9
En el letrero que había delante del edificio se leía INSTITUTO DANÉS DE CANCIÓN POPULAR Y DANZA CAMPESINA, pero eso solo era para engañar a las autoridades. Bajando por los escalones, una vez atravesada la doble cortina que servía para atrapar la luz y dentro del sótano carente de ventanas, había un club de jazz.
La sala era pequeña y oscura. El húmedo suelo de cemento estaba lleno de colillas de cigarrillo, y pegajoso a causa de la cerveza derramada. Había algunas mesas desvencijadas y unas cuantas sillas de madera, pero la mayor parte de la audiencia estaba de pie. Marineros y estibadores se codeaban con jóvenes bien vestidos y unos cuantos soldados alemanes.
En el diminuto escenario, una mujer joven sentada al piano cantaba suavemente baladas en un micrófono. Aquello tal vez fuese jazz, pero no era la música que apasionaba a Harald. Él estaba esperando a Memphis Johnny Madison, quien era de color, a pesar de que había pasado la mayor parte de su vida en Copenhague y probablemente nunca había visto Memphis.
Eran las dos de la madrugada. A primera hora de la noche, después de que se hubieran apagado las luces en la escuela, los Tres Chalados —Harald, Mads y Tik— habían vuelto a vestirse, salido sigilosamente del edificio del dormitorio y cogido el último tren a la ciudad. Aquello era arriesgado —si los descubrían se verían metidos en un buen lío—, pero valía la pena con tal de ver a Memphis Johnny.
El aquavit que estaba bebiendo Harald, acompañándolo con cervezas de barril para hacerlo bajar, lo iba poniendo todavía más eufórico.
Una parte de su mente seguía dándole vueltas al emocionante recuerdo de su conversación con Poul Kirke, y al aterrador hecho de que ahora estaba en la resistencia. Apenas se atrevía a pensar en ello, porque se trataba de algo que no podía compartir ni siquiera con Mads y Tik. Harald le había pasado información militar secreta a un espía.
Después de que Poul hubiera admitido que existía una organización secreta, Harald había dicho que haría cualquier otra cosa que pudiera con tal de ayudar. Poul había prometido utilizarlo como uno de sus observadores. La tarea de Harald consistiría en recoger información sobre las fuerzas de ocupación y pasársela a Poul para que fuera transmitida a Inglaterra. Harald se sentía muy orgulloso de sí mismo, y ardía en deseos de dar comienzo a su primera misión. También estaba asustado, pero intentaba no pensar en lo que podía ocurrir si lo capturaban.
Todavía odiaba a Poul por estar saliendo con Karen Duchwitz. Cada vez que pensaba en ello sentía el agrio sabor de los celos en el estómago, pero reprimía aquel sentimiento por el bien de la resistencia.
Deseó que Karen hubiera estado allí ahora. Ella habría apreciado la música.
Estaba pensando que faltaba compañía femenina cuando se fijó en una recién llegada, una mujer de oscuros cabellos rizados que llevaba un vestido rojo y estaba sentada en un taburete en la barra. Harald no podía verla con demasiada claridad —había mucho humo en el aire, o quizá le ocurriese algo a su vista—, pero parecía estar sola.
—Eh, mirad —les dijo a los demás.
—No está mal, si te gustan las mujeres mayores —dijo Mads.
Harald siguió observándola, tratando de enfocar mejor su mirada.
—¿Por qué dices eso? ¿Qué edad tiene?
—Por lo menos tiene treinta años.
Harald se encogió de hombros.
—Eso no es ser realmente mayor. Me pregunto si le gustaría tener a alguien con quien hablar.
Tik, que no estaba tan borracho como los otros dos, dijo:
—Te hablará.
Harald no estuvo muy seguro de por qué Tik estaba sonriendo como un bobo. Ignorando a su amigo, se levantó y fue hacia la barra. A medida que se aproximaba, vio que la mujer era bastante regordeta y que su redondo rostro estaba abundantemente maquillado.
—Hola, colegial —le dijo la mujer, pero su sonrisa era afable.
—Me he fijado en que estabas sola.
—Por el momento.
—Pensé que quizá querrías tener a alguien con quien hablar.
—Bueno, en realidad no estoy aquí para eso.
—Ah… Prefieres escuchar la música. Yo soy un gran aficionado al jazz, y llevo años siéndolo. ¿Qué opinas de la cantante? No es norteamericana, claro, pero…
—Odio la música.
Harald se quedó bastante perplejo.
—¿Entonces yo qué…?
—Soy una chica trabajadora.
La mujer parecía pensar que eso lo explicaba todo, pero Harald no entendía nada. Ella continuaba sonriéndole cálidamente, pero Harald estaba empezando a tener la sensación de que hablaban idiomas distintos.
—Una chica trabajadora —repitió.
—Sí. ¿Qué te habías pensado que era?
—A mí me pareces una princesa —le dijo Harald, que se sentía inclinado a ser lo más galante posible con ella.
La mujer se rió.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Harald.
—Betsy.
Era un nombre improbable para una chica danesa de la clase trabajadora, y Harald supuso que sería adoptado.
Un hombre apareció de pronto junto a su codo. Su apariencia dejó bastante desconcertado a Harald: el hombre iba sin afeitar, tenía los dientes medio podridos, y uno de sus ojos se hallaba medio cerrado por un gran moretón. Llevaba un esmoquin lleno de manchas y una camisa sin cuello. A pesar de ser bajo y flaco, su aspecto intimidaba.
—Venga, hijito, decídete de una vez —dijo el hombre.
—Este es Luther —le dijo Betsy a Harald—. Deja en paz al chico, Lou. No está haciendo nada malo.
—Mantiene alejados a los otros clientes.
Harald se dio cuenta de que no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo, y decidió que debía de estar más borracho de lo que había imaginado.
—Bueno, ¿quieres follártela o no? —preguntó Luther.
Harald se quedó atónito.
—¡Ni siquiera la conozco!
Betsy se echó a reír.
—Son diez coronas, puedes pagarme —dijo Luther.
Entonces se hizo la luz. Harald se volvió hacia la mujer y dijo, hablando en un tono de voz que el asombro volvió más fuerte de lo que él había pretendido:
—¿Eres una prostituta?
—Eh, no hace falta que lo grites —dijo ella con disgusto.
Luther agarró a Harald por la pechera de su camisa y tiró de él. Su presa era fuerte, y Harald se tambaleó.
—Ya sé cómo sois los que habéis recibido una educación —escupió Luther—. Os creéis que este tipo de cosas tienen gracia.
Harald olió el mal aliento del hombre.
—No se enfade —dijo—. Yo solo quería hablar con ella.
Un barman con un trapo alrededor de la cabeza se inclinó sobre la barra y dijo:
—Nada de problemas, Lou, por favor. El chico lo ha hecho sin mala intención.
—¿Seguro? Pues a mí me parece que se está riendo de mí.
Harald estaba empezando a preguntarse nerviosamente si Luther tendría un cuchillo, cuando el encargado del club cogió el micrófono y anunció a Memphis Johnny Madison, y hubo un estallido de aplausos.
Luther apartó a Harald de un empujón.
—Fuera de mi vista antes de que te raje esa garganta de imbécil que tienes —dijo.
Harald volvió con los demás. Sabía que había sido humillado, pero estaba demasiado borracho para que eso pudiera importarle.
—Cometí un error de etiqueta —dijo.
Memphis Johnny entró en el escenario, y Harald se olvidó instantáneamente de Luther.
Johnny se sentó al piano y se inclinó hacia el micrófono. Hablando un danés perfecto sin ninguna sombra de acento, dijo:
—Gracias. Me gustaría empezar con una composición del mayor pianista de boogie woogie que haya existido jamás, Clarence Pine Top Smith.
Hubo un renovado aplauso, y Harald gritó en inglés:
—¡Tócala, Johnny!
Entonces hubo una súbita conmoción cerca de la puerta, pero Harald no le prestó atención. Johnny llevaba cuatro compases de la introducción cuando de pronto dejó de tocar y dijo por el micrófono:
—Heil Hitler, pequeño.
Un oficial alemán salió al escenario. Harald miró en torno a él, perplejo. Un grupo de policías militares acababa de entrar en el club. Estaban arrestando a los soldados alemanes, pero no a los civiles daneses.
El oficial le quitó el micrófono a Johnny y dijo en danés:
—Los artistas de variedades de raza inferior no están permitidos. Este club queda cerrado.
—¡No! —gritó Harald con consternación—. ¡No puedes hacer eso, campesino nazi!
Afortunadamente, su voz quedó ahogada por el clamor general de protesta.
—Salgamos de aquí antes de que cometas más errores de etiqueta, Harald —dijo Tik, cogiéndolo del brazo.
Harald se resistió.
—¡Venga! —chilló—. ¡Dejad tocar a Johnny!
El oficial esposó a Johnny y se lo llevó del escenario.
Harald estaba destrozado. Aquella había sido su primera ocasión de escuchar a un auténtico pianista de boogie, y los nazis habían interrumpido la actuación después de unos cuantos compases.
—¡No tienen ningún derecho! —gritó.
Los tres jóvenes subieron por los escalones hasta llegar a la calle. Era mediados de verano, y la corta noche escandinava ya había terminado. El amanecer había llegado. El club quedaba en el muelle, y el ancho canal relucía bajo la media luz. Barcos dormidos flotaban inmóviles al final de sus amarras. Una fría brisa salada soplaba del mar. Harald respiró profundamente y luego se sintió mareado durante unos instantes.
—Ya puestos, podríamos ir a la estación y esperar el primer tren que vaya a casa —dijo Tik. Su plan era estar acostados en sus camas, fingiendo dormir, antes de que nadie se levantara en la escuela.
Echaron a andar hacia el centro de la ciudad. En los cruces principales, los alemanes habían erigido puestos de guardia de cemento, forma octogonal y cosa de un metro veinte de altura, con espacio en el centro para que un soldado permaneciera de pie allí, visible desde el pecho para arriba. De noche los puestos no estaban ocupados. Harald todavía estaba furioso por el cierre del club, y aquellos feos símbolos de la dominación nazi lo pusieron todavía más rabioso. Al pasar junto a uno, le dio una fútil patada.
—Aseguran que los centinelas de esos puestos llevan pantalones cortos de cuero, porque nadie puede ver sus piernas —dijo Mads. Harald y Tik rieron.
Un instante después, pasaron ante un montón de cascotes apilados delante de una tienda que acababa de ser remodelada, y la casualidad quiso que Harald se fijara en las latas de pintura que había encima del montón. Entonces se le ocurrió una idea. Inclinándose sobre los cascotes, cogió una lata de pintura.
—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó Tik.
En el fondo de la lata quedaba un poquito de pintura negra, todavía líquida. De entre los restos de madera que había encima del montón, Harald seleccionó un trozo de tabla de unos cuantos centímetros de anchura que serviría como pincel.
Sin prestar atención a las perplejas preguntas de Mads y Tik, volvió al puesto de guardia. Se arrodilló ante él con la pintura y el trozo de madera. Oyó que Tik decía algo en un tono de advertencia, pero no le hizo ningún caso. Con mucho cuidado, Harald fue escribiendo con pintura negra encima del muro de cemento:
ESTE NAZI
NO LLEVA
PANTALONES
Luego retrocedió para admirar su obra. Las letras eran grandes y las palabras podían ser leídas desde lejos. Cuando la mañana estuviera más avanzada, miles de habitantes de Copenhague verían el chiste mientras iban de camino al trabajo y sonreirían.
—¿Qué os parece eso? —preguntó. Miró a su alrededor. Tik y Mads habían desaparecido, pero dos policías daneses uniformados estaban inmóviles inmediatamente detrás de él.
—Muy gracioso —dijo uno de ellos—. Quedas arrestado.
Harald pasó el resto de la noche en el Politigaarden, en la celda de los borrachos junto con un viejo que se había orinado en los pantalones y un chico de su edad que vomitó en el suelo. Estaba demasiado asqueado con ellos y consigo mismo para que pudiera dormir. Conforme iban pasando las horas, le entró dolor de cabeza y una sed espantosa.
Pero la resaca y la suciedad no eran sus peores preocupaciones. Harald estaba más preocupado por la posibilidad de que lo interrogaran acerca de la resistencia. ¿Y sí lo entregaban a la Gestapo y era torturado? No sabía cuánto dolor podría llegar a soportar. Podía terminar traicionando a Poul Kirke. ¡Y todo por una estúpida broma! No podía creer lo infantil que había sido capaz de ser. Se sentía terriblemente avergonzado.
A las ocho de la mañana, un policía de uniforme trajo una bandeja con tres tazones de sucedáneo de té y un plato de rebanadas de pan negro, sobre las que habían untado una delgada capa de un sustituto de la mantequilla. Harald desdeñó el pan —no podía comer en un sitio que era como un lavabo público—, pero bebió ávidamente el té.
Poco después, fue sacado de la celda y llevado a una sala de interrogatorios. Esperó unos minutos, y luego entró un sargento que traía una carpeta y una hoja de papel escrita a máquina.
—¡De pie! —ladró el sargento, y Harald se levantó de un salto. El sargento se sentó a la mesa y leyó el informe.
—Un alumno de la Jansborg Skole, ¿eh? —dijo.
—Sí, señor.
—Ya deberías saber que esas cosas no se hacen, muchacho.
—Sí, señor.
—¿Dónde estuviste bebiendo?
—En un club de jazz.
El sargento levantó la vista de la hoja mecanografiada.
—¿El Instituto Danés?
—Sí.
—Estabas allí cuando los boches lo cerraron.
—Sí —dijo Harald, sintiéndose un poco confuso por el levemente insultante uso del término de argot «boches» para referirse a los alemanes. Aquello desentonaba bastante con lo formal de su tono.
—¿Sueles emborracharte?
—No, señor. Es la primera vez.
—Y entonces viste el puesto de guardia, y dio la casualidad de que te tropezaste con una lata de pintura…
—Lo siento mucho.
De pronto el sargento sonrió.
—Bueno, no lo sientas demasiado. A mí me pareció que tenía bastante gracia. ¡No lleva pantalones! —dijo, y se echó a reír.
Harald estaba atónito. Al principio el sargento había parecido hostil, pero ahora estaba disfrutando del chiste.
—¿Qué me va a ocurrir? —preguntó.
—Nada. Somos la policía, no la patrulla de los chistes —dijo el sargento, rasgando el informe por la mitad y echando los trozos dentro de la papelera.
Harald apenas podía creer en su buena suerte. ¿Realmente lo iban a dejar marchar?
—¿Qué… qué debería hacer?
—Regresar a la Jansborg Skole.
—¡Gracias!
Harald se preguntó si podría entrar en la escuela sin que se dieran cuenta de que había estado fuera, a pesar de lo tardío de la hora. En el tren dispondría de un poco de tiempo para pensar una historia. Quizá nadie tendría por qué llegar a enterarse jamás de aquello.
El sargento se levantó.
—Pero no olvides este consejo: mantente alejado de la bebida.
—Lo haré —dijo Harald fervientemente. Si conseguía salir de aquel lío, nunca volvería a probar el alcohol.
El sargento abrió la puerta, y entonces Harald se llevó una terrible sorpresa.
Esperando fuera estaba Peter Flemming.
Harald y Peter se contemplaron el uno al otro durante un momento interminable.
—¿Puedo ayudarle en algo, inspector? —preguntó el sargento.
Peter no le hizo ningún caso y se dirigió a Harald.
—Bien, bien —dijo, hablando con el tono de satisfacción del hombre que al fin ha visto demostrado que tenía razón—. Cuando vi el nombre en la lista de arrestos de anoche, al principio tuve mis dudas. ¿Podía Harald Olufsen, borracho y escritor de pintadas, ser Harald Olufsen, hijo del pastor de Sande? Y hete aquí que son la misma persona.
Harald estaba consternado. Justo cuando había empezado a abrigar la esperanza de que aquel espantoso incidente pudiera mantenerse en secreto, la verdad había sido descubierta por alguien que tenía una cuenta pendiente con su familia.
—Bien, yo me ocuparé de esto —dijo Peter, volviéndose hacia el sargento y despidiéndolo con la mirada.
El sargento pareció sentirse un poco ofendido.
—El superintendente ha decidido que no se presentarán cargos, señor.
—Eso ya lo veremos.
Harald no se echó a llorar por poco. Había estado a punto de salir bien librado. Todo aquello le parecía terriblemente injusto.
El sargento titubeó; parecía disponerse a protestar, pero entonces Peter dijo firmemente:
—Eso es todo.
—Muy bien, señor —dijo el sargento, y se fue.
Peter miró fijamente a Harald sin decir nada, hasta que Harald dijo:
—¿Qué vas á hacer?
Peter sonrió, y luego dijo:
—Me parece que te llevaré de vuelta a la escuela.
Entraron en el recinto de la Jansborg Skole en un Buick de la policía conducido por un agente de uniforme, con Harald en el asiento de atrás como si fuera un prisionero.
El sol brillaba sobre el césped y los viejos edificios de ladrillo rojo, y Harald sintió una punzada de nostalgia por la existencia simple y protegida que había vivido allí durante los últimos siete años. Cualquier cosa que le ocurriese ahora, aquel lugar tranquilizadoramente familiar no iba a seguir siendo un hogar para él durante mucho tiempo más.
La visión suscitó sentimientos distintos en Peter Flemming, quien le murmuró hoscamente al conductor:
—Aquí es donde educan a nuestros futuros gobernantes.
—Sí, señor —dijo el conductor en un tono cuidadosamente neutral.
Era la hora del bocadillo, a media mañana, y los muchachos estaban comiendo fuera, por lo que la mayor parte de la escuela se encontraba allí mirando cuando el coche fue hacia la oficina principal y Harald bajó de él.
Peter mostró su placa de la policía a la secretaria de la escuela, y él y Harald fueron llevados inmediatamente al estudio de Heis.
Harald no sabía qué pensar. Parecía que Peter no iba a entregarlo a la Gestapo, su peor temor. No se atrevía a concebir nuevas esperanzas demasiado pronto, pero todo parecía indicar que Peter veía en él a un escolar travieso y no a un miembro de la resistencia danesa. Por una vez agradeció estar siendo tratado más como un niño que como un hombre.
Pero en ese caso, ¿qué estaba tramando Peter?
Cuando entraron en el estudio, Heis incorporó su flaco y largo cuerpo detrás del escritorio y los contempló, con una vaga preocupación, a través de las gafas suspendidas sobre su picuda nariz. Su voz fue amable, pero un leve temblor delató el nerviosismo que sentía.
—¿Olufsen? ¿Qué es esto?
Peter no dio a Harald la ocasión de responder a la pregunta. Señalándolo con un pulgar, preguntó a Heis en un tono rechinante:
—¿Es uno de los suyos?
El afable y siempre educado Heis se encogió sobre sí mismo como si lo hubieran golpeado.
—Olufsen es uno de los alumnos que estudian aquí, sí.
—Anoche fue arrestado por haber causado daños en una instalación militar alemana.
Harald se dio cuenta de que Peter estaba disfrutando con la humillación de Heis, y que estaba decidido a explotarla al máximo.
Heis parecía sentirse muy mortificado.
—Lamento mucho oír eso.
—También estaba borracho.
—Oh, cielos.
—La policía debe decidir qué hacer al respecto.
—No estoy seguro de que yo…
—Francamente, preferiríamos no tener que llevar ante el juez a un escolar por una travesura infantil.
—Bueno, me alegro de saberlo…
—Por otra parte, no puede escapar al castigo.
—Desde luego que no.
—Aparte de todo lo demás, nuestros amigos alemanes querrán saber que el autor ha sido tratado con la debida firmeza.
—Por supuesto, por supuesto.
Harald sintió pena por Heis, pero al mismo tiempo deseó que no fuera tan débil. Hasta el momento, lo único que había hecho era mostrarse de acuerdo con un Peter, que no paraba de intimidarlo.
—Así que lo que vaya a suceder ahora depende de usted —siguió diciendo Peter.
—¿Oh? ¿De qué manera?
—Si dejamos en paz a Olufsen, ¿lo expulsará de la escuela?
Harald enseguida comprendió adónde pretendía llegar Peter. Solo quería asegurarse de que la trasgresión de Harald llegaría a ser del dominio público. Lo único que le interesaba era poner en la situación más embarazosa posible a la familia Olufsen.
El arresto de un escolar de la Jansborg Skole aparecería en muchos titulares de periódico. La vergüenza de Heis solo se vería superada por la de los padres de Harald. Su padre estallaría y su madre se pondría al borde del suicidio.
Pero entonces Harald se dio cuenta de que la enemistad que Peter sentía hacia la familia Olufsen había embotado sus instintos de policía. Estaba tan contento de haber pillado borracho a un Olufsen que se le había pasado por alto un delito bastante más grande. Ni siquiera se le había, ocurrido tomar en consideración la posibilidad de que el desagrado que los nazis inspiraban a Harald fuese más allá del pintar eslóganes para llegar al espionaje. La malicia de Peter había salvado la piel a Harald.
Heis mostró la primera señal de oposición.
—La expulsión parece una medida un poco dura…
—No tan dura como un juicio y una posible sentencia de cárcel.
—No, desde luego.
Harald no tomó parte en la discusión porque no veía una manera de salir de aquel lío que le permitiera mantener el incidente en secreto. Se consoló con el pensamiento de que había escapado de la Gestapo. Cualquier otro castigo parecería menor en comparación.
—El año académico ya casi ha terminado —dijo Heis—. Si fuera expulsado ahora, Olufsen no se perdería muchas clases.
—Entonces la expulsión no le permitirá librarse de mucho trabajo.
—Eso más bien es un tecnicismo, teniendo en cuenta que solo le faltan un par de semanas para irse.
—Pero satisfará a los alemanes.
—¿Los satisfará? Eso es importante, claro está.
—Si usted puede asegurarme que Olufsen será expulsado, podría dejarlo en libertad. De otro modo, tendré que llevármelo de vuelta al Politigaarden.
Heis dirigió una mirada llena de culpabilidad a Harald.
—Parece que la escuela no tiene elección en este asunto, ¿verdad?
—No, señor.
Heis miró a Peter.
—Muy bien. Expulsaré a Olufsen.
Peter sonrió con satisfacción.
—Me alegro de que hayamos resuelto la cuestión de una manera tan sensata. —Se levantó—. Y en el futuro intenta no meterte en líos, joven Harald —dijo pomposamente.
Harald apartó la mirada.
Peter estrechó la mano de Heis.
—Bueno, inspector, gracias —dijo Heis.
—Encantado de poder ayudar —dijo Peter, y salió del estudio.
Harald sintió cómo todos sus músculos se relajaban. Lo había conseguido. Cuando volviera a casa iba a pagarlo muy caro, naturalmente, pero lo importante era que su insensatez no había puesto en peligro a Poul Kirke y la resistencia.
—Ha sucedido una cosa terrible, Olufsen —dijo Heis.
—Ya sé que hice mal al…
—No, no me refiero a eso. Creo que conoces al primo de Mads Kirke.
—Poul, sí. —Harald volvió a ponerse tenso. ¿Y ahora qué? ¿Se habría enterado Heis de alguna manera de que Harald iba a colaborar con la resistencia?—. ¿Qué pasa con Poul?
—El avión en el que iba se estrelló.
—¡Dios mío! ¡Hace unos días estuve volando con él!
—Ocurrió anoche en la escuela de vuelo, y… —comenzó a decir Heis, y luego titubeó.
—¿Qué?
—Lamento tener que decirte que Poul Kirke ha muerto.