4
El despertador de Peter Flemming empezó a sonar a las cinco y media de la mañana. Peter lo paró, encendió la luz y se incorporó hasta quedar sentado en la cama. Inge estaba tendida sobre la espalda, mirando el techo con el rostro tan inexpresivo como el de un cadáver. Peter la contempló durante un instante y luego se levantó de la cama.
Entró en la pequeña cocina de su piso de Copenhague y puso la radio. Un reportero danés estaba leyendo una declaración llena de sentimiento de los alemanes acerca de la muerte del almirante Lutjens, quien se había hundido con el Bismarck hacía diez días. Peter puso al fuego un pequeño cazo con gachas de avena y luego cogió una bandeja. Untó con mantequilla una rebanada de pan de centeno y preparó café con sucedáneo.
Se sentía optimista, y pasados unos instantes recordó por qué. El día anterior había tenido ciertos progresos en el caso sobre el que estaba trabajando.
Peter era detective inspector en la unidad de seguridad, una sección del departamento de investigación criminal de Copenhague cuyo trabajo consistía en seguir los movimientos de los dirigentes sindicales, los comunistas, los extranjeros y otros potenciales creadores de problemas. Su jefe, el director del departamento, era el superintendente Frederik Juel, inteligente pero con muy pocas ganas de trabajar. Educado en la famosa Jansborg Skole, Juel era un fiel seguidor del proverbio latino Quieta non movere, «No despiertes a un perro que está durmiendo». Descendía de un héroe de la historia naval danesa, pero ya hacía mucho tiempo que la agresividad había sido eliminada de su estirpe.
Durante los últimos catorce meses, su trabajo se había ido expandiendo poco a poco conforme quienes se oponían al dominio alemán iban siendo añadidos a la lista de vigilancia del departamento.
Hasta el momento el único signo visible de resistencia había consistido en la aparición de periódicos clandestinos como Realidad, el que se le había caído al joven Olufsen. Juel creía que los periódicos ilegales eran inofensivos, si es que no realmente beneficiosos en tanto que válvula de escape, y se negaba a perseguir a quienes los publicaban. Aquella actitud enfurecía a Peter. Dejar que los criminales camparan a su antojo para que continuaran con sus delitos le parecía una locura.
En realidad a los alemanes no les gustaba nada la actitud de laisser-faire de Juel, pero por el momento todavía no se había llegado a ninguna confrontación abierta. El enlace de Juel con la potencia ocupante era el general Walter Braun, un militar de carrera que había perdido un pulmón en la batalla de Francia. El objetivo de Braun era mantener tranquila a Dinamarca costara lo que costara, y no invalidaría las órdenes de Juel a menos que se viera obligado a ello.
Recientemente Peter se había enterado de que ejemplares de Realidad estaban siendo introducidos clandestinamente en Suecia. Hasta el momento se había visto obligado a seguir la regla de no intervención dictada por su jefe, pero esperaba que la complacencia de Juel se vería sacudida por la noticia de que los periódicos clandestinos estaban consiguiendo salir del país. Un detective sueco que era amigo personal de Peter había telefoneado la noche anterior para decirle que creía que los periódicos estaban siendo transportados en un vuelo de Lufthansa que iba de Berlín a Estocolmo y hacía una escala en Copenhague. Aquel era el progreso que explicaba la sensación de excitación experimentada por Peter cuando despertó. Podía encontrarse a un paso del triunfo.
Cuando las gachas estuvieron listas, Peter les añadió leche y azúcar y después llevó la bandeja al dormitorio.
Ayudó a incorporarse a Inge. Probó las gachas para asegurarse de que no estaban demasiado calientes y luego empezó a dárselas con una cuchara.
Un año antes, justo antes de que llegaran las restricciones de gasolina, Peter e Inge estaban yendo a la playa en su coche cuando un joven que conducía un deportivo había chocado con ellos. Peter se fracturó ambas piernas y se había recuperado rápidamente. Inge se había roto el cráneo, y ya nunca volvería a ser la misma.
El otro conductor, Finn Jonk, el hijo de un conocido profesor universitario, había salido despedido de su coche para caer sobre un arbusto sin sufrir ningún daño.
No tenía permiso de conducir —los tribunales se lo habían retirado después de un accidente anterior— y estaba borracho. Pero la familia Jonk había contratado a un abogado de primera categoría que había conseguido retrasar el juicio durante un año, con lo que Finn todavía no había sido castigado por haber destruido la mente de Inge. La tragedia personal, para Inge y Peter, también era un ejemplo de cómo los más terribles crímenes de guerra podían no llegar a ser castigados dentro de una sociedad moderna. Por muchas cosas que pudieras decir contra los nazis, había que agradecerles su dureza con los criminales.
Cuando Inge hubo comido su desayuno, Peter la llevó al cuarto de baño y la bañó. Inge siempre había sido escrupulosamente limpia y aseada. Era una de las cosas que él había amado de ella. Su esposa era especialmente limpia en lo tocante al sexo y siempre se lavaba meticulosamente después de hacer el amor, algo que Peter apreciaba mucho. No todas las chicas eran así. Una mujer con la que se había acostado, una cantante de club nocturno a la que conoció durante una redada policial y con la que tuvo una breve aventura, protestó airadamente al ver que Peter se lavaba después del acto sexual, diciendo que aquello no era nada romántico.
Inge no mostró ninguna reacción mientras la bañaba. Peter había aprendido a permanecer igual de impasible, incluso cuando tocaba las partes más íntimas del cuerpo de Inge. Secó la suave piel de su esposa con una gran toalla y luego la vistió. La parte más difícil era ponerle las medias. Primero enrolló una media, dejando que solo sobresaliera el dedo gordo del pie. Luego la deslizó con mucho cuidado por el pie de Inge y fue subiéndola por la pantorrilla hasta llegar a su rodilla, para terminar sujetando el extremo superior de la media a los cierres de su liguero. Cuando empezó a hacer aquello llenaba de carreras la media en cada ocasión, pero Peter era un hombre muy persistente y podía llegar a tener muchísima paciencia cuando se le había metido en la cabeza salirse con la suya en algo; y ahora ya era todo un experto.
Ayudó a Inge a introducirse en su alegre vestido de algodón amarillo, y después le añadió un reloj de pulsera de oro y un brazalete. Inge no podía saber qué hora era, pero a veces a Peter le parecía que su esposa casi llegaba a sonreír cuando veía joyas reluciendo en sus muñecas.
Cuando le hubo cepillado el pelo, ambos contemplaron el reflejo de Inge en el espejo. Su esposa era una guapa rubia de tez muy clara, y antes del accidente tenía una sonrisa coqueta y una tímida manera de agitar las pestañas. Ahora su rostro se hallaba vacío de toda expresión.
Durante su visita de Pentecostés a Sande, el padre de Inge había intentado convencerlo de que ingresara a su esposa en una residencia privada. Peter no podía permitirse pagar lo que costaba, pero Axel estaba dispuesto a correr con los gastos. Dijo que quería que Peter fuese libre, aunque la verdad era que estaba desesperado por tener un nieto que llevara su apellido. No obstante, Peter sentía que tenía el deber de cuidar de su esposa. Para él, el deber era la más importante de las obligaciones de un hombre. Si lo rehuía, dejaría de respetarse a sí mismo.
Llevó a Inge a la sala de estar y la sentó junto a la ventana. Dejó la radio, en la que sonaba música, con el volumen bajo, y luego volvió al cuarto de baño.
El rostro que vio en su espejo de afeitarse era de facciones regulares y bien proporcionadas. Inge solía decir que parecía una estrella de cine. Desde el accidente Peter había visto aparecer unos cuantos pelos grises en su rojiza barba mañanera, y había líneas de cansancio alrededor de sus ojos de un castaño anaranjado. Pero también había un porte orgulloso en la postura de su cabeza, y una inamovible rectitud en la firme línea de sus labios.
Cuando se hubo afeitado, se anudó la corbata y se puso su pistolera con la Walther reglamentaria de 7,65 mm, la versión PPK de pistola de siete balas y dimensiones más reducidas diseñada como arma oculta para uso de los detectives. Después fue a la cocina y se comió de pie tres rebanadas de pan de centeno, reservando la escasa mantequilla para Inge.
Se suponía que la enfermera debía venir a las ocho.
Entre las ocho y las ocho y cinco minutos el humor de Peter cambió. Empezó a ir y venir por el pequeño pasillo del piso. Encendió un cigarrillo y luego lo aplastó impacientemente.
Entre las ocho y cinco y las ocho y diez minutos se fue poniendo furioso. ¿Es que no tenía bastantes cosas a las que hacer frente? Combinaba el cuidar de una esposa que no podía valerse por sí misma con un trabajo agotador y de mucha responsabilidad como detective de policía. La enfermera no tenía ningún derecho a fallarle.
Cuando la enfermera llamó al timbre a las ocho y cuarto, Peter abrió la puerta de un manotazo y gritó:
—¿Cómo te atreves a llegar tarde?
La enfermera era una joven regordeta de unos diecinueve años que vestía un uniforme cuidadosamente planchado y llevaba los cabellos pulcramente ordenados debajo de su gorra, con su redondo rostro ligeramente maquillado. La ira de Peter la dejó perpleja.
—Lo siento —dijo.
Peter se hizo a un lado para dejarla entrar. Sentía una fuerte tentación de abofetearla y la enfermera obviamente la percibió, porque pasó junto a él apretando el paso nerviosamente.
Peter la siguió a la sala de estar.
—Has tenido tiempo de arreglarte el pelo y maquillarte —dijo con irritación.
—Ya le he dicho que lo siento.
—¿No comprendes que mi trabajo exige mucho de mí? Tú no tienes en la cabeza nada más importante que pasear con chicos por los jardines del Tívoli, ¡y sin embargo ni siquiera eres capaz de llegar a la hora a tu trabajo!
Ella miró nerviosamente el arma en su funda pistolera, como si temiera que Peter fuese a pegarle un tiro.
—El autobús llevaba retraso —dijo con voz temblorosa.
—¡Pues haber cogido el anterior, vaca perezosa!
—¡Oh! —La enfermera parecía estar a punto de echarse a llorar.
Peter dio media vuelta, reprimiendo el impulso de abofetear su gorda cara. Si la enfermera dejaba el empleo, los problemas de Peter no harían sino empeorar. Se puso la chaqueta y fue hacia la puerta.
—¡No vuelvas a llegar tarde nunca más! —gritó. Luego salió del piso.
Una vez fuera del edificio, subió de un salto a un tranvía que iba hacia el centro de la ciudad. Encendió un cigarrillo y lo fumó con rápidas caladas, intentando tranquilizarse. Todavía estaba furioso cuando bajó del tranvía en el Politigaarden, los osadamente modernos cuarteles de policía, pero la visión del edificio lo calmó: su sólida estructura cuadrada transmitía una tranquilizadora impresión de fortaleza, su piedra de un blanco deslumbrante hablaba de pureza, y sus hileras de ventanas idénticas simbolizaban el orden y la seguridad de la justicia. Peter cruzó el oscuro vestíbulo. En el centro del edificio había un gran patio abierto, con un anillo de columnas dobles delimitando un espacio cubierto que recordaba el claustro de un monasterio. Peter cruzó el patio y entró en su sección.
Allí fue saludado por la agente de detectives Tilde Jespersen, una entre el puñado de mujeres de la fuerza policial de Copenhague. Viuda de un policía y todavía joven, Tilde era tan lista y dura como cualquier hombre del departamento. Peter solía utilizarla para sus trabajos de vigilancia, un papel en el que una mujer tenía menos probabilidades de despertar sospechas. Era bastante atractiva, con ojos azules, rizados cabellos rubios y la clase de figura pequeña y llena de curvas que las mujeres hubiesen calificado de demasiado gruesa, pero que a los hombres les parecía ideal.
—¿El autobús se retrasó? —preguntó Tilde mirándolo con simpatía.
—No. La enfermera de Inge llegó un cuarto de hora tarde. Esa boba tiene la cabeza llena de pájaros.
—Oh, vaya.
—¿Ha ocurrido algo?
—Me temo que sí. El general Braun está con Juel. Quieren verte tan pronto como llegues.
Aquello sí que era mala suerte: una visita de Braun justo el día en que él llegaba tarde al trabajo.
—Maldita enfermera —masculló Peter, y fue hacia el despacho de Juel.
El porte envarado de Juel y sus penetrantes ojos azules hubiesen hecho honor al antepasado naval cuyo apellido llevaba. Como gesto de cortesía hacia Braun, estaba hablando alemán. Todos los daneses que habían recibido una educación podían arreglárselas en alemán, así como también en inglés.
—¿Dónde se había metido, Flemming? —le preguntó a Peter—. Le hemos estado esperando.
—Pido disculpas —replicó Peter en la misma lengua. Excusarse no se consideraba digno, por lo que no dio la razón de su retraso.
El general Braun ya había cumplido los cuarenta. Probablemente hubo un tiempo en el que fue apuesto, pero la explosión que destruyó su pulmón también se había llevado consigo una parte de su mandíbula, y el lado derecho de su cara estaba deformado. Quizá debido a los daños sufridos por su aspecto, Braun siempre llevaba un inmaculado uniforme blanco de campaña, con botas de media caña y pistolera incluidas.
El general era cortés y razonable en la conversación, y hablaba en un tono de voz tan suave que rozaba el susurro.
—Eche un vistazo a esto si tiene la bondad, inspector Flemming —dijo.
Braun había colocado varios periódicos encima del escritorio de Peter, todos ellos abiertos de manera que mostrasen un determinado artículo. Peter vio que siempre se trataba de la misma historia en cada periódico: una descripción de la escasez de mantequilla en Dinamarca, culpando a los alemanes por llevársela toda. Los periódicos eran el Toronto Globe, el Washington Post y el Los Angeles Times. Encima de la mesa también había un periódico danés, Realidad, bastante mal impreso y con un aspecto de publicación de aficionados junto a los periódicos legales, pero conteniendo la historia original que habían copiado los demás. Era un pequeño triunfo de la propaganda.
—Conocemos a la mayoría de las personas que producen estos periódicos hechos en casa —dijo Juel, empleando un tono de lánguida seguridad en sí mismo que irritó a Peter. Oyéndolo cualquiera hubiese imaginado que había sido él, y no su famoso antepasado, quien derrotó a la armada sueca en la batalla de la bahía de Koge—. Podríamos detenerlos a todos, claro está. Pero prefiero dejarlos sueltos sin quitarles el ojo de encima. Entonces, si hacen algo serio como volar un puente, sabremos a quién arrestar.
Peter pensó que aquello era una estupidez. Hubiesen debido ser arrestados en aquel momento, para impedir que volaran puentes. Pero ya había tenido aquella misma discusión con Juel antes, por lo que apretó los dientes y no dijo nada.
—Eso habría podido ser aceptable cuando sus actividades quedaban limitadas a Dinamarca —dijo Braun—. ¡Pero esta historia ha circulado por todo el mundo! Berlín está furioso. Y lo último que nos hace falta ahora es que decidan cerrar esas publicaciones. Tendremos a la maldita Gestapo haciendo resonar sus botas por toda la ciudad, creando problemas y metiendo a la gente en la cárcel, y solo Dios sabe dónde terminará eso.
Peter se sintió muy complacido. La noticia estaba teniendo el efecto que él quería que tuviese.
—Ya estoy trabajando en ello —dijo—. Todos esos periódicos de Estados Unidos consiguieron la noticia del servicio cablegráfico de Reuter, el cual la obtuvo en Estocolmo. Creo que el periódico Realidad está siendo introducido clandestinamente en Suecia.
—¡Buen trabajo! —dijo Braun.
Peter le lanzó una rápida mirada de soslayo a Juel, quien parecía furioso. Era como para que lo estuviese, naturalmente. Peter era mejor detective que su jefe, e incidentes como aquel lo demostraban. Peter había solicitado el puesto de jefe de la unidad de seguridad cuando este quedó vacante hacía unos años, pero el nombramiento había ido a parar a Juel. Él era unos cuantos años más joven que Juel, pero tenía más casos resueltos con éxito en su historial. No obstante, Juel pertenecía a una élite metropolitana muy pagada de sí misma cuyos componentes habían ido todos a las mismas escuelas, y Peter estaba seguro de que sus integrantes conspiraban para reservarse los mejores puestos y mantener alejados de ellos a las personas de talento que no pertenecían al grupo.
—Pero ¿cómo han podido sacar el periódico de aquí? —preguntó Juel entonces—. Todos los paquetes son inspeccionados por los censores.
Peter titubeó. Había querido obtener confirmación antes de revelar lo que sospechaba. La información que le había llegado de Suecia podía estar equivocada. Pero ahora tenía delante a Braun, arañando el suelo con los pies y mordiendo impacientemente el bocado, y aquel no era el mejor momento para equivocarse.
—Me han dado un soplo. Anoche hablé con un amigo mío que es detective de la policía de Estocolmo y ha estado interrogando discretamente a su servicio cablegráfico. Mi amigo cree que los periódicos llegan en el vuelo de Lufthansa que va de Berlín a Estocolmo y hace escala aquí.
Braun asintió con excitación.
—Así que si registramos a cada uno de los pasajeros que suban al avión aquí en Copenhague, deberíamos dar con la última edición.
—Sí.
—¿El vuelo sale hoy?
Peter sintió que se le caía el alma a los pies. Aquella no era la manera en que trabajaba él. Prefería verificar la información antes de lanzarse a hacer una redada. Pero agradecía la actitud agresiva de Braun, que suponía un agradable contraste con la pereza y la cautela de Juel. De todas maneras, tampoco podía contener la avalancha del impaciente entusiasmo de Braun.
—Sí, dentro de unas horas —dijo, ocultando sus dudas.
La prisa podía echarlo todo a perder. Peter no podía permitir que Braun asumiera el control de la operación.
—¿Se me permite hacer una sugerencia, general?
—Por supuesto.
—Debemos actuar discretamente, para evitar prevenir a nuestro culpable. Reunamos un equipo formado por detectives de la policía y oficiales alemanes, pero mantengámoslos aquí en los cuarteles generales hasta el último minuto. Permitamos que los pasajeros se reúnan para tomar el vuelo antes de entrar en acción. Yo iré al aeródromo de Kastrup sin que nadie me acompañe para hacerlos preparativos de una manera discreta. Cuando los pasajeros hayan facturado su equipaje y el avión haya aterrizado y repostado, y estos se dispongan a subir a bordo, será demasiado tarde para que alguien pueda escabullirse sin ser visto… y entonces podremos caer sobre él.
Braun sonrió como si supiera muy bien de qué estaba hablando Peter.
—Teme que la presencia de un montón de alemanes dando vueltas por allí nos delatará.
—En absoluto, señor —dijo Peter, manteniéndose muy serio. Cuando los ocupantes se burlaban de sí mismos lo más prudente era no tomar parte en ello—. Será importante que usted y sus hombres nos acompañen, por si se da el caso de que haya alguna necesidad de interrogar a ciudadanos alemanes.
El rostro de Braun se envaró al ver rechazada de aquella manera la ocurrencia con la cual se había criticado a sí mismo.
—Desde luego —dijo, y fue hacia la puerta—. Llámenme a mi despacho cuando su equipo esté listo para partir. —Salió.
Peter se sintió muy aliviado. Al menos había recuperado el control. Su única preocupación había sido que el entusiasmo de Braun pudiera haberlo obligado a actuar demasiado pronto.
—Eso de detectar la ruta por la que llevaban los periódicos ha estado muy bien —dijo Juel condescendientemente—. Ha sido todo un auténtico trabajo de detective. Pero habría sido una muestra de tacto por su parte contármelo antes de que se lo dijera a Braun.
—Lo siento, señor —dijo Peter. De hecho, aquello no hubiese sido posible porque Juel ya se había ido de su despacho cuando el detective sueco telefoneó anoche. Pero Peter no presentó la excusa.
—Bien, reúna a un grupo y envíemelo para que les dé instrucciones —dijo Juel—. Luego vaya al aeródromo y telefonéeme desde allí cuando los pasajeros estén listos para embarcar.
Peter salió del despacho de Juel y volvió al escritorio de Tilde en la sección principal. La agente llevaba una chaqueta, una blusa y una falda de distintos tonos de azul claro, como una muchacha en un cuadro francés.
—¿Qué tal ha ido todo? —preguntó Tilde.
—Llegué con retraso, pero pude justificarlo.
—Estupendo.
—Esta mañana habrá una redada en el aeródromo —le explicó Peter, quien ya sabía a qué detectives quería tener con él—. Me llevaré a Bent Conrad, Peder Dresler y Knut Ellegard. —El sargento de detectives Conrad era entusiásticamente pro-alemán. Los agentes de detectives Dresler y Ellegard no tenían ningún fuerte sentimiento político o patriótico, pero eran unos policías muy concienzudos que sabían obedecer las órdenes y siempre hacían su trabajo a fondo—. Y me gustaría que tú también vinieras, si es posible, por si acaso hay alguna sospechosa a la cual cachear.
—Claro.
—Juel os informará a todos. Yo iré a Kastrup antes que vosotros. —Peter echó a andar hacia la puerta y luego se volvió—. ¿Qué tal está el pequeño Stig?
Tilde tenía un hijo de seis años de edad, que era cuidado por la abuela durante la jornada laboral de su madre. La agente sonrió.
—Muy bien. Está aprendiendo a leer muy deprisa.
—Algún día será jefe de policía.
El rostro de Tilde se ensombreció.
—No quiero que Stig sea policía.
Peter asintió. El esposo de Tilde había muerto durante un tiroteo con una banda de contrabandistas.
—Comprendo.
—¿Tú querrías que tu hijo hiciera este trabajo? —añadió ella en un tono defensivo. Peter se encogió de hombros.
—No tengo hijos, y no es probable que vaya a tenerlos.
Tilde le lanzó una mirada enigmática.
—No sabes qué te reserva el futuro.
—Cierto —dijo Peter, dando media vuelta. No quería iniciar aquella discusión en un día de mucho trabajo—. Ya llamaré.
—De acuerdo.
Peter cogió uno de los Buick negros sin identificaciones del departamento, que había sido equipado recientemente con una radio de doble sentido. Salió de la ciudad y cruzó un puente que llevaba a la isla de Amager, donde se hallaba ubicado el aeródromo de Kastrup. Hacía un día soleado, y desde la carretera podía ver a la gente en la playa.
Con su anticuado traje a rayas y su discreta corbata, Peter parecía un hombre de negocios o un abogado. No llevaba un maletín, pero en pro de la verosimilitud había llevado consigo una carpeta de expedientes que llenó con las hojas cogidas de una papelera.
Fue poniéndose nervioso conforme se acercaba al aeródromo. Si hubiera podido disponer de uno o dos días más, habría podido establecer si cada vuelo transportaba paquetes ilegales, o si solo lo hacían algunos. Existía la preocupante posibilidad de que ese día no consiguiera encontrar nada, pero que su registro alertara al grupo subversivo, y que optara por una ruta distinta. Entonces Peter tendría que volver a empezar desde cero.
El aeródromo estaba formado por un pequeño conjunto de edificios de escasa altura esparcidos a un lado de una sola pista. Se hallaba fuertemente vigilado por tropas alemanas, pero los vuelos civiles continuaban a cargo de la aerolínea danesa, la DDL, y la ABA sueca, así como por Lufthansa.
Peter aparcó delante del despacho del controlador del aeropuerto. Le dijo a la secretaria que trabajaba en el Departamento de Seguridad Aérea del gobierno y fue admitido de inmediato. El controlador, Christian Varde, era un hombrecillo con la sonrisa siempre a punto de un vendedor. Peter le enseñó su documentación de la policía.
—Hoy se efectuará una comprobación especial de seguridad en el vuelo de Lufthansa a Estocolmo —dijo—. Ha sido autorizada por el general Braun, quien no tardará en llegar. Debemos prepararlo todo.
Una expresión de miedo apareció en el rostro del controlador. Extendió la mano hacia su teléfono, pero Peter cubrió el instrumento con la suya.
—No —dijo—. Le ruego que no advierta a nadie. ¿Tiene una lista de los pasajeros que se espera que suban al avión aquí?
—Mi secretaria la tiene.
—Pídale que la traiga.
Varde llamó a su secretaria y ésta trajo una hoja de papel que su jefe entregó a Peter.
—¿El vuelo procedente de Berlín viene con el horario previsto? —preguntó Peter.
—Sí. —Varde consultó su reloj—. Debería tomar tierra dentro de cuarenta y cinco minutos.
Era tiempo suficiente, por muy poco. El que solo tuviera que registrar a los pasajeros que iban a tomar el avión en Dinamarca simplificaría la labor de Peter.
—Quiero que llame al piloto y le diga que hoy no se permitirá desembarcar a nadie en Kastrup. Eso incluye a los pasajeros y la tripulación.
—Muy bien.
Echó un vistazo a la lista que había traído la secretaria. Contenía cuatro nombres: dos daneses, una danesa y un alemán.
—¿Dónde se encuentran ahora los pasajeros?
—Deberían estar presentándose y haciendo su facturación.
—Recoja su equipaje, pero no lo suba a bordo del avión hasta que haya sido examinado por mis hombres.
—Muy bien.
—A los pasajeros también se los registrará antes de que suban al avión. ¿Hay algo más que se cargue aquí, aparte de los pasajeros y su equipaje?
—Café y bocadillos para el vuelo y una saca de correo. Y el combustible, claro está.
—La comida y la bebida tienen que ser examinadas, al igual que la saca de correo. Uno de mis hombres supervisará la operación de repostaje.
—Muy bien.
—Ahora vaya y envíe el mensaje al piloto. Cuando todos los pasajeros hayan terminado su facturación, venga a reunirse conmigo en la sala de partidas. Pero por favor, intente dar la impresión de que no está ocurriendo nada especial.
Varde salió del despacho.
Peter fue a la zona de partidas, exprimiéndose el cerebro mientras iba para asegurarse de que había pensado en todo. Se sentó en la sala y estudió discretamente a los pasajeros, preguntándose cuál de ellos terminaría en la cárcel en vez de a bordo de un avión. Aquella mañana había programados vuelos a Berlín, Hamburgo, la capital noruega de Oslo, la ciudad sueca de Malmoe en el sur del país, y la isla de recreo danesa de Bornholm, por lo que no podía estar seguro de cuál de los pasajeros tenía Estocolmo como destino.
Solo había dos mujeres en la sala: una joven madre con dos niños y una mujer ya mayor y de blancos cabellos que iba muy bien vestida. Peter pensó que la mujer mayor podía ser la que introdujera los periódicos, ya qué por su apariencia bien podía alejar las sospechas.
Tres de los pasajeros vestían uniformes alemanes. Peter consultó su lista: su hombre era un tal coronel Von Schwarzkopf. Solo uno de los militares era coronel. Pero era tremendamente improbable que un oficial alemán introdujera secretamente periódicos clandestinos daneses.
Todos los demás eran hombres como Peter, que llevaban traje y corbata y mantenían su sombrero encima del regazo.
Intentando parecer aburrido pero paciente, como si estuviera esperando un vuelo, Peter observó con gran atención a todo el mundo, manteniéndose alerta en busca de signos de que alguien hubiera percibido la inminente comprobación de seguridad. Algunos pasajeros parecían estar nerviosos, pero eso podía ser solo miedo a volar. Peter se concentró en asegurarse de que nadie intentara tirar un paquete, o esconder periódicos en algún lugar de la sala.
Varde reapareció. Sonriendo de oreja a oreja como si estuviera encantado de volver a ver a Peter, dijo:
—Los cuatro pasajeros han facturado su equipaje.
—Perfecto. —Había llegado el momento de poner manos a la obra—. Dígales que a Lufthansa le gustaría ofrecerles alguna clase de hospitalidad especial, y luego llévelos a su despacho. Yo lo seguiré.
Varde asintió y fue al mostrador de Lufthansa. Mientras pedía a los pasajeros que iban a Estocolmo que se reunieran con él, Peter fue a un teléfono público, llamó a Tilde y le dijo que todo estaba preparado para la operación. Varde se llevó consigo al grupo de cuatro pasajeros, y Peter siguió al pequeño cortejo.
Cuando estuvieron reunidos en el despacho de Varde, Peter reveló su identidad. Enseñó su identificación policial al coronel alemán.
—Actúo siguiendo órdenes del general Braun —dijo para acallar posibles protestas—. Él ya viene hacia aquí y lo explicará todo.
El coronel parecía un poco disgustado, pero se sentó sin hacer ningún comentario, y los otros tres pasajeros —la dama de los cabellos blancos y dos hombres de negocios daneses— lo imitaron. Peter se apoyó en la pared, observándolos y manteniéndose alerta para detectar cualquier conducta que indicara culpabilidad. Cada uno llevaba consigo algún tipo de bolsa de viaje: la señora mayor un gran bolso, el oficial alemán una delgada cartera para documentos, los hombres de negocios maletines. Cualquiera de ellos podía estar transportando ejemplares de un periódico ilegal.
—¿Puedo ofrecerles café o té mientras esperan? —preguntó Varde afablemente.
Peter consultó su reloj. El vuelo procedente de Berlín ya tendría que estar llegando. Miró por la ventana de Varde y lo vio disponerse a tomar tierra. El aparato era un trimotor Junkers Ju-52, y Peter pensó que se trataba de una máquina bastante fea: toda su superficie se hallaba acanalada, igual que el techo de un cobertizo, y el tercer motor, que sobresalía de la proa del aparato, parecía el hocico de un cerdo. Pero se aproximaba a una velocidad notablemente reducida para un avión tan pesado, y el efecto era realmente majestuoso. El Junkers tomó tierra y rodó lentamente hacia la terminal. La puerta se abrió, y la tripulación dejó caer al suelo los calces que aseguraban las ruedas cuando el avión se encontraba estacionado.
Braun y Juel llegaron con los cuatro detectives que había escogido Peter, mientras los pasajeros que esperaban estaban bebiendo el sucedáneo de café del aeropuerto.
Peter observó con un agudo interés cómo los detectives vaciaban los maletines de los hombres y el bolso de la señora de los cabellos blancos. Era muy posible que el espía llevara los periódicos ilegales en su equipaje de mano, pensó. Entonces el traidor podría afirmar que los había traído para leerlos a bordo del avión. No es que aquello fuera a servirle de nada, por supuesto.
Pero los contenidos de los equipajes de mano eran totalmente inocentes.
Tilde llevó a la señora a otra habitación para cachearla, mientras los tres sospechosos se desnudaban hasta quedarse en ropa interior. Braun cacheó al coronel, y el sargento Conrad se encargó de los daneses. No se encontró nada.
Peter se sintió bastante decepcionado, pero se dijo que era mucho más probable que el contrabando estuviera en el equipaje facturado.
A los pasajeros se les permitió regresar a la sala, pero no subir a bordo del avión. Su equipaje fue alineado encima de la pista, fuera del edificio de la terminal: dos maletas de piel de cocodrilo con aspecto de nuevas que sin duda pertenecían a la señora mayor, una gran bolsa de viaje hecha en lona flexible que probablemente era del coronel, una maleta de cuero marrón y otra maleta barata de cartón.
Peter estaba seguro de que encontrarían un ejemplar de Realidad dentro de uno de aquellos equipajes.
Bent Conrad recogió las llaves de los pasajeros.
—Apuesto a que es la vieja —le murmuró a Peter—. Yo diría que tiene aspecto de judía.
—Limítate a abrir el equipaje —dijo Peter.
Conrad abrió todo el equipaje y Peter comenzó a registrarlo, con Juel y Braun observando por encima de sus hombros, y una pequeña multitud mirando por la ventana de la sala de partidas. Peter imaginó el momento en el que sacara triunfalmente el periódico y lo agitara delante de todo el mundo.
Las maletas de piel de cocodrilo estaban llenas de ropa cara confeccionada en un estilo ya anticuado, que Peter fue tirando al suelo. La bolsa de lona contenía un equipo de afeitar, una muda de ropa interior y una camisa de uniforme impecablemente planchada. El maletín de cuero del hombre de negocios contenía papeles, así como ropa, y Peter lo examinó todo cuidadosamente, pero no había ningún periódico ni nada sospechoso.
Había dejado la maleta de cartón para el final, pensando que el menos acomodado de los hombres de negocios era el que tenía más probabilidades entre los cuatro pasajeros de ser un espía.
La maleta estaba medio vacía. Contenía una camisa blanca y una corbata negra, lo cual confirmaba la historia contada por el hombre de que iba a un funeral. También había una Biblia negra ya bastante gastada por el uso. Pero no había ningún periódico.
Peter empezó a preguntarse con desesperación si sus temores no habrían estado fundados y aquel realmente era el día equivocado para la operación. Lo que más lo irritaba era haber permitido que lo impulsaran a actuar prematuramente. Controló su furia. Todavía no había terminado.
Sacó un cortaplumas de su bolsillo. Luego hundió la punta del cortaplumas en el forro del caro equipaje de la señora y abrió un largo tajo en la seda blanca. Oyó cómo Juel soltaba un gruñido de sorpresa ante la súbita violencia del gesto. Peter pasó la mano por debajo del forro que acababa de rasgar. Para su consternación, allí no había nada escondido.
Hizo lo mismo con el maletín de cuero del hombre de negocios, obteniendo los mismos resultados. La maleta de cartón del segundo hombre de negocios no tenía forro, y Peter no pudo ver nada en su estructura que pudiera servir como escondite.
Sintiendo cómo su cara enrojecía de embarazo y frustración, cortó las costuras de la base de cuero de la bolsa de lona del coronel y metió la mano dentro de ella en busca de papeles escondidos. No había nada.
Levantó los ojos para ver a Braun, Juel y los detectives mirándolo fijamente. Peter se dio cuenta de su conducta estaba empezando a parecer la de un loco.
Al diablo con eso.
—Su información quizá estaba equivocada, Flemming —dijo Juel lánguidamente.
«Y eso te complacería muchísimo», pensó Peter con resentimiento. Pero aún no había terminado.
Vio a Varde mirando desde la sala de partidas, y lo llamó con una seña. La sonrisa del hombre pareció volverse un poco más tensa mientras contemplaba los destrozos sufridos por el equipaje de sus clientes.
—¿Dónde está la saca del correo? —preguntó Peter.
—En el departamento de equipajes.
—Bueno, ¿a qué está esperando? ¡Tráigala aquí, idiota!
Varde se fue. Peter señaló el equipaje con un gesto de disgusto y dijo a sus detectives:
—Libraos de todo eso.
Dresler y Ellegard volvieron a meter las cosas en las maletas sin ningún miramiento. Un mozo de equipajes llegó para llevarlas al Junkers.
—Espere —dijo Peter mientras el hombre empezaba a coger las maletas—. Regístrelo, sargento. —Conrad registró al hombre y no encontró nada.
Varde llevó la saca del correo y Peter la vació, esparciendo las cartas por el suelo. Todas llevaban el sello del censor. Había dos sobres que eran lo bastante grandes para contener un periódico, uno de color blanco y el otro marrón. Peter rasgó el sobre blanco. Contenía seis copias de un documento legal, alguna clase de contrato. El sobre marrón contenía el catálogo de una cristalería de Copenhague. Peter maldijo en voz alta.
Trajeron un carrito encima del que había una bandeja de bocadillos y varias cafeteras para que Peter lo inspeccionara. Aquella era su última esperanza. Peter abrió cada cafetera y derramó el café sobre el suelo. Juel musitó algo acerca de que eso no era necesario, pero Peter estaba demasiado desesperado para que le importara lo que pudiese decir su jefe. Apartó las servilletas de lino que cubrían la bandeja y hurgó con un dedo entre los bocadillos. Para su inmenso horror, descubrió que no había nada. Lleno de rabia, cogió la bandeja y tiró los bocadillos al suelo con la esperanza de encontrar un periódico debajo de ellos, pero solo había otra servilleta de lino.
Peter comprendió que iba a verse completamente humillado: eso lo enfureció todavía más.
—Inicien la operación de reportaje —dijo—. Yo vigilaré cómo lo hacen.
Un camión cisterna se acercó al Junkers. Los detectives apagaron sus cigarrillos y contemplaron cómo el combustible para aviones era bombeado al interior de las alas del aparato. Peter sabía que aquello no servía de nada, pero perseveró tozudamente luciendo una expresión pétrea en el rostro porque no se le ocurría qué otra cosa podía hacer. Los pasajeros miraban con curiosidad por las ventanillas rectangulares del Junkers, preguntándose sin duda por qué un general alemán y seis civiles tenían que observar la operación de repostaje.
Pronto los depósitos estuvieron llenos y los casquetes cerrados.
A Peter no se le ocurría ninguna manera de retrasar el despegue.
Se había equivocado; estaba quedando como un imbécil.
—Deje subir a los pasajeros —dijo con furia contenida.
Volvió a la sala de partidas, con su humillación ya apurada. Quería estrangular a alguien. Lo había echado todo a perder delante tanto del general Braun como del superintendente Juel. La junta de nombramientos pensaría que lo ocurrido justificaba con creces su decisión de escoger a Juel en vez de a Peter para el puesto más alto. Juel incluso podía utilizar aquel fracaso como una excusa para que Peter fuera trasladado a algún departamento de escasa importancia, como por ejemplo Tráfico.
Se detuvo en la sala para presenciar el despegue. Juel, Braun y los detectives esperaron con él. Varde estaba por allí cerca, esforzándose por poner cara de que no había ocurrido nada que se saliera de lo corriente. Contemplaron cómo los cuatro enfadados pasajeros subían al avión. La dotación de tierra apartó los calces de las ruedas y los arrojó a bordo; luego la portezuela fue cerrada.
El aparato ya empezaba a alejarse de su plaza de estacionamiento cuando Peter tuvo un súbito arranque de inspiración.
—Detenga el avión —le dijo a Varde.
—Por el amor de Dios… —dijo Juel.
Varde puso una cara como si fuera a echarse a llorar de un momento a otro. Se volvió hacia el general Braun.
—Señor, mis pasajeros…
—¡Detenga el avión! —repitió Peter.
Varde siguió mirando a Braun con expresión suplicante. Pasados unos instantes, Braun asintió.
—Haga lo que dice.
Varde descolgó un auricular.
—Dios mío, Flemming, más vale que tenga una buena razón para hacer esto —dijo Juel.
El avión rodó sobre la pista, describió un círculo completo y regresó a su posición original. La puerta se abrió, y los calces fueron arrojados a la dotación de tierra. Peter se dirigió a uno de ellos.
—Deme ese calce.
El hombre parecía asustado, pero hizo lo que se le decía.
Peter tomó el calce de su mano. Era un sencillo bloque triangular de madera de unos treinta centímetros de altura, sucio, pesado y sólido.
—El otro —dijo Peter.
Agachándose por debajo del fuselaje, el mecánico cogió el otro calce y se lo alargó.
Tenía el mismo aspecto, pero pesaba menos. Haciéndolo girar entre sus dedos, Peter descubrió que una de las caras era una tapa que podía deslizarse hacia un lado. La abrió. Dentro había un paquete cuidadosamente envuelto en tela encerada.
Peter exhaló un suspiro de profunda satisfacción.
El mecánico giró sobre sus talones y echó a correr.
—¡Deténganlo! —gritó Peter, pero no había necesidad de que lo hiciera.
El hombre se apartó de los detectives y trató de pasar corriendo junto a Tilde, sin duda imaginándose que no le costaría nada apartarla de un empujón. La agente giró como una bailarina, dejándolo pasar, y luego extendió un pie y le puso la zancadilla. El mecánico voló por los aires.
Dresler saltó sobre él, lo puso en pie tirándole de los hombros y le retorció el brazo detrás de la espalda.
Peter le hizo un gesto con la cabeza a Ellegard.
—Arreste al otro mecánico. Tiene que haber sabido lo que estaba ocurriendo.
Luego volvió a dirigir su atención hacia el paquete. Quitó la tela encerada. Dentro había dos ejemplares de Realidad. Peter se los tendió a Juel.
Juel los examinó y luego alzó la mirada hacia Peter.
Peter lo contempló con expresión expectante, sin decir nada, esperando.
—Bien hecho, Flemming —dijo Juel de mala gana.
Peter sonrió.
—Sólo estaba haciendo mi trabajo, señor.
Juel dio media vuelta.
—Esposen a los dos mecánicos y llévenlos al cuartel general para que sean interrogados —les dijo Peter a sus detectives.
Había algo más en el paquete. Peter sacó de él un fajo de papeles unidos mediante un clip. Las hojas estaban llenas de caracteres mecanografiados en grupos de cinco que no tenían ningún sentido. Peter los contempló con perplejidad durante unos instantes. Entonces se hizo la luz dentro de su mente, y comprendió que aquello era un triunfo mucho más grande de lo que nunca hubiera podido llegar a soñar.
Los papeles que tenía en las manos contenían un mensaje en código.
Peter se los alargó a Braun.
—Me parece que hemos descubierto una red de espionaje, general.
Braun contempló los papeles y palideció.
—Dios mío, tiene usted razón.
—Los militares alemanes quizá tengan un departamento que está especializado en descifrar las claves enemigas, ¿no?
—Desde luego que sí.
—Estupendo —dijo Peter.