27

El Hornet Moth estaba listo para volar.

Harald ya había instalado los nuevos cables procedentes de Vodal. El neumático pinchado había sido su última tarea. Harald había utilizado el gato del Rolls-Royce para levantar el avión y luego había llevado la rueda al garaje más próximo y pagado a un mecánico para que reparase el neumático. También se le había ocurrido un método para poder repostar en vuelo, quitando una de las ventanas de la cabina y pasando una manguera a través del hueco hasta introducirla en el conducto del llenador de combustible. Finalmente había desplegado las alas, dejándolas fijadas en posición de vuelo mediante las clavijas de acero que acompañaban al Hornet Moth. Ahora el avión llenaba todo el ancho de la iglesia.

Miró fuera. Hacía un día muy tranquilo, con un poco de viento y unas cuantas nubes bajas que servirían para ocultar el Hornet Moth a la Luftwaffe. Aquella noche partirían.

La ansiedad le ponía un nudo en el estómago cuando pensó en ello. El simple hecho de volar alrededor de la escuela de adiestramiento de Vodal a bordo de un Tiger Moth le había parecido una aventura espeluznante. Ahora Harald planeaba volar centenares de kilómetros por encima del mar abierto.

Un avión como el Hornet Moth siempre debería mantenerse junto a la costa, para que de esa manera pudiese tomar tierra planeando en el caso de que tuviera problemas. Volando hasta Inglaterra desde allí, teóricamente era posible seguir las líneas costeras de Dinamarca, Alemania, Holanda, Bélgica y Francia. Pero Harald y Karen estarían muchos kilómetros mar adentro, muy lejos de las tierras ocupadas por los alemanes. Si algo iba mal, no tendrían ningún lugar al que ir.

Harald todavía estaba preocupándose por ello cuando Karen entró por la ventana, llevando consigo una cesta como la Caperucita Roja. El corazón de Harald dio un vuelco de placer al verla. Mientras trabajaba en el avión, había pasado el día entero pensando en cómo se habían besado aquel amanecer, después de que hubieran robado el combustible. De vez en cuando se rozaba los labios con las yemas de los dedos para que el recuerdo volviese a su memoria.

Karen contempló el Hornet Moth y dijo:

—Uf.

Harald se sintió muy complacido al ver que la había impresionado.

—Bonito, ¿verdad?

—Pero no puedes sacarlo por la puerta mientras esté así.

—Ya lo sé. Tendré que volver a plegar las alas, y luego volveré a extenderlas una vez que el avión esté fuera.

—¿Y entonces por qué las has desplegado ahora?

—Para practicar. La segunda vez podré hacerlo más deprisa.

—¿Como cuánto de deprisa?

—No estoy seguro.

—¿Y los soldados? Si nos ven…

—Estarán durmiendo.

Karen se había puesto muy solemne.

—Estamos listos, ¿verdad?

—Estamos listos.

—¿Cuándo nos iremos?

—Esta noche, naturalmente.

—Oh, Dios mío.

—Esperar solo sirve para incrementar las probabilidades de que nos descubran antes de que nos hayamos ido.

—Lo sé, pero…

—¿Qué?

—Supongo que no había pensado que el momento llegaría tan deprisa. —Sacó un paquete de su bolsa y se lo tendió distraídamente—. Te he traído un poco de buey frío. —Cada noche le llevaba algo para que cenara.

—Gracias. —Harald la observó con mucha atención—. No habrás cambiado de parecer, ¿verdad?

Ella sacudió la cabeza resueltamente.

—No. Solo me estaba acordando de que han pasado tres años desde la última vez que me senté en un asiento de piloto.

Harald fue hacia el banco de trabajo, seleccionó una hachuela y un ovillo de grueso cordel y lo guardó todo en el pequeño compartimiento que había debajo del salpicadero del avión.

—¿Para qué es eso? —preguntó Karen.

—Si caemos al mar, me imagino que el avión se hundirá debido al peso del motor. Pero por sí solas las alas flotarían. Así que si podemos cortar las alas, entonces podríamos unirlas con ese cordel para hacer una balsa improvisada.

—¿En el mar del Norte? Creo que no tardaríamos mucho en morir de frío.

—Eso siempre es mejor que ahogarse.

Karen se estremeció.

—Si tú lo dices…

—Deberíamos coger unas cuantas galletas y un par de botellas de agua.

—Traeré unas cuantas de la cocina. Y hablando del agua… vamos a pasar más de seis horas en el aire.

—¿Y?

—¿Cómo hacemos pipí?

—Abriendo la puerta y esperando que todo vaya lo mejor posible.

—Eso será una solución para ti.

Harald sonrió.

—Lo siento.

Karen miró en torno a ella y cogió un puñado de periódicos viejos.

—Guárdalos en la cabina.

—¿Para qué?

—Por si se da el caso de que yo tenga que hacer pipí.

Él frunció el ceño.

—No veo cómo…

—Reza para que nunca tengas que llegar a averiguarlo.

Harald puso los periódicos encima del asiento.

—¿Tenemos algún mapa? —preguntó Karen.

—No. Pensé que nos limitaríamos a volar hacia el oeste hasta que viéramos tierra, y que lo que viéramos entonces sería Inglaterra.

Karen sacudió la cabeza.

—Cuando estás en el aire siempre resulta bastante difícil saber dónde te encuentras exactamente. Yo solía perderme solo volando por aquí. ¿Y si el viento nos desvía de nuestro curso? Podríamos tomar tierra en Francia por error.

—Dios mío, no había pensado en eso.

—La única manera de comprobar tu posición es comparar las características del terreno que hay por debajo de ti con un mapa. Veré qué tenemos en casa.

—De acuerdo.

—Será mejor que vaya a coger todas las cosas que necesitamos —dijo Karen, y volvió a salir por la ventana llevándose consigo la cesta vacía.

Harald estaba demasiado tenso para comerse la carne de buey fría que le había traído Karen. Empezó a plegar las alas. El proceso era rápido, porque así se había pretendido que fuese: la intención era que el caballero dueño del avión hiciera aquello cada noche, y luego lo dejara estacionado junto al coche de la familia.

Para evitar que el ala superior dañara el techo de la cabina cuando las alas estuvieran plegadas, la sección interior del borde disponía de unas bisagras que permitían elevarla apartándola del techo. Por eso el primer paso de Harald fue soltar las secciones provistas de bisagras y empujarlas hacia arriba.

En la parte de abajo de cada ala superior había un travesaño, llamado puntal, que Harald soltó y luego dejó fijado entre los extremos interiores de las alas superior e inferior, para evitar que pudieran desplomarse el uno sobre el otro.

Las alas eran mantenidas en la posición de vuelo por clavijas deslizantes en forma de L situadas en los largueros delanteros de las cuatro alas. En las alas superiores, la clavija quedaba mantenida en su sitio por el puntal, que Harald ahora había quitado, por lo que lo único que tuvo que hacer fue hacer girar la clavija noventa grados y desplazarla hacia delante cosa de unos diez centímetros.

Las clavijas de las alas inferiores eran mantenidas en su sitio por tiras de cuero. Harald desató la tira del ala izquierda, y luego hizo girar la clavija y tiró de ella.

Tan pronto como quedó libre, el ala empezó a moverse.

Harald comprendió que hubiese debido esperárselo. En su posición estacionada y con la cola apoyada en el suelo, el avión se encontraba inclinado con el morro apuntando hacia el aire; y ahora la pesada ala doble estaba siendo impulsada hacia atrás por la fuerza de la gravedad. Harald se apresuró a agarrarla, temiendo que se golpeara contra el fuselaje y causara daños. Intentó aferrar el borde de escape del ala inferior, pero era demasiado grueso para que consiguiera hacer presa en él. «¡Mierda!», exclamó. Dio un paso adelante en pos del ala, y logró coger los cables de acero que corrían entre las alas superior e inferior. Agarrándolos con más fuerza, consiguió ir frenando el movimiento hasta que de pronto el cable se hundió en la piel de su mano. Harald gritó y lo soltó automáticamente. El ala giró hacia atrás y terminó deteniéndose encima del fuselaje con un sordo estampido.

Maldiciendo su descuido, Harald fue a la cola, agarró la punta del ala inferior con ambas manos y la hizo girar en sentido contrario para poder comprobar si se había producido algún daño. Para su inmenso alivio no parecía haber ninguno. Los bordes de escape de las alas superior e inferior se hallaban intactos, y el fuselaje no mostraba ninguna señal. Lo único que se había roto era la piel de la mano derecha de Harald.

Lamiéndose la sangre de la mano, Harald fue al lado derecho del fuselaje. Esta vez bloqueó el ala inferior con un arcón para el té lleno de revistas viejas, de manera que no pudiese moverse. Sacó las clavijas y luego fue alrededor del ala, apartó el arcón y sostuvo el ala, permitiendo que esta fuera retrocediendo lentamente hasta que terminó en la posición doblada.

Karen regresó.

—¿Lo has traído todo? —preguntó Harald ansiosamente. Karen dejó caer su cesta sobre el suelo.

—No podemos partir esta noche.

—¿Qué? —exclamó Harald, sintiéndose estafado. Se había asustado por nada—. ¿Por qué no? —preguntó con irritación.

—Mañana voy a bailar.

—¿Bailar? —Harald estaba indignado—. ¿Cómo puedes poner eso por encima de nuestra misión?

—Es realmente especial. Ya te había dicho que era suplente de la bailarina principal, ¿verdad? Pues la mitad de la compañía ha quedado fuera de combate debido a no sé qué enfermedad gástrica. Hay dos repartos, pero las primeras bailarinas de ambos están enfermas, así que me han llamado. ¡Es un auténtico golpe de suerte!

—A mí me parece que es una condenada mala suerte.

—Estaré en el escenario principal del Teatro Real, ¿y sabes una cosa? ¡El rey estará allí!

Harald se pasó nerviosamente las manos por el pelo.

—No puedo creer que me estés diciendo esto.

—He reservado una entrada para ti. Puedes recogerla en la taquilla.

—No voy a ir.

—¡No seas tan cascarrabias! Podemos volar mañana por la noche, después de que yo haya bailado. Después de eso el ballet no se volverá a representar hasta dentro de otra semana, y seguro que para entonces una de las otras dos bailarinas ya se encontrará mejor.

—Me da igual lo que le ocurra al maldito ballet. ¿Qué pasa con la guerra? Heis estaba convencido de que la RAF tiene que estar planeando un gran ataque aéreo. ¡Necesitan nuestras fotografías antes de que despeguen los aviones! ¡Piensa en todas las vidas que hay en juego!

Karen suspiró, y cuando volvió a hablar lo hizo en un tono más suave que antes.

—Sabía que ibas a reaccionar así y pensé renunciar a la oportunidad, pero me es sencillamente imposible. Y de todas maneras, si volamos mañana estaremos en Inglaterra tres días antes de la luna llena.

—¡Pero correremos un peligro mortal aquí durante veinticuatro horas extra!

—Mira, nadie conoce la existencia de este avión. ¿Por qué iban a descubrirlo mañana?

—Es posible.

—Oh, no seas tan infantil. Todo es posible.

—¿Infantil? La policía me está buscando, eso ya lo sabes. Soy un fugitivo, y quiero salir de este país lo más pronto que pueda.

Karen estaba empezando a enfadarse.

—Realmente deberías entender los sentimientos que me inspira esta representación.

—Bueno, pues no los entiendo.

—Mira, yo podría morir a bordo de este maldito avión.

—Yo también.

—Mientras me estoy ahogando en el mar del Norte, o muriendo congelada encima de tu balsa improvisada, me gustaría poder pensar que antes de morir conseguí hacer realidad la gran ambición de mi vida, y que bailé maravillosamente delante del rey en el escenario del Teatro Real de Dinamarca. ¿Es que no puedes entender eso?

—¡No, no puedo entenderlo!

—Pues entonces ya puedes irte al infierno —dijo ella, y salió por la ventana.

Harald siguió mirando la ventana durante unos momentos después de que Karen se hubiera ido. Se había quedado estupefacto. Transcurrió un minuto antes de que se moviera. Luego miró dentro de la cesta que había traído Karen. Contenía dos botellas de agua mineral, un paquete de galletas, una linterna, una pila de repuesto y dos bombillas. No había mapas, pero Karen había añadido un viejo atlas escolar. Harald cogió el libro y lo abrió. En la guarda estaba escrito, con letra de muchacha: «Karen Duchwitz, Clase 3».

—Oh, demonios —dijo.