53
Sin la presencia de ella, la noche era insoportable. Mijaíl pasó las largas horas de oscuridad luchando contra sus propios demonios y la información que le había proporcionado Sofía.
«Alekséi Fomenko.» El nombre estaba marcado a fuego en su cerebro: Fomenko era Vasili Dyuzheyev, el asesino de su padre. Pero también era el hijo de Svetlana Dyuzheyeva, la mujer a quien el propio Mijaíl había matado a sangre fría.
Él y Fomenko estaban unidos, unidos en una macabra danza de la muerte, ambos siervos del Estado y ambos enviados al mismo raion campesino para arrastrarlo hasta el siglo XX. Tan semejantes y, sin embargo, tan distintos. Mijaíl lo aborrecía en la misma medida que se aborrecía a sí mismo... y aborrecía la poderosa influencia que Fomenko —que también era Vasili— parecía ejercer sobre Sofía. La imagen de su cuerpo hermoso y flexible, su mente orgullosa y su inquebrantable lealtad para con sus seres queridos inundaron sus pensamientos a lo largo de la noche.
—Sofía —dijo cuando la luna asomó por detrás de las nubes y la luz bañó su alcoba—, no creas que te dejaré ir así, sin más.
Sus decisiones se volvieron más firmes. Estaba en deuda con Fomenko: ojo por ojo; estaba en deuda con Ana: una vida por otra..., pero la persona con la que más estaba en deuda era él mismo.
Ella acudió justo antes del amanecer, se deslizó en el lecho, los pies fríos contra los suyos y el corazón palpitante como el de un pajarillo.
La envolvía un aroma tan intenso a secretos del bosque que estuvo a punto de preguntarle dónde había estado y para qué, pero recordó a Rafik y guardó silencio, limitándose a estrecharla entre sus brazos. Permanecieron tendidos así, con los miembros entrelazados, inmóviles y en silencio hasta que los primeros rayos del sol rozaron los cabellos y las mejillas de Sofía. Ella besó el cuello de Mijaíl: un suave y posesivo roce de sus labios.
—No perteneces a Ana —susurró.
—No —dijo él en tono firme—, no le pertenezco.
—Despierta, haragán. ¡Levántate y espabila!
Piotr hundió la cara en la almohada intentando eludir la insistencia de su padre, pero este retiró la colcha y lo despegó de las sábanas.
—¡Papá! —protestó—. ¡Hoy es vijodnoy, un día de fiesta!
—Tenemos mucho trabajo. Vístete —dijo su padre y abandonó la habitación—. No olvides que tu amigo Yuri no tardará en llegar.
Por supuesto. Piotr se dio prisa pero de pronto recordó las joyas que habían encontrado el día anterior y el corazón le dio un pequeño vuelco. Ansiaba contárselo todo a Yuri pero sabía que no debía hacerlo. Era un secreto, un secreto que ni siquiera podía compartir con su mejor amigo. Cuando clavó la vista en el cofre lleno de joyas fulgurantes percibió su poder de un modo completamente inesperado, un poder tan intenso que lo inquietó. Había cogido un anillo de esmeraldas del que le costaba desprenderse, y esa sensación lo consternó.
¿De dónde procedía esa codicia que lo corroía? El director Fomenko había sido puesto en libertad y Piotr sabía que se debía al poder de las perlas. Eso significaba corrupción, así que debería alzar la voz y comunicar el hecho, era su deber. Exponer la existencia de esas joyas corruptoras, eso es lo que diría Yuri.
Pero ¿cómo hacerlo sin delatar a su padre y a Sofía? ¿Y sin poner en peligro la libertad del director Fomenko? ¿Qué era lo correcto y qué no?
Piotr se puso sus pantalones cortos con gesto brusco. La vida era demasiado confusa. Sacudió la cabeza y al recordar que ese día llegaría el avión Kokodril, su estado de ánimo cambió en el acto, un temblor excitado lo recorrió de los pies a la cabeza y se apresuró a ponerse la camisa. Ya se preocuparía por las joyas otro día.
El amplio prado verde se extendía bajo el sol en el otro extremo de Dagorsk. Desde todas las direcciones carros, carritos y bicicletas descendían hasta allí y las tiendas surgían por todas partes, como setas. Hombres con brazaletes rojos correteaban tocando silbatos, gritando órdenes y agitando bastones, pero nada podía apagar el ánimo y la energía de la multitud que ocupaba la llanura.
A Piotr le encantaba todo aquel ajetreo. Incluso el trayecto en el viejo y traqueteante carro había resultado divertido; estaba repleto de aldeanos de Tivil y él había viajado junto a Yuri en el cajón, con las piernas colgando por encima de la plataforma trasera. El polvo se arremolinaba desde el sendero y se les metía en la boca, pero todos cantaban acompañados por la melodía de un acordeón, sonora y alegre. Era como ir a una fiesta. Más allá, en el primer carro, estaban Mijaíl, Sofía y Zenia, pero todos los niños de la aldea se apiñaban en el segundo, junto con su maestra. Incluso la camarada Lishnikova reía y llevaba un pañuelo de un intenso color escarlata en vez del gris que solía ponerse. Ese día sería especial. Ya en el prado abandonaron el carro entre empellones, brincos y agudos chillidos.
—Todavía falta media hora para que aterrice el aeroplano —anunció Elizaveta Lishnikova.
—¿Nos das permiso para echar un vistazo a la tienda donde proyectarán la película? —preguntó Piotr.
—Sí, podéis ir a explorar, pero cuando toque el silbato debéis regresar y formar fila, tal como hemos practicado.
—Una guardia de honor —gritó Yuri.
Una sonrisa divertida atravesó el rostro alargado de la maestra.
—Así es —asintió, y cogió la mano de un niño muy pequeño que estaba a punto de alejarse—. Y cuento con que vosotros, Jóvenes Pioneros, lo hagáis correctamente y digáis a los más pequeños qué han de hacer. Quiero poder enorgullecerme de vosotros ante todas las demás brigadas del raion.
—¡Lo haremos! ¡Por nuestro Gran Líder! —gritó Piotr y, con ojos brillantes, todos hicieron el saludo de los Pioneros—. Bud gotov, vsegda gotov! ¡Estad preparados, siempre preparados!
La maestra contempló los rostros delgados de su rebaño con mirada cariñosa, pero no hizo el saludo.
—Tomad —dijo, y sacó una cartera de cuero del bolso—. Poneos en fila.
Los veintidós niños se apresuraron a obedecer y ella depositó un rublo en cada mano. Era la primera vez que hacía algo semejante.
—Spasibo.
—Id a compraros unos bizcochos.
Los niños echaron a correr como ratones en un campo de maíz, brincando y saltando entre grupos de mujeres envueltas en vestidos floreados y los hombres koljoznik de otras aldeas con sus gorras planas, además de los jóvenes mayores y más desdeñosos de las fábricas de Dagorsk.
—¡Por aquí! —chilló Piotr.
Arrastró a Yuri hasta un tenderete donde vendían konfekti y dedicaron diez deliciosos minutos en decidir qué dulces comprar. Yuri escogió un pollo de azúcar clavado en un bastoncito, pero Piotr compró una de las petushki, una piña hervida, y comenzó a devorar los piñones. Desparramados entre la multitud había otros Jóvenes Pioneros pertenecientes a otras brigadas que también vestían camisas blancas y rojos pañuelos triangulares, y todos se contemplaron con curiosidad y rivalidad. Más tarde se celebrarían carreras.
—Los derrotarás —dijo Yuri en tono confiado—. Seguro.
—Da, claro que lo haré —contestó Piotr, y se pavoneó, pero en el fondo no estaba tan convencido de ello.
Ambos se dirigieron a la tienda más grande de todas.
—¡Vamos! —gritó Yuri, y echó a correr.
—Seré un piloto de guerra —declaró Piotr cuando él y Yuri abandonaron la tienda donde habían proyectado la película. Ambos habían permanecido sentados por tercera vez con los ojos muy abiertos, contemplando las secuencias del desfile del Primero de Mayo en la plaza Roja, y el corazón todavía les palpitaba al ritmo de la música marcial. Piotr empezó a balancear los brazos imitando a los soldados que había visto en la pantalla y a marchar con las piernas tiesas, imitando el paso de la oca.
Yuri rio y remedó la actitud militar de su amigo, sacando pecho y sonriendo.
—Cuando deje la escuela quiero ser conductor de tanques. ¿Viste esas máquinas? A que son inmensas, ¿verdad? Si los alemanes siguen causando problemas esos tanques aplastarán toda Alemania.
Los muchachos marcharon juntos por el prado, esquivando a un hombre calvo que llevaba un tatuaje en el brazo y hacía rodar una barrica de madera hacia una tienda. Yuri tenía un panfleto en la mano donde ponía: «CUIDADO CON LOS ENEMIGOS DE PUEBLO, ESTÁN ENTRE VOSOTROS» en grandes letras rojas.
—Me pregunto quiénes son los enemigos en Tivil —dijo Yuri, agitando el folleto y sin dejar de marchar.
Piotr perdió el ritmo y se sonrojó.
—A lo mejor no hay ninguno —se apresuró a decir.
—Claro que los hay. ¿Has olvidado que Stalin, nuestro gran camarada, nos ha dicho que están en todas partes, ocultos entre nosotros? En su mayoría empleados por los poderes extranjeros para...
—¿Por qué diablos un poder extranjero sentiría interés por lo que ocurre en nuestra aldea?
—Porque proporcionamos la comida que alimenta a los obreros de las fábricas, tontainas —se burló Yuri.
Piotr se ofendió.
—Apuesto a que sé más sobre los enemigos en Tivil que tú.
—No es verdad.
—Sí que lo es.
Se detuvieron en el centro del prado, lanzándose miradas furiosas. Un poco más allá la banda empezó a tocar una marcha, pero ninguno de los dos tenía ganas de seguir desfilando.
—Dime el nombre de uno —lo desafió Yuri.
—Podría hacerlo si quisiera.
—Mientes.
—No, no miento.
—Entonces dime su nombre.
—No —replicó Piotr negando con la cabeza.
—Lo sabía. No conoces a ninguno —dijo Yuri, y le pegó un empellón desdeñoso en el hombro.
El desencadenante fue el empellón, como si Piotr fuese un niño estúpido al que podían mangonear. El rubor le cubrió las mejillas y le pegó un puñetazo en el pecho a Yuri; no muy violento pero sí lo bastante como para demostrarle que hablaba en serio.
—Solo te lo diré si prometes guardar el secreto.
—Venga, suéltalo ya —lo instó con mirada brillante. Pero no prometió nada.
Piotr buscaba a Sofía con desesperación. Debía hablar con ella, advertirla. Una gran angustia se había apoderado de él mientras recorría el prado con la mirada, tratando distinguir una cabellera rubio platino y un vestido sembrado de acianos. Zigzagueaba entre las tiendas y con cada paso tragaba saliva en un intento fútil de engullir la vergüenza.
¿Cómo había podido hacerlo? ¿Cómo había podido traicionarla solo porque estaba enfadado con Yuri? Escarbó la tierra polvorienta con el zapato; su único deseo era cavar un agujero profundo y quedarse allí. El sudor le empapaba la piel porque sabía que debía enfrentarse a Sofía. Y enseguida.
Pasó a toda velocidad junto a un grupo de hombres que arrojaban herraduras de hierro hacia unas estacas y ver que Yuri estaba entre ellos supuso un alivio. A lo mejor no se lo contaría a nadie... Pero entonces Piotr descubrió a Sofía: estaba a un lado de una de las tiendas más grandes, fácil de reconocer porque llevaba el vestido más bonito del prado. Empezó a correr hacia ella, pero se detuvo al ver que estaba hablando con alguien y se le encogió el estómago cuando reconoció a su interlocutor: era el subdirector Stírjov, el que había pronunciado el discurso durante la reunión en la sala, el subdirector de todo el raion. El subdirector Stírjov era un hombre del Partido, un hombre que sabía distinguir entre el bien y el mal.
Sofía le estaba tendiendo algo pequeño envuelto en un trozo de tela y el corazón le dio un vuelco, porque sabía qué ocultaba la tela: el anillo de diamantes o tal vez el collar de perlas. Daba igual qué fuera, pero no cabía duda de que era una joya. Stírjov se guardó el objeto en el bolsillo del pantalón y después se inclinó hacia delante y trató de darle un beso en la boca. Piotr estaba estupefacto. ¿Qué le había hecho Sofía a ese hombre? También estaba corrompiendo a Stírjov.
En lo alto del cielo azul un sonido parecido al remoto zumbido de una sierra mecánica empezó a taladrarle la cabeza y Piotr se dio cuenta de que era el Kokodril que se aproximaba. Se secó las palmas de las manos en los fondillos del pantalón. Había estado en lo cierto desde el principio: Sofía no solo era una fugitiva, sino una auténtica enemiga del pueblo. Saberlo le causó una punzada de tristeza porque la quería y, lo que era aún más importante, también la quería su padre.
Su padre. Debía encontrarlo y hablar con él. Piotr echó a correr.