29

Cuando se hubo calmado un poco, Harald vio que la decisión de Karen de posponer el vuelo un día no era totalmente insensata. Se puso en el lugar de la joven, imaginándose que a él le hubieran ofrecido la ocasión de llevar a cabo un importante experimento con el físico Niels Bohr. Harald hubiese podido retrasar la huida a Inglaterra con tal de poder aprovechar semejante oportunidad. Juntos, él y Bohr quizá podrían cambiar la comprensión de la humanidad de cómo funcionaba el universo. Si tenía que morir, a Harald le hubiese gustado saber que había hecho algo así.

A pesar de ello pasó un día muy tenso. Lo comprobó todo dos veces en el Hornet Moth. Estudió el panel de instrumentos, familiarizándose con los indicadores para así poder serle de alguna ayuda a Karen. El panel no estaba iluminado, porque el avión no había sido diseñado para utilizarlo durante la noche; por lo que tendrían que iluminar los diales con la linterna para poder leer los instrumentos. Practicó el plegado y la extensión de las alas, mejorando el tiempo que tardaba en llevarlos a cabo. Probó su sistema para repostar en vuelo, echando un poco de gasolina por la manguera que salía de la cabina, a través de la ventana que había desprendido del marco, para introducirse en el depósito. Se dedicó a vigilar el tiempo, que era magnífico, con unas cuantas nubes y una ligera brisa. Una luna en tres cuartos asomó en el cielo a finales de la tarde. Harald se puso ropa limpia.

Estaba acostado en su cama de la cornisa, acariciando a Pinetop el gato, cuando alguien sacudió la gran puerta de la iglesia.

Harald se incorporó, puso en el suelo a Pinetop y escuchó.

Oyó la voz de Peter Hansen.

—Ya le dije que estaba cerrada.

—Razón de más para echar un vistazo dentro —replicó una mujer.

Harald reparó temerosamente en que aquella voz sonaba llena de autoridad. Se imaginó a una mujer de treinta y pocos años, atractiva pero acostumbrada a dar órdenes. Era evidente que estaba con la policía. Presumiblemente ayer habría enviado a Hansen a que buscara a Harald en el castillo. Estaba claro que no había quedado satisfecha con las indagaciones de Hansen, y hoy había decidido venir personalmente.

Harald maldijo en voz baja. Probablemente sería más concienzuda que Hansen, y no necesitaría mucho tiempo para encontrar una manera de entrar en la iglesia. No había ningún sitio donde pudiera esconderse de ella aparte del maletero del Rolls-Royce, y cualquier persona decidida a hacer un registro mínimamente serio sin duda lo abriría.

Harald temía que ya pudiera ser demasiado tarde para salir por su ventana habitual, la cual quedaba justo detrás de la esquina con relación a la puerta principal. Pero había ventanas a lo largo de toda la curva del presbiterio, y se apresuró a huir por una de ellas.

Cuando estuvo en el suelo, miró cautelosamente a su alrededor. Aquel extremo de la iglesia solo quedaba parcialmente ocultado por los árboles, y Harald podía haber sido visto por un soldado. Pero tuvo suerte y no había nadie cerca.

Titubeó. Quería irse, pero necesitaba saber qué ocurría a continuación. Se pegó al muro de la iglesia y escuchó.

—¿Señora Jespersen? Si nos subimos a ese tronco podríamos entrar por la ventana —oyó que decía la voz de Hansen.

—Sin duda esa es la razón por la que el tronco se encuentra allí —replicó secamente la mujer.

Estaba claro que era mucho más inteligente que Hansen, y Harald tuvo la horrible sensación de que iba a descubrirlo todo.

Oyó un roce de pies en el muro, un gruñido de Hansen cuando, presumiblemente, se metía por el hueco de la ventana y luego un golpe sordo cuando saltó al suelo embaldosado de la iglesia. Un ruido no tan fuerte siguió al primero unos segundos después.

Harald fue sigilosamente junto a la iglesia, se subió al tronco miró por la ventana.

La señora Jespersen era una mujer bastante guapa que tendría treinta y tantos años, no gorda pero sí con buenas curvas, que iba elegantemente vestida con ropa práctica, una blusa y una falda, con zapatos planos y una boina color azul celeste encima de sus rizos rubios. Como no iba de uniforme, Harald dedujo que tenía que ser una detective. De su hombro colgaba un bolso que presumiblemente contenía un arma.

A Hansen se le había puesto la cara roja debido al esfuerzo de pasar por la ventana, y parecía sentirse un poco agobiado. Harald supuso que al policía del pueblo le estaba resultando bastante difícil tratar con aquella detective de mente tan rápida.

Lo primero que hizo la señora Jespersen fue examinar la motocicleta.

—Bien, aquí está la motocicleta de la que me habló. Ya veo el motor a vapor. Muy ingenioso.

—Tiene que haberla dejado aquí —dijo Hansen adoptando un tono defensivo. Obviamente le había dicho a la detective que Harald se había ido.

Pero ella no estaba nada convencida.

—Quizá. —Fue hacia el coche—. Muy bonito.

—Pertenece al judío.

Ella pasó un dedo por la curva de un guardabarros y miró el polvo.

—Lleva tiempo sin sacarlo de aquí.

—Claro, le han quitado las ruedas —dijo Hansen, pensando que allí la había pillado y pareciendo sentirse muy complacido.

—Eso no significa gran cosa, porque las ruedas pueden volver a ponerse rápidamente. Pero es muy difícil falsificar una capa de polvo.

La detective cruzó la habitación y recogió la camisa sucia que Harald había dejado en el suelo. Este gimió para sus adentros. ¿Por qué no la había guardado en algún sitio? La señora Jespersen olió la camisa.

Pinetop salió de algún sitio y restregó su cabeza contra la pierna de la señora Jespersen.

—¿Qué andas buscando? —dijo ella al gato—. ¿Alguien te ha estado dando de comer?

Harald vio con consternación que a aquella mujer no se le podía ocultar nada. Era demasiado concienzuda. La señora Jespersen fue a la repisa encima de la que había estado durmiendo Harald. Cogió su manta pulcramente doblada, y luego volvió a dejarla.

—Aquí está viviendo alguien —dijo.

—Quizá algún vagabundo…

—O quizá el puto Harald Olufsen.

Hansen puso cara de sentirse escandalizado.

La detective se volvió hacia el Hornet Moth.

—¿Qué tenemos aquí? —Harald vio con desesperación cómo quitaba la cubierta—. Creo que es un aeroplano.

Esto es el fin, pensó Harald. Ahora todo ha terminado.

—Sí, ahora me acuerdo de que Duchwitz tenía un avión —dijo Hansen—. Pero hace años que no vuela en él.

—No se encuentra en muy mal estado.

—¡No tiene alas!

—Las alas están plegadas hacia atrás. Así es como lo hacen pasar por la puerta. —Abrió la puerta de la cabina. Metiendo la cabeza dentro de ella, accionó la palanca de control al mismo tiempo que contemplaba el plano de cola, viendo moverse el timón de profundidad—. Los controles parecen funcionar. —Echó un vistazo al indicador del combustible—. El depósito está lleno. —Recorriendo la pequeña cabina con la mirada, añadió—: Y hay una lata de dieciocho litros detrás del asiento. Y el compartimiento contiene dos botellas de agua y un paquete de galletas. Más un hacha, un ovillo de cordel resistente y de buena calidad, una linterna, y un atlas…, sin nada de polvo encima de ninguna de esas cosas.

Sacó la cabeza de la cabina y miró a Hansen.

—Harald planea volar.

—Bueno, que me cuelguen si… —dijo Hansen.

Entonces a Harald se le ocurrió la descabellada idea de matarlos a ambos. No estaba seguro de que pudiera matar a otro ser humano cualesquiera que fuesen las circunstancias, pero enseguida comprendió que no podría vencer con las manos desnudas a dos agentes de policía armados, y descartó la idea.

La señora Jespersen entró rápidamente en acción.

—He de ir a Copenhague. El inspector Flemming, que tiene a su cargo este caso, va a venir aquí en tren. Teniendo en cuenta cómo funcionan los ferrocarriles hoy en día, el inspector podría llegar en cualquier momento dentro de las próximas doce horas. Cuando lo haga, regresaremos a este lugar. Arrestaremos a Harald, si se encuentra aquí, y le tenderemos una trampa en el caso de que no esté.

—¿Qué quiere que haga yo?

—No se mueva de aquí. Encuentre un buen punto de observación en el bosque, y vigile la iglesia. Si Harald aparece, no hable con él y limítese a telefonear al Politigaarden.

—¿No va a enviar a alguien para que me ayude?

—No. No debemos hacer nada que pueda asustar a Harald haciéndolo huir. Verlo a usted no hará que le entre el pánico, ya que usted no es más que el policía del pueblo. Pero un par de policías a los que no conoce sí que podrían darle un buen susto. No quiero que salga huyendo para esconderse en alguna parte. Ahora que hemos dado con él, no debemos volver a perderlo. ¿Ha quedado claro?

—Sí.

—Por otra parte, si intenta hacer volar ese avión, deténgalo.

—¿Lo arresto?

—Dispárele, si tiene que hacerlo…, pero por el amor de Dios, no le permita despegar.

Harald encontró aterrador su tono de despreocupada tranquilidad. Si hubiera hablado de una manera demasiado melodramática, quizá no se hubiese sentido tan asustado. Pero la señora Jespersen era una mujer atractiva que estaba hablando calmosamente de las cuestiones prácticas…, y acababa de decirle a Hansen que disparara contra él en el caso de que fuera necesario hacerlo. Hasta aquel momento, Harald no había hecho frente a la posibilidad de que la policía pudiera limitarse a matarlo. La implacable calma de la señora Jespersen hizo que se estremeciera.

—Puede abrir esta puerta para ahorrarme el tener que volver a pasar por la ventana —dijo—. Cierre con llave en cuanto yo me haya ido para que Harald no sospeche nada.

Hansen hizo girar la llave dentro de la cerradura y quitó la barra, y los dos salieron de la iglesia.

Harald saltó al suelo y retrocedió rápidamente alrededor del extremo de la iglesia. Alejándose del edificio, se detuvo detrás de un árbol y contempló desde allí cómo la señora Jespersen iba hacia su coche, un Buick negro. La vio examinar su reflejo en la ventanilla del coche y ponerse bien la boina azul celeste en un gesto muy femenino. Luego volvió a convertirse en una detective de la policía, estrechó la mano a Hansen y se alejó conduciendo a bastante velocidad.

Hansen regresó y desapareció del campo de visión de Harald, quedando oculto por los árboles.

Harald se apoyó un momento en el tronco del árbol y empezó a pensar. Karen había prometido ir a la iglesia tan pronto como hubiera vuelto a casa después del ballet. Si hacía eso, podía encontrarse con la policía esperándola. ¿Y cómo explicaría entonces Karen lo que estaba haciendo allí? Su culpabilidad sería obvia.

Harald tenía que mantenerla alejada de la iglesia. Pensando en cuál sería la mejor manera de interceptarla y advertirla, decidió que lo más sencillo sería ir al teatro. De ese modo podía estar seguro de que se encontraría con ella.

Sintió un momento de ira hacia Karen. Si hubieran despegado la noche anterior, ahora quizá podrían estar en Inglaterra. Harald la había advertido de que estaba poniéndolos en peligro a ambos, y los acontecimientos habían demostrado que estaba en lo cierto. Pero las recriminaciones no servirían de nada. Ya estaba hecho, y ahora Harald tenía que vérselas con las consecuencias.

Inesperadamente, Hansen apareció desde detrás de la esquina de la iglesia. Vio a Harald y se detuvo en seco.

Los dos se quedaron asombrados. Harald creía que Hansen había vuelto a entrar en la iglesia para cerrar la puerta. Hansen, por su parte, no podía haber imaginado que su presa se hallaba tan cerca. Ambos se miraron fijamente el uno al otro durante un momento de parálisis.

Harald reaccionó instintivamente. Sin pensar en las consecuencias, se abalanzó sobre Hansen. Mientras este sacaba el arma de su pistolera, Harald lo embistió con la fuerza de una bala de cañón. Hansen se vio lanzado hacia atrás y chocó ruidosamente con el muro de la iglesia, pero no dejó de empuñar el arma.

La alzó para apuntarla. Harald sabía que solo disponía de una fracción de segundo para salvarse. Echó el puño hacia atrás y golpeó a Hansen en la punta de la barbilla.

El puñetazo llevaba tras de sí toda la energía de la desesperación. La cabeza de Hansen fue bruscamente impulsada hacia atrás y se estrelló contra los ladrillos con un ruido como el disparo de un rifle. Hansen puso los ojos en blanco y su cuerpo se desplomó sobre el suelo.

Harald temió que el hombre estuviera muerto. Se arrodilló junto al cuerpo inconsciente y enseguida vio que Hansen estaba respirando. Gracias a Dios, pensó. Lo horrorizaba pensar que habría podido matar a un hombre, aunque fuese un vil estúpido como Hansen.

La pelea solo había durado unos segundos, pero ¿había sido observada? Harald volvió la mirada hacia el campamento de los soldados al fondo del parque. Había unos cuantos hombres andando por allí, pero nadie estaba mirando en su dirección.

Se metió el arma de Hansen en el bolsillo y levantó del suelo el fláccido cuerpo. Echándoselo al hombro como hacían los bomberos, fue rápidamente alrededor de la iglesia hasta llegar a la puerta principal, que continuaba abierta. La suerte no le volvió la espalda, y nadie lo vio.

Puso a Hansen en el suelo, y luego cerró rápidamente la puerta de la iglesia y la dejó asegurada. Sacó el cordel de la cabina del Hornet Moth y le ató los pies a Hansen. Luego le dio la vuelta y le ató las manos detrás de la espalda. Acto seguido cogió la camisa que se había quitado antes, metió la mitad de ella dentro de la boca de Hansen para que no pudiera gritar, y ató un trozo de cordel alrededor de la cabeza de Hansen para que no se le cayera la mordaza.

Finalmente metió a Hansen dentro del maletero del Rolls-Royce y lo cerró.

Consultó su reloj. Todavía tenía tiempo para llegar a la ciudad y advertir a Karen.

Encendió la caldera de su motocicleta. Era muy posible que lo vieran salir de la iglesia conduciéndola, pero ya no era momento de andarse con cautelas.

No obstante, podía meterse en un buen lío con el arma de un policía abultándole el bolsillo. No sabiendo qué hacer con la pistola, Harald abrió la puerta derecha del Hornet Moth y la dejó en el suelo, allí donde nadie la vería a menos que subiera al avión y la pisara.

Cuando el motor tuvo suficiente vapor, Harald abrió las puertas de la iglesia, sacó fuera la motocicleta, cerró desde dentro y salió por la ventana. Tuvo suerte, y no vio a nadie.

Fue a la ciudad, manteniendo una nerviosa vigilancia alrededor de él por si veía a algún policía, y estacionó junto al Teatro Real. Una alfombra roja conducía hacia la entrada, y Harald se acordó de que el rey iba a asistir a aquella representación. Un cartel lo informó de que Las sílfides era el último de los tres ballets en el programa. Un gentío formado por personas bien vestidas esperaba en los escalones con sus bebidas y Harald decidió que había llegado durante el intervalo.

Fue a la entrada de artistas, donde se encontró con un obstáculo. La entrada estaba custodiada por un portero de uniforme.

—Necesito hablar con Karen Duchwitz —dijo Harald.

—Imposible —le dijo el portero uniformado—. Está a punto de salir al escenario.

—Es realmente muy importante.

—Tendrá que esperar hasta después.

Harald ya había comprendido que aquel hombre no se dejaría convencer de ninguna manera.

—¿Cuánto dura el ballet?

—Alrededor de media hora, dependiendo de lo rápido que toque la orquesta.

Harald se acordó de que Karen le había dejado una entrada en la taquilla, y decidió que la vería bailar.

Fue al vestíbulo de mármol, recogió su entrada y entró en el auditorio. Nunca había estado en un teatro, y contempló con maravillado asombro la suntuosa decoración dorada, los distintos niveles que se iban elevando en el círculo y las hileras de asientos tapizados de rojo. Encontró su sitio en la cuarta fila y se sentó. Había dos oficiales alemanes de uniforme inmediatamente delante de él. Harald consultó su reloj. ¿Por qué no empezaba el ballet? Cada minuto hacía que Peter Flemming estuviera un poco más cerca.

Harald cogió un programa que alguien se había dejado en el asiento de al lado y lo hojeó, buscando el nombre de Karen. No figuraba en la lista del reparto, pero una tira de papel que cayó del opúsculo decía que la primera bailarina se encontraba indispuesta y que su lugar sería ocupado por Karen Duchwitz. También revelaba que el único papel masculino del ballet correría a cargo de un suplente, Ian Anders, presumiblemente porque el primer bailarín también había caído víctima de la enfermedad gástrica que se había propagado entre el reparto. Harald pensó que aquel debía de ser un momento bastante preocupante para la compañía, con los papeles principales asumidos por estudiantes cuando el rey se hallaba entre el público.

Unos instantes después se llevó la sorpresa de ver cómo el señor y la señora Duchwitz ocupaban sus asientos dos filas por delante de él. Hubiese debido saber que no se perderían el gran momento de su hija. Al principio le preocupó que pudieran verlo, pero luego reparó en que aquello había dejado de tener importancia. Ahora que la policía había encontrado su escondite, Harald ya no necesitaba mantenerlo secreto a los ojos de ninguna otra persona.

Entonces se acordó con una punzada de culpabilidad de que llevaba puesta la chaqueta deportiva del señor Duchwitz. Según la etiqueta que el sastre había colocado en el bolsillo interior la prenda ya tenía quince años, pero Karen no había pedido permiso a su padre para cogerla. ¿La reconocería papá Duchwitz? Harald se dijo que era una tontería pensar en aquellas cosas. La posibilidad de que fuera a ser acusado de haber robado una chaqueta era la más insignificante de sus preocupaciones actuales.

Tocó el rollo de película que llevaba en el bolsillo y se preguntó si había alguna probabilidad de que él y Karen pudieran escapar a bordo del Hornet Moth. Muchas cosas dependían del tren de Peter Flemming. Si el tren llegaba temprano, Flemming y la señora Jespersen habrían vuelto a Kirstenslot antes que Harald y Karen. Quizá podrían evitar que los cogieran, pero Harald no veía cómo iban a poder acceder al avión con la policía vigilándolo. Por otra parte, y con Hansen fuera de combate, en aquellos momentos no había nadie vigilando el avión. Si el tren de Flemming no llegaba hasta bien entrada la madrugada, quizá hubiera una posibilidad de que aún pudieran despegar.

La señora Jespersen no sabía que Harald la había visto. Creía disponer de tiempo de sobras, y eso era lo único que jugaba en favor de Harald.

¿Cuándo empezaría la maldita representación?

Después de que todo el mundo hubiera tomado asiento en el auditorio, el rey entró en el palco real. Aquella era la primera vez que Harald veía al rey Cristián IX en persona, pero la cara le resultaba familiar gracias a las fotografías, con el bigote de guías caídas confiriéndole una expresión permanentemente sombría que resultaba muy apropiada para el monarca de un país ocupado. El rey iba vestido de etiqueta y se mantenía muy erguido. En las fotografías y los cuadros siempre llevaba alguna clase de sombrero, y ahora Harald vio por primera vez que estaba perdiendo el pelo.

Cuando el rey se sentó, la audiencia siguió su ejemplo y las luces se apagaron. Por fin, pensó Harald.

El telón subió sobre unas veinte mujeres inmóviles en un círculo con un hombre ocupando la posición de las doce en un reloj. Las bailarinas, todas vestidas de blanco, posaban bajo una pálida claridad que tenía el color azulado de la luz de la luna, y el escenario vacío desaparecía entre sombras oscuras en sus extremos. La obertura del ballet estaba llena de dramatismo, y Harald se sintió fascinado a pesar de sus preocupaciones.

La música inició un lento fraseo descendente y las bailarinas se movieron. El círculo se agrandó, dejando inmóviles encima del escenario a cuatro personas, el hombre y tres mujeres. Una de las mujeres yacía sobre el suelo como si estuviera dormida. Entonces comenzó a sonar un vals lento.

¿Dónde estaba Karen? Todas las chicas vestían trajes idénticos, con ceñidos corpiños que les dejaban los hombros al aire y faldas de mucho vuelo que se mecían de un lado a otro cuando bailaban. Era un atuendo muy sexy, pero la iluminación atmosférica hacía que todas tuvieran el mismo aspecto, y Harald no podía saber cuál de ellas era Karen.

Entonces la mujer dormida se movió, y Harald reconoció los rojos cabellos de Karen. La figura se deslizó hacia el centro del escenario. Harald se había puesto rígido de ansiedad, temiendo que Karen hiciera mal algo y echara a perder su gran día, pero ella parecía controlar la situación y sentirse muy segura de sí misma. Empezó a danzar sobre las puntas de sus pies. Aquello tenía aspecto de doler mucho e hizo que Harald torciera el gesto, pero Karen parecía flotar. La compañía fue formando figuras alrededor de ella, disponiéndose en líneas y círculos. La audiencia permanecía callada e inmóvil, cautivada por Karen, y Harald sintió que el corazón se le llenaba de orgullo. Se alegró de que Karen hubiera decidido hacer aquello, fueran cuales fuesen las consecuencias.

La música cambió de clave y el bailarín se movió. Mientras cruzaba el escenario en una rápida serie de saltos, Harald pensó que no parecía sentirse demasiado seguro de sí mismo y se acordó de que él también era un suplente, Anders. Karen había bailado con una gran confianza en sí misma, haciendo que cada movimiento pareciese no exigir esfuerzos, pero en los movimientos del muchacho había una tensión que confería una sensación de riesgo a su manera de bailar.

La danza se cerró con el lento fraseo que la había iniciado, y Harald comprendió que no había ninguna historia que contar y que las danzas serían tan abstractas como la música. Consultó su reloj. Solo habían transcurrido cinco minutos.

El conjunto se dispersó y volvió a formarse en nuevas agrupaciones que enmarcaron una serie de solos de danza. Toda la música parecía haber sido escrita en un compás de tres por cuatro, y era muy melódica. Harald, que adoraba los sonidos discordantes del jazz, la encontró casi demasiado suave.

El ballet le fascinaba, pero a pesar de ello su mente volvió al Hornet Moth, a Hansen atado dentro del maletero del Rolls, y a la señora Jespersen. ¿Podía haber encontrado Peter Flemming el único tren puntual que había en toda Dinamarca? En ese caso, ¿habrían ido ya él y la señora Jespersen a Kirstenslot? ¿Habrían encontrado a Hansen? ¿Estarían ya esperando escondidos? ¿Cómo podía cerciorarse Harald de ello? Lo mejor sería aproximarse yendo a través del bosque para detectar cualquier emboscada.

Karen dio comienzo a un solo de danza, y entonces Harald descubrió que sentía más tensión por lo que pudiera hacer ella que por la policía. No hubiese tenido que preocuparse: relajada y dueña de sí misma, Karen giraba, saltaba y se ponía de puntas tan alegremente como si fuera inventándoselo todo sobre la marcha conforme bailaba. Harald se asombró de la manera en que podía ejecutar algún paso especialmente vigoroso, corriendo o saltando a través del escenario, para luego llegar a una brusca parada en una postura grácil e impecable, como si careciese de inercia. Karen parecía desafiar las leyes de la física.

Harald se puso todavía más nervioso cuando Karen inició una danza con Ian Anders. Pensó que aquello era lo que llamaban un pas de deux, aunque no estaba muy seguro de cómo lo sabía. Anders la levantaba espectacularmente en el aire una y otra vez. Entonces la falda de Karen se extendía hacia arriba, mostrando sus fabulosas piernas. Anders la sostenía en esa posición, a veces con una mano, mientras adoptaba una pose o se movía por el escenario. Harald temía por la seguridad de Karen, pero ella descendía una y otra vez con una grácil ausencia de esfuerzo. Aun así, Harald se sintió muy aliviado cuando el pas de deux llegó a su fin y la compañía empezó a bailar. Volvió a consultar su reloj. Aquella tenía que ser la última danza, gracias a Dios.

Anders ejecutó varios espectaculares saltos durante la última danza, y repitió algunas de aquellas elevaciones con Karen. Entonces, cuando la música estaba llegando a su clímax, ocurrió el desastre.

Anders volvió a levantar a Karen, y luego la sostuvo en el aire con la mano en el hueco de su espalda. Karen se estiró formando una línea paralela con el suelo. Sus piernas se curvaron hacia delante con los dedos de los pies extendidos, y sus brazos retrocedieron por encima de su cabeza, formando un arco. Ambos mantuvieron la postura durante un instante. Entonces Anders resbaló.

Su pie izquierdo perdió todo contacto con el suelo. Anders se tambaleó y se desplomó sobre la espalda. Karen se precipitó al escenario, cayendo junto a Anders y aterrizando sobre el brazo y la pierna derecha.

Los otros bailarines corrieron hacia las figuras caídas. La música siguió sonando durante unos cuantos compases y luego cesó. Un hombre que llevaba pantalones negros y un suéter del mismo color salió de entre bastidores.

Anders se levantó, sosteniéndose el brazo, y Harald vio que estaba llorando. Karen trató de incorporarse, pero cayó hacia atrás. La figura vestida de negro hizo un gesto, y el telón bajó. La audiencia prorrumpió en un excitado murmullo de conversaciones.

Harald reparó en que se había puesto de pie.

Vio al señor y la señora Duchwitz, dos filas por delante de él, levantarse y avanzar rápidamente a lo largo de la hilera de asientos, excusándose ante la gente mientras pasaban. Obviamente tenían intención de ir detrás del escenario. Harald decidió hacer lo mismo.

Salir de la fila de asientos fue un proceso penosamente lento. Harald estaba tan preocupado que tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no optar por la solución de ir andando sobre las rodillas de todos, pero finalmente llegó al pasillo al mismo tiempo que los Duchwitz.

—Voy con ustedes —dijo.

—¿Quién eres? —preguntó su padre.

Su madre respondió a la pregunta.

—Es Harald, el amigo de Josef. Ya os habéis visto antes. Karen está bastante prendada de él, así que deberías dejar que viniera con nosotros.

El señor Duchwitz soltó un gruñido de asentimiento. Harald no tenía ni idea de cómo sabía la señora Duchwitz que Karen estaba «prendada» de él, pero lo alivió ser aceptado como parte de la familia.

Ya estaban llegando a la salida cuando se hizo el silencio en la sala. Los Duchwitz y Harald se volvieron delante de la puerta. El telón había subido. El escenario se hallaba vacío salvo por el hombre de negro.

—Majestad, damas y caballeros… —empezó diciendo este—. Por suerte, el médico de la compañía se encontraba entre la audiencia esta noche. —Harald supuso que todas las personas que estaban relacionadas con la compañía de ballet habrían querido hallarse presentes para una gala real—. El médico ya ha ido detrás del escenario, y ahora está examinando a nuestros dos primeros artistas. Me ha dicho que ninguno parece estar gravemente herido.

Hubo un disperso coro de aplausos.

Harald se sintió muy aliviado. Ahora que sabía que Karen iba a ponerse bien, se preguntó por primera vez cómo podía afectar el accidente a su huida. Aunque pudieran llegar hasta el Hornet Moth, ¿sería capaz de pilotarlo Karen?

El hombre de negro siguió hablando.

—Como ya saben por nuestro programa, esta noche los dos papeles principales eran interpretados por suplentes, al igual que muchos de los demás. Aun así, espero que estarán de acuerdo conmigo en que todos bailaron maravillosamente bien, y que ofrecieron una soberbia representación casi hasta el último instante. Gracias.

El telón bajó y la audiencia aplaudió. El telón volvió a subir para revelar al reparto, menos Karen y Anders, que saludó agradeciendo los aplausos de la audiencia.

Los Duchwitz salieron, y Harald fue tras ellos.

Fueron rápidamente hasta la entrada de artistas y un acomodador los llevó al camerino de Karen.

Estaba sentada con el brazo derecho en un cabestrillo. Se la veía impresionantemente hermosa en aquel traje de un blanco cremoso, con los hombros al aire y el nacimiento de sus senos visible por encima del corpiño. Harald sintió que le faltaba la respiración, y no supo si la causa era la preocupación o el deseo.

El médico de la compañía estaba arrodillado delante de Karen, envolviéndole el tobillo derecho con un vendaje.

La señora Duchwitz se apresuró a ir hacia Karen, diciendo: «¡Mi pobre pequeña!». La rodeó con los brazos y la estrechó contra su pecho. Aquello era lo que le hubiese gustado hacer a Harald.

—Oh, estoy bien —dijo Karen, aunque se la veía bastante pálida.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó el señor Duchwitz al médico.

—No ha sido nada grave —dijo este—. Se ha torcido la muñeca y el tobillo. Le dolerán durante unos cuantos días, y tendrá que tomarse las cosas con calma durante al menos dos semanas, pero se recuperará.

A Harald lo alivió saber que las lesiones de Karen no eran serias, pero lo primero en que pensó fue si podría volar.

El médico sujetó el vendaje con un pequeño imperdible y se levantó.

—Bueno, será mejor que vaya a ver a Ian Anders. Su caída no fue tan violenta como la tuya, pero estoy un poco preocupado por su codo.

—Gracias, doctor.

Su mano permaneció encima del hombro de Karen, para gran disgusto de Harald.

—Bailarás tan maravillosamente como siempre, no te preocupes —dijo, y se fue.

—Pobre Ian —dijo Karen—. No puede parar de llorar.

Harald pensó que Anders debería ser fusilado.

—La culpa fue suya. ¡Te dejó caer! —dijo indignado.

—Lo sé, y por eso está tan preocupado.

El señor Duchwitz miró con irritación a Harald.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Una vez más fue su esposa la que respondió.

—Harald ha estado viviendo en Kirstenslot.

Karen se quedó muy sorprendida.

—¿Cómo lo supiste, madre?

—¿Crees que nadie se dio cuenta de cómo las sobras desaparecían de la cocina cada noche? Las madres no somos idiotas, ¿sabes?

—Pero ¿dónde duerme? —preguntó el señor Duchwitz.

—Me imagino que en la iglesia abandonada —replicó su esposa—. Esa debe de ser la razón por la que Karen estaba tan interesada en mantenerla cerrada.

Harald se horrorizó al ver la facilidad con que había sido revelado su secreto. El señor Duchwitz parecía estar bastante enfadado, pero el rey entró antes de que pudiera estallar.

Todos guardaron silencio.

Karen intentó levantarse, pero el rey la detuvo.

—Mi querida muchacha, te ruego que no te muevas de donde estás. ¿Cómo te sientes?

—Me duele, majestad.

—Estoy seguro de ello. Pero espero que no habrá habido ningún daño irreparable, ¿verdad?

—Eso fue lo que dijo el médico.

—Bailaste divinamente, ¿sabes?

—Gracias, señor.

El rey miró interrogativamente a Harald.

—Buenas noches, joven.

—Me llamo Harald Olufsen, majestad, y soy un amigo de escuela del hermano de Karen.

—¿Qué escuela?

—La Jansborg Skole.

—¿Al director todavía lo llaman Heis?

—Sí…, y Mia a su esposa. Bueno, asegúrate de cuidar bien de Karen. —Se volvió hacia los padres—. Hola, Duchwitz, me alegro de volver a verlo. Su hija tiene un talento realmente maravilloso.

—Gracias, majestad. Os acordaréis de mi esposa, Hanna.

—Por supuesto. —El rey le estrechó la mano—. Esto es muy preocupante para una madre, señora Duchwitz, pero estoy seguro de que Karen se pondrá bien.

—Sí, majestad. Los jóvenes se curan deprisa.

—¡Desde luego que sí! Bien, y ahora echémosle una mirada al pobre muchacho que la dejó caer —dijo el rey, yendo hacia la puerta.

Por primera vez, Harald reparó en el acompañante del rey, un hombre joven que era asistente, o guardaespaldas, o quizá ambas cosas.

—Por aquí, señor —dijo aquel hombre, y le sostuvo la puerta.

El rey salió.

—¡Bueno! —exclamó la señora Duchwitz en un tono lleno de emoción—. ¡Qué encantador!

—Supongo que será mejor que llevemos a Karen a casa —dijo el señor Duchwitz.

Harald se preguntó cuándo tendría una ocasión de hablar con ella a solas.

—Mamá tendrá que ayudarme a salir de este traje —dijo Karen.

El señor Duchwitz fue hacia la puerta y Harald lo siguió, no sabiendo qué otra cosa podía hacer.

—Antes de que me cambie, ¿os importaría que hablara un momento con Harald a solas? —preguntó Karen.

Su padre puso cara de irritación, pero su madre dijo:

—Claro que no, siempre que no tardes demasiado.

Luego salieron de la habitación y el señor Duchwitz cerró la puerta.

—¿Realmente te encuentras bien? —le preguntó Harald a Karen.

—Lo estaré en cuanto me hayas besado.

Harald se arrodilló junto a la silla y la besó en los labios. Luego, incapaz de resistir la tentación, besó sus hombros desnudos y su cuello. Sus labios viajaron hacia arriba, y besó la curva de sus senos.

—Oh, cielos, para. Es demasiado agradable —dijo ella.

Harald retrocedió de mala gana. Vio que el color había vuelto al rostro de Karen, y que estaba respirando entrecortadamente. Lo asombró pensar que sus besos habían hecho aquello.

—Tenemos que hablar —dijo Karen.

—Lo sé. ¿Estás en condiciones de pilotar el Hornet Moth?

—No.

Harald ya se lo había temido.

—¿Estás segura?

—Me duele demasiado. Ni siquiera puedo abrir una maldita puerta. Y apenas puedo caminar, así que me resultaría imposible operar el timón con mis pies.

Harald ocultó la cara en sus manos.

—Entonces todo ha terminado.

—El médico dijo que solo me dolería durante unos días. Luego podremos irnos tan pronto como me sienta mejor.

—Hay algo que todavía no te he dicho. Hansen volvió a husmear por allí esta noche.

—Yo no me preocuparía por él.

—Esta vez iba con una mujer detective, la señora Jespersen, la cual es mucho más lista que él. Escuché su conversación. Ella entró en la iglesia y enseguida lo averiguó todo. Dedujo que estoy viviendo allí y que planeo huir en el avión.

—¡Oh, no! ¿Y qué hizo?

—Fue a recoger a su jefe, quien da la casualidad de que es Peter Flemming. Dejó allí de guardia a Hansen y le dijo que disparara contra mí si intentaba despegar.

—¿Que disparara contra ti? ¿Qué vas a hacer?

—Dejé sin sentido a Hansen de un puñetazo y lo até —dijo Harald, no sin sentir un poco de orgullo.

—¡Oh, Dios mío! ¿Dónde está ahora?

—Dentro del maletero del coche de tu padre.

—Todavía podríamos hacerlo.

—¿Cómo?

—Tú puedes ser el piloto.

—No puedo pilotar el avión… ¡Tan solo llegaron a darme una lección!

—Yo te lo iré explicando todo mientras lo haces. Poul dijo que tenías un talento natural para ello. Y podría operar la palanca de control con mi mano izquierda parte del tiempo.

—¿Lo dices en serio?

—¡Sí!

—Está bien. —Harald asintió solemnemente—. Eso es lo que vamos a hacer. Reza porque el tren de Peter llegue con retraso.