14

Hermia durmió mal. Tuvo un sueño en el que estaba hablando con un policía danés: La conversación era amigable, aunque Hermia solo estaba pendiente de no delatarse; pero pasado un rato, se dio cuenta de que estaban hablando en inglés. El hombre siguió hablando como si no hubiera ocurrido nada, mientras ella temblaba y esperaba que la detuviera en cualquier momento.

Despertó y se encontró en una estrecha cama de una pensión en la isla de Bornholm. Sintió un gran alivio al descubrir que la conversación con el policía había sido un sueño, pero no había nada de irreal en el peligro al que se enfrentaba ahora que había despertado. Se encontraba en territorio ocupado, con documentos falsos y fingiendo ser una secretaria de vacaciones; si la descubrían, sería ahorcada como espía.

Allá en Estocolmo, ella y Digby habían vuelto a engañar con unos sustitutos a los alemanes que los seguían y, tras quitárselos de encima, cogieron un tren que iba a la costa sur. En el diminuto pueblecito pesquero de Kalvsby habían encontrado al dueño de una embarcación que estaba dispuesto a llevarlos hasta Bornholm a través de los cuarenta kilómetros de mar. Hermia se había despedido de Digby —quien no podía pasar por danés— y había subido a bordo. Digby iría a Londres durante un día para informar a Churchill, pero volvería inmediatamente en avión y la estaría esperando en el atracadero de Kalvsby cuando Hermia regresara…, si regresaba.

El pescador la había desembarcado, junto con su bicicleta, en una playa solitaria al amanecer del día anterior. Había prometido volver al mismo sitio cuatro días después a la misma hora. Para poder estar segura de él, Hermia le había prometido el doble de dinero por el trayecto de vuelta.

Fue en bicicleta hasta Hammershus, el castillo en ruinas que era su punto de cita con Arne, y lo esperó allí durante todo el día. Arne no había venido.

Hermia se dijo que no debía sentirse sorprendida. El día anterior Arne había estado trabajando, y supuso que no habría podido marcharse de la base lo bastante temprano para coger el transbordador de la tarde. Probablemente había cogido la embarcación de la mañana del sábado y llegado a Bomholm demasiado tarde para que le fuera posible llegar a Hammershus antes de que oscureciese. En aquellas circunstancias, habría encontrado algún sitio donde pasar la noche, y lo primero que haría por la mañana sería acudir a la cita.

Aquello era lo que creía en sus momentos de mayor animación. Pero el pensamiento de que Arne podía haber sido detenido estaba presente en su mente. Preguntarse por qué podían haberlo arrestado, o argumentar que Arne todavía no había cometido ningún delito, no servía de nada porque eso solo la llevaba a imaginar situaciones en las que Arne le confiaba lo que iba a hacer a un amigo traicionero, o lo escribía todo en un diario, o se confesaba a un sacerdote.

Cuando faltaba poco para que anocheciera, Hermia dejó de esperar a Arne y fue en su bicicleta hasta el pueblo más próximo. Durante el verano muchos isleños ofrecían cama y desayuno a los turistas, y no le costó nada encontrar un sitio en el cual alojarse. Se dejó caer sobre la cama sintiéndose hambrienta y preocupada, y tuvo malos sueños.

Mientras se vestía, recordó las vacaciones que ella y Arne habían pasado en la isla, cuando se registraron en su hotel como el señor y la señora Olufsen. Aquellos fueron los días en que se sintió más íntimamente unida a Arne. A él le encantaban los juegos de azar, y hacía apuestas con ella por favores sexuales. «Si la embarcación roja llega primero al puerto, mañana tendrás que ir sin bragas durante todo el día, y si la embarcación azul gana, esta noche podrás ponerte encima». Podrás tener todo lo que quieras, amor mío, pensó Hermia, solo con que aparezcas hoy.

Decidió desayunar aquella mañana antes de regresar pedaleando a Hammmershus. Podía pasar el día entero esperando, y no quería desmayarse debido al hambre. Se vistió con la ropa nueva barata que había comprado en Estocolmo —las prendas inglesas podrían haberla delatado—, y bajó por la escalera.

Hermia se sintió un poco nerviosa mientras entraba en el comedor de la familia. Había pasado más de un año desde que hablaba danés cada día. Después de desembarcar el día anterior, solo había mantenido unos breves intercambios de palabras. Ahora tendría que conversar.

Había otro huésped en la habitación, un hombre de mediana edad con una afable sonrisa que le dijo:

—Buenos días. Soy Sven Fromer.

Hermia se obligó a relajarse.

—Agnes Ricks —dijo, utilizando el nombre que había en sus documentos falsos—. Hace un día precioso. —Se dijo que no tenía nada que temer. Hablaba danés con el acento de la burguesía metropolitana, y los daneses nunca se daban cuenta de que era inglesa hasta que ella se lo decía. Se sirvió gachas, les echó leche fría por encima, y empezó a comer. La tensión que sentía hizo que le resultara difícil tragar.

Sven le sonrió y dijo:

—El estilo inglés.

Hermia lo miró, atónita. ¿Cómo la había descubierto tan deprisa?

—¿Qué quiere decir?

—La manera en que come las gachas.

Sven se había servido la leche en un vaso, e iba tomando sorbos de ella entre bocado y bocado de gachas. Hermia sabía muy bien que así era como los daneses comían las gachas. Maldijo su descuido y trató de salir del paso.

—Las prefiero así —dijo en el tono más despreocupado de que fue capaz—. La leche enfría las gachas, y de esa manera puedes comértelas más rápido.

—Una chica que tiene prisa. ¿De dónde es?

—De Copenhague.

—Yo también.

Hermia no quería entrar en una conversación acerca de en qué parte de Copenhague vivía cada uno de ellos. Aquello podía inducirla demasiado fácilmente a cometer más errores. El plan menos arriesgado sería formularle preguntas a Sven. Hermia nunca había conocido un hombre al que no le gustara hablar de sí mismo.

—¿Está de vacaciones?

—Desgraciadamente no. Soy topógrafo y trabajo para el gobierno. Pero el trabajo ya está hecho, y no he de estar en casa hasta mañana, así que voy a pasar el día conduciendo por la isla y luego cogeré el transbordador esta tarde.

—¿Dispone de un coche?

—Necesito uno para mi trabajo.

La señora de la casa trajo beicon y pan negro. Cuando hubo salido de la habitación, Sven dijo:

—Si no está con nadie, me encantaría enseñarle la isla.

—Estoy prometida y no tardaré en casarme —dijo Hermia firmemente.

Sven sonrió melancólicamente.

—Su prometido es un hombre afortunado. Aun así me alegraría poder contar con su compañía.

—Le ruego que no se ofenda, pero quiero estar sola.

—Lo entiendo. Espero que no le importará que se lo haya preguntado.

Hermia lo obsequió con su sonrisa más encantadora.

—Al contrario, me siento halagada.

Sven se sirvió otra taza de sucedáneo de café, como inclinado a quedarse un rato en el comedor. Hermia empezó a tranquilizarse. De momento no había despertado ninguna sospecha.

Entonces entró otro huésped, un hombre que tendría aproximadamente la edad de Hermia. Se inclinó envaradamente ante ellos y luego habló danés con acento alemán.

—Buenos días —dijo—. Soy Helmut Mueller.

El corazón de Hermia empezó a latir más deprisa.

—Buenos días —dijo—. Agnes Ricks.

Mueller se volvió con expresión expectante hacia Sven, quien se levantó, desdeñando deliberadamente al recién llegado, y salió de la habitación.

Mueller se sentó, aparentemente herido.

—Gracias por su cortesía —le dijo a Hermia.

Hermia intentó comportarse normalmente y cruzó las manos para detener su temblor.

—¿De dónde es usted, herr Mueller?

—Nací en Lübeck.

Hermia se preguntó qué podría decirle un danés afable a un alemán para mantener una pequeña conversación.

—Habla usted muy bien nuestra lengua.

—Cuando era un muchacho, mi familia solía venir aquí, a Bornholm, de vacaciones.

Hermia vio que Mueller no sospechaba nada, y eso le dio valor para hacer una pregunta menos superficial.

—Dígame una cosa. ¿Son muchas las personas que se niegan a hablarle?

—El tipo de descortesía que acaba de mostrar nuestro compañero de pensión es poco habitual. En las circunstancias actuales, los alemanes y los daneses tenemos que vivir juntos, y la mayoría de los daneses son corteses. —Le lanzó una mirada llena de curiosidad—. Pero usted ya tiene que haberlo observado…, a menos que haya llegado recientemente de otro país.

Hermia se dio cuenta de que había cometido otro desliz.

—No, no —se apresuró a decir, tratando de ocultarlo—. Soy de Copenhague donde, como dice usted, vivimos juntos lo mejor que podemos. Solo me estaba preguntando si las cosas eran diferentes aquí en Bornholm.

—No, todo es más o menos igual.

Entonces Hermia comprendió que toda conversación era peligrosa. Se levantó.

—Bueno, espero que disfrute de su desayuno.

—Gracias.

—Y que tenga un día agradable aquí en nuestro país.

—Le deseo lo mismo.

Hermia salió de la habitación, preguntándose si no se habría mostrado demasiado amable. El exceso de afabilidad podía llegar a despertar sospechas con tanta facilidad como la hostilidad. Pero Mueller no había dado ninguna señal de que desconfiara de ella.

Mientras se iba en su bicicleta, vio a Sven metiendo su equipaje en el coche. Era un Volvo PV444, un coche sueco con la parte de atrás suavemente curvada, que había llegado a ser muy popular y solía verse en Dinamarca. Hermia vio que Sven había quitado el asiento trasero para hacer sitio a su equipo: trípodes y un teodolito y demás instrumentos, algunos guardados en un surtido de maletas de cuero y otros envueltos en mantas para protegerlos.

—Le pido disculpas por haber organizado una escena —dijo Sven—. No deseaba mostrarme grosero con usted.

—No se preocupe. —Hermia pudo ver que todavía estaba furioso—. Obviamente es algo que lo afecta mucho.

—Provengo de una familia de militares, y me resulta muy difícil aceptar que nos rindiéramos tan deprisa. Creo que hubiésemos debido luchar. ¡Deberíamos estar luchando ahora! —Hizo un gesto de frustración, como si arrojara lejos algo—. No debería hablar de esta manera. La estoy poniendo en una situación muy incómoda.

—No hay nada por lo que tenga que disculparse —dijo tocándole el brazo.

—Gracias.

Hermia se fue.

Churchill iba y venía por el campo de críquet de Chequers, la residencia de campo oficial del primer ministro británico. Digby conocía los signos, y sabía que Churchill estaba redactando mentalmente un discurso. Sus invitados del fin de semana eran John Winant, el embajador estadounidense, y Anthony Eden, el secretario de Asuntos Exteriores, junto con sus esposas; pero no se veía a ninguno de ellos. Digby notaba que había alguna clase de crisis, pero nadie le había explicado en qué consistía. El secretario privado de Churchill, el señor Colville, le señaló al meditabundo primer ministro. Digby fue hacia él andando sobre la suave hierba.

El primer ministro levantó la cabeza que había mantenido baja.

—Ah, Hoare —dijo, y dejó de andar—: Hitler ha invadido la Unión Soviética.

—¡Cristo! —exclamó Digby Hoare. Quiso sentarse, pero no había sillas—. ¡Cristo! —repitió. En el pasado, Hitler y Stalin habían sido aliados, con su amistad cimentada por el pacto nazi-soviético de 1939. En la actualidad se hallaban en guerra—. ¿Cuándo ocurrió eso?

—Esta mañana —dijo Churchill sombríamente—. El general Dill acaba de estar aquí para comunicarme los detalles. —Sir John Dill era el jefe del Estado Mayor Imperial, lo que lo convertía en el hombre más poderoso del estamento militar—. Las primeras estimaciones del servicio de inteligencia sitúan las dimensiones del ejército invasor en tres millones de hombres.

—¿Tres millones?

—Han atacado a lo largo de un frente de más de tres mil kilómetros de largo. Un grupo avanza hacia Leningrado por el norte, otro grupo central se dirige hacia Moscú, y una fuerza meridional va hacia Ucrania.

Digby estaba atónito.

—Oh, Dios mío. ¿Esto es el fin, señor?

Churchill dio una calada a su puro.

—Podría serlo. La mayoría de la gente cree que los rusos no pueden ganar. Tardarán mucho en movilizarse. Con un fuerte apoyo aéreo por parte de la Luftwaffe, los tanques de Hitler podrían barrer al Ejército Rojo en unas cuantas semanas.

Digby nunca había visto a su jefe con un aspecto tan vencido. Cuando tenía que hacer frente a las malas noticias, normalmente Churchill se volvía todavía más testarudo y dispuesto a luchar, y siempre quería responder a la derrota pasando al ataque. Pero en aquel momento se le veía agotado y sin fuerzas.

—¿Hay alguna esperanza? —preguntó Digby.

—Sí. En el caso de que los rojos consigan sobrevivir hasta el verano, la historia quizá será muy distinta. El invierno ruso derrotó a Napoleón y todavía podría acabar con Hitler. Los próximos tres o cuatro meses serán decisivos.

—¿Qué va a hacer?

—Esta noche hablaré por la BBC a las nueve.

—¿Y dirá…?

—Que debemos prestar toda la ayuda posible a Rusia y al pueblo ruso.

Digby levantó las cejas.

—Una propuesta bastante dura para un apasionado anticomunista.

—Mi querido Hoare, si Hitler invadiera el infierno, como mínimo yo haría una referencia favorable al diablo en la Cámara de los Comunes.

Digby sonrió, preguntándose si estaba considerando aquella frase para incluirla en el discurso de la noche.

—Pero ¿existe alguna ayuda que podamos prestar?

—Stalin me ha pedido que incremente la campaña de bombardeos contra Alemania. Espera que eso obligará a Hitler a llevar aviones a casa para defender la Madre Patria. De esa manera el ejército invasor quedaría debilitado, y eso podría dar a los rusos una oportunidad de combatir en unas condiciones más igualadas.

—¿Va a hacerlo?

—No tengo elección. He ordenado una incursión para la próxima luna llena. Será la mayor operación aérea de la guerra hasta el momento, lo cual significa la mayor en toda la historia de la humanidad. Habrá más de quinientos bombarderos, más de la mitad de todos nuestros efectivos.

Digby se preguntó si su hermano tomaría parte en la incursión.

—Pero si sufren las pérdidas que hemos estado experimentando…

—Quedaríamos totalmente incapacitados. Por eso le he hecho venir. ¿Tiene una respuesta para mí?

—Ayer infiltré a una agente en Dinamarca. Ha recibido órdenes de obtener fotografías de la instalación de radar que hay en Sande. Eso responderá a la pregunta.

—Más vale. El bombardeo ha sido fijado para dentro de dieciséis días. ¿Cuándo espera tener las fotografías en sus manos?

—Dentro de una semana.

—Bien —dijo Churchill, indicándole con su tono que ya podía irse.

—Gracias, primer ministro —dijo Digby dando media vuelta.

—No me falle —dijo Churchill.

Hammershus se encuentra en el extremo norte de Bornholm. El castillo se alza sobre una colina que mira hacia Suecia a través del mar, y en el pasado había protegido a la isla de que fuese invadida por su vecino. Hermia pedaleaba por el sendero que serpenteaba subiendo por las rocosas laderas, preguntándose si el día iba a ser tan infructuoso como el anterior. El sol brillaba, y el esfuerzo de ir en bicicleta la hacía sudar.

El castillo había sido edificado mezclando ladrillos con piedra. Todavía perduraban de él los muros solitarios, con sus contornos que patéticamente sugerían una vida de familia: grandes hogares para encender el fuego, que el hollín había ido ennegreciendo, expuestos al cielo, fríos sótanos de piedra para guardar manzanas y cerveza, escaleras derruidas que no llevaban a ninguna parte, estrechos ventanales a través de los que niños pensativos debían de haber contemplado el mar en tiempos lejanos.

Hermia había llegado temprano y el lugar estaba desierto. A juzgar por la experiencia del día anterior, todavía lo tendría todo para ella durante una hora o más. Mientras empujaba su bicicleta a través de arcadas medio en ruinas y a través de suelos cubiertos de hierba, Hermia se preguntó cómo sería su encuentro si Arne aparecía ese día.

En Copenhague, antes de la invasión, ella y Arne habían sido una pareja muy atractiva, el centro de un pequeño grupo formado por jóvenes oficiales y guapas muchachas con conexiones en el gobierno, siempre invitados a fiestas y meriendas campestres, a bailar y hacer deporte, nadar, montar a caballo e ir a la playa en coche. Ahora que aquellos días habían terminado, ¿le parecería a Arne que Hermia era una parte más de su pasado? Cuando hablaron por teléfono él le había dicho que todavía la quería, pero llevaba más de un año sin verla. ¿La encontraría igual o cambiada? ¿Seguiría gustándole el olor de sus cabellos y el sabor de su boca? Hermia empezó a sentirse nerviosa.

El día anterior había pasado el día entero contemplando las ruinas, y ya no encerraban ningún interés para ella. Fue hacia el lado que daba al mar, apoyó su bicicleta en un murete de piedra y contempló la playa que había muy por debajo de ella.

—Hola, Hermia —dijo una voz familiar.

Hermia se volvió en redondo y vio a Arne yendo hacia ella, sonriente y con los brazos abiertos de par en par. Había estado esperándola detrás de una torre. El nerviosismo de Hermia se desvaneció. Se arrojó a sus brazos y lo abrazó lo bastante fuerte para hacerle daño.

—¿Qué ocurre? —preguntó Arne—. ¿Por qué estás llorando?

Hermia se dio cuenta de que estaba llorando, con las lágrimas rodando por su cara y su pecho subiendo y bajando entre sollozos.

—Soy tan feliz… —dijo.

Arne besó sus mejillas mojadas. Hermia le tomó el rostro entre las manos, palpándole los huesos con las yemas de sus dedos para demostrarse a sí misma que Arne era real, que aquella no era una de las escenas imaginarias de encuentros que tan a menudo había soñado. Le rozó el cuello con los labios, aspirando el olor de Arne, jabón del ejército y brillantina, y combustible para aviones. En sus sueños no había olores.

Hermia se sintió abrumada por la emoción, pero la sensación fue cambiando lentamente para pasar de la excitación y la felicidad a otra cosa. Sus tiernos besos se volvieron inquisitivos y hambrientos, y sus suaves caricias se hicieron apremiantemente exigentes. Cuando sintió que empezaban a fallarle las rodillas, Hermia se dejó caer sobre la hierba arrastrando a Arne con ella. Le lamió el cuello, chupó su labio y le mordisqueó el lóbulo de la oreja. La erección de Arne le presionaba el muslo. Hermia luchó con los botones de los pantalones de su uniforme, abriendo la bragueta para poder tocarlo como era debido. Arne le subió la falda del vestido y deslizó su mano bajo la tirilla elástica de sus bragas. Hermia sufrió un fugaz momento de púdica vergüenza por lo mojada que estaba, pero pronto se le ahogó en una oleada de placer. Impacientemente, interrumpió el abrazo el tiempo suficiente para quitarse las bragas y arrojarlas a un lado, y luego tiró de Arne poniéndolo encima de ella. Se le ocurrió que estaban completamente expuestos a los ojos de cualquier turista madrugador que viniese a ver las ruinas, pero le daba igual. Sabía que luego, cuando la locura la hubiese abandonado, se estremecería de horror ante el riesgo que habían corrido, pero no podía contenerse. Jadeó cuando Arne entró en ella y luego se aferró a él con sus brazos y sus piernas, pegando su estómago al de él, su pecho a sus senos, su cara a su cuello, insaciablemente ávida de sentir el contacto de su cuerpo. Entonces también aquello quedó atrás cuando Hermia concentró toda su atención en un nódulo de intenso placer que empezó siendo pequeño y caliente, como una estrella lejana, y después fue creciendo implacable tomando posesión de una parte cada vez más grande de su cuerpo hasta que hizo explosión.

Luego se quedaron inmóviles un rato. Hermia disfrutaba sintiendo el peso del cuerpo de Arne encima de ella, con aquella sensación de que le faltaba la respiración que iba dándole su lenta desentumescencia. Entonces una sombra cayó sobre ellos. Solo era una nube que estaba pasando por delante del sol, pero le recordó a Hermia que las ruinas se hallaban abiertas al público, y que alguien podía llegar en cualquier momento.

—¿Todavía estamos solos? —murmuró.

Arne alzó la cabeza y miró alrededor.

—Sí.

—Será mejor que nos levantemos antes de que lleguen los turistas.

—De acuerdo.

Hermia tiró de él cuando Arne empezaba a apartarse.

—Un beso más.

Él la besó suavemente y luego se levantó.

Hermia encontró sus bragas y se las puso rápidamente; luego se levantó y se sacudió la hierba del vestido. La sensación apremiante anterior la abandonó ahora que estaba presentable, y todos los músculos de su cuerpo experimentaron una agradable lasitud, como les ocurría a veces cuando estaba en la cama la mañana del domingo, todavía adormilada y escuchando las campanas de las iglesias.

Se apoyó en la pared, mirando hacia el mar, y Arne la rodeó con el brazo. Hermia tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para conseguir que sus pensamientos volvieran a centrarse en la guerra, el engaño y el secreto.

—Estoy trabajando para la inteligencia británica —dijo abruptamente. Arne asintió.

—Ya me lo temía.

—¿Te lo temías? ¿Por qué?

—Porque eso significa que corres un peligro todavía más grande que si hubieras venido aquí solo para verme.

A Hermia la complació que lo primero en lo que había pensado Arne fuese el peligro que corría ella. Realmente la amaba. Y ella traía problemas.

—Ahora tú también corres peligro, por el mero hecho de estar conmigo —dijo.

—Será mejor que te expliques.

Hermia se sentó encima del murete y trató de poner un poco de orden en sus pensamientos. No había conseguido pensar en una versión censurada de la historia que solo incluyera lo que era absolutamente necesario que supiera Arne. La mitad de la verdad no tendría ningún sentido por muchas cosas que eliminara, así que tendría que contárselo todo. Iba a pedirle que arriesgara su vida, y Arne necesitaba saber por qué.

Le habló de los Vigilantes Nocturnos, las detenciones en el aeródromo de Kastrup, el devastador índice de pérdidas sufridas por los bombarderos, la instalación de radar en su isla natal de Sande, la pista himmelbett, y el papel que había desempeñado Poul Kirke en todo aquello. El rostro de Arne iba cambiando a medida que hablaba Hermia. La alegría desapareció de sus ojos, y su perenne sonrisa fue sustituida por una mueca de ansiedad. Hermia se preguntó si aceptaría la misión.

Si Arne fuese un cobarde, seguramente no habría elegido pilotar las frágiles máquinas de madera y lino de las fuerzas aéreas del ejército. Por otra parte, el ser piloto era algo que formaba parte de su imagen atrevida y temeraria. Y Arne solía poner el placer por encima del trabajo. Esa era una de las razones por las que Hermia lo amaba: ella era demasiado seria, y él la hacía disfrutar y pasarlo bien. ¿Cuál era el verdadero Arne, el hedonista o el aviador? Su amado nunca había sido sometido a la prueba hasta ahora.

—He venido a pedirte que hagas lo que habría hecho Poul, si hubiera vivido: ir a Sande, entrar en la base y examinar la instalación de radar.

Arne asintió con expresión solemne.

—Necesitamos fotografías, y tienen que ser buenas. —Hermia se inclinó sobre su bicicleta, abrió la bolsa de atrás y sacó de ella una pequeña cámara de 35 mm, una Leica IIIa hecha en Alemania. Había pensado en coger una Minox Riga en miniatura, que era más fácil de ocultar, pero al final había preferido la precisión del objetivo de la Leica—. Probablemente sea el trabajo más importante que se te pedirá hacer jamás. Cuando entendamos su sistema de radar, podremos encontrar maneras de vencerlo, y eso salvará las vidas de millares de aviadores.

—Sí, ya lo entiendo.

—Pero si te atrapan, te ejecutarán, fusilándote o ahorcándote, por espionaje —dijo Hermia, y le tendió la cámara. Una parte de ella quería que Arne rechazara la misión, porque no podía soportar pensar en el peligro que iba a correr si aceptaba. Pero, si se negaba, ¿podría volver a respetarlo alguna vez?

Arne no cogió la cámara.

—Poul dirigía a tus Vigilantes Nocturnos —dijo.

Hermia asintió.

—Supongo que la mayoría de nuestros amigos estaban metidos en ello.

—Más vale que no sepas…

—Prácticamente todo el mundo estaba metido en ello excepto yo.

Hermia asintió. Temía lo que iba a venir a continuación.

—Piensas que soy un cobarde —dijo Arne.

—No parecía el tipo de cosa que tú…

—Porque me gustan las fiestas, cuente chistes, y flirtee con chicas, pensaste que no tenía agallas para el trabajo secreto. —Ella no dijo nada, pero él insistió—. Respóndeme.

Ella asintió compungida.

—En ese caso, tendré que demostrarte que estabas equivocada —dijo Arne, y cogió la cámara.

Hermia no supo si alegrarse o ponerse triste.

—Gracias —dijo, conteniendo las lágrimas—. Tendrás cuidado, ¿verdad?

—Sí. Pero hay un problema. Me han seguido a Bomholm.

—Oh, mierda. —Aquello era algo que Hermia no había previsto—. ¿Estás seguro?

—Sí. Me fijé en un par de personas que estaban rondando alrededor de la base, un hombre y una mujer joven. Ella estuvo conmigo en el tren a Copenhague, y luego él estaba en el transbordador. Cuando llegué allí, el hombre me siguió en una bicicleta, y había un coche más atrás. Me los quité de encima cuando faltaban unos cuantos kilómetros para llegar a Ronne.

Hermia asintió con abatimiento.

—Deben de sospechar que trabajabas con Poul.

—Irónicamente, dado que no lo estaba haciendo.

—¿Quiénes crees que son?

—Policías daneses que siguen órdenes de los alemanes. Ahora que les has dado esquinazo, estarán seguros de que eres culpable. Todavía deben de estar buscándote.

—No pueden registrar cada una de las casas de Bornholm.

—No, pero tendrán a gente vigilando el atracadero del transbordador y el aeródromo.

—No había pensado en eso. Bien, ¿cómo voy a regresar a Copenhague?

Hermia reparó en que Arne todavía no estaba pensando como un espía.

—Tendremos que encontrar alguna manera de sacarte de aquí en el transbordador sin que te vean.

—Y entonces, ¿adónde iré? No puedo volver a la escuela de vuelo, porque es el primer sitio donde buscarán.

—Tendrás que alojarte con Jens Toksvig.

El rostro de Arne se ensombreció.

—Así que él es uno de los Vigilantes Nocturnos.

—Sí. Su dirección…

—Sé dónde vive —dijo Arne secamente—. Jens era amigo mío antes de ser un Vigilante Nocturno.

—Puede que esté un poco nervioso, debido a lo que le ocurrió a Poul…

—No me volverá la espalda.

Hermia fingió no darse cuenta de la ira de Arne.

—Bien, supongamos que subes al transbordador de esta noche. ¿Cuánto tardarías en llegar a Sande?

—Primero hablaré con mi hermano Harald. Trabajó en la construcción de la base cuando la estaban edificando, así que podrá explicarme la disposición general. Entonces tendrás que darme un día entero para llegar hasta Judandia, porque los trenes siempre tienen retrasos. Podría llegar allí a última hora del martes, entrar en la base sin que me vean el miércoles, y regresar a Copenhague el jueves. ¿Cómo me pongo en contacto contigo entonces?

—Regresa aquí el viernes que viene. Si la policía sigue vigilando el transbordador, tendrás que encontrar alguna manera de disfrazarte. Me reuniré contigo aquí mismo. Cruzaremos a Suecia con el pescador que me trajo. Entonces te conseguiremos unos documentos falsos en la legación británica y te llevaremos a Inglaterra en avión.

Arne asintió sombríamente.

—Si esto sale bien, podríamos volver a estar juntos, y libres, dentro de una semana —dijo Hermia.

Arne sonrió.

—Parece demasiado esperar.

Hermia decidió que la quería, a pesar de que todavía se sentía herido porque se lo hubiera excluido de los Vigilantes Nocturnos. Y con todo, en lo más profundo de su corazón, todavía no estaba segura de si Arne tenía el valor necesario para hacer aquel trabajo. Pero sin duda ahora iba a averiguarlo.

Los primeros turistas habían estado llegando mientras Arne y Hermia hablaban; ahora un puñado de personas paseaban por las ruinas, mirando dentro de los sótanos y tocando las antiguas piedras.

—Salgamos de aquí —dijo Hermia—. ¿Has venido en una bicicleta?

—Está detrás de esa torre.

Arne fue a buscar su bicicleta y se fueron del castillo. Este llevaba gafas de sol y una gorra para que fuese más difícil reconocerlo. El disfraz no superaría un cuidadoso examen de los pasajeros que subían a un transbordador, pero podía protegerlo si el azar hacía que se encontrara con sus perseguidores en el camino.

Hermia fue reflexionando sobre el problema de la huida mientras dejaban que sus bicicletas bajaran por la ladera de la colina aprovechando la pendiente. ¿Podía inventar un disfraz mejor para Arne? No disponía de pelucas o trajes, ni de ningún maquillaje aparte del lápiz de labios y los polvos que ella utilizaba. Arne tendría que parecer una persona distinta, y para eso necesitaba ayuda profesional. En Copenhague sin duda podría encontrarla, pero no allí.

Al pie de la colina vio a su compañero de alojamiento en la pensión, Sven Fromer, saliendo de su Volvo. No quería que él viera a Arne, y esperó que pudieran pasar de largo sin que Sven se fijara en ella, pero no tuvo suerte. Sven la vio, saludó agitando la mano y se detuvo junto al camino con expresión expectante. Ignorarlo hubiese sido una patente falta de educación, por lo que Hermia se sintió obligada a detenerse.

—Volvemos a encontrarnos —dijo—. Este tiene que ser su prometido.

Hermia se dijo que Sven no representaba ningún peligro para ella. No había nada sospechoso en lo que estaba haciendo, y de todas maneras Sven era antialemán.

—Este es Oluf Arnesen —dijo, invirtiendo el nombre y el apellido de Arne—. Oluf, te presento a Sven Fromer. Anoche se alojó en el mismo sitio que yo.

Los dos hombres se dieron la mano.

—¿Lleva mucho tiempo aquí? —preguntó Arne en un afable tono de conversación.

—Una semana. Me voy esta noche.

Entonces a Hermia se le ocurrió una idea.

—Sven, esta mañana me dijo que tendríamos que estar haciendo algo contra los alemanes —dijo.

—Hablo demasiado. Debería tener un poco más de cuidado con lo que digo.

—Si le diera una ocasión de ayudar a los británicos, ¿correría ese riesgo?

Él la miró fijamente.

—¿Usted? —dijo—. Pero ¿cómo…? ¿Me está diciendo que es una…?

—¿Estaría dispuesto a hacerlo? —insistió ella.

—Esto no será alguna clase de truco, ¿verdad?

—Tendrá que confiar en mí. ¿Sí o no?

—Sí —dijo él—. ¿Qué quiere que haga?

—¿Se podría ocultar un hombre dentro de su coche?

—Claro. Podría esconderlo detrás de mi equipo. No estaría muy cómodo, pero hay espacio suficiente.

—¿Estaría dispuesto a sacar a alguien en el trasbordador esta noche sin que lo vieran?

Sven miró su coche y luego a Arne.

—¿Usted?

Arne asintió.

Sven sonrió.

—Sí, qué diablos —dijo.