36
Piotr se puso una camisa blanca limpia, se lustró los zapatos y se peinó. Reflexionó sobre lo que estaba a punto de hacer; tenía un poco de miedo y se lamió los labios para humedecerlos. En la cocina cortó una rebanada de pan negro, pero tenía el estómago demasiado revuelto, así que solo bebió un vaso de agua y abandonó la casa.
«Todos deben volver a nacer. Todos deben aprender a pensar de nuevo.»
Eso era lo que ponía en el panfleto comunista que conservaba bajo la almohada y lo que Yuri le había explicado detalladamente, ese día en la reunión de los Jóvenes Pioneros.
«Todos tendrán un nuevo corazón.»
Sí, Piotr lo comprendía: si uno no borraba lo viejo y lo malo no habría lugar para lo nuevo y lo bueno. Por eso iría a hablar con el director Alekséi Fomenko. La mujer fugitiva acabaría por estarle agradecida, estaba seguro de ello. Cuando tuviese un nuevo corazón.
Piotr llamó a la puerta negra de la casa del director Fomenko y una araña surgió entre las maderas. Al no recibir respuesta volvió a llamar, pero con el mismo resultado. Permaneció ante el umbral tanto rato que el sudor le manchó la camisa; el sol se deslizó por detrás de la cresta de la montaña y las sombras se alargaron a medida que los trabajadores empezaban a abandonar los campos.
—Eh, Piotr, ¿qué estás haciendo?
Era Yuri, que se acercó corriendo con la cara enrojecida.
—Estoy esperando al director.
—¿Por qué?
—He de decirle una cosa.
—Debe de ser importante —dijo Yuri, y pateó una piedra.
—Lo es.
—¿De qué se trata? —preguntó su amigo con mirada brillante de curiosidad.
Piotr estaba a punto de decírselo, tenía las palabras que delatarían a Sofía en la punta de la lengua, estaba impaciente por escupirlas: «Es peligrosa.» Sin embargo, una extraña sensación en el estómago se lo impedía. Sabía que todo lo que Yuri le había dicho esa mañana acerca de que las personas debían «aprender a pensar de nuevo» era cierto. Tenía sentido, desde luego. Quería hacer lo correcto, pero llegado el momento ya no estaba tan seguro. Una vez pronunciadas, las palabras cobrarían una suerte de vida propia y ya no tendría control sobre ellas. Si se lo decía a Yuri, este se lo contaría al director, el director se lo comunicaría a los policías de la OGPU, que vendrían a Tivil, arrestarían a Sofía y entonces... Su mente era incapaz de ir más allá.
—¡Venga! —insistió Yuri—. ¿Qué es...?
En ese momento Anastasia apareció corriendo desde el otro extremo de la calle y se detuvo ante los dos; gotas de sudor grababan surcos en la suciedad que cubría su rostro delgado. A menudo ayudaba a su padre en los campos con la azada o la hoz y era evidente que acababa de abandonarlos. Tenía las uñas mugrientas.
—¿Qué estás haciendo aquí, Piotr? —preguntó, sonriendo—. No te habrás metido en problemas, ¿verdad?
—Claro que no —replicó el muchacho.
—Tiene información secreta para el director —declaró Yuri en tono solemne.
—¿De veras? —Anastasia se quedó boquiabierta—. ¿De qué se trata?
Piotr se sentía acorralado.
—Trata de una muchacha de esta aldea —soltó—. Sobre sus actividades antisoviéticas.
Para su sorpresa, los ojos de Anastasia se llenaron de lágrimas y se apartó con expresión temerosa.
—Tengo que ir a casa —dijo, y echó a correr calle abajo, con los cabellos ondeando al viento y levantando nubes de polvo con cada paso. Piotr notó los bultos bajo su desteñida blusa amarilla, por encima de la cintura. A medida que corría los cuatro bultos se agitaban.
—Yuri —dijo, para evitar que su amigo se fijara en los bultos—, ya no seguiré esperando.
Anastasia había robado patatas. Hacía solo dos semanas una mujer de una aldea al otro lado de Dagorsk había sido condenada a pasar cinco años en un campo de trabajos forzados por robar medio pud de cereales de su koljós. Una repentina consternación se apoderó de él. Si informaba al director Fomenko acerca de lo que sabía de Sofía, ¿no debería contarle también lo de Anastasia? Alzó la vista y vio que su padre recorría la calle y se acercaba a él.
—¿Qué estáis tramando, chicos?
—Nada.
—Entonces ¿qué estáis haciendo aquí, ante la puerta del director Fomenko?
Pero en vez de enfadarse su padre reía y las sombras que siempre le recorrían el rostro tras trabajar todo el día habían desaparecido. Desde que regresó de la conferencia siempre estaba de buen humor. Debía de haberle ido muy bien en Leningrado.
—Buenas tardes, camarada Pashin, dobriy vecher —dijo Yuri en tono cortés—. ¿Sabes si hay nuevas noticias acerca de los sacos de cereales que desaparecieron?
Eso era típico de Yuri: siempre intentaba obtener información, pero el padre de Piotr se disgustó y dejó de sonreír.
—No sé absolutamente nada al respecto. Vamos, Piotr —dijo en tono firme, y cogió a su hijo del brazo—. Iremos a casa de Rafik.
Ambos caminaron calle arriba, guardando un silencio incómodo.
—¿Por qué te disgusta, papá?
—¿Quién?
—Yuri.
—Porque no quiero que ese joven tonto te convierta en alguien como él.
—Pero yo pienso por mi cuenta, papá.
Su padre se detuvo en medio de la calle y se volvió hacia él.
—Lo sé, Piotr. He notado que siempre decides qué debes hacer después de reflexionar lo que es correcto y lo que no —dijo—. Me parece admirable.
Piotr se enorgulleció; su padre debió de darse cuenta, porque lo abrazó y lo estrechó contra su pecho como si su propio corazón pudiese bombear la sangre dentro de las venas de su hijo.
Era la primera vez que Piotr entraba a la izba del gitano. Un aroma extraño flotaba en el ambiente y era como si medio bosque colgara de las vigas. El muchacho se quedó junto a la puerta, vacilando.
—Dobriy vecher —dijo su padre, saludando a Rafik.
—Dobriy vecher, Piloto —contestó Rafik—. Y buenas tardes, Piotr. —El gitano estaba sentado en un enorme sillón de color granate, sonriendo al chico—. ¿Cómo se encuentra el potrillo, allí arriba en los establos?
—Hoy le pegó una coz al sacerdote Logvinov.
Rafik rio.
—Es un animal brioso. Tanto como tú.
Piotr asintió con la cabeza. La mujer fugitiva estaba sentada a la mesa frente a Zenia; la muchacha gitana había dispuesto una hilera de naipes con el resto del mazo aún en la mano y le dirigió una sonrisa. Piotr examinó las cartas con interés, porque era la primera vez que veía unas como esas. En vez de los números habituales aparecían imágenes que no eran los consabidos y aburridos reyes y reinas. Había un verdugo y un ángel con las alas extendidas. Piotr se acercó un paso.
—Me alegro de ver que te encuentras mejor, Rafik —dijo su padre.
—Mucho mejor.
—Estupendo.
Entonces Mijaíl se volvió hacia las dos mujeres sentadas a la mesa y las saludó con una pequeña reverencia, algo que sorprendió a Piotr. ¿Qué estaba ocurriendo?
—Buenas tardes, Sofía.
Ella se volvió en la silla y estiró una de las largas y doradas piernas que Piotr recordaba haber visto en el bosque. Hasta entonces había evitado mirarla a la cara, pero entonces se arriesgó a hacerlo e inmediatamente se arrepintió, porque no pudo apartar la vista de aquellos ojos de un profundo color azul, resplandecientes como la superficie del mar. El muchacho advirtió que cuando Sofía alzó la mirada hacia su padre entreabrió los labios, como hacía Anastasia en la escuela ante la rebanada de pan con miel de Yuri: como si quisiera comérselo. Y su padre estaba haciendo lo mismo. El pánico se apoderó de Piotr. «No mires, no mires.»
—Tengo una sorpresa para todos vosotros —dijo Mijaíl, y se volvió hacia su hijo—. También para ti, Piotr.
—¿Qué es, papá?
—La semana que viene el Krokodil vendrá a Dagorsk.
Toda la sensación de peligro y cualquier idea sobre fugitivos desaparecieron de la cabeza de Piotr, que soltó un grito de entusiasmo.
—¿Podemos ir a verlo, papá? ¿Qué día? ¿Cuánto tiempo se quedará en Dagorsk? ¿Podemos llevar a Yuri y...?
Su padre rio.
—Calma, muchacho. Sí, claro que iremos a verlo. —Se volvió hacia los demás y, tras otra formal inclinación de la cabeza, dijo—: Estáis todos invitados.
—Yo iré —dijo Zenia en el acto y descubrió otra carta: un cáliz de oro.
Rafik meneó la cabeza y se pasó la mano por los espesos cabellos negros.
—Nunca salgo de Tivil, pero los demás debéis ir y divertiros.
—¿Qué es el Krokodil? —preguntó Sofía.
—Un aeroplano —explicó Piotr, entusiasmado—. ¡Y está pintado para parecer un cocodrilo!
Mijaíl asintió con la cabeza y dibujó el contorno en el aire.
—Es uno del escuadrón de los Túpolev PS-9: forma parte de la campaña de propaganda de Stalin. Vuela por todo el país para demostrar el progreso al pueblo. La idea consiste en proyectar películas, repartir panfletos y cosas por el estilo. Nos parece una de las mejores ideas del Politburó, ¿verdad, Piotr?
—Sí —contestó su hijo, sonriendo de oreja a oreja.
—Piloto —dijo el gitano.
Algo en el tono de voz de Rafik hizo que todos se volvieran hacia él. Había abandonado el sillón y estaba de pie en el centro de la habitación, rígido y presionándose las sienes con las manos, como si tratara de impedir que algo escapara de su cabeza. La mirada de sus ojos negros era febril.
—¡Piloto! —gritó—. ¡Lárgate de aquí ahora mismo, rápido, corre!
Zenia se acercó a él de inmediato.
—Dinos, Rafik.
—¡Vienen a por él, para apresarlo! ¡Corre, Mijaíl!
Sofía se puso de pie de un brinco.
—¡Papá! —exclamó Piotr.
—Vete, Mijaíl —lo instó Sofía—. Vete.
Pero él no se movió.
—¿De qué diablos estás hablando, Rafik? ¿Quién viene a por mí?
En ese instante la puerta se abrió con estrépito y varios hombres uniformados irrumpieron en la habitación.