38

Campo Davinski
Julio de 1933

—Es un ferrocarril.

—¿Qué?

—Dicen que debemos construir un ferrocarril.

—¡Joder!

Ana miró al grupo de mujeres que formaban una fila junto a ella ante el barracón de la enfermería. Ya hacía una hora que esperaban en el patio, vestidas únicamente con su andrajosa ropa interior: un montón de cuerpos huesudos con las costillas marcándose bajo la piel y las rodillas más gruesas que los muslos. Casi todas presentaban llagas de diversos tipos. ¿Un ferrocarril? ¿Cómo pretendía que un ejército de esqueletos hiciera eso?

—De todos modos, ¿para qué diablos querrían un tren en esta zona —preguntó Ana—, donde solo hay árboles?

—Árboles y mosquitos —gruñó una mujer, y mató un mosquito posado en su brazo.

Todos los años, en cuanto se derretía la capa superficial de la nieve, la región se convertía en un lodazal cubierto de una capa constante de agua estancada donde millones de mosquitos pululaban a sus anchas. Eran la maldición del verano y en esa época del año las picaduras infectadas causaban la mayoría de las muertes.

—Oro —dijo Nina mientras intentaba arrancarse una espina clavada en el pulgar.

—¿Qué quieres decir?

—Allí arriba hay oro.

—¡Hostias! —exclamó una muchacha pecosa de Leningrado—. Dime dónde.

—He oído decir que piensan abrir otra mina y llevar prisioneros varones para que trabajen en ella.

El campo de trabajos forzados de los hombres solo se encontraba a una distancia de cuatro verstas y su tamaño doblaba al de las mujeres. Los hombres eran quienes talaban los pinos y los arrastraban hasta el río, donde las mujeres acababan despojándolos de las ramas. Durante todo el verano, grandes balsas de troncos flotaban río abajo hasta los aserraderos, y uno de los trabajos más temidos consistía en dirigirlas.

—La construcción de un ferrocarril es un trabajo brutal —gruñó Nina.

—Por eso nos someten a esta farsa de revisión médica.

—¿En qué consiste? —preguntó la muchacha pecosa.

—Se limitan a quedarse ahí, mirando —dijo Tasha en tono desdeñoso—, mientras un hombre con bata blanca te ordena que te desnudes para pellizcarte las nalgas y comprobar tu tono muscular. Y también te auscultan los pulmones.

—Y los muy cerdos te meten los dedos en lugares donde no necesitan meterlos —añadió Nina.

—No la asustes, Nina —dijo Ana, frunciendo el ceño.

La mujer mayor se encogió de hombros.

—Eso no es nada. Lo que sí me asusta es lo que esos cabrones de mierda le hicieron a un hombre que se rompió un tobillo en el bosque, cuando un árbol le golpeó el pie.

—¿Qué le hicieron?

—Como ya no les resultaba útil, los guardias lo ataron desnudo a un árbol e hicieron apuestas sobre cuánto tardaría en morir por las picaduras de los mosquitos —dijo. Se inclinó hacia delante y susurró—: Al parecer, todo un enjambre se le posó en las pelotas y...

—Cállate, Nina —espetó Ana.

—Venga ya, quiero oír...

—¡Escoria! —gritó un guardia y agitó el rifle en dirección a ellas—. Entrad aquí. Bistro!

Inmediatamente, todas entraron en el barracón donde habían dispuesto una hilera de mesas. Detrás de cada una estaba sentada una de las afortunadas prisioneras que trabajaban para la administración y habían alcanzado un estatus que les confería un poder considerable en el campo. Comían más y trabajaban menos.

Una de ellas tenía una expresión aburrida y tachaba los números de las prisioneras en una lista mientras estas permanecían de pie ante la mesa. A su lado estaba sentado un hombre de aspecto alegre; llevaba gafas de montura metálica, una bata blanca y un estetoscopio colgado del cuello.

Un guardia estaba apostado junto a ellos; Ana lo reconoció de inmediato y le lanzó una mirada larga y hosca. Él se relamió y después la contempló con interés, sonriendo.

—Desnúdate —ordenó.

Ana aborrecía a ese guardia más que a ningún otro. Cada vez que se cruzaba con él bastaba con ver su expresión presuntuosa y sus dedos gordos y codiciosos para que se sintiera como si fuese un miembro de una especie inferior que él podía pisotear cuando le viniera en gana. Daba igual que estuviera vestida o desnuda. Su mirada era pringosa como la baba de una babosa deslizándose por su piel y de vez en cuando incluso había recogido un puñado de tierra y se había frotado los brazos y las piernas para eliminarla. Cuando salió del barracón de la enfermería volvió a hacerlo: recogió tierra y se frotó la piel. Le proporcionaba un extraño alivio y también la hacía sonreír porque sabía que, si Sofía hubiese estado presente, habría arqueado una ceja y soltado su acostumbrada risa en voz baja.

«Lo que cuenta es lo que está en el interior —habría dicho, eliminando la mugre de la piel de Ana con el dedo—. El exterior... el exterior solo es la piel de la cebolla.»

Fue junto a Sofía, a principios de primavera, antes de que escapara, cuando ese guardia en particular había demostrado a Ana el nivel de degradación que habían alcanzado. En esa época las largas noches de invierno se hacían más cortas y el cielo plúmbeo, que durante muchos meses casi había rozado las copas de los pinos, se elevaba. El sol lucía más alto cada día y el aire comenzaba a resplandecer con una claridad deslumbrante. El dolor de sus pulmones desaparecía y su piel comenzaba a sanar, los músculos entraban en calor y trabajar resultaba menos agotador.

—¡Pausa para fumar! Perekur!

—¡He de afilar las hachas! —El grito de Sofía había resonado por encima de las hileras de troncos talados en dirección al guardia más próximo—. Dos hachas.

Bistro! —protestó el guardia—. ¡Date prisa!

Sofía indicó a Ana que la siguiera hasta el linde del bosque, donde estaba la zanja que servía de letrina para los cientos de trabajadoras. Detrás había una roca todavía medio hundida en la nieve. Sofía se deslizó a lo largo de la otra cara de la roca, dentro de un hueco profundo en cuyo fondo fluía un arroyuelo de agua helada. Se agachó junto a la orilla para afilar el hacha contra una de las piedras mojadas con movimientos rítmicos, se volvió hacia Ana sin interrumpir el movimiento y le sonrió. Una sonrisa que siempre la asombraba, porque aún albergaba tanta esperanza... ¿Cómo había conseguido conservarla, oculta tras la mirada de sus ojos azules? ¿Acaso guardaba una reserva secreta de esperanza en su delgado pecho?

—Se acerca un guardia —le advirtió Ana.

Sofía se encogió de hombros, sin dejar de afilar la hoja del hacha.

—A ese le gusta matar —dijo Ana.

El día anterior, había matado a culatazos a una mujer de la región de Tver solo por haber tropezado y dejado caer en el pie del guardia la rama superior del montón que cargaba en brazos. Sofía alzó la vista y esbozó una mueca cuando vio que el guardia se asomaba al hueco.

—¿Qué diablos crees que estáis haciendo, escoria? —gritó, apuntando el rifle hacia la cabeza de Ana—. No os he dado permiso para afilar las hachas, perras.

—Es nuestra pausa para fumar —replicó Ana—. No estamos malgastando tiempo y de todos modos hemos pedido permiso.

—Es para trabajar con mayor eficiencia para nuestro Gran Líder y Sabio Maestro —dijo Sofía con voz fría—. No quisiéramos retrasar a nuestra brigada e impedir que cumpla con su cuota.

El guardia entornó los ojos y empujó su sombrero shapka hacia atrás con la punta del rifle. Las dos prisioneras permanecieron inmóviles hasta que por fin él asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Bistro!

Ana se arrodilló junto a su amiga y empezó a afilar el hacha, pero no era tan diestra como Sofía ni mucho menos. El hacha era un objeto patético: la hoja estaba mellada, sujetada al mango con un trozo de cuerda y un poco de alambre, pero el mango era sólido y encajaba en la mano. Con una breve sonrisa, Sofía cogió el hacha de Ana y comenzó a afilarla contra la piedra lisa y húmeda, primero un lado de la hoja y luego el otro. Hacía que pareciera fácil.

—Lo haces tan bien como un herrero —murmuró Ana.

Sus dedos eran largos y musculosos, a excepción de los dos cubiertos de cicatrices.

—Después de que azotaron a mi padre hasta la muerte —susurró Sofía—, trabajé en la granja de mi tío durante años. De todos modos, era la última de siete hijas, así que mi padre me enseñó las habilidades del hijo que nunca tuvo.

—¡Silencio! —chilló el guardia. De un salto se plantó en la franja de gravilla a menos de seis pasos de las dos mujeres.

Ana vio que echaba una furtiva mirada por encima del hombro para asegurarse de que nadie lo seguía y de inmediato comprendió que sus intenciones eran pésimas. Se puso de pie con rapidez y se enfrentó a él. Al parecer esa mañana no se había afeitado, porque su mandíbula presentaba un aspecto oscuro y amenazador, y su mirada era hambrienta. Tenía la nariz torcida, como si se la hubiese roto en algún momento, y Ana sintió el incontenible impulso de volver a rompérsela... con el hacha. Con un movimiento lento el guardia apuntó el rifle a la espalda de Sofía, que sin duda debía de haber percibido la amenaza. Sin embargo no se movió, excepto las manos, que siguieron afilando la hoja de acero. El guardia se pasó la lengua por los labios.

—Tú no me gustas —gruñó, dirigiéndose a Sofía.

—Tú tampoco me gustas a mí —contestó ella en voz baja, sin volverse. Podría haberle hablado a la hoja del hacha.

—Dame un buen motivo para no meterte un balazo entre las costillas.

Ana se interpuso entre ambos con rapidez, ocultando la figura que aún permanecía a orillas del arroyuelo.

—¿Así que quieres jugar, bonita? Te diré una cosa —dijo con una amplia y lobuna sonrisa que reveló sus dientes, tan torcidos como su nariz—. No dispararé a tu insolente amiga si me das un beso con tus deliciosos labios rojos.

Una oleada de cólera invadió a Ana, no tanto por el insulto del guardia sino más bien porque su actitud despertó en ella el deseo de matarlo a sangre fría. El deseo abrasador la asustó y empezó a acercarse al guardia.

Niet, Niet! —exclamó Sofía, enderezándose con un movimiento tan sinuoso como el de una serpiente y blandiendo el hacha.

Pero Ana se lanzó hacia delante antes de que su amiga pudiera alcanzarlo, le rodeó el cuello con los brazos y presionó los labios contra su boca. Sabía a tabaco, a cebollas y a una repugnante lujuria. Sintió el impulso de escupir, morder, arrancarle los labios con los dientes, pero los labios del guardia se abrieron bajo los suyos y se transformaron en fauces enormes que empezaron a devorarla. Ana se debatió tratando de zafarse, pero los brazos de él eran fuertes y la estrechaban contra su cuerpo. Ambos llevaban gruesos abrigos, pero la mano del guardia se abrió paso y le pellizcó el pecho al tiempo que le metía la lengua en la boca... Ana no podía respirar, se estaba asfixiando.

—¡Basta! —gritó Sofía en tono gélido.

De pronto el hombre la soltó. Ana aún percibía su hedor pegado al cuerpo, pero el guardia retrocedió unos pasos y clavó la mirada en Sofía, de pie con el rifle en las manos: se lo había quitado mientras él trataba de abusar de Ana.

—Dispárale —siseó Ana.

—Calla —murmuró Sofía, procurando calmarla. Tenía el rostro blanco como la nieve—. Toma —dijo, y le arrojó el rifle al guardia.

Ana estaba segura de que les dispararía a las dos, pero en el fondo el tipo había perdido el valor. El guardia clavó la vista en los ojos de mirada fría de Sofía, escupió una maldición, subió a la roca de un brinco y desapareció de la zona de trabajo.

Ana se inclinó y vomitó, eliminando el sabor asqueroso de su boca.

—Ana —dijo Sofía, rozando la cabeza de su amiga con suavidad.

Ella se enderezó y se restregó la boca con la manga.

—¿Cuántos años más podremos aguantar esto? Deberíamos haber dejado que ese hijo de puta nos disparara.

—No, Ana —replicó Sofía con fiereza—. No pienses eso, nunca.

—¿Por qué no lo mataste mientras podías?

—Porque todos se habrían lanzado sobre nosotras como una manada de lobos y nos habrían destrozado, disfrutando de cada instante. Esa clase de personas se complace haciendo lo que hace. Cuando yo era pequeña y mi padre cumplía con su deber de sacerdote en Petrogrado llevándome en sus hombros, unos hombres exactamente como ese, salvo que llevaban los colores del zar en vez de los de Stalin, vinieron a nuestra casa y mataron a mi madre y a mis seis hermanas.

Su mirada se había vuelto sombría y las ojeras, más profundas.

—Sofía —dijo Ana en voz baja—, no todos los hombres son así.

Ella soltó una carcajada dura, áspera y fría como el agua del deshielo.

—Muy bien, ¿y cómo sabes en cuáles puedes confiar, eh?