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Hermia Mount contempló con abatimiento su almuerzo —dos salchichas medio quemadas, una masa de puré de patata que empezaba a deshacerse, y un montículo de repollo demasiado cocido— y pensó con anhelo en un bar de la zona portuaria de Copenhague que servía tres clases distintas de arenque con ensalada, pepinillos, pan caliente y cerveza lager.
Hermia se había educado en Dinamarca. Su padre había sido un diplomático británico que pasó la mayor parte de su carrera en los países escandinavos. Hermia había trabajado en la embajada británica de Copenhague, primero como secretaria y más tarde como asistente de un agregado naval que de hecho trabajaba para el MI6, el servicio secreto de inteligencia. Cuando su padre murió y su madre regresó a Londres, Hermia se quedó en Dinamarca, en parte debido a su trabajo, pero más que nada porque se había comprometido con un piloto danés, Arne Olufsen.
Entonces, el 9 de abril de 1940, Hitler invadió Dinamarca. Cuatro días llenos de tensiones más tarde, Hermia y un grupo de oficiales británicos salieron del país en un tren diplomático especial que los llevó a través de Alemania hasta la frontera holandesa, desde donde viajaron a través de la Holanda neutral y siguieron adelante hasta llegar a Londres.
Ahora a la edad de treinta años Hermia era analista de inteligencia a cargo de la sección danesa del MI6. Junto a la mayor parte del servicio, había sido evacuada de sus cuarteles generales de Londres en el 54 de Broadway, cerca del palacio de Buckingham, a Bletchley Park, una gran casa de campo que se alzaba junto a un pueblecito a ochenta kilómetros al norte de la capital.
Un cobertizo Nissen erigido a toda prisa en la propiedad servía como cantina. Hermia se alegraba de haber escapado al Blitz, pero deseaba que por algún milagro también pudieran haber evacuado de Londres a uno de sus encantadores pequeños restaurantes italianos o franceses, de tal manera que ella pudiese tener algo que comer. Se metió en la boca un poco de puré con el tenedor y se obligó a tragarlo.
Para alejar sus pensamientos del sabor de la comida, puso el Dady Express junto a su plato. Los británicos acababan de perder la isla mediterránea de Creta. El Express trataba de poner al mal tiempo buena cara, asegurando que la batalla le había costado 18.000 hombres a Hitler, pero la deprimente verdad era que para los nazis se trataba de otro triunfo más en una larga sucesión.
Cuando alzó la mirada, Hermia vio venir hacia ella a un hombre no muy alto que tendría su edad. Llevando una taza de té en la mano, el hombre andaba rápidamente pero con una perceptible cojera.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó jovialmente, y se sentó delante de ella sin aguardar una respuesta—. Soy Digby Hoare. Sé quién eres.
Hermia arqueó una ceja y dijo:
—Haz como si estuvieras en tu casa.
La nota de ironía que había en su voz no produjo ningún impacto aparente. El hombre se limitó a decir:
—Gracias.
Hermia lo había visto por allí en una o dos ocasiones. Tenía un aire enérgico, a pesar de su cojera. No era ningún ídolo del cine, con sus rebeldes cabellos oscuros, pero tenía unos bonitos ojos azules y sus facciones agradablemente marcadas recordaban un poco a Humphrey Bogart.
—¿Con qué departamento estás? —le preguntó Hermia.
—La verdad es que trabajo en Londres.
Aquello no era una respuesta a su pregunta, plato a un lado.
—¿No te gusta la comida? —preguntó él.
—¿Y a ti?
—Te contaré una cosa. He interrogado a pilotos que fueron derribados sobre Francia y consiguieron volver a casa. Nosotros creemos estar experimentando la austeridad, pero no conocemos el significado de la palabra. Los franchutes se están muriendo de hambre. Después de haber oído esas historias, todo me sabe bien.
—La austeridad no es una excusa para cocinar fatal —dijo Hermia secamente.
Hoare sonrió.
—Ya me habían dicho que tenías bastante mal genio.
—¿Qué más te han dicho?
—Que hablas tanto el inglés como el danés. Lo cual supongo es la razón por la que estás al frente de la sección de Dinamarca.
—No. La razón para eso es la guerra. Antes, ninguna mujer había llegado a superar el nivel de secretaria-asistente en el MI6. Las mujeres no tenemos una mente analítica, ¿comprendes? Estamos más hechas para crear un hogar y educar a los niños. Pero desde que estalló la guerra, los cerebros de las mujeres han experimentado un notable cambio, y nos hemos vuelto capaces de hacer trabajos que antes solo podían ser llevados a cabo por la mentalidad masculina.
Hoare aceptó su sarcasmo con tranquilo buen humor.
—Sí, yo también me he dado cuenta de eso —dijo—. La vida nunca dejará de sorprendernos.
—¿Por qué te has estado informando sobre mí?
—Por dos razones. La primera, porque eres la mujer más hermosa que he visto nunca —dijo, y esta vez no estaba sonriendo.
Había conseguido sorprenderla. Los hombres no solían decir que fuese hermosa. Guapa, quizá; llamativa, algunas veces; imponente, a menudo. El rostro de Hermia era un largo óvalo, perfectamente regular, pero con severos cabellos oscuros, ojos velados por los párpados y una nariz demasiado grande para que fuera bonita. No supo qué replicar.
—¿Cuál es la otra razón?
Él volvió la mirada hacia un lado. Dos mujeres ya bastante mayores estaban compartiendo su mesa, y aunque no paraban de hablar entre ellas, probablemente también estaban medio escuchando a Digby y Hermia.
—Te lo diré dentro de un momento —dijo él—. ¿Te gustaría ir de juerga? Había vuelto a sorprenderla.
—¿Qué?
—¿Saldrías conmigo?
—Desde luego que no.
Por un instante él pareció quedarse perplejo. Luego la sonrisa regresó a sus labios, y dijo:
—No dores la píldora y házmela tragar tal como esté.
Hermia no pudo evitar sonreír.
—Podríamos ir al cine —insistió él—. O al pub Shoulder of Mutton en Old Bletchley. O al cine y al pub.
Hermia sacudió la cabeza.
—No, gracias —dijo firmemente.
—Oh —dijo él, pareciendo sentirse bastante abatido.
¿Pensaba que lo estaba rechazando debido a su incapacidad física? Hermia se apresuró a dejarle claro que no se trataba de eso.
—Estoy comprometida —dijo, enseñándole el anillo en su mano izquierda.
—No me había dado cuenta.
—Los hombres nunca lo hacen.
—¿Quién es el afortunado?
—Un piloto del ejército danés.
—Que ahora se encuentra allí, supongo.
—Que yo sepa. Hace un año que no tengo noticias de él.
Las dos señoras se levantaron de la mesa, y las maneras de Digby cambiaron. Su rostro se puso muy serio y su voz se volvió más baja, pero adoptó un tono apremiante.
—Echa una mirada a esto, por favor —dijo, sacando de su bolsillo una hoja de papel cebolla y alargándosela.
Hermia ya había visto hojas como aquella antes, allí en Bletchley Park. Tal como esperaba, era el desciframiento de una señal de radio enemiga.
—Me imagino que no necesito decirte lo desesperadamente secreto que es esto —dijo Digby.
—No hace falta.
—Creo que hablas el alemán tan bien como el danés.
Hermia asintió.
—En Dinamarca, todos los niños aprenden alemán en la escuela, así como inglés y latín. —Estudió la señal durante unos instantes—. ¿Información procedente de Freya?
—Eso es lo que nos tiene perplejos. No es una palabra alemana. Pensé que podía significar algo en una de las lenguas escandinavas.
—Sí, en cierta manera —dijo Hermia—. Freya es una diosa nórdica. De hecho es la Venus vikinga, la diosa del amor.
—¡Ah! —Digby puso cara pensativa—. Bueno, ya es algo. Pero no nos llevará muy lejos.
—¿A qué viene todo esto?
—Estamos perdiendo demasiados bombarderos.
Hermia frunció el ceño.
—Leí acerca de la última gran incursión en los periódicos. Decían que había sido un gran éxito.
Digby se limitó a mirarla en silencio.
—Oh, comprendo —dijo ella—. No le contáis la verdad a los periódicos.
Él permaneció en silencio.
—De hecho, toda la imagen que tengo de la campaña de bombardeos es pura propaganda —siguió diciendo Hermia—. La verdad es que está siendo un completo desastre. —Para su consternación, él seguía sin contradecirla—. Por el amor del cielo, ¿cuántos aparatos perdimos?
—El cincuenta por ciento.
—Santo Dios. —Hermia desvió la mirada. Algunos de aquellos pilotos tenían novias, pensó—. Pero si esto continúa…
—Exactamente.
Hermia volvió a examinar la hoja.
—¿Freya es una espía?
—Mi trabajo consiste en averiguarlo.
—¿Qué puedo hacer yo?
—Cuéntame más cosas acerca de la diosa.
Hermia rebuscó en su memoria. Había aprendido los mitos nórdicos en la escuela, pero ya hacía mucho tiempo de eso.
—Freya tiene un collar de oro que es un tesoro muy preciado. Le fue entregado por cuatro enanos. Se encuentra custodiado por el centinela de los dioses… Heimdal, me parece que se llama.
—Un centinela. Eso tiene sentido.
—Freya podría ser una espía con acceso a información previa sobre las incursiones aéreas.
—También podría ser una máquina para detectar a los aviones que se están aproximando antes de que lleguen a hacerse visibles.
—He oído decir que disponemos de máquinas semejantes, pero no tengo ni idea de cómo funcionan.
—Hay tres maneras posibles: infrarrojos, lidar y radar. Los detectores de infrarrojos captarían los rayos emitidos por un motor de avión caliente, o posiblemente sus escapes. El lidar es un sistema de impulsos ópticos transmitidos por el aparato de detección que se reflejan en el avión. El radar es lo mismo con ondas de radio.
—Acabo de recordar algo más. Heimdal puede ver a un centenar de kilómetros de distancia tanto durante el día como durante la noche.
—Eso hace que suene más a una máquina.
—Es lo que estaba pensando yo.
Digby terminó su té y se levantó.
—Si se te ocurre algo más, ¿me lo harás saber?
—Claro. ¿Dónde puedo encontrarte?
—En el número diez de Downing Street.
—¡Oh! —Hermia estaba impresionada.
—Adiós.
—Adiós —dijo ella, y lo vio alejarse.
Hermia se quedó sentada a la mesa. Había sido una conversación interesante en más de un aspecto. Digby Hoare era toda una figura, ya que el primer ministro en persona tenía que estar preocupado por la pérdida de bombarderos. ¿El uso del nombre en código Freya era una mera coincidencia o había una conexión escandinava?
Le había gustado que Digby le propusiera salir con él. Aunque Hermia no estaba interesada en salir con otro hombre, siempre es agradable que te lo pidan.
Pasado un rato, la visión del almuerzo que no había comido empezó a deprimirla. Llevó su bandeja a la mesa de los restos y vació su plato en el cubo de la basura. Luego fue al lavabo de señoras.
Mientras estaba dentro de un cubículo, oyó entrar a un grupo de mujeres bastante jóvenes que charlaban animadamente. Se disponía a salir cuando una de ellas dijo:
—El tal Digby Hoare no pierde el tiempo. ¡Para que luego hablen de los que siempre van a cien por hora!
Hermia se quedó inmóvil con la mano encima del picaporte.
—Vi cómo le echaba los tejos a la señorita Mount —dijo una voz de mayor edad—. Debe de ser uno de esos hombres a los que les van las tetas.
Las otras rieron. Dentro del cubículo, Hermia frunció el ceño ante aquella referencia a su generosa figura.
—Pero creo que ella se lo quitó de encima —dijo la primera chica.
—¿Y qué hubieses hecho tú? Yo nunca podría hacer nada con un hombre que tuviese una pierna de madera.
Una tercera joven habló con un acento escocés.
—Me pregunto si se la quita cuando te folla —dijo, y todas rieron. Hermia ya había oído suficiente. Abrió la puerta, salió del cubículo y dijo:
—Si lo averiguo, os lo haré saber.
Las tres chicas se sumieron en un silencio consternado, y Hermia se fue antes de que hubieran tenido tiempo de recuperarse.
Salió del edificio de madera. La gran extensión de césped, con sus cedros y su estanque de los cisnes, había sido desfigurada por cobertizos levantados a toda prisa para acomodar a los centenares de integrantes del personal llegados de Londres. Hermia cruzó el parque hacia la casa, una elegante mansión victoriana construida con ladrillo rojo.
Pasó por el gran porche y fue a su despacho en los alojamientos de la antigua servidumbre, un diminuto espacio en forma de L que probablemente había sido el cuarto donde guardaban las botas. Tenía una pequeña ventana situada demasiado alta para que se pudiera ver por ella, así que Hermia trabajaba todo el día con la luz encendida. Encima de su escritorio había un teléfono y una máquina de escribir en una mesa lateral. Su predecesor había tenido una secretaria, pero se esperaba que las mujeres hicieran sus propios trabajos de mecanografía. Encima de su escritorio, Hermia encontró un paquete procedente de Copenhague.
Después de que Hitler invadiera Polonia, Hermia había puesto los cimientos de una pequeña red de espionaje en Dinamarca. Su jefe era el amigo de su prometido, Poul Kirke. Este había reunido a un grupo de jóvenes que creían que su pequeño país iba a ser absorbido por su mucho más enorme vecino, y que la única manera de luchar por la libertad era cooperar con los británicos. Poul había declarado que el grupo, cuyos integrantes se hacían llamar los Vigilantes Nocturnos, no se dedicaría al sabotaje o al asesinato, sino que pasaría información militar a los servicios de inteligencia británicos. Aquel logro conseguido por Hermia —realmente único para tratarse de una mujer— le había valido su ascenso a directora de la sección danesa.
El paquete contenía algunos de los frutos de su capacidad de prever el futuro. Había una serie de informes, ya descifrados para ella por su sala de códigos, sobre las decisiones de naturaleza militar que los alemanes habían ido tomando en Dinamarca: bases del ejército en la isla central de Fyn; tráfico naval en el Kattegat, el mar que separaba a Dinamarca de Suecia; nombres de los oficiales alemanes de mayor antigüedad destacados en Copenhague.
Dentro del paquete también había un ejemplar de un periódico clandestino llamado Realidad. La prensa clandestina era, hasta el momento, el único signo de resistencia a los nazis en Dinamarca. Hermia le echó un vistazo y leyó un artículo lleno de indignación en el que se afirmaba que había escasez de mantequilla porque toda era enviada a Alemania.
El paquete había salido en secreto de Dinamarca hasta llegar a manos de un intermediario en Suecia, quien se lo había entregado al hombre del MI6 de la legación británica en Estocolmo. Con el paquete había una nota del intermediario diciendo que también le había pasado un ejemplar de Realidad al servicio cablegráfico de Reuter en Estocolmo. Hermia frunció el ceño al leer aquello. A primera vista, dar publicidad a las condiciones de vida bajo la ocupación parecía una buena idea, pero a Hermia no le gustaba en absoluto que los agentes mezclaran el espionaje con otros trabajos. La acción de la resistencia podía atraer la atención de las autoridades sobre un espía que de otra manera hubiese podido trabajar durante años sin ser detectado.
Pensar en los Vigilantes Nocturnos le recordó dolorosamente a su prometido. Arne no formaba parte del grupo. Su temperamento no podía ser menos adecuado para ello. Hermia amaba a Arne por su despreocupada joie de vivre. Hacía que toda ella se relajara, especialmente en la cama. Pero un hombre que se lo tomaba todo a la ligera y era incapaz de pensar en los detalles cotidianos no era el tipo de persona más apropiada para el trabajo secreto. En sus momentos más honrados, Hermia admitía ante sí misma que no estaba segura de que Arne tuviera el valor necesario. En las pistas de esquí era realmente temerario —se habían conocido en una montaña noruega, donde Arne había sido el único capaz de esquiar mejor que Hermia—, pero no estaba segura de cómo haría frente Arne a los más sutiles terrores de las operaciones clandestinas.
Hermia había estado pensando enviarle un mensaje a través de los Vigilantes Nocturnos. Poul Kirke trabajaba en la escuela de vuelo, y si Arne todavía estaba allí tenían que verse cada día. Utilizar la red de espionaje para una comunicación personal hubiese sido una lamentable falta de profesionalidad, pero eso no la detuvo. La habrían descubierto con toda seguridad, porque sus mensajes tenían que ser cifrados por la sala de códigos, pero quizá ni siquiera eso la hubiese detenido. Las claves utilizadas por el MI6 eran códigos basados en poemas nada sofisticados sobrantes de los tiempos de paz, y podían ser descifradas fácilmente. Si el nombre de Arne aparecía en un mensaje enviado por la inteligencia británica a unos espías daneses, probablemente él perdería la vida. El que ella quisiera saber algo de Arne podía convertirse en su sentencia de muerte. Por eso Hermia se quedó sentada en su cuarto de las botas con una ácida ansiedad ardiendo dentro de ella.
Redactó un mensaje dirigido al intermediario sueco, diciéndole que se mantuviera alejado de la guerra propagandística y se limitara a hacer su trabajo como correo. Luego mecanografió un informe para su jefe conteniendo toda la información militar que había en el paquete, con copias en papel carbón para otros departamentos.
A las cuatro se fue. Tenía más trabajo que hacer, y volvería al despacho para pasar allí un par de horas cuando empezara a anochecer, pero ahora tenía que ir a tomar el té con su madre.
Margaret Mount vivía en una pequeña casa en Chelsea. Después de que el padre de Hermia muriera de cáncer poco antes de cumplir los cincuenta años, su madre se había ido a vivir con una amiga de la escuela que no se había casado, Elizabeth. Se llamaban la una a la otra Mags y Bets, sus apodos de adolescentes. Hoy las dos habían ido en tren a Bletchley para inspeccionar el alojamiento de Hermia.
Cruzó el pueblo andando rápidamente hasta que llegó a la calle donde había alquilado una habitación. Encontró a Mags y Bets en el vestíbulo hablando con su casera, la señora Bevan. La madre de Hermia llevaba su uniforme de conductora de ambulancia, con pantalones y una gorra. Bets era una guapa mujer de cincuenta años que lucía un vestido floreado de manga corta. Hermia abrazó a su madre y le dio un beso en la mejilla a Bets. Ella y Bets nunca habían llegado a intimar, y a veces Hermia sospechaba que Bets estaba celosa de lo unida que se sentía ella a su madre.
Las llevó al piso de arriba. Bets no pareció sentirse muy entusiasmada por la pequeña habitación con una sola cama, pero la madre de Hermia dijo animadamente:
—Bueno, no está nada mal, para lo que se puede esperar en tiempos de guerra.
—No paso mucho tiempo aquí —mintió Hermia. De hecho pasaba allí largos y solitarios anocheceres leyendo y escuchando la radio.
Encendió el hornillo de gas para hacer té y cortó en rebanadas un pequeño pastel que había comprado para la ocasión.
—Supongo que no habrás tenido noticias de Arne —dijo la madre de Hermia.
—No. Le escribí a través de la legación británica en Estocolmo y ellos remitieron la carta, pero no he vuelto a saber nada de ella, así que no sé si la recibió.
—Oh, cielos.
—Ojalá pudiera conocerlo —dijo Bets—. ¿Cómo es?
Hermia pensó que enamorarse de Arne había sido como esquiar colina abajo: un pequeño empujón para ponerse en marcha, un súbito incremento en la velocidad y entonces, antes de que estuviera del todo preparada para ello, la estimulante sensación de estar bajando por la pista como una exhalación, sin poder parar. Pero ¿cómo explicar todo aquello?
—Parece una estrella de cine, es un magnífico atleta y tiene el encanto de un irlandés, pero no se trata de eso —dijo Hermia—. Siempre te resulta muy fácil estar con él. Ocurra lo que ocurra, lo único que hace es reírse. A veces me enfado, aunque nunca con él, y entonces Arne me sonríe y dice: «No hay nadie como tú, Hermia, lo juro». Santo Dios, cómo lo echo de menos… —murmuró, conteniendo las lágrimas.
—Muchos hombres se han enamorado de ti, pero no hay muchos que sean capaces de aguantarte —dijo su madre enérgicamente. El estilo conversacional de Mags se encontraba tan falto de adornos como el de la misma Hermia—. Deberías haberle clavado el pie al suelo cuando tenías la ocasión de hacerlo.
Hermia cambió de tema y les preguntó por el Blitz. Bets pasaba las incursiones aéreas debajo de la mesa de la cocina, pero Mags conducía su ambulancia a través de las bombas. La madre de Hermia siempre había sido una mujer formidable, un tanto demasiado directa y carente de tacto para la esposa de un diplomático, pero la guerra había hecho aflorar toda su fortaleza y su coraje, de la misma manera que la repentina escasez de hombres que padecía el servicio secreto había permitido florecer a Hermia.
—La Luftwaffe no puede seguir manteniendo este nivel de operaciones indefinidamente —dijo Mags—. No disponen de un suministro interminable de aviones y pilotos. Si nuestros bombarderos continúan machacando la industria alemana, tarde o temprano se notará el efecto.
—Mientras tanto, mujeres y niños alemanes inocentes están sufriendo igual que nosotros —dijo Bets.
—Lo sé, pero la guerra es así —dijo Mags.
Hermia recordó su conversación con Digby Hoare. Las personas como Mags y Bets se imaginaban que la campaña de bombardeos británica estaba minando a los nazis. Era una suerte que no tuvieran ni la más remota idea de que la mitad de los bombarderos estaban siendo derribados. Si la gente supiera la verdad, quizá se daría por vencida.
Mags empezó a contar una larga historia sobre rescatar a un perro de un edificio en llamas y Hermia la escuchó con media oreja, mientras pensaba en Digby. Si Freya era una máquina, y los alemanes la estaban utilizando para defender sus fronteras, era muy posible que se encontrara en Dinamarca. ¿Había algo que ella pudiera hacer para tratar de localizarla? Digby había dicho que la máquina podía emitir una especie de haz, ya fuese con impulsos ópticos o mediante ondas de radio. Semejantes emisiones deberían ser detectables. Quizá los Vigilantes Nocturnos de Hermia podrían hacer algo.
La idea ya había empezado a despertar su interés. Podía enviar un mensaje a los Vigilantes Nocturnos. Pero primero, necesitaba más información. Empezaría a trabajar en ello aquella noche, decidió, tan pronto como hubiera acompañado a Mags y Bets a coger su tren. Empezó a desear impacientemente que se fueran.
—¿Más pastel, madre? —preguntó.