22
Hermia había vivido más años en Dinamarca que en Inglaterra, pero de pronto Dinamarca se había convertido en un país extranjero. Las familiares calles de Copenhague tenían un aire hostil, y le parecía que cuando andaba por ellas todo el mundo la miraba. Fue a toda prisa por calles que había recorrido de niña, cogida de la mano dé su padre, inocente y sin ningún motivo de preocupación. No eran solo los puntos de control, los uniformes alemanes y los Mercedes de un color gris verdoso. Hasta la policía danesa la hacía sobresaltarse.
Tenía amigos allí, pero no se puso en contacto con ellos. Temía poner en peligro a más personas. Poul había muerto, Jens presumiblemente había sido arrestado, y no sabía lo que le había ocurrido a Arne. Se sentía como si estuviera maldita.
Estaba agotada y tenía todo el cuerpo envarado a causa del viaje nocturno en transbordador, y la desgarraba la preocupación por Arne. Penosamente consciente de las horas que iban transcurriendo hacia la luna llena, se obligó a moverse con la máxima cautela.
La casa de Jens Toksvig en St. Paul’s Gade formaba parte de una hilera de edificios de un solo piso, con puertas principales que daban directamente a la acera. El número cincuenta y tres parecía encontrarse desierto. Nadie iba a la puerta excepto el cartero. El día anterior, cuando Hermia telefoneó desde Bornholm, había estado ocupado por al menos un policía, pero el guardia debía de haber sido retirado de su puesto.
Hermia también observó a los vecinos. A un lado había una casa de aspecto ruinoso ocupada por una pareja joven con un niño, la clase de personas que podían estar demasiado absortas en su propia vida para interesarse por sus vecinos. Pero en la casa recién pintada y con cortinas nuevas del otro lado había una mujer ya bastante mayor que miraba frecuentemente por la ventana.
Después de haber estado observando durante tres horas, Hermia fue a la casa elegante y llamó a la puerta.
Una mujer regordeta que tendría unos sesenta años y llevaba delantal le abrió la puerta.
—Nunca compro nada en la puerta —dijo, lanzando una rápida mirada a la pequeña maleta que llevaba Hermia. Luego sonrió con superioridad, como si su negativa fuera una seña de distinción social.
Hermia le devolvió la sonrisa.
—Me han dicho que el número cincuenta y tres podía estar disponible para ser alquilado.
La actitud de la vecina cambió.
—¿Oh? —dijo con interés—. Así que está buscando un sitio donde vivir, ¿verdad?
—Sí. —Aquella mujer era todo lo entrometida que Hermia había abrigado la esperanza de que fuese—. Me voy a casar —dijo, siguiéndole la corriente.
La mirada de la mujer fue automáticamente hacia la mano izquierda de Hermia, y esta le enseñó su anillo de compromiso.
—Muy bonito. Bueno, he de decir que sería un alivio tener a una familia respetable en la casa de al lado, después de todo lo que lo que ha estado ocurriendo en ella.
—¿A qué se refiere?
—Era un nido de espías comunistas —dijo la mujer bajando la voz.
—¡No me diga! ¿De veras?
La mujer cruzó los brazos encima de su seno encorsetado.
—El miércoles pasado los arrestaron a todos.
Hermia sintió un ramalazo de miedo, pero se obligó a mantener la apariencia de que solo quería cotillear un poco.
—¡Madre de Dios! ¿Cuántos eran?
—No sabría decírselo exactamente. Estaba el inquilino, el joven señor Toksvig, al que yo nunca hubiese tomado por un malhechor, aunque no siempre se mostraba todo lo respetuoso con sus mayores que habría podido ser. Luego últimamente también se veía a un aviador que parecía estar viviendo allí, un muchacho de aspecto muy agradable, aunque nunca decía gran cosa. Pero había toda clase de entradas y salidas, y la mayoría eran hombres con aspecto de militares.
—¿Y el miércoles los arrestaron?
—En esa misma acera, allí donde ve al spaniel del señor Schmidt levantando la pata junto al farol, hubo un tiroteo.
Hermia dejó escapar una exclamación ahogada y se llevó la mano a la boca.
—¡Oh, no!
La anciana asintió, complacida ante la reacción de Hermia a la historia que le estaba contando y sin sospechar que podía estar hablándole del hombre al cual amaba.
—Un policía de paisano le disparó a uno de los comunistas —dijo—. Con una pistola —añadió luego superfluamente.
Hermia tenía tanto miedo de lo que podía llegar a saber que apenas podía hablar. Se obligó a articular cuatro palabras.
—¿A quién le dispararon?
—Bueno, la verdad es que yo no llegué a verlo —dijo la mujer con infinito pesar—. Estaba en la casa de mi hermana en Fischer’s Gade, cogiendo prestado un patrón para tejer un jersey de lana. No fue al señor Toksvig, eso sí que se lo puedo asegurar, porque la señora Eriksen de la tienda lo vio todo, y dijo que era un hombre al cual no conocía.
—¿Lo… mataron?
—Oh, no. La señora Enksen pensaba que podían haberlo herido en la pierna. En fin, el caso es que se puso a gritar de dolor cuando los hombres de la ambulancia lo subieron a la camilla.
Hermia estaba segura de que había sido Arne el que había recibido el disparo, y le pareció sentir el dolor de una herida de bala. Le faltaba el aliento y se sintió súbitamente mareada. Necesitaba alejarse de aquella vieja metomentodo que contaba la historia con semejante deleite.
—He de irme. Qué cosa tan horrible… —murmuró, empezando a dar media vuelta.
—De todas maneras, creo que la casa no tardará mucho en estar en alquiler —le dijo la mujer a su espalda.
Hermia se alejó sin prestarle ninguna atención.
Fue doblando esquinas al azar hasta que llegó a una cafetería, donde se sentó para poner un poco de orden en sus pensamientos. Una taza caliente de sucedáneo de té la ayudó a recuperarse de la conmoción. Tenía que averiguar sin lugar a dudas qué le había ocurrido a Arne y dónde estaba ahora. Pero primero necesitaba algún sitio en el cual pasar la noche.
Encontró una habitación en un hotel barato cerca del muelle. Todo tenía un aspecto bastante miserable, pero la puerta de su dormitorio contaba con una buena cerradura. A eso de medianoche, una voz pastosa preguntó desde fuera si le gustaría tomar una copa, y Hermia se levantó de la cama para asegurar la puerta metiendo una silla inclinada debajo del pomo.
Pasó la mayor parte de la noche despierta, preguntándose si Arne había sido el hombre al que dispararon en St Paul’s Gade. Si había sido él, ¿sería muy grave su herida? Si no, ¿había sido detenido con los demás, o todavía se hallaba en libertad? ¿A quién podía preguntar? Podía contactar con la familia de Arne, pero ellos probablemente no lo sabrían, y el que se les preguntara si Arne había recibido un disparo les daría un susto de muerte. Hermia conocía a muchos de sus amigos, pero los que era más probable que supieran lo que había ocurrido, estaban muertos, bajo custodia policial o escondiéndose.
Cuando faltaba poco para que amaneciera, se le ocurrió que había una persona que sabría casi con toda certeza si Arne había sido detenido: su oficial superior.
Hermia fue a la estación con las primeras luces del alba y cogió un tren que iba a Vodal.
Mientras el tren avanzaba lentamente hacia el sur deteniéndose en cada pueblecito adormilado, Hermia pensó en Digby. Ya habría vuelto a Suecia, y estaría esperando impacientemente en el muelle de Kalvsby a que ella llegara con Arne y la película. El pescador regresaría solo, y le diría a Digby que Hermia no había acudido a su cita. Digby no sabría si había sido capturada o meramente se había retrasado por algo. Empezaría a estar tan preocupado por Hermia como ella por Arne.
La escuela de vuelo tenía un aspecto desolado. No había ni un solo avión en la pista y ninguno en el cielo. Unos cuantos aparatos estaban siendo revisados y, en uno de los hangares, les estaban enseñando las entrañas de un motor a varios alumnos. Hermia fue enviada al edificio del cuartel general.
Tuvo que dar su verdadero nombre, porque allí había personas que la conocían. Solicitó ver al comandante de la base, añadiendo:
—Dígale que soy amiga de Arne Olufsen.
Hermia sabía que estaba corriendo un riesgo. Conocía al jefe de escuadrón Renthe, y lo recordaba como un hombre alto y delgado, con bigote. No tenía ni idea de cuáles eran sus opiniones políticas. Si daba la casualidad de que simpatizaba con los nazis, entonces Hermia podía encontrarse en un buen lío. Renthe podía telefonear a la policía e informar de que una inglesa le había estado haciendo preguntas. Pero Renthe apreciaba mucho a Arne, como les ocurría a tantas personas, por lo que Hermia tenía la esperanza de que el pensar en él haría que no la traicionara. De todas maneras, iba a arriesgarse. Tenía que averiguar qué había sucedido.
Fue admitida inmediatamente, y Renthe la reconoció.
—Dios mío… ¡Usted es la prometida de Arne! —dijo—. Creía que había regresado a Inglaterra. —Se apresuró a cerrar la puerta y Hermia pensó que eso era una buena señal, porque si quería que no les oyeran aquello sugería que no iba a alertar a la policía, al menos inmediatamente.
Decidió no dar ninguna explicación de por qué se encontraba en Dinamarca. Que Renthe sacara sus propias conclusiones.
—Estoy tratando de averiguar dónde se encuentra Arne —dijo—. Temo que pueda haberse metido en algún lío.
—Es algo peor que eso —dijo Renthe—. Será mejor que se siente.
Hermia siguió de pie.
—¿Por qué? —exclamó—. ¿Por qué he de sentarme? ¿Qué ha ocurrido?
—Lo arrestaron el miércoles pasado.
—¿Eso es todo?
—Fue herido de bala cuando intentaba escapar de la policía.
—Así que era él.
—¿Cómo dice?
—Una vecina me contó que le habían disparado a uno de ellos. ¿Cómo se encuentra?
—Le ruego que se siente, querida.
Hermia se sentó.
—Es grave, ¿verdad?
—Sí. —Renthe titubeó y luego, hablando en voz muy baja, dijo—: Lamento muchísimo tener que decirle que me temo que Arne ha muerto.
Hermia dejó escapar un grito de angustia. Una parte de ella ya había sabido que Arne podía estar muerto, pero la posibilidad de perderlo era demasiado horrible para que se permitiera pensar en ella. Ahora que se había hecho realidad, se sintió como si hubiera sido embestida por un tren.
—No —dijo—. No es cierto…
—Murió estando bajo custodia policial.
—¿Qué? —Haciendo un terrible esfuerzo de voluntad, Hermia se obligó a escuchar.
—Murió en la central de policía.
Una terrible posibilidad pasó por la mente de Hermia.
—¿Lo torturaron?
—No lo creo. Parece ser que, para evitar tener que revelar información bajo tortura, Arne se quitó la vida.
—¡Oh, Dios!
—Supongo que se sacrificó para proteger a sus amigos.
Renthe se había vuelto extrañamente borroso, y Hermia comprendió que estaba viéndolo a través de las lágrimas que corrían por su cara. Buscó un pañuelo, y Renthe le pasó el suyo. Hermia se limpió la cara, pero las lágrimas seguían manando.
—Acabo de enterarme —dijo Renthe—. He de telefonear a los padres de Arne y decírselo.
Hermia los conocía bien. El pastor era un hombre terriblemente dominante al que nunca le resultó fácil tratar: parecía como si solo pudiera relacionarse con las personas dominándolas, y Hermia siempre había encontrado muy difícil someterse. El pastor quería a sus hijos, pero expresaba su cariño dictando reglas. Lo que Hermia recordaba más vívidamente de la madre de Arne era que siempre tenía las manos cuarteadas de tenerlas demasiado tiempo metidas en agua, lavando ropas, preparando verduras y fregando suelos. Pensar en ellos alejó los pensamientos de Hermia de su propia pérdida, y sintió una gran compasión. Los padres de Arne quedarían terriblemente afectados.
—Ser el portador de tales noticias va a ser muy duro para usted —le dijo a Renthe.
—Desde luego. Su primogénito…
Aquello la hizo pensar en el otro hijo, Harald. Era rubio como Arne era moreno, y también eran distintos en otros aspectos: Harald era más serio, un tanto intelectual y sin nada del fácil encanto de Arne, pero era agradable a su manera. Arne había dicho que hablaría con Harald acerca de cómo entrar en la base de Sande sin ser visto. ¿Cuánto sabía Harald? ¿Había llegado a implicarse en el asunto?
Su mente empezaba a centrarse en las cuestiones prácticas, pero Hermia se sentía vacía por dentro. El estado de conmoción en el que se encontraba le permitiría seguir adelante con su vida, pero le parecía que ya nunca volvería a sentirse entera del todo.
—¿Qué más le dijo la policía? —le preguntó a Renthe.
—Oficialmente, se limitan a decir que había muerto mientras proporcionaba información y que «No se cree que haya habido ninguna otra persona involucrada», lo cual es su eufemismo para el suicidio. Pero un amigo que tengo en el Politigaarden me contó que Arne lo hizo para evitar ser entregado a la Gestapo.
—¿Encontraron algo en su poder?
—¿A qué se refiere?
—¿Algo como fotografías?
Renthe se envaró.
—Mi amigo no me dijo que hubieran encontrado nada, y el mero hecho de discutir semejante posibilidad es peligroso para usted y para mí. Yo apreciaba mucho a Arne, señorita Mount, y me gustaría hacer todo lo que pueda por usted en memoria suya. Pero le ruego que recuerde que como oficial he jurado lealtad al rey, y que el rey me ha ordenado cooperar con la potencia ocupante. Cualesquiera que puedan ser mis opiniones personales, no puedo tolerar el espionaje…, y si pensara que alguien estaba involucrado en semejante actividad, tendría el deber de comunicar los hechos.
Hermia asintió. Era una clara advertencia.
—Le agradezco su franqueza, jefe de escuadrón. —Se levantó, secándose la cara. Entonces se acordó de que el pañuelo no era suyo, y dijo—: Lo lavaré y haré que se lo envíen.
—Ni se le ocurra pensar en ello. —El jefe de escuadrón rodeó su escritorio y le puso las manos en los hombros—. Lo siento muchísimo, de veras. Le ruego que acepte mis más sinceras condolencias.
—Gracias —dijo Hermia, y se fue.
Las lágrimas volvieron a fluir tan pronto como hubo salido del edificio. El pañuelo de Renthe había quedado convertido en un trapo empapado, y Hermia nunca hubiese podido imaginar que tenía tanto liquido dentro de ella. Viéndolo todo a través de una pantalla acuosa, logró llegar de alguna manera a la estación.
La calma vacía volvió a adueñarse de ella mientras pensaba en qué hacer a continuación. La misión que había matado a Poul y Arne no se había llevado a cabo. Hermia todavía tenía que conseguir fotografías del equipo de radar instalado en Sande antes de la próxima luna llena. Pero ahora contaba con un motivo adicional: la venganza. Llevar a término aquella labor sería el castigo más terrible que podía infligir a los hombres que habían empujado a Arne a su muerte. Y ahora había encontrado un nuevo recurso para que la ayudara, porque ya no le importaba lo que pudiera llegar a ser de ella y estaba dispuesta a correr cualquier riesgo. Iría por las calles de Copenhague con la cabeza bien alta, y ay de quien intentara detenerla.
Pero ¿qué haría exactamente?
El hermano de Arne podía ser la clave. Harald probablemente sabría si Arne había vuelto a Sande antes de que la policía lo detuviera, e incluso podía saber si Arne tenía fotografías en su poder cuando fue arrestado. Además, Hermia creía saber dónde encontrar a Harald.
Cogió un tren para regresar a Copenhague. El tren iba tan despacio que cuando Hermia llegó a la ciudad ya era demasiado tarde para emprender otro viaje. Fue a acostarse en su miserable hotel, con la puerta cerrada contra los borrachos enamoradizos, y lloró hasta quedarse dormida. A la mañana siguiente cogió el primer tren al pueblecito suburbano de Jansborg.
El periódico que compró en la estación tenía como titular A MEDIO CAMINO DE MOSCÚ. Los nazis habían hecho unos avances realmente asombrosos. En solo una semana habían tomado Minsk y ya, divisaban Smolensk, casi cuatrocientos kilómetros en el interior del territorio soviético.
Faltaban ocho días para la luna llena.
Le dijo a la secretaria de la escuela que era la prometida de Arne Olufsen, y fue acompañada inmediatamente al despacho de Heis. El hombre que había sido responsable de la educación de Arne y Harald hizo pensar a Hermia en una jirafa con gafas que contemplara el mundo situado debajo de ella desde lo alto de una larga nariz.
—Así que usted es la futura esposa de Arne —le dijo afablemente—. Es un placer conocerla.
Parecía no estar al corriente de la tragedia. Sin más preámbulos, Hermia dijo:
—¿No ha oído las noticias?
—¿Noticias? Pues no estoy seguro de si…
—Arne ha muerto.
—¡Oh, cielos! —dijo Heis, y se sentó pesadamente.
—Pensaba que podía haberse enterado.
—No. ¿Cuándo ocurrió?
—A primera hora de ayer, en la central de policía de Copenhague. Se quitó la vida para no ser interrogado por la Gestapo.
—Qué horror.
—¿Eso significa que su hermano todavía no lo sabe?
—No tengo ni idea. Harald ya no está aquí.
Hermia quedó muy sorprendida.
—¿Por qué no?
—Fue expulsado.
—¡Creía que era un alumno modelo!
—Sí, pero se portó mal.
Hermia no tenía tiempo para hablar de las transgresiones de un escolar.
—¿Dónde está ahora?
—Supongo que habrá vuelto a casa de sus padres —dijo Heis frunciendo el ceño—. ¿Por qué lo pregunta?
—Me gustaría hablar con él.
Heis se puso pensativo.
—¿Acerca de algo en particular?
Hermia titubeó. La cautela dictaba que no le dijera nada a Heis acerca de su misión, pero sus últimas dos preguntas le sugerían que aquel hombre sabía algo.
—Arne puede haber tenido en su poder algo mío cuando fue arrestado.
Heis estaba fingiendo que sus preguntas obedecían a una mera curiosidad, pero se aferraba al borde de su escritorio con la fuerza suficiente para que los nudillos se le volvieran blancos.
—¿Puedo preguntar el qué?
Hermia volvió a titubear, y luego decidió arriesgarse.
—Unas fotografías.
—Ah.
—¿Eso significa algo para usted?
—Sí.
Hermia se preguntó si Heis confiaría en ella. Por lo que sabía el director de la escuela, ella podía ser una detective que se estaba haciendo pasar por la prometida de Arne.
—Arne murió por esas fotos —dijo—. Estaba intentando entregármelas.
Heis asintió, y pareció llegar a una decisión.
—Después de que Harald hubiera sido expulsado, regresó a la escuela durante la noche y rompió una ventana para poder entrar en el cuarto oscuro de fotografía del laboratorio de química.
Hermia exhaló un suspiro de satisfacción. Harald había revelado la película.
—¿Vio las fotografías?
—Sí. Le he estado diciendo a la gente que eran fotografías de jóvenes damas en posturas atrevidas, pero eso es un cuento. En realidad eran fotografías de una instalación militar.
Las fotografías habían sido tomadas. La misión había salido bien, al menos en cierta medida. Pero ¿dónde estaba la película ahora? ¿Había habido tiempo para que Harald se la entregara a Arne? En ese caso, ahora se hallaban en poder de la policía y Arne se había sacrificado por nada.
—¿Cuándo hizo eso Harald?
—El martes pasado.
—Arne fue detenido el miércoles.
—Lo cual quiere decir que Harald todavía tiene esas fotografías suyas.
—Sí —dijo Hermia, sintiéndose mucho más animada. La muerte de Arne no había sido inútil. La película crucial todavía estaba circulando, en algún sitio. Se levantó—. Gracias por su ayuda.
—¿Va a ir a Sande?
—Sí. Para encontrar a Harald.
—Buena suerte —dijo Heis.