15
El primer día de trabajo de Harald en la granja de los Nielsen terminó con más éxito de lo que se había atrevido a esperar. El viejo Nielsen disponía de un pequeño taller con equipo suficiente para que Harald pudiera reparar prácticamente cualquier cosa. Había reparado la bomba de agua de un arado a vapor, soldado una bisagra en la oruga de un vehículo, y localizado el cortocircuito que hacía que las luces de la alquería se apagaran cada noche. Comió un generoso almuerzo de arenques y patatas con los trabajadores de la granja.
Por la tarde había pasado un par de horas en la taberna del pueblo con Karl, el hijo menor del granjero, aunque solo había bebido un par de vasos de cerveza porque se acordaba de la estupidez que el alcohol lo había impulsado a cometer hacía una semana. Todos estaban hablando de la invasión de la Unión Soviética iniciada por Hitler. Las noticias eran malas. La Luftwaffe aseguraba haber destruido mil ochocientos aviones soviéticos en tierra durante una serie de ataques relámpago. En la taberna, todo el mundo pensaba que Moscú caería antes del invierno con la única excepción del comunista local, e incluso él parecía preocupado.
Harald se fue temprano porque Karen había dicho que quizá iría a verlo antes de la cena. Mientras caminaba hacia el viejo monasterio, se sentía cansado pero muy satisfecho de sí mismo. Cuando entró en el edificio en ruinas, se quedó asombrado al encontrar a su hermano dentro de la iglesia, contemplando el avión que habían dejado tirado allí.
—Un Hornet Moth —dijo Arne—. El carruaje aéreo del caballero.
—Está hecho un desastre —dijo Harald.
—Oh, en realidad no. El tren de aterrizaje se encuentra un poco doblado.
—¿Cómo crees que ocurrió?
—Sería al tomar tierra. El extremo trasero de un Hornet tiende a bambolearse de un lado a otro fuera de control, porque las ruedas principales quedan demasiado hacia delante. Pero los tubos del eje no han sido diseñados para soportar la presión lateral, con lo que pueden terminar doblándose cuando te bamboleas lo bastante violentamente.
Harald vio que Arne tenía un aspecto terrible. En vez de su uniforme del ejército, llevaba lo que parecían las ropas viejas de otra persona, una gastada chaqueta de tweed y unos pantalones de pana que habían perdido el color. Se había afeitado el bigote, y una gorra grasienta cubría sus rizados cabellos. Sus manos sostenían una pequeña cámara de 35 mm. En su rostro había una expresión tensa en vez de su habitual sonrisa despreocupada.
—¿Qué te ha sucedido? —preguntó Harald con preocupación.
—Me he metido en un lío. ¿Tienes algo que comer?
—Nada. Podemos ir a la taberna…
—No puedo mostrar mi cara. Soy un hombre buscado. —Arne trató de sonreír, pero lo que terminó saliéndole fue una mueca—. Cada policía de Dinamarca tiene mi descripción, y hay carteles con mi foto por toda Copenhague. Un policía me persiguió a lo largo de todo el Stroget y conseguí escapar por los pelos.
—¿Estás en la resistencia?
Arne titubeó, se encogió de hombros y dijo:
—Sí.
Harald estaba muy emocionado. Se sentó en la repisa que utilizaba como cama y Arne se sentó junto a él. Pinetop, el gato, apareció y restregó la cabeza contra la pierna de Harald.
—¿Así que ya estabas trabajando con ellos cuando te lo pregunté, en casa, hace tres semanas?
—No, entonces no. Al principio no quisieron contar conmigo. Aparentemente pensaban que yo no era un hombre adecuado para el trabajo secreto. ¡Y tenían razón, por Dios! Pero ahora están desesperados, así que estoy metido en el asunto. He de tomar fotos de una maquinaria que hay en la base militar de Sande.
Harald asintió.
—Dibujé un esbozo de ella para Poul.
—Hasta tú estabas metido en el asunto antes que yo —dijo Arne con amargura—. Bueno, bueno.
—Poul me dijo que no te hablara de ello.
—Al parecer todo el mundo pensaba que yo era un cobarde.
—Podría volver a hacer mis esbozos…, aunque los dibujé todos contando únicamente con mi memoria.
Arne sacudió la cabeza.
—Necesitan fotografías que sean lo más claras posible. He venido a preguntarte si hay alguna manera de entrar allí sin ser visto.
Harald encontraba muy emocionante todo aquel hablar sobre el espionaje, pero le preocupaba que Arne no pareciera tener un plan bien estudiado.
—Existe un sitio en el que la valla queda escondida por los árboles, sí. Pero ¿cómo vas a llegar a Sande si la policía te está buscando?
—He cambiado mi apariencia.
—No mucho. ¿Qué documentos llevas encima?
—Solo los míos. ¿Cómo iba a arreglármelas para conseguir otros?
—De manera que si la policía te para por la razón que sea, solo tardarán unos diez segundos en descubrir que eres el hombre al que todos los agentes andan buscando.
—Así es como están las cosas.
Harald sacudió la cabeza.
—Es una locura.
—Hay que hacerlo. Ese equipo permite a los alemanes detectar bombarderos cuando todavía se encuentran a kilómetros de distancia, con tiempo más que suficiente para reunir a sus cazas.
—Tiene que utilizar las ondas de radio —dijo Harald con una nerviosa excitación.
—Los británicos disponen de un sistema similar, pero los alemanes parecen haberlo refinado y están derribando a la mitad de los aparatos que toman parte en cada incursión. La RAF necesita descubrir cómo lo están haciendo. Es algo por lo que vale la pena arriesgar mi vida.
—No si el hacerlo no va a servir de nada. Si te cogen, no podrás pasarles la información a los británicos.
—He de intentarlo.
Harald respiró hondo.
—¿Por qué no voy yo?
—Sabía que ibas a decir eso.
—A mí nadie me está buscando. Conozco el lugar. Ya he saltado la valla: una noche volví a casa yendo por un atajo. Y sé más de radio que tú, así que tendré una idea más clara de qué es lo que hay que fotografiar —dijo Harald, encontrando irresistible el argumento de su lógica.
—Si te cogen, te fusilarán por espía.
—Igual que harían contigo, con la única diferencia de que tú puedes estar prácticamente seguro de que te cogerán mientras que yo probablemente conseguiría salir de allí.
—La policía puede haber encontrado tus esbozos cuando vinieron a por Poul. De ser así, los alemanes tienen que saber que alguien está interesado en la base de Sande, y como resultado probablemente habrán mejorado sus medidas de seguridad. Saltar la valla quizá ya no sea tan fácil como antes.
—Sigo teniendo mejores probabilidades que tú.
—No puedo enviarte al peligro. ¿Y si te cogen? ¿Qué le diré a nuestra madre?
—Dirás que morí luchando por la libertad. Tengo tanto derecho como tú a correr riesgos. Dame esa maldita cámara.
Entonces Karen entró en la iglesia antes de que Arne pudiera replicar.
La joven andaba sin hacer ruido y apareció sin ningún aviso previo, por lo que Arne no tuvo ocasión de esconderse, aunque empezó a levantarse en un acto reflejo para luego quedarse inmóvil.
—¿Quién eres? —preguntó Karen, tan directa como de costumbre—. ¡Oh! Hola, Arne. Te has afeitado el bigote. Supongo que eso será debido a todos esos letreros que hoy vi en Copenhague, ¿verdad? ¿Por qué te has convertido en un fuera de la ley? —Se sentó encima del capó tapado con la lona del Rolls-Royce, cruzando las piernas como si fuera una modelo de alta costura.
Arne titubeó y luego dijo:
—No te lo puedo decir.
La ágil mente de Karen ya le llevaba mucha delantera y pasó a extraer las inferencias con una asombrosa celeridad.
—¡Dios mío, estás con la resistencia! ¿Poul también estaba metido en esto? ¿Esa es la razón por la que murió?
Arne asintió.
—Su avión no se estrelló. Estaba intentando escapar de la policía, y le dispararon.
—Pobre Poul… —Karen apartó la mirada por unos instantes—. Así que tú vas a seguir con el trabajo donde lo dejó él. Pero ahora la policía anda tras de ti. Alguien tiene que estar escondiéndote…, probablemente Jens Toksvig, que era el mejor amigo de Poul después de ti.
Arne se encogió de hombros y asintió.
—Pero no puedes moverte sin correr el riesgo de que te arresten, así que… —Miró a Harald, y cuando volvió a hablar lo hizo en voz muy baja—. Ahora eres tú el que está metido en ello, Harald.
Harald quedó bastante sorprendido al ver que Karen parecía preocupada, como si temiera por él. Le complació que le importase lo que fuera a ser de él.
Miró a Arne.
—¿Y bien? ¿Voy a tomar parte en esto sí o no?
Arne suspiró y le dio la cámara.
Harald llegó a Morlunde a última hora del día siguiente. Dejó la motocicleta de vapor en un aparcamiento para coches que había en el atracadero del transbordador, pensando que en Sande llamaría demasiado la atención. No tenía nada con lo que taparla, y ninguna manera de dejarla inmovilizada, pero confiaba en que un ladrón que pasara por allí no sabría cómo ponerla en marcha.
Había llegado a tiempo para coger el último transbordador del día. Mientras esperaba en el muelle, el atardecer fue oscureciéndose lentamente y las estrellas aparecieron como luces de barcos lejanos en un oscuro mar. Un isleño borracho llegó dando traspiés por el embarcadero, miró con grosera fijeza a Harald, musitó: «Ah, el joven Olufsen», y luego se sentó encima de un cabrestante a unos cuantos metros de allí y trató de encender una pipa.
El transbordador atracó y un puñado de personas bajó de él. Harald se sorprendió al ver a un policía danés y un soldado alemán esperando al principio de la pasarela. Cuando el borracho subió a bordo, el policía y el soldado examinaron su tarjeta de identidad. El corazón de Harald pareció dejar de latir durante unos instantes. Titubeó, asustado y no muy seguro de si debía subir a bordo. ¿Significaba únicamente un aumento de las medidas de seguridad después de haber encontrado sus esbozos, tal como había pronosticado Arne? ¿O estaban buscando al mismo Arne? ¿Sabrían que Harald era hermano del hombre al que buscaban? Olufsen era un apellido muy común, pero podían haberse informado sobre la familia. Harald llevaba una cámara bastante cara dentro de su bolsa de viaje. Era de una marca alemana muy popular, pero aun así podía despertar sospechas.
Trató de calmarse y considerar sus opciones. Había otras maneras de llegar a Sande. Harald no estaba seguro de poder nadar tres kilómetros por mar abierto, pero quizá podría tomar prestada o robar una pequeña embarcación. No obstante, si lo veían atracando el bote en Sande podía tener la seguridad de que lo interrogarían. Quizá sería mejor que se comportara de una manera lo más inocente posible.
Subió al transbordador.
—¿Cuál es su razón para querer ir a Sande? —le preguntó el policía.
Harald reprimió la indignación que le produjo el que alguien se atreviera a formular semejante pregunta.
—Vivo allí —dijo—. Con mis padres.
El policía lo miró a la cara.
—No recuerdo haberlo visto antes, y llevo cuatro días haciendo esto.
—He estado en la escuela.
—El martes es un día bastante extraño para volver a casa.
—El curso ha terminado.
El policía gruñó, aparentemente satisfecho. Comprobó la dirección en la tarjeta de Harald y se la enseñó al soldado, quien asintió y lo dejó subir a bordo.
Harald se puso al final de la embarcación y se quedó allí de pie contemplando el mar, esperando a que su corazón dejara de latir desbocadamente. Haber superado el control era un alivio, pero lo enfurecía el que hubiera tenido que justificarse ante un policía cuando se estaba moviendo dentro de su propio país. Cuando pensaba en ello de una manera lógica la reacción parecía ridícula, pero aun así Harald no podía evitar sentirse indignado.
A medianoche el transbordador zarpó del muelle.
No había luna; a la luz de las estrellas, la llana isla de Sande era una protuberancia oscura como cualquier otra ola en el horizonte. Harald no había esperado regresar tan pronto. De hecho, cuando se fue el viernes anterior se había preguntado si volvería a ver Sande alguna vez. Ahora regresaba como un espía, con una cámara dentro de la bolsa de viaje y una misión de fotografiar el arma secreta de los nazis. Recordaba vagamente haber pensado con una punzada de excitación que llegaría a formar parte de la resistencia. En realidad, aquello no tenía nada de divertido. Todo lo contrario, porque Harald estaba muerto de miedo.
Se sintió peor cuando desembarcó en el familiar atracadero y volvió la mirada hacia la estafeta de correos y el colmado de ultramarinos que no habían cambiado desde que tenía uso de razón. Durante los primeros dieciocho años su vida había sido segura y estable, pero ahora tenía la sensación de que nunca volvería a sentirse a salvo.
Fue hasta la playa y echó a andar hacia el sur. La arena mojada relucía con destellos plateados bajo la claridad de las estrellas. Oyó una risa de muchacha procedente de una fuente invisible en las dunas, y sintió una punzada de celos. ¿Conseguiría hacer reír así a Karen alguna vez?
Ya casi había amanecido cuando divisó la base. Podía distinguir los postes de la valla. Los árboles y matorrales que había dentro del recinto aparecían como retazos oscuros sobre las dunas. Harald cayó en la cuenta de que si él podía ver, también podían hacerlo los guardias. Poniéndose de rodillas, empezó a avanzar a rastras.
Un minuto después se alegró de su cautela. Vio a dos guardias patrullando detrás de la valla, el uno al lado del otro, con un perro.
Aquello era nuevo. Antes no habían patrullado en parejas y no había perros.
Se pegó al suelo. Los dos hombres no parecían estar especialmente alerta. No marcaban el paso, sino que andaban como si estuvieran dando un paseo. El que sujetaba al perro hablaba animadamente mientras el otro fumaba. A medida que iban aproximándose, Harald pudo oír la voz del que hablaba por encima del ruido de las olas que rompían en la playa. Él había aprendido alemán en la escuela, al igual que todos los niños daneses. El hombre estaba contando una historia bastante jactanciosa acerca de una mujer llamada Margareta.
Harald se encontraba a unos cincuenta metros de la valla. Cuando los guardias llegaron al punto más próximo a él, el perro husmeó el aire. Probablemente podía oler a Harald, pero no sabía dónde estaba. Ladró vacilantemente. El guardia que sujetaba la correa no había sido tan bien entrenado como el perro, y le dijo al animal que se callara y luego continuó explicando cómo había conseguido que Margareta se encontrara con él en el cobertizo del bosque. Harald se había quedado completamente inmóvil. El perro volvió a ladrar, y uno de los guardias encendió una potente linterna. Harald escondió la cara en la arena. El haz de la linterna se deslizó sobre las dunas, pero pasó por encima de él sin detenerse.
—Y entonces ella dijo que de acuerdo, pero que tendría que sacarla en el último momento —dijo el guardia. Siguieron andando y el perro no volvió a ladrar.
Harald no se movió de donde estaba hasta que los guardias y el perro se hubieron perdido de vista. Luego echó a andar hacia el interior de la isla y fue a la sección de la valla que quedaba oculta por la vegetación. Temía que los soldados pudieran haber cortado los árboles, pero el bosquecillo seguía allí. Se arrastró entre los matorrales, llegó a la valla y se incorporó.
Entonces titubeó. Podía echarse atrás llegado a aquel punto, y no habría quebrantado ninguna ley. Volvería a Kirstenslot y se concentraría en su nuevo trabajo, pasando sus tardes en la taberna y sus noches soñando con Karen. Podía tomar la actitud de que la guerra y la política no eran asunto suyo, tal como hacían muchos daneses. Pero Harald se sintió asqueado nada más empezar a considerar aquel curso de acción. Se imaginó a sí mismo explicándoles su decisión a Arne y Karen, o al tío Joachim y la prima Monika, y se avergonzó solo de haberlo pensado.
La valla no había cambiado, un metro ochenta de alambre para gallineros coronado por dos tiras de alambre de espino. Harald se colgó la bolsa de viaje a la espalda para que no le estorbara y luego escaló la valla, pasando cautelosamente por encima del alambre de espino, y saltó al otro lado.
Ahora estaba comprometido. Se encontraba dentro de una base militar con una cámara. Si lo cogían, lo matarían.
Echó a andar rápidamente, procurando no hacer ningún ruido y manteniéndose cerca de los matorrales y los árboles mientras miraba alrededor en todo momento. Dejó atrás la torre del reflector, y pensó con nerviosa ansiedad en lo completamente expuesto que se vería si alguien decidía encender los potentes focos. Pasados unos minutos bajó por la suave pendiente de una pequeña ladera y entró en un grupo de coníferas que le proporcionaron una buena cobertura. Se preguntó por un instante por qué a los soldados no se les había ocurrido cortar los árboles, para mejorar la seguridad, y entonces comprendió que los troncos servían para ocultar el equipo de radio a miradas inquisitivas.
Un instante después llegó a su destino. Ahora que sabía lo que estaba buscando, pudo ver con toda claridad el muro circular y la gran parrilla rectangular elevándose de su núcleo hueco, con la antena girando lentamente como un ojo mecánico que escrutara el oscuro horizonte. Volvió a oír el suave zumbido del motor eléctrico. Flanqueando la estructura pudo distinguir las dos formas más pequeñas, y la claridad de las estrellas le permitió ver que eran versiones en miniatura de la gran antena rotatoria.
Así que había tres máquinas. Harald se preguntó por qué. ¿Podría explicar eso de algún modo la notable superioridad del radar alemán? Al examinar con más atención las antenas pequeñas, le pareció que estaban construidas de una manera distinta. Tendría que volver a mirarlas con la luz del día, pero le pareció que podían inclinarse además de girar. ¿Para qué podía ser eso? Tenía que asegurarse de obtener buenas fotos de los tres aparatos.
La primera vez que estuvo allí, había saltado el muro circular en un ataque de pánico después de que hubiese oído toser a un guardia cerca. Ahora que disponía de tiempo para pensar, Harald estuvo seguro de que tenía que haber una manera más fácil de entrar. Los muros eran necesarios para proteger el equipo de daños accidentales, pero los ingenieros sin duda necesitarían entrar en el recinto para ocuparse del mantenimiento. Anduvo alrededor del círculo, examinando la obra de mampostería bajo la tenue luz, y terminó llegando a una puerta de madera. No estaba cerrada, y Harald entró por ella cerrándola sin hacer ruido detrás de él.
Se sintió un poco más a salvo. Ahora nadie podía verlo desde fuera. Los ingenieros no llevarían a cabo trabajos de mantenimiento a aquellas horas de la noche salvo en el caso de que hubiera una emergencia. Si venía alguien, Harald quizá tuviese tiempo de saltar el muro antes de que llegara a ser descubierto.
Alzó la mirada hacia la gran parrilla que giraba. Supuso que tenía que captar haces de señales de radio que se reflejaban en los aviones. La antena tenía que actuar como una lente, enfocando las señales recibidas. El cable que sobresalía de su base llevaba los datos hasta los nuevos edificios que Harald había ayudado a edificar durante el verano pasado. Allí, presumiblemente, unos monitores mostraban los resultados, y los operadores permanecían a la espera listos para alertar a la Luftwaffe.
En la penumbra, con la maquinaria zumbando por encima de él y el olor a ozono de la electricidad en sus fosas nasales, Harald tuvo la sensación de estar dentro del corazón palpitante de la máquina de guerra. La contienda que se estaba librando entre los científicos y los ingenieros de ambos bandos podía ser tan importante como el enfrentarse de los tanques y las ametralladoras en el campo de batalla. Y Harald había pasado a formar parte de él.
Oyó el ruido de un avión. No había luna, así que probablemente no sería un bombardero. Podía ser un caza alemán que estaba llevando a cabo un vuelo local, o un transporte civil que se había perdido. Harald se preguntó si la gran antena habría detectado su aproximación hacía una hora. Luego se preguntó si las antenas más pequeñas estarían dirigidas hacia aquel avión. Decidió salir fuera y echar una mirada.
Una de las antenas pequeñas estaba vuelta hacia el mar, en la dirección por la que se aproximaba el avión. La otra estaba vuelta hacia el interior, y a Harald le pareció que ahora ambas se hallaban inclinadas en ángulos distintos a los que habían tenido anteriormente. Conforme el rugido del avión iba aproximándose, vio que la primera antena se inclinaba todavía más, como si estuviera siguiéndolo. La otra continuó moviéndose, aunque a Harald no se le ocurría en respuesta a qué.
El avión terminó de cruzar Sande y se dirigió hacia el continente, con el plato de la antena aérea siguiéndolo hasta que el ruido que hacía se hubo disipado por completo. Harald volvió a su escondite dentro del muro circular, meditando sobre lo que había visto.
El cielo estaba pasando del negro al gris. En aquella época del año, amanecía antes de las tres. Dentro de otra hora saldría el sol.
Sacó la cámara de su bolsa de viaje. Arne le había enseñado cómo utilizarla. Mientras la claridad del día iba aumentando, Harald fue moviéndose sin hacer ruido por el interior del muro, determinando cuáles serían los mejores ángulos para tomar unas fotografías que revelaran hasta el último detalle de la maquinaria.
Él y Arne habían acordado que tomaría las fotografías a las cinco menos cuarto. Entonces el sol ya habría asomado desde detrás del horizonte, pero sus rayos todavía no pasarían por encima del muro para caer sobre la instalación. La claridad solar no era necesaria, ya que la película que había dentro de la cámara era lo bastante sensible para que pudiese registrar detalles sin ella.
Conforme iba pasando el tiempo, los pensamientos de Harald se centraron nerviosamente en la huida. Había llegado durante la noche, y entrado en la base al amparo de la oscuridad, pero no podía esperar hasta la noche siguiente para irse. Era casi seguro que un ingeniero inspeccionaría rutinariamente el equipo al menos una vez en el curso de un día, aun suponiendo que no hubiera ninguna clase de problemas. Eso significaba que Harald tenía que irse de allí tan pronto como hubiera tomado las fotografías, cuando ya sería totalmente de día. Su marcha sería mucho más peligrosa que su llegada.
Pensó en qué dirección debía tomar. Al sur de donde se encontraba ahora, yendo hacia la casa de sus padres, la valla sólo quedaba a unos cien metros de distancia, pero el camino atravesaba unas dunas en las que no había árboles ni matorrales. Ir hacia el norte, volviendo por donde había venido aprovechando el cobijo que le ofrecería la vegetación durante una gran parte del camino, exigiría más tiempo pero sería menos arriesgado.
Se preguntó cómo se enfrentaría a un pelotón de fusilamiento. ¿Se mantendría calmado y orgulloso, controlando su terror, o se derrumbaría y se convertiría en un idiota balbuceante que suplicaba clemencia y se orinaba encima?
Se obligó a esperar sin ponerse nervioso. La luz se intensificaba; podía ver el minutero moviéndose en la esfera de su reloj. No oyó nuevos sonidos procedentes del exterior. El día de un soldado empezaba temprano, pero Harald esperaba que no hubiese mucha actividad antes de las seis, cuando él ya se hubiera ido.
Por fin llegó el momento de tomar las fotografías. El cielo estaba despejado y había una clara luz matinal. Harald podía ver cada remache y cada terminal de la compleja maquinaria que había delante de él. Enfocando cuidadosamente el objetivo, fotografió la base giratoria del aparato, los cables y la parrilla de la antena. Luego extendió una regla plegable de un metro de longitud que había cogido del soporte de herramientas del monasterio y la incluyó en algunas de las fotografías para indicar la escala, aplicando una brillante idea de cosecha propia.
Lo siguiente que tenía que hacer era salir fuera del muro.
Harald titubeó. Allí dentro se sentía a salvo. Pero tenía que obtener fotos de las dos antenas más pequeñas.
Entreabrió la puerta una rendija. Todo estaba silencioso e inmóvil. El sonido del oleaje le indicó que la marea estaba subiendo. La luz acuosa de un amanecer junto al mar bañaba la base. No había ni el menor rastro de vida. Era la hora en la que los hombres duermen pesadamente, y hasta los perros tienen sueños.
Harald fue tomando cuidadosas instantáneas de las dos antenas más pequeñas, las cuales solo se hallaban protegidas por muros bajos. Pensando en su función, de pronto cayó en la cuenta de que una de ellas había estado siguiendo a un avión que se encontraba dentro del alcance visual de cualquier observador. Aquel aparato tenía como objetivo detectar a los bombarderos antes de que se hicieran visibles, había pensado. Presumiblemente la segunda antena pequeña estaba siguiendo a otro avión.
Harald fue dando vueltas al rompecabezas dentro de su mente mientras continuaba haciendo fotografías. ¿Cómo podían trabajar en conjunción tres aparatos para incrementar el índice de presas abatidas por los cazas de la Luftwaffe? Quizá la antena grande advertía por anticipado de la aproximación de un bombardero y luego la más pequeña iba siguiéndolo cuando este se encontraba dentro del espacio aéreo alemán. Pero ¿entonces qué hacía la segunda antena pequeña?
Fue en ese momento cuando se le ocurrió que además habría otro avión en el cielo: el caza que había despegado para atacar al bombardero. ¿Podía estar siendo utilizada la segunda antena por la Luftwaffe para seguir a su propio avión? Aquello parecía una locura, pero mientras retrocedía un poco para fotografiar las tres antenas juntas, mostrando el emplazamiento de cada una con relación a las demás, a Harald de pronto le pareció que era lo más lógico. Si un controlador de la Luftwaffe conocía las posiciones del bombardero y del caza, podría dirigir al caza por radio hasta que este llegara a establecer contacto con el bombardero.
Harald empezó a ver cómo podía estar operando la Luftwaffe. La antena grande advertía por anticipado de una incursión, de tal manera que los cazas podían ser desplegados a tiempo. Una de las antenas pequeñas captaba a un bombardero cuando este iba aproximándose. La otra seguía a un caza, permitiendo al controlador que guiara al piloto con la máxima precisión hacia la posición del bombardero. Después de aquello, sería como matar peces dentro de un barril utilizando una escopeta.
Pensar aquello hizo que se diera cuenta de lo expuesta que era su situación: estaba de pie, a plena luz del día, en medio de una base militar y fotografiando equipo de alto secreto. El pánico corrió por sus venas como un torrente de veneno. Intentó calmarse y tomar las últimas fotografías que había planeado hacer, mostrando las tres antenas desde distintos ángulos, pero estaba demasiado asustado para ello. Había tomado al menos veinte fotografías. Tienen que bastar, se dijo a sí mismo.
Guardó la cámara dentro de la bolsa de viaje y empezó a alejarse andando rápidamente. Olvidando su resolución de tomar la ruta más larga pero más segura que iba hacia el norte, fue en dirección sur, a través de las dunas descubiertas. La valla era visible en aquella dirección, elevándose justo detrás del viejo cobertizo para embarcaciones con el que había tropezado la última vez. Ahora pasaría junto al cobertizo por el lado este que daba al mar, y la estructura lo ocultaría durante unos cuantos pasos.
Ya estaba llegando a ella cuando un perro ladró.
Harald miró frenéticamente en torno a él, pero no vio ningún soldado y ningún perro. Entonces comprendió que el sonido había venido del cobertizo. Los soldados debían de estar utilizando aquel edificio abandonado como perrera. Un segundo perro se unió a los ladridos del primero.
Harald echó a correr.
Los primeros dos perros fueron incitándose el uno al otro, más animales se unieron al coro de ladridos, y el ruido alcanzó una intensidad histérica. Harald llegó a la estructura de madera y torció hacia el mar, intentando mantener el cobertizo entre él y los edificios principales mientras corría hacia la valla. El miedo le dio velocidad. Esperaba oír sonar un disparo a cada segundo que pasaba.
Llegó a la valla, sin saber si había sido visto o no. Trepó por ella con la agilidad de un mono y saltó por encima del alambre de espino que la coronaba. Tomó tierra con un fuerte impacto al otro lado, produciendo un aparatoso chapoteo en las poco profundas aguas. Luego se apresuró a incorporarse y miró hacia atrás a través de la valla. Más allá del cobertizo para embarcaciones, parcialmente oscurecidos por los árboles y los matorrales, pudo ver los edificios principales, pero no había soldados a la vista. Harald dio media vuelta y echó a correr. Se mantuvo en las aguas menos profundas durante unos cien metros, de tal manera que los perros no pudieran seguir su olor, y luego fue hacia el interior. Dejó huellas no muy marcadas en la dura arena, pero sabía que el rápido avance de la próxima marea las cubriría en uno o dos minutos. Finalmente llegó a las dunas, donde no dejó ningún rastro visible.
Unos minutos después ya había llegado al sendero de tierra. Miró atrás y no vio a nadie siguiéndolo. Respirando entrecortadamente, se encaminó hacia la rectoría. Pasó corriendo ante la iglesia y fue a la puerta de la cocina.
Estaba abierta. Sus padres siempre se levantaban temprano.
Entró. Su madre estaba en el hornillo, vestida con una bata y haciendo el té. Cuando lo vio, dejó escapar un grito de sorpresa y la tetera de barro cocido se le cayó de la mano. La tetera chocó con las baldosas del suelo y se le desprendió el pitorro. Harald recogió las dos piezas.
—Siento haberte asustado —dijo.
—¡Harald!
Harald le dio un beso en la mejilla y la abrazó.
—¿Mi padre está en casa?
—Está en la iglesia. Anoche no hubo tiempo de dejarlo todo arreglado, así que ha ido a poner bien las sillas.
—¿Qué ocurrió anoche? —El anochecer de los lunes no había servicio.
—La junta de diáconos se reunió para discutir tu caso. El próximo domingo te echarán de la iglesia durante una semana.
—La venganza de los Flemming —dijo Harald, encontrando extraño que hubiera habido un tiempo en el que aquel tipo de cosas le habían parecido importantes.
A esas alturas, los guardias ya habrían descubierto qué era lo que había puesto nerviosos a los perros. Si eran realmente concienzudos, podían registrar las casas más próximas y buscar a un fugitivo en los cobertizos y los graneros.
—Madre, si los soldados vienen aquí ¿les dirás que he estado toda la noche en la cama?
—¿Qué ha pasado? —preguntó su madre con voz temerosa.
—Ya te lo explicaré luego —dijo, pensando que lo más natural sería que estuviera en la cama—. Diles que todavía estoy dormido. ¿Lo harás?
—Sí, claro.
Harald salió de la cocina y subió por la escalera. Colgó su bolsa de viaje del respaldo de la silla, y luego sacó la cámara y la guardó en un cajón. Pensó en esconderla, pero no había tiempo, y una cámara escondida probaba que eras culpable. Se desnudó rápidamente, se puso el pijama y se acostó.
Oyó la voz de su padre en la cocina. Se levantó de la cama y fue al final de la escalera para escuchar.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó el pastor.
—Esconderse de los soldados —replicó su madre.
—¡Oh, por el amor de Dios! ¿En qué lío se ha metido ahora el muchacho?
—No lo sé, pero…
Su madre fue interrumpida por una enérgica llamada a la puerta. La voz de un hombre joven dijo en alemán:
—Buenos días. Estamos buscando a alguien. ¿Han visto a algún desconocido en cualquier momento durante las últimas horas?
—No, a nadie en absoluto.
El nerviosismo que había en la voz de la madre de Harald era tan evidente que el soldado tuvo que haberlo percibido, pero quizá estaba acostumbrado a que la gente se asustara ante él.
—¿Y usted, señor?
—No —dijo con firmeza el padre de Harald.
—¿Hay alguien más aquí?
—Mi hijo —replicó la madre de Harald—. Todavía está durmiendo.
—Necesito registrar la casa. —La voz era afable y educada, pero estaba declarando lo que iba a hacer a continuación, no pidiendo permiso.
—Le indicaré el camino —dijo el pastor.
Harald volvió a su cama, con el corazón retumbándole dentro del pecho. Oyó los pasos de unos pies calzados con botas que se movían sobre el suelo embaldosado del piso de abajo, y puertas abriéndose y cerrándose. Luego las botas subieron por la escalera de madera. Entraron en el dormitorio de los padres de Harald, luego en la antigua habitación de Arne, y finalmente fueron aproximándose a la de Harald. Oyó girar el pomo de la puerta.
Cerró los ojos fingiendo dormir, y trató de hacer que su respiración se volviera lo más lenta y regular posible.
—Su hijo —dijo la voz alemana, hablando en un tono bastante más bajo.
—Sí.
Hubo una pausa.
—¿Ha estado aquí toda la noche?
Harald contuvo la respiración. Que él supiera, su padre nunca había dicho ni la más inocente de las mentiras.
Un instante después le oyó decir:
—Sí. Toda la noche.
Harald se quedó atónito. Su padre había mentido por él. El viejo tirano de corazón endurecido y rígido sentido de la moral que siempre tenía razón en todo había quebrantado sus propias reglas. El viejo era humano después de todo. Harald sintió lágrimas detrás de sus párpados cerrados.
Las botas se alejaron por el pasillo y escalera abajo, y Harald oyó despedirse al soldado. Se levantó de la cama y fue al inicio de la escalera.
—Ahora ya puedes bajar —dijo su padre—. Se ha ido.
Harald bajó. Su padre estaba muy serio.
—Gracias por lo que has hecho, padre —le dijo Harald.
—Cometí un pecado —dijo su padre. Por un momento, Harald pensó que se iba a enfadar. Entonces la expresión de su anciano rostro se suavizó—. Sin embargo, creo en un Dios que sabe perdonar.
Harald comprendía la agonía del conflicto interior por la que había pasado su padre durante los últimos minutos, pero no sabía cómo decirle que lo entendía. Lo único que se le ocurrió fue estrecharle la mano. Se la tendió.
Su padre la miró y luego la tomó entre sus dedos. Atrajo a Harald hacia él y le rodeó los hombros con el brazo izquierdo. Harald cerró los ojos, luchando por contener una profunda emoción. Cuando su padre habló, el trueno resonante del predicador había desaparecido de su voz, y las palabras salieron de sus labios en un murmullo de angustia.
—Pensaba que te matarían —dijo—. Mi hijo querido, pensaba que te matarían…