52

—¿Qué estás haciendo en mi casa?

Una oleada de pena por el hombre alto y arrogante al que había agraviado invadió a Sofía. Estaba de pie en el umbral, no presentaba heridas, al menos ninguna visible, pero la mirada de sus ojos gris oscuro expresaba conmoción y dolor.

Ella no se levantó de la silla.

—He de decirte algo importante, camarada Fomenko.

—Ahora no.

Se acercó a la mesa, cogió el jarro de agua, se sirvió un vaso y lo vació, como si quisiera deshacerse de algo en su interior. Después cerró los ojos de oscuras pestañas durante un largo momento y ella supo que su presencia le resultaba profundamente molesta.

—Vete por favor —dijo en tono frío, volviéndose hacia ella.

—Llevo todo el día esperándote.

—¿Por qué diablos suponías que hoy regresaría de la prisión?

—Por esto.

Sofía alzó la mano en la que sostenía lo que quedaba del collar y las perlas resplandecieron a la luz del ocaso que penetraba por la ventana. Fomenko crispó el rostro, tomó aire y luego la contempló fijamente.

—¿Quién eres? Llegas a esta aldea y yo intento ayudarte porque... me recuerdas a alguien que conocí en el pasado, pero tu mirada solo expresa cólera, y ahora invades mi casa cuando lo único que quiero es estar solo. ¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?

—Soy una amiga.

—No eres amiga mía. —Él dejó el vaso en la mesa, se apoyó en el borde, cruzó los brazos y meneó la cabeza—. ¿A qué vienen esas perlas?

—Di la mitad a un funcionario para que te pusiera en libertad y le prometí que le entregaría estas —dijo, mostrándole las restantes apoyadas en la palma de su mano— cuando regresaras a casa.

Él mantenía la vista clavada en las perlas y a Sofía le pareció que las reconocía, que identificaba el collar y el inconfundible cierre de oro, pero tal vez se equivocaba, tal vez se trataba de otra cosa. Era un hombre difícil de descifrar.

—¿Quién eres? —repitió Fomenko en voz baja.

—Lo dicho: una amiga.

Abruptamente, él se dirigió a la puerta y la abrió. Fuera, el borzói dormitaba al sol.

—Vete antes de que te eche a patadas.

No gritó, hablaba en voz baja.

Sofía se puso de pie y se acercó a él; notó que el cuello de su camisa estaba desgarrado y que en el puño había una mancha de color óxido que parecía sangre seca. Estaba sin afeitar. Sintió una gran pena por ese hombre al que había amado... y también detestado.

—Soy una amiga de Ana Fedorina, Vasili.

Sofía notó su conmoción. Un temblor recorrió el cuerpo de él antes de quedar inmóvil.

—Cometes un error, camarada.

—¿Me estás diciendo que no eres Vasili Dyuzheyev, el único hijo de Svetlana y Grigori Dyuzheyev, oriundos de Petrogrado? El que mató al soldado bolchevique que asesinó a tu padre, el que protegió a Ana Fedorina cuando ella se ocultó bajo un diván, el que construía trineos y agitaba a favor de los bolcheviques. Ese Vasili. ¿Acaso no eres tú?

Él le dio la espalda, recta como uno de los surcos del huerto. Durante un buen rato ambos guardaron silencio.

—¿Quién te ha enviado? —preguntó por fin—. ¿Eres una agente de la OGPU? ¿Has venido para tenderme una trampa? Creo que fuiste tú quien ocultó los sacos debajo de mi cama. Vi tu mirada de odio cuando los soldados vinieron a buscarme —dijo, tomando aire—. Dime por qué.

—Creí que eras otra persona. No soy un agente de la OGPU, no temas, pero cometí un terrible error y te pido disculpas. Me equivoqué.

Él mantenía la vista clavada en las nubes del atardecer y en una hilera de gansos que volaban bajo las nubes.

—¿Quién creías que era?

—El joven soldado que disparó al padre de Ana y a Svetlana Dyuzheyeva.

Él no respondió. El corazón de Sofía palpitaba con fuerza.

—Háblame, Vasili. Ella está viva. Ana Fedorina está viva.

Fue como observar un terremoto en las profundidades de la tierra. Los anchos hombros de él se encorvaron y un temblor recorrió su cuello musculoso, pero no se volvió, se limitó a tensar los brazos cruzados, como para impedir que algo surgiera de su interior.

—¿Dónde?

—En un campo de trabajos forzados. Yo estaba allí con ella.

—¿Cuál? —preguntó. Su voz apenas era un susurro.

—El campo Davinski, en Siberia.

—¿Por qué?

—Solo por ser la hija del doctor Nikolái Fedorin, que fue declarado enemigo del pueblo.

No dijeron nada más. Ninguno de los dos tenía palabras. Entre ellos la sombra negra de Vasili se proyectaba en el entarimado como un cadáver.

Ambos bebieron vodka. Bebieron hasta que el dolor perdió su agudeza y ambos pudieron mirarse a los ojos. Sofía se quedó sentada en la silla, erguida y tensa, mientras Fomenko iba a buscar un taburete de la alcoba y tomaba asiento; había recuperado el control. Ella quería que él le gritara, que la increpara y vociferara y la acusara de delatarlo falsamente. Quería que la hiciese sufrir como ella lo había hecho sufrir a él.

Pero él no hizo nada de todo eso. Tras la conmoción inicial, retrocedió del borde del abismo que se había abierto a sus pies y su fuerza la dejó estupefacta. ¿Cómo lograba contener toda esa confusión y parecer tan sereno? Su autocontrol era férreo, hasta el punto que incluso le sonrió —una sonrisa melancólica— y acarició la cabeza de la perra, que se había tendido a sus pies y cuyos ojos castaños lo contemplaban con la misma atención que Sofía.

—Me alegro de que Ana tenga una amiga, camarada —dijo él.

—Ayúdame a ser una amiga leal de Ana, Vasili.

—¿Ayudarte cómo?

—Rescatándola.

Por primera vez los labios de Fomenko temblaron.

—No poseo la autoridad para ordenar que la pongan en libertad...

—No quise decir eso, sino que vayamos allí. Podrías conseguir permisos de viaje y nosotros...

—No.

—Está enferma.

—Lo siento mucho —dijo él en voz baja.

—Que lo sientas no basta. Ana morirá; está escupiendo sangre y no sobrevivirá a otro invierno en el campo.

Era como si una bruma apagada volviera borrosa la mirada del director.

—Ana —musitó.

—Ayúdala.

Él negó lentamente con la cabeza, apesadumbrado.

—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó Sofía—. ¿Cuándo perdiste la capacidad de preocuparte por otro ser humano? ¿Cuando mataron a tus padres, fue entonces? ¿Acaso ese momento asfixió para siempre tus sentimientos?

Él la contempló fijamente en medio de la penumbra.

—No lo comprendes, camarada.

—Haz que lo comprenda, Vasili, hazlo. ¿Cómo puedes abandonar a alguien a quien amabas, que aún te ama a ti, que cree en ti y te necesita? ¿Cómo sucede eso? —preguntó, y se inclinó hacia delante juntando las manos—. Venga, dímelo. Ayúdame a comprender.

—Averigüé el paradero de María, su institutriz. Quería... —De pronto no pudo seguir hablando. Soltó un gemido, se acercó a la mesa y bebió un trago de vodka directamente de la botella—. Mis sentimientos solo me incumben a mí, camarada Morózova. Y ahora vete, por favor.

—No, Vasili, no pienso irme si no me dices...

—Escúchame, camarada, y presta atención. Vasili Dyuzheyev está muerto, ya no existe. No vuelvas a dirigirte a mí por ese nombre nunca más. Rusia es un país tozudo, sus habitantes son obstinados y resueltos. Para transformar este sistema soviético en una economía mundial, que es lo que Stalin intenta hacer desarrollando nuestra inmensa riqueza mineral en los páramos de Siberia, hemos de olvidar las lealtades personales y solo aceptar la lealtad al Estado. Es la mejor manera de avanzar... la única.

—Los campos de trabajos forzados son inhumanos.

—¿Por qué estabas allí?

—Porque mi tío era un excelente granjero y lo tildaron de kulák. Creyeron que yo estaba «contaminada».

—¿Aún no comprendes que los campos de trabajos forzados son esenciales porque proporcionan mano de obra para los caminos y los ferrocarriles, para las minas y los aserraderos, además de enseñar a la población que debe...

—¡Basta, cállate!

Él guardó silencio y ambos se contemplaron con mirada dura. Cuando Sofía soltó el aliento el aire entre ambos vibró.

—Estarías orgulloso de ella —susurró—. Tan orgulloso de Ana...

Esas sencillas palabras causaron el efecto que todos sus argumentos y sus súplicas no habían logrado: acabaron con el control de él. Ese hombre alto y fuerte cayó de rodillas en el duro suelo como un árbol talado, sin fuerzas. Se cubrió la cara con las manos y soltó un quejido apagado, duro y áspero, como si algo se hubiera desgarrado en él. Eso le dio esperanzas a Sofía, sobre todo cuando oyó que murmuraba:

—Ana, mi Ana, mi Ana... —repetía una y otra vez.

La perra se acercó, lamió una mano de su amo y aulló suavemente.

Sofía se levantó de la silla y se acercó a él. Le acarició los cortos cabellos con gesto vacilante y entonces una imagen de ese hombre, más joven y dulce, con los cabellos más largos aferrados por la mano de Ana, aún una niña, se formó en su cabeza. Él había cortado los cabellos de Vasili con la misma eficacia que cortó los latidos de su corazón. En ese momento lo que él necesitaba era estar solo, tener tiempo para respirar, así que fue a la diminuta cocina para concederle ese tiempo, llenó un vaso de agua y cuando regresó él estaba sentado en la silla, los miembros relajados y torpes. Ella le tendió el vaso y al principio lo miró sin comprender.

—Bebe —indicó ella, y el director obedeció.

Entonces Sofía se sentó en el suelo ante él y, en voz baja, comenzó a hablarle de Ana. Lo que la hacía reír, lo que la hacía llorar, el modo en que arqueaba una ceja y ladeaba la cabeza cuando se burlaba, que trabajaba más duro que cualquiera de sus koljozniki, que era capaz de narrar una historia fascinante que transportaba a quien la escuchaba a un lugar muy remoto, lo alejaba del barracón húmedo y mísero y lo trasladaba a un mundo luminoso y resplandeciente.

—Ella me salvó la vida —añadió Sofía en cierto momento. No entró en detalles y él no se los pidió.

Poco a poco, Alekséi Fomenko fue alzando la cabeza, su mirada se centró y recuperó el control de sus miembros. A medida que Sofía hablaba, una sonrisa frágil apareció en el rostro de él y, cuando ella guardó silencio, el director inspiró profundamente como si absorbiera las palabras que ella había pronunciado y asintió con la cabeza.

—Ana siempre me hacía reír —dijo en voz baja—. Siempre era cómica, siempre exasperante —añadió, y su sonrisa se volvió más amplia—. Me volvía loco y yo la adoraba.

—Entonces, ayúdame a salvarla.

—No —replicó, y la sonrisa se apagó.

—¿Por qué no?

Él se puso de pie, descollando por encima de la mujer sentada a sus pies y habló en voz baja, ocultando su agitación en lo más profundo de su ser. La perra se apoyaba contra su muslo y él dejó la mano sobre la hirsuta cabeza del borzói.

—Compréndelo, camarada —dijo—. Hace dieciséis años y para satisfacer mi propia ira y mis deseos de venganza, cercené la garganta de un hombre. El resultado fue que mataron al padre de Ana de un disparo y su vida quedó destruida. Eso supuso una lección que me llevaré a la tumba. —La mirada de sus ojos grises era tan intensa que Sofía comprendió hasta qué punto necesitaba obtener su comprensión—. Aprendí que las condiciones individuales no tienen importancia, el individuo es egoísta e imprevisible, impulsado por emociones descontroladas que solo causan destrucción. Lo único importante es la necesidad del Todo, la necesidad del Estado, así que por más que quiera rescatar a Ana de su... desgracia —añadió y cuando pronunció esa palabra cerró los ojos durante un instante—, sé que si lo hiciera... —Entonces se interrumpió, evidenciando su lucha interior. Prosiguió alzando la voz—. Debes comprender, camarada, que perdería mi puesto de director del koljós. Todo lo que he logrado aquí, o lo que pueda lograr en el futuro, se destruirá porque los aldeanos retomarían su conducta anterior. Los conozco bien. Dime qué tiene mayor valor: ¿que Tivil siga contribuyendo al progreso de Rusia y al alimento de muchas bocas, o que yo y Ana seamos...?

—¿Felices?

Él asintió y bajó la vista.

—¿Y necesitas preguntármelo? Estás ciego —dijo Sofía en tono amargo—. No ayudas a nadie y ya no eres capaz de pensar por ti mismo.

Algo pareció quebrarse en él y, sin aviso previo, se inclinó, la agarró con fuerza de las muñecas y la obligó a ponerse de pie.

—Pensar es lo único que hará avanzar este país —masculló, con la cara pegada a la de ella—. De momento, Stalin nos impulsa a alcanzar mayores logros en la industria y la agricultura, pero al mismo tiempo está destruyendo uno de nuestros mayores bienes: nuestros intelectuales, nuestros hombres y mujeres con ideas y visión. Esas son las personas a las que ayudo a... —dijo, y se detuvo. Ella notó que se esforzaba por recuperar el control.

Entonces la soltó.

—La radio en el bosque —susurró Sofía—. No es para informar a tus amos de la OGPU. Es para ayudar...

—Formo parte de una red —expuso él en tono brusco, furioso con ella y consigo mismo.

—¿Al maestro anterior que dijo cosas inconvenientes?

—Sí —contestó él, asintiendo.

—¿Y a otros? ¿Los ayudas a escapar?

—Sí.

—¿Alguien más de Tivil lo sabe?

—Solo Pokrovski —contestó con voz áspera—, y él ha jurado guardar el secreto. Ningún miembro de la red conoce a más de un miembro de la organización. Así nadie puede delatar a más de una persona. Pokrovski les proporciona... paquetes... y documentación falsa. No le pregunto dónde lo obtiene.

Sofía recordó el sello entintado y la lupa que Elizaveta Lishnikova guardaba en su escritorio. Podía adivinar su significado; también recordaba el rostro duro del herrero cuando ella lo había acusado de trabajar para ambas partes. Su propia ceguera la soliviantó y se dirigió a la puerta abierta, desde donde contempló la aldea.

—Me das lástima, director Fomenko —dijo en voz baja—. Te has ocultado de ti mismo y has enterrado tu dolor tan profundamente que eres incapaz...

—No necesito ni quiero tu lástima.

Pero se acercó a ella por detrás y Sofía percibió que luchaba con algo que parecía emitir un suave siseo. Lo oía con toda claridad, si bien el silencio reinaba en la habitación.

—¿Qué pasa?

Ella se volvió y lo miró a los ojos, y durante un instante lo pilló desprevenido. Su mirada expresaba un intenso anhelo.

—¿Qué pasa? —repitió en tono aún más suave.

—Dile que la amo. Llévate las joyas de mi madre, llévatelas todas y úsalas para salvarla.

Sofía sacó los restos del collar de su bolsillo y deslizó una única y perfecta perla del hilo, tomó la mano fuerte de Fomenko y depositó en la palma la pálida esfera que había tocado la piel de su madre. Él cerró la mano, su rostro se suavizó y ella percibió el temblor que lo recorrió. En el mismo instante volvió a guardar el collar en su bolsillo y extrajo el guijarro blanco, apoyó los dedos de la otra mano en la muñeca de Fomenko y los clavó en su carne, tal como había visto hacer a Rafik, tocando los duros bordes de los huesos, los tendones y el pulso, buscándolo.

—Vasili —dijo con voz firme y clavando la mirada en los ojos de él—, ayúdame a ayudar a Ana. Yo sola no puedo.

Algo pareció moverse bajo sus dedos, como si la sangre de él se espesara o sus huesos se realineasen. Un levísimo chasquido resonó en su cabeza y sintió una punzada de dolor detrás del ojo derecho.

—Vasili —insistió—, ayuda a Ana.

La mirada de él se ensombreció, pero una sonrisa de conformidad le iluminó las facciones. El corazón de Sofía palpitó más aprisa.

—¡Director Fomenko! —gritó una voz de niño desde la calle, y unos pasos apresurados se acercaron a la puerta. Era un grupo de muchachos rubios aún mojados tras bañarse en el estanque—. ¿Está todo dispuesto para mañana?

Fomenko regresó a la realidad haciendo un esfuerzo de voluntad y se zafó de las manos de ella. Volvió a parpadear y se centró en el mundo exterior.

Sofía salió a la calle. Lo había perdido.

—¿Qué es lo que debe estar dispuesto para mañana? —preguntó él.

—Los carros para transportarnos a todos a Dagorsk. Nos lo prometiste la semana pasada —dijo el muchacho con una sonrisa entusiasta.

—Unas vacaciones —gorjeó un niñito rubio—. Para ver el avión Kokodril y escuchar el discurso de nuestro Gran Líder.

Fomenko enderezó los hombros y soltó una tos áspera, como si tratara de escupir algo.

—Sí, desde luego, todo está dispuesto —aseguró. Asintió con la cabeza, entró en la casa y cerró la puerta.

Sofía se quedó allí al tiempo que los muchachos echaban a correr calle abajo, brincando por encima de los baches y soltando gritos excitados. El cielo se había oscurecido y un solitario murciélago pasó volando por encima de su cabeza. Vio que un resplandor amarillo cobraba vida en el interior de la izba de Fomenko cuando él encendió la lámpara de aceite, pero en el exterior Sofía no notó ningún resplandor, solo el dolor detrás de su ojo derecho.