17

El tranquilo pueblecito de Jansborg adquiría un aspecto fantasmagórico con la llegada del crepúsculo. Sus habitantes parecían acostarse muy temprano, con lo que las calles quedaban desiertas y las casas oscuras y silenciosas. Harald se sentía como si estuviera pasando por un sitio en el que había ocurrido algo espantoso, y él fuese la única persona que no sabía de qué se trataba.

Estacionó la motocicleta enfrente de la estación. La Nimbus no llamaba la atención tanto como él había temido, porque junto a ella había un Opel Olympia descapotable que quemaba gas, con una estructura de madera parecida a un cobertizo extendiéndose sobre la parte de atrás del techo para alojar el gigantesco depósito de combustible.

Harald dejó allí la motocicleta y echó a andar hacia la escuela entre la creciente oscuridad.

Después de eludir a los guardias en Sande, Harald había vuelto a su antigua cama y caído en un pesado sueño hasta mediodía. Su madre lo despertó, le sirvió un buen almuerzo consistente en tocino frío y patatas, metió dinero en su bolsillo y le suplicó que le dijera dónde estaba viviendo. Ablandado por su afecto y la inesperada dulzura de su padre, Harald le había dicho que se alojaba en Kirstenslot. Pero no había mencionado la iglesia en desuso, porque temía que a su madre le preocupara que durmiese en unas condiciones tan precarias, y la había dejado con la impresión de que estaba invitado en alguna gran casa.

Luego había partido para volver a atravesar Dinamarca de oeste a este. Ahora, al anochecer del día siguiente, se estaba acercando a su antigua escuela.

Había decidido revelar la película antes de ir a Copenhague y entregársela a Arne, que se escondía en la casa de Jens Toksvig en el distrito de Nyboder. Necesitaba estar seguro de que había tomado bien las fotografías y el carrete contenía imágenes nítidas. Las cámaras podían fallar, y los fotógrafos cometían errores. No quería que Arne arriesgara la vida yendo a Inglaterra con una película en blanco. La escuela disponía de su propio cuarto oscuro, con todos los productos químicos necesarios para el procesado de los carretes. Tik Duchwitz era secretario del Club de la Cámara, y tenía una llave.

Harald evitó las puertas principales y pasó por la granja vecina para entrar en la escuela a través de los establos. Eran las diez de la noche. Los más jóvenes ya estaban acostados, y los muchachos de mediana edad se estaban desvistiendo. Solo los mayores continuaban levantados, y la mayoría de ellos se encontraban en sus estudios dormitorios. El siguiente era el día de la graduación, y todos estarían haciendo el equipaje para volver a casa.

Mientras avanzaba por entre el familiar grupo de edificios, Harald reprimió la tentación de pegarse furtivamente a las paredes y cruzar corriendo los espacios abiertos. Si caminaba con paso natural y decidido, quienes lo viesen seguramente lo tomarían por uno de los veteranos que se estaba dirigiendo a su habitación. Harald se sorprendió ante lo difícil que le resultaba fingir una identidad que solo diez días antes había sido realmente suya.

No vio a nadie mientras iba hacia la Casa Roja, el edificio en el que tenían sus habitaciones Tik y Mads. No había forma de pasar inadvertido mientras subía por la escalera: si se encontraba con alguien, le reconocería al instante. Pero la suerte no le volvió la espalda. El pasillo del piso superior estaba desierto. Harald pasó rápidamente ante las habitaciones del encargado de la casa, el señor Moller. Abrió la puerta de Tik sin hacer ningún ruido y entró.

Tik estaba sentado encima de la tapa de su maleta, tratando de cerrarla.

—¡Tú! —exclamó—. ¡Santo Dios!

Harald se sentó junto a él y lo ayudó a cerrar los pestillos.

—¿Impaciente por volver a casa?

—No he tenido tanta suerte —dijo Tik—. He sido exiliado a Aarhus. Voy a pasar el verano trabajando en una sucursal del banco familiar. Es el castigo que me han impuesto por ir contigo a aquel club de jazz.

—Oh.

A Harald le habría gustado disfrutar de la compañía de Tik en Kirstenslot, pero en ese momento decidió que no había ninguna necesidad de mencionar que estaba viviendo allí.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Tik cuando hubieron cerrado la maleta.

—Necesito tu ayuda.

Tik sonrió.

—¿Y ahora qué pasa?

Harald sacó del bolsillo de sus pantalones el pequeño rollo de película de treinta y cinco milímetros.

—Quiero revelar esto.

—¿Por qué no puedes llevarlo a un laboratorio?

—Porque me detendrían.

La sonrisa de Tik se desvaneció y se puso muy serio.

—Estás tomando parte en una conspiración contra los nazis.

—Algo así.

—Corres peligro.

—Sí.

Entonces llamaron suavemente a la puerta. Harald se tiró al suelo y se metió debajo de la cama.

—¿Sí? —dijo Tik. Harald oyó abrirse la puerta, y luego la voz de Moller diciendo:

—Haga el favor de apagar las luces, Duchwitz.

—Sí, señor.

—Buenas noches.

—Buenas noches, señor.

La puerta se cerró, y Harald salió de debajo de la cama.

Los dos escucharon en silencio mientras Moller iba por el pasillo, dándole las buenas noches a cada chico. Oyeron cómo sus pasos regresaban a sus habitaciones, y luego el ruido de su puerta al cerrarse. Sabían que a menos que hubiera una emergencia, el encargado no volvería a aparecer hasta la mañana del día siguiente.

—¿Todavía tienes la llave del cuarto oscuro? —le preguntó Harald a Tik, hablando en voz baja.

—Sí, pero primero tendremos que entrar en los laboratorios —dijo Tik. El edificio de ciencias estaba cerrado durante la noche.

—Podemos romper una ventana en la parte de atrás.

—Cuando vean que el cristal está roto, sabrán que alguien ha entrado allí.

—¿Y a ti qué más te da? ¡Mañana te irás de aquí!

—Está bien.

Se quitaron los zapatos y salieron al pasillo. Bajaron silenciosamente por la escalera y volvieron a ponerse los zapatos cuando llegaron a la puerta. Después salieron del edificio.

Ya eran más de las once, y había anochecido. A aquellas horas, normalmente no habría nadie moviéndose por el recinto de la escuela y lo único que tenían que hacer era asegurarse de que no los vieran desde alguna ventana. Afortunadamente no había luna. Se apresuraron a alejarse de la Casa Roja; sus pasos eran ahogados por la hierba. Cuando estaban llegando a la iglesia, Harald miró atrás y vio una luz en una de las habitaciones de los mayores. Una figura pasó por delante de la ventana y se detuvo. Una fracción de segundo después, Harald y Tik ya habían doblado la esquina de la iglesia.

—Me parece que pueden habernos visto —susurró Harald—. Hay una luz encendida en la Casa Roja.

—Todos los dormitorios de la administración dan a la parte de atrás —señaló Tik—. Si hemos sido vistos por alguien, tiene que haber sido algún chico. No es nada de lo que debamos preocuparnos.

Harald esperó que su amigo estuviera en lo cierto.

Dieron un rodeo alrededor de la biblioteca y se dirigieron hacia la parte de atrás del edificio de ciencias. Aunque nuevo, había sido diseñado para que hiciera juego con las estructuras más antiguas que lo rodeaban, por lo que tenía muros de ladrillo rojo y ventanas de batientes con seis paneles de cristal en cada una.

Harald se quitó un zapato y golpeó suavemente una ventana con el tacón. El cristal parecía bastante resistente.

—Con lo frágil que es el cristal cuando estás jugando al fútbol… —murmuró.

Metió la mano dentro del zapato y golpeó el panel con fuerza. El cristal se rompió con un ruido como el de la trompeta del juicio Final. Los dos muchachos se quedaron inmóviles, horrorizados ante el estrépito que se había organizado, pero el silencio descendió sobre ellos como si nada hubiera ocurrido. No había nadie en los edificios cercanos —la iglesia, la biblioteca y el gimnasio—, y cuando el corazón de Harald volvió a latir con normalidad, comprendió que el ruido no había sido escuchado por nadie.

Utilizó el zapato para hacer saltar los fragmentos cortantes de cristal que habían quedado en el marco y estos cayeron encima de un banco de laboratorio. Harald metió el brazo y descorrió el pestillo de la ventana. Todavía utilizando el zapato para protegerse la mano de posibles cortes, volvió a meter el brazo y barrió los trozos de cristal hacia un lado. Luego se metió por el hueco.

Tik lo siguió, y cerraron la ventana detrás de ellos.

Estaban dentro del laboratorio de química. Los olores astringentes de los ácidos y el amoníaco hicieron que a Harald le empezara a escocer la nariz. Apenas podía ver nada, pero la sala le era muy familiar y fue hasta la puerta sin chocar con nada. Salió al pasillo y localizó la puerta del cuarto oscuro.

Una vez que ambos estuvieron dentro, Tik cerró la puerta y encendió la luz. Harald reparó en que como ninguna luz podía entrar en el cuarto oscuro, tampoco ninguna luz podía escapar de él.

Tik se subió las mangas y empezó a trabajar. Llenó un fregadero con agua caliente y fue cogiendo productos químicos de una hilera de recipientes. Luego tomó la temperatura del agua en el fregadero y añadió más agua caliente hasta que se quedó satisfecho. Harald entendía los principios, pero nunca había intentado hacer aquello él mismo, por lo cual tenía que confiar en su amigo.

¿Y si algo había salido mal? ¿Y si el obturador no había funcionado apropiadamente, o la película se había velado, o la imagen estaba borrosa? Entonces las fotografías no servirían de nada. ¿Tendría el valor necesario para volver a intentarlo? Tendría que regresar a Sande, escalar aquella valla en la oscuridad, introducirse en la instalación, esperar a que saliera el sol, tomar más fotos y luego tratar de huir bajo la luz del día, todo por segunda vez. Harald no estaba seguro de poder reunir la fuerza de voluntad necesaria para ello.

Cuando todo estuvo listo, Tik ajustó un cronógrafo y apagó la luz. Harald esperó pacientemente sentado en la oscuridad mientras Tik desenrollaba la película y daba inicio al proceso que revelaría las fotografías, suponiendo que hubiera alguna. Tik le explicó a Harald que primero estaba sumergiendo la película en pirogallol, el cual reaccionaría con las sales de plata para formar una imagen visible. Luego los dos esperaron hasta que el cronógrafo hizo sonar la campanilla de su reloj, y entonces Tik sumergió la película en ácido acético para detener la reacción. Finalmente la sumergió en hiposulfito de sodio para fijar la imagen.

—Bueno, eso debería bastar —dijo por último.

Harald contuvo la respiración.

Tik encendió la luz. Durante unos momentos Harald quedó deslumbrado y no pudo ver nada. Cuando sé le aclaró la vista, contempló la tira de película grisácea que había en las manos de Tik y por la cual había arriesgado su vida. Tik la levantó hacia la luz. Al principio Harald no pudo distinguir ninguna imagen, y pensó que tendría que volver a hacerlo todo. Entonces se acordó de que estaba contemplando un negativo, encima del cual el negro aparecía como blanco y viceversa; y empezó a distinguir las formas. Vio una imagen invertida de la gran antena rectangular que tanto lo había intrigado cuando la contempló por primera vez hacía cuatro semanas.

Lo había conseguido.

Fue siguiendo con la mirada la hilera de imágenes y reconoció, cada una de ellas: la base que giraba, el amasijo de cables, la parrilla tomada desde varios ángulos, las máquinas más pequeñas con sus antenas inclinadas y finalmente la última fotografía, la visión general de las tres estructuras, tomada cuando Harald se encontraba al borde del pánico.

—¡Han salido! —exclamó triunfalmente—. ¡Son magníficas!

Tik había palidecido.

—¿De qué son estas fotografias? —preguntó con voz asustada.

—Es una nueva maquinaria que han inventado los alemanes para detectar a los aviones cuando se están aproximando.

—Ojalá no te lo hubiera preguntado. ¿Eres consciente de cuál es, el castigo por lo que estamos haciendo?

—Yo tomé las fotografías.

—Y yo revelé la película. Santo Dios, podrían ahorcarme.

—Ya te dije que se trataba de ese tipo de cosas.

—Lo sé, pero no llegué a pensar en lo que estaba haciendo.

—Lo siento.

Tik enrolló la película y la metió dentro de su recipiente cilíndrico.

—Toma, cógela —dijo—. Voy a volver a la cama para olvidar que esto ha sucedido.

Harald se guardó el recipiente en el bolsillo de los pantalones.

Entonces oyeron voces.

Tik gimió.

Harald se quedó totalmente inmóvil y escuchó. Al principio no pudo distinguir las palabras, pero enseguida estuvo seguro de que los sonidos procedían del interior del edificio y no de fuera de él. Entonces oyó cómo la inconfundible voz de Heis decía:

—Aquí no parece haber nadie.

La voz que habló a continuación pertenecía a un muchacho.

—No cabe duda de que vinieron hacia aquí, señor.

—¿Quién…? —empezó a preguntar Harald, mirando a Tik con el ceño fruncido.

—Suena como Woldemar Borr —murmuró su amigo.

—Por supuesto —dijo Harald, gimiendo suavemente.

Borr era el nazi de la escuela. Tenía que haber sido él quien los vio desde la ventana. ¡Qué mala suerte! Cualquier otro chico hubiera mantenido la boca cerrada.

Entonces habló una tercera voz.

—Miren, hay un panel roto en esta ventana. —Era el señor Moller—. Así es como entraron, quienes quiera que sean.

—Estoy seguro de que uno de ellos era Harald Olufsen, señor —dijo Borr, que sonaba muy satisfecho de sí mismo.

—Salgamos de este cuarto oscuro —le dijo Harald a Tik—. Quizá podamos evitar que descubran que hemos estado revelando fotografías. —Apagó la luz, hizo girar la llave en la cerradura y abrió la puerta.

Todas las luces se hallaban encendidas, y Heis estaba de pie justo delante de la puerta.

—Oh, mierda —dijo Harald.

Heis llevaba una camisa sin cuello, y era evidente que había estado disponiéndose para ir a la cama. Miró a Harald desde lo alto de su larga nariz.

—Así que eres tú, Olufsen.

—Sí, señor.

Borr y el señor Moller aparecieron detrás de Heis.

—Ya no eres alumno de esta escuela, ¿sabes? —prosiguió Heis—. Tengo la obligación de llamar a la policía y hacerte detener por robo.

Harald sufrió una punzada de pánico. Si la policía encontraba la película en su bolsillo, estaría acabado.

—Y Duchwitz está contigo. Tendría que habérmelo imaginado —añadió Heis en cuanto vio a Tik detrás de Harald—. Pero ¿se puede saber qué demonios estáis haciendo aquí?

Harald tenía que convencer a Heis de que no llamara a la policía, pero no podía explicarse delante de Borr.

—Señor, si pudiera hablar con usted a solas… —dijo.

Heis titubeó.

Harald decidió que si Heis se negaba, y llamaba a la policía, no se entregaría así como así. Intentaría huir. Pero ¿hasta dónde conseguiría llegar?

—Muy bien —dijo finalmente Heis de mala gana—. Borr, vuelva a la cama. Y usted también, Duchwitz. Señor Moller, quizá será mejor que los acompañe hasta sus habitaciones.

Todos se fueron y Heis entró en el laboratorio de química, se sentó en un taburete y sacó su pipa.

—Bien, Olufsen —dijo—. ¿De qué se trata esta vez?

Harald se preguntó qué iba a decir. No se le ocurría ninguna mentira plausible, pero temía que la verdad resultara más increíble que cualquier cosa que él pudiera llegar a inventar. Al final se limitó a sacar de su bolsillo el pequeño cilindro y se lo tendió a Heis.

Heis sacó el rollo de película y lo sostuvo debajo de la luz.

—Esto parece alguna clase de instalación de radio recién inventada —dijo—. ¿Es un aparato militar?

—Sí, señor.

—¿Sabes qué es lo que hace?

—Creo que sigue a los aviones mediante haces de ondas radiofónicas.

—Conque así es como lo están haciendo. La Luftwaffe asegura que ha estado abatiendo a los bombarderos de la RAF como si fueran moscas. Esto lo explica.

—Creo que esas máquinas siguen al bombardero y al caza que ha sido enviado a interceptarlo, de tal manera que el controlador puede dar instrucciones muy precisas al caza acerca de qué trayectoria ha de seguir.

Heis lo miró por encima de sus gafas.

—Dios mío… ¿Te das cuenta de lo importante que es esto?

—Creo que sí.

—Solo hay una forma de que los británicos puedan ayudar a los rusos, y es obligando a Hitler a sacar aviones del frente ruso para que defiendan Alemania de los ataques aéreos.

Heis había estado en el ejército, y pensar de la manera en que lo hacían los militares era algo natural para él.

—No estoy seguro de comprender adónde quiere ir a parar usted.

—Bueno, mientras los alemanes puedan derribar bombarderos con tanta facilidad, esa estrategia no dará ningún resultado. Pero si los británicos averiguan cómo lo hacen, entonces pueden diseñar contramedidas. —Heis miró en torno a él—. Por aquí tiene que haber un almanaque en alguna parte.

Harald no veía por qué podía necesitar un almanaque, pero sabía dónde estaba.

—En el despacho de física.

—Ve a buscarlo. —Heis dejó la película encima del banco de laboratorio y encendió su pipa mientras Harald iba a la habitación de al lado, encontraba el almanaque encima de un estante y regresaba con él. Heis fue pasando las páginas—. La próxima luna llena es el ocho de julio, y apostaría a que esa noche habrá una gran incursión. Faltan doce días. ¿Puedes conseguir que esa película llegue a Inglaterra para esa fecha?

—Eso es trabajo de otra persona.

—Pues le deseo buena suerte. Olufsen, ¿sabes el peligro que corres?

—Sí.

—La pena por espionaje es la muerte.

—Lo sé.

—Siempre has tenido agallas, eso tengo que admitirlo. —Le devolvió la película—. ¿Hay algo que necesites? ¿Comida, dinero, gasolina?

—No, gracias.

Heis se levantó.

—Te acompañaré hasta fuera del recinto.

Salieron por la puerta principal. El aire nocturno enfrió la transpiración que se había acumulado sobre la frente de Harald. Fueron andando el uno junto al otro por el camino que llevaba a la puerta.

—No sé qué le voy a decir a Moller —murmuró Heis.

—Si se me permite hacer una sugerencia…

—Desde luego que sí.

—Podría decir que estábamos revelando unas fotos obscenas.

—Buena idea. Eso todos lo creerán.

Llegaron a la puerta, y Heis estrechó la mano a Harald.

—Ten cuidado, muchacho, por el amor de Dios —dijo el director de la escuela.

—Lo tendré.

—Buena suerte.

—Adiós.

Harald echó a andar en dirección al pueblo. Cuando llegó a la curva del sendero, miró atrás. Heis todavía estaba en la puerta, mirándolo. Harald lo saludó agitando la mano, y Heis le devolvió el saludo. Después Harald siguió su camino.

Harald se metió debajo de un arbusto y durmió hasta que salió el sol, después de lo cual fue a recuperar su motocicleta y entró en Copenhague.

Se sintió muy bien mientras cruzaba los aledaños de la ciudad bajo el sol de la mañana. Había escapado por los pelos en más de una ocasión, pero al final había hecho lo que prometió que haría. Iba a disfrutar entregando la película. Arne se sentiría muy impresionado. Entonces el trabajo de Harald estaría hecho, y a partir de ahí ya sería cosa de Arne el conseguir que las fotografías llegaran a Inglaterra.

Después de ver a Arne, regresaría a Kirstenslot en su motocicleta. Tendría que suplicar al granjero Nielsen que le permitiera recuperar su trabajo. Harald solo había trabajado un día antes de desaparecer durante el resto de la semana. Nielsen estaría furioso, pero quizá se hallara lo bastante necesitado de los servicios de Harald como para volver a contratarlo.

Estar en Kirstenslot significaría ver a Karen. Harald tenía muchas ganas de que llegara ese momento. Karen no sentía ninguna clase de interés romántico por él, y nunca lo sentiría, pero parecía caerle bien. Por su parte, Harald se conformaba con hablar con ella. La idea de besarla era demasiado remota para ser algo que se pudiese ni siquiera desear.

Fue hasta Nyboder. Arne le había dado la dirección de Jens Toksvig. St. Paul’s Gade era una estrecha calle de pequeñas casas con terrazas. No había jardines delanteros, y las puertas daban directamente a la acera. Harald aparcó la motocicleta delante del cincuenta y tres y llamó a la puerta.

Un agente de uniforme respondió a su llamada.

Harald se quedó tan aturdido que por un instante fue incapaz de hablar. ¿Dónde estaba Arne? Tenían que haberlo arrestado…

—¿Qué ocurre, muchacho? —preguntó el policía impacientemente. Era un hombre de mediana edad con un bigote gris y los galones de sargento en la manga.

Harald tuvo un súbito arranque de inspiración. Exhibiendo un pánico que no podía ser más real, dijo:

—¡Dónde está el doctor, tiene que venir inmediatamente, ella ya está teniendo el bebé!

El policía sonrió. El futuro padre aterrorizado era una figura que nunca desaparecería de la comedia.

—Aquí no hay ningún médico, muchacho.

—¡Pero tiene que haberlo!

—Cálmate, hijo. Los bebés ya venían al mundo antes de que hubiera doctores. Bien, ¿qué dirección tienes?

—Doctor Thorsen, cincuenta y tres de Fischer’s Gade. ¡Tiene que estar aquí!

—Número correcto, calle equivocada. Esto es St Paul’s Gade. Fischer’s Gade queda a una manzana yendo hacia el sur.

—¡Oh, Dios mío, la calle equivocada! —Harald dio media vuelta y saltó al sillín de la motocicleta—. ¡Gracias! —gritó. Abrió el regulador de vapor y empezó a alejarse.

—Forma parte del trabajo —dijo el policía.

Harald fue hasta el final de la calle y dobló la esquina.

Muy astuto, pensó, pero ¿qué diablos hago ahora?