11
Dos días después de su detención, Harald regresó a casa.
Heis le había permitido quedarse en la escuela dos días más para que se presentara al último de sus exámenes. Se le permitiría graduarse, aunque no asistir a la ceremonia, para la cual todavía faltaba una semana. Pero lo importante era que su plaza en la universidad no corría peligro. Estudiaría física bajo la tutela de Niels Bohr…, si llegaba a vivir lo suficiente para ello.
Durante aquellos dos días había sabido, a través de Mads Kirke, que la muerte de Poul no había sido causada por un mero estrellarse de su avión. El ejército se negaba a revelar detalles, diciendo que todavía lo estaban investigando, pero otros pilotos le habían contado a la familia que la policía se encontraba en la base en aquellos momentos y que se habían efectuado disparos. Harald estaba seguro, aunque no podía decirle aquello a Mads, de que a Poul lo habían matado debido a su trabajo en la resistencia.
Aun así, cuando iba a casa le tenía más miedo a su padre que a la policía. Era un viaje tediosamente familiar a través de toda Dinamarca desde Jansborg, en el este, hasta Sande, a poca distancia de la costa oeste. Harald conocía cada pequeña estación de pueblo y cada atracadero que olía a pescado y todo el llano paisaje verde que había entre uno y otro lugar. El trayecto requería el día entero, debido a los múltiples retrasos en los trenes, pero Harald deseó que hubiese durado más.
Pasó todo aquel tiempo imaginándose la ira de su padre. Compuso discursos llenos de indignación con los que pretendía justificarse, que incluso él encontró poco convincentes. Probó con toda una serie de disculpas más o menos humildes, sin poder encontrar una fórmula que fuese sincera pero no abyecta. Se preguntó si debía decirles a sus padres que agradecieran el que su hijo aún estuviese vivo, cuando podía haberse encontrado con el mismo destino que Poul Kirke; pero aquello significaba usar de una forma muy vulgar una muerte heroica.
Cuando llegó a Sande, pospuso un poco más su llegada andando hacia su casa a lo largo de la playa. La marea se había retirado y el mar apenas era visible a un kilómetro y medio de distancia, una angosta tira de azul oscuro salpicada por inconstantes pinceladas de espuma blanca que quedaban atrapadas entre el intenso azul del cielo y la arena de un color marrón oscuro. Unas cuantas personas disfrutaban de la festividad andando por las dunas, y un grupo de muchachos que tendrían doce o trece años estaba jugando al fútbol. Habría sido una alegre escena de no ser por los nuevos búnkers de cemento gris situados a intervalos de un kilómetro a lo largo de la línea de la marea alta, erizados de artillería y ocupados por soldados con cascos de acero.
Harald llegó a la nueva base militar y salió de la playa para seguir el largo rodeo impuesto alrededor de ella, agradeciendo el retraso adicional. Se preguntó si Poul habría conseguido enviar a los británicos su esbozo del equipo de radio. En caso contrario, la policía tenía que haberlo encontrado. ¿Se estarían preguntando quién lo había dibujado? Afortunadamente no había nada que pudiera relacionarlo con él. Aun así, daba miedo pensarlo. La policía seguía sin saber que él era un criminal, pero ahora sabían algo acerca de su crimen.
Finalmente divisó su casa. Al igual que la iglesia, la rectoría había sido construida al estilo local, con ladrillos pintados de rojo y una techumbre de cañizo que descendía por encima de las ventanas, como un sombrero que hubiera sido calado sobre los ojos para mantener alejada la lluvia. El dintel de la puerta principal estaba pintado con franjas inclinadas de negro, blanco y verde, una tradición local.
Harald fue a la parte de atrás y miró por el cristal en forma de diamante incrustado en la puerta de la cocina. Su madre estaba sola. La observó durante unos instantes, preguntándose cómo habría sido cuando tenía la edad de él. Hasta donde llegaba su memoria ella siempre había tenido aspecto de cansada, pero en algún momento tuvo que haber sido hermosa.
Según la leyenda familiar, el padre de Harald, Bruno, estaba considerado por todo el mundo como un eterno soltero a la edad de treinta y siete años, completamente dedicado a la labor de su pequeña secta. Entonces había conocido a Lisbeth, diez años más joven que él, y le había entregado su corazón. Tan locamente enamorado estaba que fue a la iglesia luciendo una corbata de colores en un intento de parecer romántico, y los diáconos se vieron obligados a reñirle severamente por llevar un atuendo inadecuado.
Mientras contemplaba a su madre inclinada sobre el fregadero, frotando un cazo, Harald intentó imaginarse aquellos cabellos grises tal como habían sido en el pasado, relucientes y negros como el azabache, y los ojos color almendra brillando con destellos de humor; sin las arrugas de la cara, con el cansado cuerpo lleno de energía. Tenía que haber sido irresistiblemente atractiva, supuso Harald, para haber desviado los implacablemente santos pensamientos de su padre hacia los deseos de la carne. Costaba de imaginar.
Entró, dejó su maleta en el suelo y besó a su madre.
—Tu padre está fuera —dijo ella.
—¿Adónde ha ido?
—Ove Borking está enfermo.
Ove era un viejo pescador y un fiel miembro de la congregación, y Harald se sintió aliviado. Cualquier aplazamiento de la confrontación suponía un respiro.
Su madre tenía un aspecto solemne y triste. Su expresión conmovió el corazón de Harald.
—Siento haberos dado este disgusto, madre —dijo.
—Tu padre está destrozado —dijo ella—. Axel Flemming ha convocado una reunión de emergencia de la junta de diáconos para discutir el asunto.
Harald asintió. Ya se había imaginado que los Flemming iban a sacar el máximo provecho posible de aquello.
—Pero ¿por qué lo hiciste? —preguntó su madre con voz quejumbrosa.
Harald no tenía ninguna respuesta que dar a aquella pregunta.
Su madre le preparó un bocadillo para la cena.
—¿Se sabe algo del tío Joachim? —preguntó él.
—Nada. No recibimos respuesta a nuestras cartas.
Los problemas de Harald parecieron quedar reducidos a nada cuando pensó en su prima Monika, sin dinero y perseguida, sin ni siquiera saber si su padre estaba muerto o aún vivía. Mientras Harald estaba creciendo, la visita anual de los primos Goldstein había supuesto el punto culminante del año. La atmósfera monástica de la rectoría quedaba transformada durante dos semanas, y el lugar se llenaba de gente y ruido. El pastor sentía por su hermana y su familia una indulgente ternura que no mostraba a ninguna otra persona, ciertamente no a sus propios hijos, y les sonreía benignamente mientras cometían transgresiones, como comprar helado en domingo, por las que hubiese castigado a Harald y Arne. Para Harald, el sonido de la lengua alemana significaba risas, bromas y diversión. Ahora se preguntaba si los Goldstein volverían a reír alguna vez.
Encendió la radio para escuchar las noticias sobre la guerra. Eran malas. La ofensiva británica en África del Norte había sido abandonada después de que hubiera sufrido un terrible fracaso. La mitad de sus tanques se perdieron, inmovilizados en el desierto por fallos mecánicos o destruidos por los experimentados artilleros antitanque alemanes. El Eje seguía dominando toda el África del Norte. La radio danesa y la BBC contaban esencialmente la misma historia.
A medianoche una formación de bombarderos pasó por el cielo. Harald miró fuera y vio que iban hacia el este. Aquello quería decir que eran británicos. Ahora los bombarderos eran todo lo que les quedaba a los británicos.
Harald permaneció despierto durante mucho rato. Se preguntó por qué estaba tan asustado. Era demasiado mayor para que le pegaran. La ira de su padre era formidable, pero ¿cuán terrible podía llegar a ser una reprimenda verbal? Harald no se dejaba intimidar fácilmente. Más bien lo contrario: la autoridad siempre lo llenaba de disgusto, y tendía a desafiarla por un puro impulso de rebelión.
La corta noche llegó a su fin, y un rectángulo de la grisácea luz del alba apareció alrededor de la cortina de su ventana como el marco de un cuadro. Harald se quedó dormido. Su último pensamiento fue que quizá lo que realmente temía no era que le ocurriese algo a él, sino el sufrimiento de su padre.
Una hora después fue bruscamente despertado.
La puerta se abrió de pronto, la luz se encendió y el pastor se detuvo junto a la cama de Harald, totalmente vestido, con las manos apoyadas en las caderas y el mentón sobresaliendo hacia delante.
—¿Cómo has podido hacerlo? —gritó.
Harald se sentó en la cama parpadeando y contempló a su padre, alto, calvo y vestido de negro, quien lo estaba observando fijamente con aquella mirada de ojos azules que aterraba a su congregación.
—¿En qué estabas pensando? —preguntó su padre con voz enfurecida—. ¿Qué pudo impulsarte a hacer tal cosa?
Harald no quería esconderse en su cama igual que un niño. Echó la sábana a un lado y se levantó. Como hacía calor, había dormido llevando únicamente sus calzoncillos.
—Cúbrete, muchacho —dijo su padre—. Estás prácticamente desnudo.
Lo irrazonable de aquella crítica dejó lo bastante indignado a Harald para que replicara a ella.
—Si la ropa interior te ofende, entonces no entres en los dormitorios sin llamar.
—¿Llamar? ¡No me digas que he de llamar a las puertas en mi propia casa!
Harald padeció la familiar sensación de que su padre tenía una respuesta para todo.
—Muy bien —dijo de mala gana.
—¿Qué demonio se apoderó de ti? ¿Cómo pudiste hacer caer semejante deshonra sobre ti mismo, tu familia, tu escuela y tu iglesia?
Harald se puso los pantalones y se volvió para encararse con su padre.
—¿Y bien? —chilló el pastor—. ¿Vas a responderme?
—Lo siento, pensaba que estabas haciendo preguntas retóricas —dijo Harald, sorprendiéndose ante la frialdad de su propio sarcasmo.
Su padre se enfureció.
—No intentes emplear tu educación para hacer esgrima conmigo. Yo también fui a la Jansborg Skole.
—No estoy haciendo esgrima verbal. Estoy preguntando si hay alguna posibilidad de que vayas a escuchar algo que yo diga.
El pastor levantó la mano como disponiéndose a golpear. Hubiese sido un alivio, pensó Harald mientras su padre vacilaba. Tanto si aceptaba el golpe pasivamente como si respondía a él, la violencia habría sido alguna clase de resolución.
Pero su padre no iba a ponérselo tan fácil. Bajó la mano y dijo:
—Bien, estoy escuchando. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?
Harald trató de poner algo de orden en sus pensamientos. Había ensayado muchas versiones de aquel discurso cuando iba en el tren, pero llegado el momento de hablar olvidó todas sus florituras oratorias.
—Siento haber pintado el puesto de guardia porque el hacerlo no fue más que un gesto carente de sentido, un acto infantil de desafío.
—¡Eso como mínimo!
Por un momento Harald pensó en hablar a su padre de su conexión con la resistencia, pero enseguida decidió no correr el riesgo de verse todavía más ridiculizado. Además, ahora que Poul estaba muerto, la resistencia quizá ya no existiera.
En vez de eso, se concentró en lo personal.
—Siento haber deshonrado a la escuela, porque Heis es un buen hombre. Siento haberme emborrachado, porque eso hizo que me sintiera fatal a la mañana siguiente. Por encima de todo, siento haber dado ese disgusto a mi madre.
—¿Y qué me dices de tu padre?
Harald sacudió la cabeza.
—Estás enfadado porque Axel Flemming está al corriente de todo esto y te lo va a restregar por las narices. Tu orgullo ha sido herido, pero estoy seguro de que no sientes absolutamente ninguna preocupación por mí.
—¿Orgullo? —rugió su padre—. ¿Qué tiene que ver el orgullo con todo esto? He intentado educar a mis hijos para que fueran hombres decentes, sobrios, temerosos de Dios… y tú me has decepcionado.
Harald empezaba a exasperarse.
—Oye, lo que hice no es ningún gran deshonor. La mayoría de los hombres se emborrachan…
—¡Mis hijos no!
—… una vez en la vida, por lo menos.
—Pero fuiste detenido.
—Eso fue mala suerte.
—Eso fue mala conducta.
—Y no se presentaron cargos contra mí. De hecho, el sargento de policía pensaba que lo que hice había sido gracioso. «No somos la patrulla de los chistes», dijo. Ni siquiera me habrían expulsado de la escuela si Peter Flemming no hubiera amenazado a Heis.
—No te atrevas a quitarle importancia a esto. Ningún miembro de tu familia ha estado nunca en la cárcel por ninguna razón. Nos has sumido en la ignominia. —El rostro del pastor cambió súbitamente. Por primera vez, mostró más tristeza que ira—. Y seguiría siendo escandaloso y trágico aunque no lo supiera nadie en el mundo aparte de mí.
Harald vio que su padre creía sinceramente en lo que estaba diciendo, y de pronto no supo qué pensar. Era cierto que el orgullo del anciano acababa de ser herido, pero había algo más que eso. El pastor realmente temía por el bienestar espiritual de su hijo. Harald lamentó haber sido tan sarcástico.
Pero su padre no le dio ocasión de mostrarse conciliador.
—Todavía queda la cuestión de qué es lo que hay que hacer contigo.
Harald no estuvo muy seguro de qué significaba aquello.
—Solo he perdido unos cuantos días de escuela —dijo—. Puedo hacer las lecturas preliminares para mi curso de universidad aquí en casa.
—No —dijo su padre—. No te librarás de tu responsabilidad tan fácilmente.
Harald tuvo un horrible presentimiento.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué estás planeando hacer?
—No vas a ir a la universidad.
—¿Se puede saber de qué estás hablando? Pues claro que voy a ir a la universidad —dijo Harald, sintiéndose súbitamente muy asustado.
—No voy a enviarte a Copenhague para que ensucies tu alma con los licores y la música de jazz. Has demostrado que no eres lo bastante maduro para la ciudad. Te quedarás aquí, donde puedo supervisar tu desarrollo espiritual.
—Pero no puedes telefonear a la universidad y decir: «No le den clases a ese chico». Me han concedido una plaza.
—Pero no te han dado ningún dinero.
Harald no podía creerlo.
—Mi abuelo me legó dinero para mi educación.
—Pero lo dejó en mis manos para que te lo entregara. Y no voy a dártelo para que te lo gastes en los clubes nocturnos.
—Ese dinero no es tuyo. ¡No tienes ningún derecho a hacer eso!
—Desde luego que lo tengo. Soy tu padre.
Harald estaba atónito. Ni en sueños hubiera podido llegar a pensar que le ocurriría aquello, porque se trataba del único castigo que realmente podía hacerle daño. Todavía perplejo, dijo:
—Pero tú siempre me has dicho que la educación era tan importante…
—La educación no es lo mismo que la devoción.
—Aun así…
Su padre vio que Harald realmente estaba muy afectado, y su actitud se suavizó un poco.
—Ove Borking murió hace una hora —dijo—. No había recibido ninguna clase de educación, y apenas si podía escribir su nombre. Pasó toda su vida trabajando en las embarcaciones de otros hombres, y nunca ganó lo suficiente para comprar una alfombra que su esposa pudiera poner en el suelo de la sala. Pero crió a tres hijos temerosos de Dios, y cada semana entregaba una décima parte de sus míseras ganancias a la iglesia. Eso es lo que Dios considera una buena vida.
Harald conocía a Ove; siempre le había caído bien, y sintió que hubiera muerto.
—Era un hombre sencillo.
—La sencillez no tiene nada de malo.
—Pero si todos los hombres fueran como Ove, ahora aún estaríamos yendo a pescar en canoas talladas de un tronco.
—Quizá. Pero tú aprenderás a emular a Ove antes de que hagas ninguna otra cosa.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Vístete. Ponte tus ropas de la escuela y una camisa limpia. Vas a ir a trabajar —dijo su padre, y salió de la habitación.
Harald contempló la puerta cerrada. ¿Qué sería lo próximo?
Se lavó y se afeitó, sin enterarse de lo que hacía y sin poder creer en lo que le estaba sucediendo.
Podía ir a la universidad sin la ayuda de su padre, claro está. Tendría que conseguir un trabajo para mantenerse, y no podría permitirse recibir las lecciones privadas que la mayoría de las personas consideraban esenciales para complementar las clases gratuitas. Pero en aquellas circunstancias ¿podría alcanzar todas las metas que se había planteado? Harald no quería limitarse a pasar sus exámenes. Quería ser un gran físico, el sucesor de Niels Bohr. ¿Cómo iba a poder hacer eso si no disponía del dinero para comprar libros?
Necesitaba tiempo para pensar. Y mientras pensaba, tendría que hacer cualquier cosa que su padre estuviera planeando.
Fue al piso de abajo y comió sin saborearlas las gachas que le había preparado su madre.
Su padre había ensillado el caballo, Alcalde, un castrado irlandés de anchas espaldas que era lo bastante robusto para llevarlos a ambos. El pastor montó, y Harald subió a la grupa detrás de él.
Cabalgaron a lo largo de toda la isla. Alcalde tardó más de una hora en recorrer la distancia. Cuando llegaron al muelle, abrevaron al caballo en la artesa del embarcadero y esperaron el transbordador. El pastor todavía no le había dicho a Harald adónde iban.
Cuando el transbordador atracó en el muelle, el barquero saludó al pastor llevándose la mano a la gorra.
—Ove Borking nos dejó a primera hora de esta mañana.
—Ya me lo esperaba —dijo el barquero.
—Era un buen hombre.
—Descanse en paz.
—Amén.
Fueron al continente y cabalgaron colina arriba hasta llegar a la plaza mayor del pueblo. Las tiendas todavía no estaban abiertas, pero el pastor llamó a la puerta de la mercería. Esta fue abierta por el dueño, Otto Sejr, un diácono de la iglesia de Sande. Parecía estar esperándolos.
Entraron en la tienda y Harald miró en torno a él. Vitrinas de cristal exhibían ovillos de lana de colores. Los estantes estaban llenos de distintas telas, paños de lana, algodones estampados y unas cuantas sedas. Debajo de ellos había cajones, cada uno pulcramente marcado.
Cinta blanca
Cinta de fantasía
Cinta elástica
Botones de camisa
Botones de asta
Alfileres
Agujas de hacer punto.
Había un polvoriento olor a lavanda y bolas de naftalina, como el del guardarropa de una anciana señora. El olor trajo a la mente de Harald un recuerdo de infancia, súbitamente vívido: él había estado esperando allí cuando era pequeño mientras su madre compraba satén negro para las camisas de clérigo de su padre.
Ahora la tienda tenía un aspecto bastante menos próspero, probablemente debido a la austeridad de los tiempos de guerra. Los estantes de la parte superior estaban vacíos, y a Harald le pareció que ya no había la asombrosa variedad de lana para tejer que recordaba de su infancia.
Pero ¿qué estaba haciendo él allí en esos momentos?
Su padre no tardó en responder a la pregunta.
—El hermano Sejr ha tenido la amabilidad de acceder a darte trabajo —dijo—. Ayudarás en la tienda, sirviendo a la clientela y haciendo cualquier otra cosa que puedas para ser útil.
Harald, que se había quedado sin habla, miró a su padre.
—La señora Sejr no tiene muy buena salud y ya no puede seguir trabajando, y su hija se casó hace poco y se fue a vivir a Odense, así que el hermano Sejr necesita un ayudante —siguió diciendo el pastor, como si aquello fuera todo lo que necesitaba ser explicado.
Sejr era un hombrecillo calvo y con un pequeño bigote. Harald lo había conocido toda su vida. Era pomposo, taimado y tacaño. Sejr agitó un dedo regordete y dijo:
—Trabaja duro, presta atención y sé obediente, y puede que aprendas una profesión muy valiosa, joven Harald.
Harald estaba atónito. Llevaba dos días pensando en cómo respondería su padre a su crimen, pero nada de lo que le pasó por la cabeza había llegado a aproximarse a aquello. Era una sentencia de por vida.
Su padre estrechó la mano a Sejr y le dio las gracias, y luego sé despidió de Harald diciendo:
—Almorzarás aquí con la familia, y luego irás directamente a casa en cuanto hayas terminado de trabajar. Te veré esta noche, —Esperó un instante como si aguardara una respuesta, pero cuando Harald no dijo nada salió de la tienda.
—Bueno, queda el tiempo justo para barrer el suelo antes de quo abramos —dijo Sejr—. Encontrarás una escoba en el armario. Empieza por la parte de atrás, ve barriendo hacia delante y echa el polvo, por la puerta.
Harald dio comienzo a su labor.
—¡Pon las dos manos encima de esa escoba, muchacho! —ordenó secamente Sejr en cuanto lo vio barrer con una sola mano.
Harald obedeció.
A las nueve en punto, Sejr puso el letrero de ABIERTO en puerta.
—Cuando quiera que te ocupes de una clienta, diré «Adelante» y tú darás un paso adelante —dijo—. Dirás: «Buenos días, ¿en qué puedo servirle?». Pero antes mira cómo atiendo a una o dos clientas.
Harald contempló cómo Sejr vendía seis agujas clavadas en un cartoncito a una anciana que contó sus monedas con tanto cuidado como si fueran piezas de oro. Después vino una mujer elegantemente vestida que tendría unos cuarenta años y compró dos metros de trencilla negra. A Harald le tocó el turno de servir. La tercera clienta fue una mujer de labios delgados que le pareció familiar. Pidió un carrete de hilo de algodón blanco.
—A tu izquierda, el cajón de arriba de todo —dijo secamente Sejr.
Harald encontró el hilo de algodón. El precio estaba marcado con lápiz en el extremo de madera del carrete. Cogió el dinero y dio el cambio.
Entonces la mujer dijo:
—Bien, Olufsen, he oído decir que has estado en los lupanares de Babilonia.
Harald se ruborizó. No se había preparado a sí mismo para aquello. ¿Acaso todo el pueblo sabía lo que había hecho? No pensaba defenderse de las cotillas, así que no dijo nada.
—Aquí el joven Harald se verá sometido a una influencia más serena, señora Jensen —dijo Sejr.
—Estoy segura de que eso le hará mucho bien.
Harald se dio cuenta de que ambos estaban disfrutando enormemente con aquella humillación.
—Bien, ¿deseará alguna cosa más? —preguntó.
—Oh, no, gracias —dijo la señora Jensen, pero no dio ninguna señal de que quisiera irse—. Así que no irás a la universidad, ¿eh?
Harald se volvió y dijo:
—¿Dónde está el lavabo, señor Sejr?
—Saliendo por atrás y en el piso de arriba.
Mientras se iba, le oyó decir a Sejr en un tono de disculpa:
—Se siente un poco avergonzado, claro está.
—Y no me extraña —replicó la mujer.
Harald subió los escalones que conducían al piso de encima de la tienda. La señora Sejr estaba en la cocina, vestida con una bata acolchada de color rosa, lavando las tazas del desayuno en el fregadero.
—Solo tengo unos cuantos arenques para el almuerzo —dijo—. Espero que no comas mucho.
Harald se quedó un rato en el cuarto de baño, y cuando regresó a la tienda se sintió muy aliviado al ver que la señora Jensen ya se había ido.
—La gente no podrá evitar sentir curiosidad —dijo Sejr—. Tienes que ser cortés con ellos, digan lo que digan.
—Mi vida no es asunto de la señora Jensen —replicó Harald con irritación.
—Pero es una clienta, y las clientas siempre tienen razón.
La mañana transcurrió con una terrible lentitud. Sejr examinaba sus existencias, escribía pedidos, se ocupaba de sus libros de contabilidad y atendía las llamadas telefónicas, pero lo que se esperaba de Harald era que estuviera esperando allí, listo para atender a la siguiente persona que entrase por la puerta. Eso le dio mucho tiempo para reflexionar. ¿Realmente iba a pasarse la vida vendiendo rollos de algodón a las amas de casa? Aquello era impensable.
A media mañana, cuando la señora Sejr les trajo una taza de té a él y a Sejr, Harald ya había decidido que ni siquiera podía pasar el resto del verano trabajando allí.
A la hora de almorzar ya sabía que no iba a aguantar allí todo día.
Mientras Sejr daba la vuelta al letrero para dejarlo del lado en el que ponía CERRADO, Harald dijo:
—Voy a dar un paseo.
Sejr pareció sorprenderse.
—Pero la señora Sejr ha preparado el almuerzo.
—Me dijo que no tenía suficiente comida —replicó Harald abriendo la puerta.
—Solo dispones de una hora —le dijo Sejr a Harald mientras este se iba—. ¡No te retrases!
Harald bajó por la colina y subió al transbordador.
Cruzó el mar hasta llegar a Sande y echó a andar por la playa en dirección a la rectoría. Sentía una extraña opresión en el pecho cuando contemplaba las dunas, los kilómetros de arena mojada, y la interminable extensión del mar. Aquel paisaje le era tan familiar como su propio rostro visto en el espejo, y sin embargo ahora hacía que experimentase una dolorosa sensación de pérdida. Casi tenía ganas de llorar, y pasado un rato entendió por qué.
Ese día iba a irse de aquel lugar.
La razón llegó a su mente después de que Harald hubiese reparado en lo que se disponía a hacer. No tenía por qué hacer el trabajo que su padre había escogido para él, pero tampoco podía seguir viviendo en la casa después de haberle desafiado. Tendría que irse.
Mientras andaba por la arena, Harald se dio cuenta de que el pensamiento de desobedecer a su padre ya no resultaba aterrador. Todo su dramatismo anterior se había esfumado. ¿Cuándo había tenido lugar aquel cambio? Harald decidió que había sido cuando el pastor dijo que no le entregaría el dinero que le había legado su abuelo. Aquello había supuesto una traición tan tremenda que no podía dejar de afectar a su relación. En ese momento, Harald había comprendido que ya no podía seguir confiando en que los intereses de su hijo siempre fueran lo primero para su padre. Ahora tenía que cuidar de sí mismo.
La conclusión traía consigo una especie de extraño anticlímax. Por supuesto que tenía que asumir la responsabilidad de su propia vida. Era como darse cuenta de que la Biblia no era infalible. Ahora a Harald le costaba imaginar cómo había podido ser tan confiado.
Cuando llegó a la rectoría, el caballo no estaba en la cuadra. Harald supuso que su padre habría vuelto a la casa de los Borking para hacer los arreglos del funeral de Ove. Entró en la rectoría por la puerta de la cocina. Su madre estaba sentada a la mesa pelando patatas, y pareció asustarse un poco cuando lo vio. Harald la besó, pero no dio explicaciones.
Fue a su habitación e hizo la maleta como si fuera a ir a la escuela. Su madre fue a la puerta del dormitorio y se quedó contemplándolo desde allí mientras se limpiaba las manos en una toalla. Harald vio su rostro, arrugado y triste, y apartó rápidamente la mirada. Pasados unos momentos, su madre dijo:
—¿Adónde irás?
—No lo sé.
Entonces pensó en su hermano. Entró en el estudio de su padre, descolgó el auricular y llamó a la escuela de vuelo. Pasados unos minutos, Arne se puso al aparato. Harald le contó lo que había sucedido.
—Al viejo se le ha ido la mano —comentó Arne—. Si te hubiese puesto a trabajar en algo realmente duro, como limpiar pescado en la envasadora, entonces lo habrías aguantado solo para demostrar tu hombría.
—Sí, supongo que hubiese podido hacerlo.
—Pero tú nunca pasarás mucho tiempo trabajando en una maldita tienda. A veces nuestro padre parece tonto. ¿Adónde irás ahora?
Hasta aquel momento Harald todavía no lo había decidido, pero de pronto tuvo un destello de inspiración.
—A Kirstenslot, el pueblo de Tik Duchwitz —dijo—. Pero no se lo digas a nuestro padre. No quiero que venga a por mí.
—El viejo Duchwitz podría decírselo.
Harald se dijo que en eso tenía razón. El respetable padre de Tik no sentiría mucha simpatía por un fugitivo que tocaba boogie y pintaba eslóganes. Pero el monasterio en ruinas era utilizado como dormitorio por los trabajadores estacionales de la granja.
—Dormiré en el antiguo monasterio —dijo—. El padre de Tik ni siquiera sabrá que estoy allí.
—¿Cómo vas a comer?
—Puede que consiga encontrar un trabajo en la granja. Durante el verano dan empleo a estudiantes.
—Tik todavía está en la escuela, supongo.
—Pero su hermana podría ayudarme.
—La conozco, salió un par de veces con Poul, Karen.
—¿Solo un par de veces?
—Sí. ¿Por qué lo preguntas? ¿Estás interesado en ella?
—Karen está más allá de mi alcance.
—Sí, supongo que lo está.
—¿Qué le ocurrió a Poul…, exactamente?
—Fue Peter Flemming.
—¡Peter! —Mads Kirke no había conocido aquel detalle.
—Vino con un coche lleno de policías, buscando a Poul, intentó escapar en su Tiger Moth, y Peter le disparó. El avión se estrelló y ardió.
—¡Santo Dios! ¿Lo viste?
—No, pero uno de mis auxiliares de vuelo sí que lo vio.
—Mads me contó una parte de lo que había ocurrido, pero no lo sabía todo. Así que Peter Flemming mató a Poul… Eso es terrible.
—No hables demasiado de ello o podrías meterte en líos. Está intentando hacerlo pasar como un accidente.
—De acuerdo.
Harald ya se había dado cuenta de que Arne no le estaba diciendo por qué la policía había ido en busca de Poul, y Arne tenía que haberse dado cuenta de que Harald no le había preguntado por ello.
—Hazme saber qué tal te van las cosas en Kirstenslot. Telefonéame si necesitas algo.
—Gracias. Buena suerte, chico.
Su padre entró cuando Harald estaba colgando el auricular.
—¿Y qué te crees que estás haciendo?
Harald se levantó.
—Si quieres dinero por la llamada telefónica, pídele a Sejr que te dé lo que me he ganado esta mañana.
—No quiero dinero. Quiero saber por qué no estás en la tienda.
—Mi destino no es ser un mercero.
—No sabes cuál es tu destino.
—Puede que no —dijo Harald, y salió de la habitación. Fue al taller y encendió la caldera de su motocicleta. Mientras esperaba a que ésta acumulara vapor, fue amontonando turba dentro del sidecar. No sabía cuánta necesitaría para llegar hasta Kirstenslot, así que la cogió toda. Después regresó a la casa y cogió su maleta.
Su padre lo detuvo en la cocina.
—¿Adónde te piensas que vas?
—Preferiría no decirlo.
—Te prohíbo que te vayas.
—La verdad es que ahora ya no puedes prohibir las cosas, padre —dijo Harald sin levantar la voz—. Ya no estás dispuesto a mantenerme. Estás haciendo cuanto puedes para sabotear mi educación. Me temo que has renunciado al derecho de decirme lo que he de hacer.
El pastor puso cara de asombro.
—Tienes que decirme adónde vas a ir.
—No.
—¿Por qué no?
—Si no sabes dónde estoy, no podrás inmiscuirte en mis planes.
El pastor pareció sentirse mortalmente herido, y Harald experimentó su pena como un súbito dolor. No deseaba vengarse, y no le producía ninguna satisfacción ver la preocupación de su padre; pero temía que si mostraba remordimiento su resolución flaquearía, y terminaría permitiendo que lo obligaran a quedarse. Por eso volvió la cara y salió de la rectoría.
Sujetó su maleta a la trasera de la motocicleta y la sacó del taller.
Su madre vino corriendo a través del patio y le puso un paquete en las manos.
—Comida —dijo. Estaba llorando.
Harald guardó el paquete en el sidecar junto con la turba.
Su madre lo estrechó entre sus brazos mientras se sentaba en la motocicleta.
—Tu padre te quiere, Harald. ¿Entiendes eso?
—Sí, madre, creo que sí.
Ella lo besó.
—Hazme saber que te encuentras bien. Telefonea, o manda una postal.
—De acuerdo.
—Promételo.
—Lo prometo.