de vodka y la vació de un trago.

Solo entonces se permitió una sonrisa y osó imaginar a un heroico Ulises con un torso como ese.

Lo primero que oyó fue el tintineo dulce y argentino de una campana. Cinco purísimas notas en la oscuridad que no era tal, más bien era la inexistencia, y Sofía se preguntó si estaría muerta. ¿Era el toque de difuntos, de su propia muerte, lo que estaba oyendo? Pero entonces el tañido cambió, se extendió, aumentó y ondeó hasta convertirse en un sonido opulento que reverberaba en torno a ella y hacía vibrar el aire.

Sin embargo, el toque parecía surgir del interior de su cabeza, no del exterior. No solo lo oía: lo sentía. El gran badajo de bronce golpeando contra el delicado interior del cráneo, hasta que cada una de las notas bajas alcanzó un crescendo y Sofía temió que sus huesos estallaran como el cristal cuando una nota aguda lo golpea. Y a través de todo eso oyó una voz en el oído, suave como el amor pero tan clara que comprendió cada palabra.

—Vuela, ángel mío, vuela.

Ella bajó la vista por primera vez y descubrió que estaba flotando en lo alto, junto al último pináculo de un alto capitel que no formaba parte de ningún edificio: solo era una alta aguja de oro que perforaba el cielo, como la aguja del almirantazgo de San Petersburgo, que resplandecía al sol como la hoja de un sable en llamas cuando ella era una niña.

—Vuela, ángel mío, vuela.

Ella extendió los brazos con único movimiento fluido y descubrió que eran alas. Atónita, clavó la vista en las plumas, largas plumas blancas finas como telarañas, de un aroma tan salado como el del mar y que susurraban cuando ella respiraba. Movió las alas hacia arriba y hacia abajo con suavidad, flexionándolas y comprobándolas, pero su peso era mínimo. Mucho más abajo se extendía una ancha llanura ocupada por mujeres de cabellos plateados con los rostros vueltos hacia arriba, miles de pálidos óvalos, cada uno estirando los brazos por encima de la cabeza. Todas murmuraban:

—Vuela, ángel mío, vuela.

Sofía notó su aliento bajo las alas y se lanzó...

Abrió los ojos. No tenía ni idea de dónde se encontraba o cómo había llegado hasta allí, solo que estaba de pie en la oscuridad con los brazos extendidos a ambos lados, rodeada de cuatro figuras blancas con luces titilantes en las manos, llamas de velas y el aroma del sándalo. Del suelo se elevaba una bruma blanca que la envolvía. Sofía inhaló, una breve inspiración, y notó el sabor de agujas de pino quemándose. Entonces bajó la vista.

A sus pies, apoyado en el paño de color rojo sangre que había descubierto en el arcón de Rafik, había un pequeño brasero de hierro que contenía cosas imposibles de distinguir, pero todas ardían, todas soltaban chasquidos y siseos y se retorcían. Estaba descalza. Fuera del círculo de luz reinaba la oscuridad, pero de inmediato percibió que se encontraba en el interior de algo, en un sitio fresco y húmedo, en algún lugar de las profundidades del negro seno de la Madre Rusia. Las cuatro figuras que la rodeaban permanecían inmóviles y silenciosas, envueltas en vestidos blancos y holgados, ocupando cada uno de los puntos cardinales.

—Rafik —murmuró, dirigiéndose a la que se encontraba justo delante de ella.

Al pronunciar su nombre se dio cuenta de que ella también llevaba un vestido blanco, que produjo un susurro cuando bajó los brazos.

—Sofía. —La única palabra que pronunció el gitano fue como un roce fresco en su frente—. No temas, Sofía, eres uno de los nuestros.

—No siento temor, Rafik.

—¿Sabes por qué estás aquí esta noche?

—Sí.

Ignoraba cómo lo sabía, pero así era. Su mente luchó por liberarse, pero era como si sus pensamientos ya no le pertenecieran.

—Dilo en voz alta —indicó Rafik—. ¿Por qué estás aquí esta noche?

—Por Mijaíl.

—Sí.

Hubo un silencio prolongado al tiempo que las palabras se agolpaban en su boca, palabras que no parecían surgir de su propia mente.

—Y por la aldea, Rafik —añadió con voz clara—. Estoy aquí por la aldea de Tivil, para que viva una vida en vez de morir una muerte. Estoy aquí porque necesito estar aquí y estoy aquí porque así está escrito.

Apenas reconoció su propia voz; era baja y sonora y las palabras vibraban en el aire fresco. Se estremecía bajo el tenue vestido, pero no de miedo. Deslizó la mirada por las cuatro figuras, cuyos labios murmuraban palabras silenciosas que flotaban en la bruma, espesándola y agitándola sobre las mejillas de Sofía.

—Pokrovski —dijo, dirigiendo la vista hacia el hombre corpulento como un oso cuyos anchos hombros tensaban la blanca túnica—. Herrero de Tivil, dime quién eres.

—Soy las manos de la aldea. Mi labor es para el trabajador.

Spasibo, Manos de Tivil.

Luego apartó la vista del herrero y contempló la delgada figura de labios carnosos y mirada atrevida.

—Zenia —preguntó—, ¿quién eres?

—Soy una niña de esta aldea. —La voz de la muchacha, nítida y sonora, se proyectaba más allá de las llamas y la oscuridad—. Los niños son el futuro y yo soy una de ellos.

Spasibo, Niña de Tivil. —Sofía se volvió y se enfrentó a la figura situada al este de ella—. Elizaveta Lishnikova, dime quién eres.

La mujer alta de cabellos grises y nariz como el pico de un ave se mantenía muy erguida.

—Soy la mente de esta aldea. Enseño a los niños que son su futuro y les ofrezco conocimientos y comprensión, al igual que el amanecer brinda cada nuevo día a nuestra aldea.

Spasibo, Mente de Tivil.

Finalmente, Sofía volvió a sumirse en la mirada intensa de los ojos negros en los que ardía una antigua sabiduría.

—Rafik —preguntó, esta vez en voz baja—, ¿quién eres?

Transcurrieron diez segundos antes de que hablara. Su voz era un sonido profundo y reverberante, y las llamas cambiaron el ritmo de su palpitar.

—Soy el alma de esta aldea, Sofía. Vigilo, guío y protejo este pequeño trozo de tierra. A lo largo de toda Rusia las brutales botas de un dictador sediento de sangre que ha asesinado a cinco millones de personas de su propio pueblo destruyen y aplastan aldeas, pero él sigue afirmando que está construyendo el Paraíso de los Trabajadores. Sofía —dijo y extendió los brazos abarcando a todas las figuras vestidas de blanco—, nosotros cuatro hemos unido nuestras fuerzas para salvaguardar Tivil, pero tú has visto llegar a los soldados, has visto robar los alimentos de nuestras mesas y has presenciado cómo aniquilaban las plegarias a culatazos antes de haber nacido.

—Lo he visto.

—Ahora has llegado a Tivil y el pentagrama está completo.

Sofía no notó ninguna señal, pero las cuatro figuras vestidas de blanco surgieron de las sombras al mismo tiempo, hasta rodearla en un círculo tan estrecho que, cuando cada una alzó el brazo izquierdo, este se apoyó en el hombro de la persona que estaba a su izquierda. El corazón de Sofía palpitaba con fuerza cuando se sintió encerrada en el círculo. Rafik esparció algo en el brasero a sus pies, las llamas cobraron vida y la bruma se transformó en una densa niebla. Sofía notó que con cada respiración el humo penetraba en lo más profundo de sus pulmones y se tambaleó, porque el cuello no conseguía sostenerle la cabeza. Las sienes le palpitaban al mismo ritmo que el corazón.

—Sofía —dijo Rafik—. Abre los ojos.

Ella no se había dado cuenta de que los había cerrado. Le pesaban los párpados y tardó en abrirlos. ¿Qué le estaba ocurriendo?

—Coge el guijarro, Sofía.

Rafik le tendía la piedra blanca y ella la tomó sin titubear. Esperaba que sucediera algo, que soltara una chispa o que un dolor le recorriera el brazo, pero no ocurrió nada. Lo único que reposaba en la palma de su mano era un guijarro blanco común y corriente.

Rafik murmuró, el círculo se estrechó y todos iniciaron un cántico lento y rítmico. Al principio fue suave, como una madre que murmurara una nana a su hijo, un sonido que relajó los miembros de Sofía y la desproveyó de su ser. Luego el cántico se volvió más sonoro y las palabras, en una lengua que ella no conocía, se convirtieron en una ráfaga que tironeó de su mente, arrancó sus pensamientos conscientes y los arrastró hasta que lo único que permaneció en su cabeza fue una gran cámara resonante en la que surgió una sola palabra.

—¡Mijaíl! —gritó—. ¡Mijaíl!

Unas manos le tocaron la cabeza y comenzó a ver y oír cosas que sabía que no estaban allí.

Una habitación pequeña. Un escritorio pequeño. Un hombre pequeño de mente pequeña, largas orejas de conejo y mejillas pálidas jamás besadas por el sol. Los codos apoyados en el escritorio, sus pensamientos centrados en el prisionero frente a él.

El prisionero lo enfurecía, aunque procuraba disimularlo. Desplazó la lámpara apoyada en el escritorio, la inclinó para que la luz diera de pleno en los ojos del cautivo y tuvo la satisfacción de observar que este esbozaba una mueca de dolor. El prisionero tenía un ojo hinchado y medio cerrado, un moratón en la mandíbula y los labios tumefactos y violáceos como una ciruela demasiado madura, pero todavía adoptaba una actitud incorrecta. ¿Aún no había comprendido que daba igual que fuera culpable o inocente de los delitos de los cuales lo acusaban?

Una actitud incorrecta.

Ese era su verdadero delito: que aún creyera que podía escoger las partes del credo comunista que estaba dispuesto a aceptar y las que rechazaba.

Una actitud jodidamente incorrecta.

La mente del prisionero suponía un peligro para el Estado. Había llegado la hora de cambiarla o de demostrarle que el Estado era capaz de quebrar la más fuerte de las voluntades y las mentes. El Estado era un experto en esas cuestiones y él, el interrogador, era un instrumento del Estado soviético.

Solo podía haber un vencedor.

—Mijaíl —musitó Sofía.

—Mijaíl —repitió el círculo.

Era como si el blanco guijarro que sostenía Sofía se hubiera enfriado. ¿O solo era su propia piel la que estaba fría? Lo apretó con más fuerza y clavó las uñas en la fría superficie como si pudiera arrancarle los ojos al hombre de las orejas de conejo.

—Te maldigo, interrogador —siseó.

Las llamas del brasero crepitaron y se elevaron, como alimentadas por su odio.

—Mijaíl —entonó entre las sombras—. Ven a mí.

—¿Por qué yo? —preguntó Sofía.

Las nubes eran bajas y no había luna. La noche parecía pesada y sofocante a pesar de la brisa que soplaba desde el río, susurraba bajo los aleros de las izbas y arrastraba las palabras de los labios de Sofía.

—¿Por qué yo? —repitió.

—¿No lo sabes? —preguntó Rafik en voz baja. Caminaba por encima de las raíces y la tierra con pasos ágiles, rodeando los límites de la aldea de Tivil—. ¿Es que aún no sabes quién eres?

—Dime quién soy, Rafik.

—Intenta percibirlo, Sofía, regresa mentalmente al principio y a antes del principio. Busca en lo más profundo de ti misma.

Un murciélago aleteó en el cielo nocturno, trazando círculos por encima de sus cabezas; otro no tardó en seguirlo y las sombras de sus alas parecían presionar la mente de Sofía. Algo se agitó en su interior, algo desconocido. Volvió a experimentar esa sensación de encontrarse en las alturas, en un pináculo dorado con las figuras de cabellos plateados por debajo de sus pies, lanzando su aliento hacia arriba para elevar las alas de ella. Sacudió la cabeza, pero la imagen se negaba a desaparecer, estaba instalada en su cerebro.

Rafik no la apremió, le concedió tiempo; ambos recorrían el círculo que el gitano trazaba todas las noches alrededor de Tivil: a través de los campos, más allá del estanque y por detrás de todas las izbas, tejiendo lo que él denominó una red protectora. Cuando la condujo fuera de la cámara ritual ella no se sorprendió al descubrir que la misteriosa ceremonia había tenido lugar en el interior de la iglesia, no en la sala principal sino en los antiguos almacenes de la parte posterior, donde las marcas de su cuchillo todavía rodeaban la cerradura de la puerta.

—Ahora —dijo Rafik cogiéndola de las manos, y Sofía notó un hormigueo en las palmas de ambos, como si las unieran mediante puntadas—, ahora recorrerás el círculo conmigo. —La escudriñó y ella tuvo la certeza de que él era capaz de ver con claridad incluso en una noche sin luna—. ¿Estás preparada, Sofía? —preguntó, y le cubrió los hombros con un manto que disponía de capucha.

—Sí, estoy preparada.

La sangre palpitaba en sus oídos. ¿Preparada para qué? Lo ignoraba, pero sin mediar palabra alguna supo que ese era el trato cerrado con Rafik: su ayuda para salvaguardar a Mijaíl a cambio de que ella le ayudara a salvaguardar la aldea. Pero todo era tan extraño... Tenía la sensación de que dicho trato podía resultarles muy caro a los dos.

—Estoy preparada —había repetido.

De pronto él sonrió y le besó la mejilla.

—No temas —le susurró al oído—. Eres fuerte y posees el poder de muchas generaciones.

Aparecieron más murciélagos; al principio eran unos pocos, pero después un aleteo incesante los siguió hasta que por fin un torbellino negro formado por esas criaturas se lanzó en picado desde la cresta de la montaña, elevándose desde las profundidades del bosque, y una pared de ojos y chillidos, de afiladas garras y dientes se abalanzó sobre el punto del círculo donde estaba Sofía, precedida a escasa distancia por Rafik.

Ella trató de ahuyentarlos agitando los brazos, pero eran demasiados. La densa sombra negra se abatió sobre ella como una red y un instante después los murciélagos estaban enganchados en sus cabellos, mordiendo y tironeando. Diminutas alas correosas se deslizaron bajo su manto, cuerpos peludos le abrasaban la piel, dientes afilados arrancaban tiras de su garganta y sus hombros, le cortaban las mejillas y le clavaban las garras en los párpados.

Ella luchó contra las criaturas en medio de la hirviente oscuridad, las barría de su cuerpo, se las sacaba de la cara y de los cabellos y les arrancaba las alas. Pisoteó sus rostros pequeños y malvados, los atacó con las manos, los codos, los pies e incluso los dientes, apartándolos de sus ojos...

Y, entonces, tan repentinamente como habían llegado, desaparecieron: un tremendo susurrar de alas y, después, nada. Reinaba el más absoluto silencio, ni siquiera se oía el susurro del viento entre los árboles. De pronto se dio cuenta de que la plaga de murciélagos no había afectado a Rafik, que los animales se habían abalanzado sobre ella, pero no sobre él. ¿Por qué? ¿Y por qué él no le ofreció su ayuda? Un intenso temblor le recorría el cuerpo y se llevó una mano a la cara: no había sangre, rasguños ni dolor. ¿Acaso se lo había imaginado todo?

Rafik asintió con la cabeza y alzó la vista al punto donde la luna se ocultaba tras las viejas ramas del cedro que se alzaba a la entrada de la aldea de Tivil.

—Te lo dije —murmuró.

—¿Qué me dijiste?

—Que eres fuerte.

—Te he servido algo de beber.

Era mucho después de medianoche cuando Sofía, aliviada, se dejó caer en el sillón de Mijaíl y se preguntó cuánto tiempo hacía que la bebida la aguardaba en la mesa.

—Gracias, Piotr, necesitaba un trago —dijo, intentando sonreír—. Lamento haber llegado tan tarde.

El muchacho, que llevaba un pijama con las perneras cortadas, recogió la copa de vodka y se la tendió. La mirada de sus ojos castaños parecía tan complacida de verla que Sofía se arriesgó a rozarle la mano para tranquilizarlo. A diferencia de la suya, la piel de Piotr era maravillosamente tibia, tal como debía ser la piel de un muchacho. Al tacto, la suya estaba seca como un papel, como si algo la hubiera desprovisto de toda la vida y la humedad. Sentía un dolor punzante detrás de un ojo.

—Esta noche te busqué por todas partes pero no te encontré, Sofía, creí que habías decidido...

El reloj de cuco dio las dos. Eran las dos de la madrugada.

—Nunca huiré en secreto, Piotr. Si me marcho primero te lo diré, ¿me crees?

Da —contestó él, con una sonrisa vacilante—. Pero ¿dónde estabas? ¿En el bosque?

Sofía vació la copa de vodka de un trago y notó que su cuerpo exhausto recobraba cierta energía.

—No, no estaba en el bosque, pero sí en un lugar igual de oscuro.

Él volvió a llenarle la copa en silencio, recogió una gota del cuello de la botella con un dedo sucio y lo lamió. La cotidianidad del gesto del muchacho le proporcionó tal sensación de alivio que casi le contó lo que le había ocurrido esa noche. Las palabras ansiaban brotar de su boca para escuchar a Piotr diciendo: «No, Sofía, no seas tonta. Te dormiste en un campo y tuviste una pesadilla.» Y entonces ambos reirían y todo volvería a ser normal.

Sofía bebió más vodka.

—Estaba con Rafik. Queríamos... tratábamos de averiguar algo más acerca de lo que le está ocurriendo a Mijaíl.

—Yo también he estado ayudando. Mira: he hecho la llave. —Extrajo una gran llave de hierro del bolsillo del pijama, era de un metal negro y violáceo, nueva y brillante, y se la tendió—. Y llevé la vieja a la oficina, tal como me dijiste.

Sofía se incorporó y abrazó al muchacho.

—Gracias, Piotr. Eres tan listo como valiente. No podemos registrar la sala ahora, a oscuras, porque la luz de una vela a través de una ventana llamaría la atención. Comenzaremos mañana —dijo, haciendo una mueca—. Quiero decir hoy. Ya son las dos de la madrugada.

Piotr asintió, pero ella notó una chispa de inquietud en su mirada.

—¿Qué pasa, Piotr?

—Nada.

—Dímelo.

—El director Fomenko vino aquí.

—¿Qué quería?

—Te buscaba a ti.

Sofía se quedó inmóvil. «Ahora no. Que no me atrape ahora.»

—¿Qué le dijiste?

—Que no sabía dónde estabas. Era la verdad.

—Me alegro de que no hayas tenido que mentirle. No te preocupes, mañana hablaré con él. Ahora vete a dormir, mañana estarás muy cansado.

Durante un momento, Piotr no se movió; el rostro en sombras, mitad niño, mitad hombre.

—Tú también —dijo por fin y se marchó.

Sofía volvió a dejarse caer en el sillón de Mijaíl y apoyó la cabeza en el mismo lugar que él apoyaba la suya. Pero no durmió.