24

En el centro del Politigaarden, sede central de la policía de Copenhague, había un espacioso patio circular abierto a la luz del sol. Se hallaba circundado por una arcada con dobles pilares clásicos a trechos impecablemente repetidos. Para Peter Flemming, aquel diseño representaba la manera en que la ley y la regularidad permitían que la luz de la verdad resplandeciese sobre la perversidad humana. Solía preguntarse si el arquitecto había tenido esa intención, o si solo había pensado que un patio quedaría bonito.

Él y Tilde Jespersen estaban de pie en la arcada, apoyados en un par de columnas mientras fumaban cigarrillos. Tilde llevaba una blusa sin mangas que mostraba la lisa piel de sus brazos. Tenía un fino vello rubio en los antebrazos.

—La Gestapo ya ha terminado con Jens Toksvig —le dijo Peter.

—¿Y?

—Nada. —Peter estaba exasperado, y sacudió los hombros como si quisiera quitarse de encima aquella sensación de frustración—. Toksvig ha contado todo lo que sabe, claro está. Forma parte de los Vigilantes Nocturnos, pasó información a Poul Kirke, y accedió a esconder a Arne Olufsen cuando Arne estaba huyendo. También dijo que todo este proyecto había sido organizado por la prometida de Arne, Hermia Mount, que trabaja en el MI6 en Inglaterra.

—Interesante. Pero eso no nos lleva a ninguna parte.

—Exacto. Desgraciadamente para nosotros, Jens no sabe quién entró en la base de Sande, y tampoco sabe absolutamente nada sobre la película que reveló Harald.

Tilde dio una profunda calada. Peter le miró la boca. Parecía estar besando al cigarrillo. Tilde inhaló y luego expulsó el humo por las fosas nasales.

—Arne se mató para proteger a alguien —dijo después—. Supongo que esa persona tiene la película.

—Su hermano Harald. La tiene en su poder o se la ha pasado a alguien más. En cualquiera de los dos casos, tenemos que hablar con él.

—¿Dónde está Harald?

—En la rectoría de Sande, supongo. Es el único hogar que tiene —dijo Peter, y consultó su reloj—. Dentro de una hora cogeré un tren.

—¿Por qué no telefoneas?

—No quiero darle ocasión de huir.

Tilde parecía un poco preocupada.

—¿Qué les dirás a los padres? ¿No piensas que pueden culparte por lo que le ocurrió a Arne?

—No saben que yo estaba allí cuando Arne se pegó un tiro. Ni siquiera saben que yo lo detuve.

—Supongo que no —dijo Tilde, no muy convencida.

—Y de todas maneras, me importa una mierda lo que piensen —dijo Peter impacientemente—. Al general Braun casi le dio un ataque cuando le dije que los espías pueden tener fotografías de la base de Sande. Solo Dios sabe qué es lo que los alemanes tienen allí, pero es altísimo secreto. Y el general Braun me culpa de ello. Si esa película llega a salir de Dinamarca, no sé qué me hará.

—¡Pero fuiste tú quien descubrió la existencia de la red de espionaje!

—Y ahora casi deseo no haberlo hecho. —Tiró la colilla y la pisoteó, aplastándola bajo la suela de su zapato—. Me gustaría que vinieras a Sande conmigo.

Los límpidos ojos azules de Tilde lo evaluaron con una rápida mirada.

—Claro, si quieres contar con mi ayuda.

—Y me gustaría que conocieras a mis padres.

—¿Dónde me alojaría?

—Conozco un pequeño hotel en Morlunde, tranquilo y limpio, que creo que te gustaría.

Su padre tenía un hotel, naturalmente, pero aquello quedaba demasiado cerca de casa. Si Tilde se alojaba allí, la población entera de Sande sabría lo que estaba haciendo a cada minuto del día.

Peter y Tilde no habían hablado de lo que había sucedido en el piso de él, a pesar de que ya hacía seis días de eso. Peter no estaba demasiado seguro de qué podía decir. Se había sentido impulsado a hacerlo, a mantener una relación sexual con Tilde delante de Inge, y Tilde se había dejado llevar, compartiendo su pasión y pareciendo comprender su necesidad. Luego había parecido quedarse bastante preocupada, y Peter la había llevado a su casa y se había despedido de ella con un beso de buenas noches.

No habían vuelto a repetirlo. Una vez había bastado para demostrar lo que fuera que Peter tuviese que demostrar. La tarde siguiente había ido al piso de Tilde, pero su hijo estaba despierto, pidiendo vasos de agua y quejándose de haber tenido malos sueños, y Peter no tardó en irse. Ahora veía el viaje a Sande como una ocasión para poder estar con Tilde a solas.

Pero ella, que parecía vacilar, le hizo otra pregunta de carácter práctico.

—¿Y qué pasa con Inge?

—Haré que la agencia de enfermeras la tenga atendida durante las veinticuatro horas del día, tal como hice cuando fuimos a Bornholm.

—Ya veo.

Tilde contempló el patio con expresión pensativa, y Peter estudió su perfil: la pequeña nariz, la boca en forma de arco, la barbilla resuelta. Recordó la abrumadora emoción que había sentido al poseerla. Sin duda ella no podía haber olvidado eso.

—¿No quieres que pasemos una noche juntos?

Tilde se volvió hacia él con una sonrisa.

—Pues claro que sí —dijo—. Bueno, será mejor que me vaya a casa y haga la maleta.

A la mañana siguiente, Peter despertó en el hotel Oesterport de Morlunde. El Oesterport era un establecimiento respetable pero su propietario, Erland Berten, no estaba casado con la mujer que se hacía llamar señora Berten. Erland tenía una esposa en Copenhague que nunca le daría el divorcio. Nadie en Morlunde sabía aquello excepto Peter Flemming, quien lo había descubierto por casualidad mientras estaba investigando el asesinato de un tal Jacob Berten, que no era pariente del dueño del hotel. Peter hizo saber a Erland que había descubierto la existencia de la verdadera señora Berten, pero por lo demás se había guardado la noticia para sí mismo, sabiendo que el secreto le proporcionaba poder sobre Erland. Ahora podía confiar en su discreción. Ocurriera lo que ocurriera entre Peter y Tilde en el hotel Oesterport, Erland no se lo contaría a nadie.

Sin embargo, al final Peter y Tilde no habían dormido juntos. El tren se había retrasado y terminaron llegando en plena noche, mucho después de que hubiera zarpado el último transbordador hacia Sande. Cansados y de mal humor después de aquel viaje tan frustrante, se habían registrado en habitaciones individuales separadas y dormido un par de horas. Ahora iban a coger el primer transbordador de la mañana.

Peter se vistió rápidamente y luego fue a llamar a la puerta Tilde. Ella se estaba poniendo un sombrero de paja, mirándose en el espejo que había encima de la chimenea mientras se lo ajustaba. Peter le besó la mejilla, no queriendo echar a perder su maquillaje.

Fueron andando al puerto. Un policía local y un soldado alemán les pidieron sus documentos de identidad mientras subían al trasbordador. Aquel control era nuevo. Peter supuso que sería una precaución adicional introducida por los alemanes debido al interés que los espías estaban demostrando por Sande. Pero también podía resultarle útil a él. Enseñó su placa de policía y les pidió que tomaran nota de los nombres de todas las personas que visitaran la isla durante los próximos días. Sería interesante ver quién acudía al funeral de Arne.

El taxi tirado por caballos de que disponía el hotel los estaba esperando al otro lado del canal. Peter le dijo al conductor que los llevara a la rectoría.

El sol estaba asomando por encima del horizonte, haciendo brillar las pequeñas ventanas de las casitas. Durante la noche había llovido, y la áspera hierba de las dunas relucía con el resplandor de las gotitas. Una suave brisa ondulaba la superficie del mar. La isla parecía haberse puesto sus mejores prendas para la visita de Tilde.

—Qué lugar tan bonito —dijo ella.

Peter se alegró de que le gustara. Fue señalándole lo más interesante mientras iban en el carruaje: el hotel, la casa de su padre —la más grande que había en toda la isla—, y la base militar que era objetivo de la red de espionaje.

Cuando se acercaban a la rectoría, Peter reparó en que la puerta de la pequeña iglesia estaba abierta, y oyó un piano.

—Ese podría ser Harald —dijo. Oyó la excitación que había en su propia voz, y se preguntó si las cosas podían ser tan fáciles después de todo. Tosió, y se obligó a hablar en un tono más grave y tranquilo—. Ya lo veremos, ¿verdad?

Bajaron del pequeño carruaje.

—¿A qué hora tendré que volver, señor Flemming? —preguntó el conductor.

—Espere aquí, por favor —dijo Peter.

El conductor masculló algo en voz baja.

—Si no está aquí cuando salgamos, ya puede darse por despedido —dijo Peter.

El conductor puso bastante mala cara, pero no dijo nada.

Peter y Tilde entraron en la iglesia. Al fondo de la estancia, una figura muy alta estaba sentada al piano. Le daba la espalda a la puerta, pero Peter conocía aquellos hombros tan anchos y la cabeza en forma de cúpula. Era Bruno Olufsen, el padre de Harald.

El pastor estaba tocando un himno muy lento en una clave menor. Peter miró a Tilde y vio que parecía sentirse un poco apenada.

—No te dejes engañar —murmuró—. El viejo tirano es más duro que el acero.

El versículo terminó y Olufsen dio comienzo a otro. Peter no estaba dispuesto a esperar.

—¡Pastor! —dijo, levantando la voz.

El pastor no dejó de tocar inmediatamente, sino que terminó la línea, y luego permitió que la música flotara en el aire durante unos instantes. Finalmente se volvió.

—El joven Peter —dijo con voz átona.

Peter no pudo evitar sentirse un poco impresionado al ver que el pastor parecía haber envejecido. Su rostro mostraba las arrugas del cansancio y sus ojos azules habían perdido su gélido destello. Después de un instante de sorpresa, Peter dijo:

—Estoy buscando a Harald.

—Ya me imaginaba que no habías venido a darnos el pésame —dijo el pastor fríamente.

—¿Se encuentra aquí?

—¿Esto es una investigación oficial?

—¿Por qué lo pregunta? ¿Está involucrado Harald en alguna actividad ilegal?

—Desde luego que no.

—Me alegra saberlo. ¿Está en la casa?

—No. No está en la isla. No sé adónde ha ido.

Peter miró a Tilde. Aquello era una mala noticia, pero por otra parte sugería que Harald era culpable. ¿Por qué otra razón iba a desaparecer si no?

—¿Dónde cree que puede estar?

—Vete de aquí.

Arrogante como siempre…, pero esta vez el pastor no iba a salirse con la suya, pensó Peter con deleite.

—Su hijo mayor se quitó la vida porque fue sorprendido espiando —dijo ásperamente.

El pastor se encogió sobre sí mismo como si Peter lo hubiera golpeado.

Peter oyó la exclamación ahogada que Tilde soltó junto a él comprendió que la había ofendido con su crueldad, pero siguió insistiendo.

—Su hijo menor puede ser culpable de crímenes similares. Usted no está en situación de presumir de santidad delante de la policía.

El rostro normalmente orgulloso del pastor adquirió un aspecto herido y vulnerable.

—Ya te he dicho que no sé dónde está Harald —replicó con voz apagada—. ¿Tienes alguna otra pregunta?

—¿Qué está ocultando?

El pastor suspiró.

—Formas parte de mi rebaño, y si acudes a mí en busca de auxilio espiritual no te diré que te vayas. Pero no hablaré contigo por ninguna otra razón. Eres arrogante y cruel, y todo lo vil que puede llegar a ser una de las criaturas de Dios. Fuera de mi vista.

—No puede expulsar a la gente de la iglesia. La iglesia no es su propiedad.

—Si quieres rezar, eres bienvenido aquí. De lo contrario, vete.

Peter titubeó. No quería someterse a que lo expulsaran, pero sabía que había sido derrotado. Pasados unos momentos cogió del brazo a Tilde y la llevó fuera.

—Ya te dije que era un hombre muy duro —murmuró.

Tilde parecía estar muy afectada.

—Creo que ese hombre está sufriendo mucho.

—Sin duda. Pero ¿estaba diciendo la verdad?

—Es evidente que Harald se ha escondido en algún sitio, lo cual significa que podemos estar prácticamente seguros de que tiene la película.

—Así que tenemos que encontrarlo. —Peter reflexionó sobre la conversación que acababa de mantener con el pastor—. Me pregunto si su padre realmente no sabe dónde está.

—¿Has sabido que el pastor mintiera alguna vez?

—No…, pero podría hacer una excepción para proteger a su hijo.

Tilde descartó aquella idea con un gesto de la mano.

—De todas maneras, tampoco conseguiremos sacarle nada.

—Estoy de acuerdo. Pero vamos por el buen camino, y eso es lo que importa. Probemos con la madre. Al menos ella está hecha de carne y hueso.

Fueron a la casa. Peter llevó a Tilde hacia la parte de atrás. Llamó a la puerta de la cocina y entró sin esperar una respuesta, como era habitual en la isla.

Lisbeth Olufsen estaba sentada a la mesa de la cocina, sin hacer nada. Peter nunca la había visto ociosa, porque la esposa del pastor siempre estaba cocinando o limpiando. Incluso en la iglesia se mantenía ocupada, poniendo bien las hileras de sillas, repartiendo los libros de himnos o recogiéndolos, llenando la estufa de turba que mantenía caliente la gran sala en invierno. Ahora estaba sentada mirándose las manos. La piel estaba cuarteada y tenía partes en carne viva, como un pescador.

—¿Señora Olufsen?

La mujer volvió la cara hacia él. Sus ojos estaban enrojecidos y tenía las mejillas tensas. Pasado un instante lo reconoció.

—Hola, Peter —dijo con voz carente de toda entonación.

Peter decidió ser un poco más suave con ella.

—Siento lo de Arne.

Ella asintió vagamente.

—Esta es mi amiga Tilde. Trabajamos juntos.

—Encantada de conocerla.

Peter se sentó a la mesa y le indicó a Tilde que hiciera lo mismo, pensando que una simple pregunta práctica quizá conseguiría sacar de su estupor a la señora Olufsen.

—¿Cuándo es el funeral?

La señora Olufsen reflexionó durante unos momentos, y luego respondió:

—Mañana.

Aquello ya estaba mejor.

—He hablado con el pastor —dijo Peter—. Lo vimos en la iglesia.

—Tiene el corazón destrozado. Pero no se lo deja ver al mundo.

—Comprendo. Harald también tiene que estar terriblemente afectado.

Ella lo miró y luego volvió a bajar rápidamente la vista hacia sus manos. La mirada no había podido ser más breve, pero Peter leyó miedo y engaño en ella.

—No hemos hablado con Harald —musitó la señora Olufsen pasados unos instantes.

—¿Por qué?

—No sabemos dónde está.

Peter no podía saber cuándo mentía y cuándo decía la verdad, pero estaba seguro de que su intención era engañarlo. Le enfureció ver que el pastor y su esposa, quienes pretendían ser moralmente superiores a los demás, fueran capaces de ocultarle deliberadamente la verdad a la policía.

—¡Le aconsejo que coopere con nosotros! —dijo, levantando, la voz.

Tilde le puso una mano en el brazo pidiéndole que se calmara y le lanzó una mirada interrogativa. Peter asintió para indicarle que podía hablar, y Tilde dijo:

—Señora Olufsen, lamento tener que decirle que Harald puede haber estado implicado en las mismas actividades ilegales que Arne.

La señora Olufsen pareció asustarse, y Tilde siguió hablando:

—Cuanto más tiempo permanezca escondido, peor lo va a pasar cuando terminemos dando con él.

La anciana sacudió la cabeza en una lenta negativa, como muy preocupada, pero no dijo nada.

—Si nos ayudara a encontrar a su hijo, estaría haciendo lo que es mejor para él.

—No sé dónde está —repitió ella, pero con menos firmeza que antes.

Peter percibió debilidad. Se levantó y se inclinó sobre la mesa de la cocina, acercando su rostro al de ella.

—Vi morir a Arne —dijo con voz rechinante.

La señora Olufsen abrió mucho los ojos, visiblemente horrorizada.

—Vi cómo su hijo se ponía la pistola en su propia garganta y apretaba el gatillo —siguió diciendo Peter.

—Peter, no… —empezó a decir Tilde.

Él no le hizo caso.

—Vi cómo su sangre y sus sesos se desparramaban sobre la pared detrás de él.

La señora Olufsen dejó escapar un grito de horror y pena.

Peter vio con satisfacción que estaba a punto de desmoronarse, y siguió insistiendo.

—Su hijo mayor era un criminal y un espía, y tuvo un final violento. Quienes viven por la espada perecerán por la espada, eso es lo que dice la Biblia. ¿Quiere que le suceda lo mismo a su otro hijo?

—No —murmuró ella—. No.

—¡Entonces dígame dónde está!

La puerta se abrió de pronto y el pastor entró en la cocina.

—Escoria… —dijo.

Peter se levantó, sorprendido pero desafiante.

—Tengo derecho a preguntar…

—Sal de mi casa.

—Vámonos, Peter —dijo Tilde.

—Sigo queriendo saber…

—¡Ahora! ¡Sal de aquí ahora mismo! —rugió el pastor, avanzando alrededor de la mesa.

Peter retrocedió. Sabía que no hubiese debido permitir que lo hicieran callar a base de gritos. Estaba llevando a cabo una investigación policial y tenía todo el derecho del mundo a hacer preguntas. Pero la imponente presencia del pastor lo llenaba de miedo, a pesar del arma que había debajo de su chaqueta, y se encontró iniciando una lenta retirada hacia la puerta.

Tilde la abrió y salió de la casa.

—Todavía no he terminado con ustedes dos —dijo Peter con un hilo de voz mientras retrocedía hacia la puerta.

El pastor se la cerró en las narices apenas hubo cruzado el umbral.

Peter dio media vuelta.

—Condenados hipócritas… —dijo—. Eso es lo que son, unos hipócritas.

El carruaje los estaba esperando.

—A la casa de mi padre —dijo Peter, y subieron a él.

Mientras se alejaban, Peter intentó borrar de su mente aquella humillante escena y concentrarse en sus próximos pasos.

—Harald tiene que estar viviendo en alguna parte —dijo.

—Obviamente.

Tilde había hablado en un tono bastante seco, y Peter supuso; que se encontraba afectada por lo que acababa de presenciar.

—Harald no está en la escuela, no está en casa y no tiene parientes, aparte de algunos primos en Hamburgo.

—Podríamos hacer circular una foto suya.

—Nos costará bastante encontrar una. El pastor no cree en fotos: son un signo de vanidad. No viste ninguna imagen en esa cocina, ¿verdad?

—¿Y una foto escolar?

—Eso no forma parte de las tradiciones de la Jansborg Skole. La única foto de Arne que pudimos encontrar fue la que había en su expediente del ejército. Dudo que haya una foto de Harald en ninguna parte.

—¿Y cuál va a ser nuestro próximo paso?

—Creo que Harald está viviendo con unos amigos. ¿No opinas lo mismo?

—Tiene sentido.

Tilde no lo miraba. Peter suspiró. Estaba enfadada con él, y tendría que resignarse a que lo estuviera.

—Esto es lo que vas a hacer —dijo, adoptando un seco tono de dar órdenes—. Llama al Politigaarden y envía a Conrad a la Jansbo Skole. Consigue una lista de las direcciones de todos los chicos que había en la clase de Harald. Luego haz que alguien vaya a cada casa formule unas cuantas preguntas e investigue un poco por allí.

—Tienen que estar repartidos por toda Dinamarca. Se tardarán un mes en llegar a visitarlos a todos. ¿De cuánto tiempo disponemos?

—Muy poco. No sé cuánto va a tardar Harald en dar con una manera de hacer llegar la película a Londres, pero es un joven villano muy astuto. Utiliza a la policía local cuando sea necesario.

—Muy bien.

—Si no está con unos amigos, entonces tiene que estar escondiéndose con algún otro miembro de la red de espionaje. Nos quedaremos aquí hasta que se celebre el funeral y veremos quién acude a él. Interrogaremos a cada una de las personas que asistan. Una de ellas tiene que saber dónde está Harald.

El carruaje empezó a ir más despacio conforme se aproximaba la entrada de la casa de Axel Flemming.

—¿Te importa que vuelva al hotel? —preguntó Tilde.

Sus padres los estaban esperando para almorzar, pero Peter podía ver que Tilde no se encontraba de humor para aquello.

—Está bien —dijo, tocando al conductor en el hombro—. Vaya muelle del transbordador.

Continuaron en silencio durante un rato. Cuando estaban llegando al muelle, Peter dijo:

—¿Qué vas a hacer en el hotel?

—De hecho, creo que debería regresar a Copenhague.

Aquello llenó de furia a Peter. Mientras el caballo se detenía junto al muelle, dijo:

—¿Qué demonios te ocurre?

—Lo que acaba de suceder no me gustó nada.

—¡Teníamos que hacerlo!

—No estoy tan segura.

—Teníamos el deber de tratar de obligar a esas personas a que contaran lo que saben.

—El deber no lo es todo.

Peter se acordó de que Tilde ya había dicho eso mismo durante la discusión que mantuvieron acerca de los judíos.

—Estás jugando con las palabras. El deber es lo que tienes que hacer. No puedes hacer excepciones. Eso es lo que anda mal en el mundo.

El transbordador ya estaba en el atracadero. Tilde bajó del carruaje.

—La vida simplemente es así, Peter.

—¡Por eso tenemos crímenes! ¿No preferirías vivir en un mundo donde todos cumplieran con su deber? ¡Imagínatelo! Personas educadas que visten uniformes elegantes y hacen las cosas como es debido, sin escurrir el bulto, sin olvidos. ¡Si todos los crímenes fueran castigados y no se aceptara ninguna excusa, la policía tendría mucho menos trabajo!

—¿Realmente es eso lo que quieres?

—Sí… ¡y si alguna vez llego a ser jefe de policía, y los nazis continúan mandando, así es como será todo! ¿Qué tiene de malo eso?

Tilde asintió, pero no respondió a sus preguntas.

—Adiós, Peter —dijo.

Mientras se iba, Peter le gritó:

—¿Y bien? ¿Qué tiene de malo?

Pero Tilde subió al transbordador sin volverse.