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La Jansborg Skole tenía trescientos años de edad y se enorgullecía de ello.

Al principio la escuela había consistido en una iglesia y una casa donde los muchachos comían, dormían y recibían sus lecciones. Ahora era un complejo de viejos y nuevos edificios de ladrillo rojo. La biblioteca, que en tiempos había sido la mejor de Dinamarca, era un edificio independiente tan grande como la iglesia. Había laboratorios de ciencias, modernos dormitorios, una enfermería y un gimnasio instalado en un granero reconvertido.

Harald Olufsen iba del refectorio al gimnasio. Eran las doce del mediodía, y los chicos acababan de almorzar: un bocadillo del tipo hágaselo-usted-mismo consistente en tocino frío y pepinillos, la misma comida que se había servido cada viernes a lo largo de los siete años que Harald llevaba asistiendo a la escuela.

Harald encontraba bastante idiota sentirse orgulloso de que la institución fuera vieja. Cuando los profesores hablaban reverentemente de la historia de la escuela, él siempre se acordaba de aquellas viejas esposas de los pescadores de Sande a las que les gustaba tanto decir: «Ahora ya tengo más de setenta años», con una tímida sonrisa, como si eso fuese un gran logro.

Pasaba por delante de la casa del director cuando su esposa salió y le sonrió.

—Buenos días, Mia —dijo Harald cortésmente. Al director siempre lo llamaba «Heis», la antigua palabra griega para el número uno, por lo que su mujer era «Mia», la forma femenina de la misma palabra griega. Ya hacía cinco años que la escuela había dejado de enseñar griego, pero a las tradiciones les costaba mucho morir.

—¿Alguna noticia, Harald? —preguntó ella.

Harald tenía una radio de fabricación casera que podía captar la BBC.

—Los rebeldes iraquíes han sido derrotados —dijo—. Los británicos han entrado en Bagdad.

—Una victoria británica —dijo ella—. Eso sí que es toda una novedad.

Mia era una mujer bastante fea, con un rostro nada atractivo y unos apagados cabellos castaños, que siempre vestía de cualquier manera. Pero también era una de las dos mujeres que había en la escuela, y los chicos estaban especulando constantemente sobre qué aspecto tendría desnuda. Harald se preguntó si alguna vez dejaría de estar obsesionado por el sexo. Teóricamente, creía que después de haberte acostado con tu esposa cada noche durante años tenías que acostumbrarte a ello, e incluso llegar a encontrarlo aburrido, pero era sencillamente incapaz de imaginárselo.

La siguiente lección hubiese debido consistir en dos horas de matemáticas, pero ese día había un visitante. Era Svend Agger, un antiguo alumno de la escuela que por entonces representaba a su ciudad natal en el Rigsdag, el Parlamento de la nación. Toda la escuela iba a oírlo hablar al gimnasio, la única sala lo bastante grande para poder acoger a los ciento veinte muchachos. Harald hubiese preferido hacer matemáticas.

No podía recordar el momento exacto en que el trabajo escolar se había vuelto interesante. De pequeño, Harald había considerado cada lección como una irritante distracción de cuestiones tan importantes como levantar presas en los arroyos y construir casas en lo alto de los árboles. Hacia los catorce años de edad, y casi sin darse cuenta de ello, había empezado a encontrar más apasionantes la física y la química que el jugar en los bosques. Lo emocionó muchísimo descubrir que el inventor de la física cuántica era un científico danés, Niels Bohr. La interpretación de la tabla periódica de los elementos hecha por Bohr, en la que explicaba las reacciones químicas a partir de la estructura atómica de los elementos involucrados, le había parecido a Harald una revelación divina, una descripción fundamental y profundamente satisfactoria de la composición del universo. Rendía culto a Bohr de la misma manera en que otros chicos adoraban a Kaj Hansen —«Pequeño Kaj»—, el héroe del fútbol que jugaba como delantero centro en el equipo conocido como B93 Kobenhavn. Harald había solicitado poder estudiar física en la Universidad de Copenhague, donde Bohr era director del Instituto de Física Teórica.

La educación costaba dinero. Afortunadamente el abuelo de Harald, que había visto entrar a su propio hijo en una profesión que lo mantendría pobre durante toda su vida, se había encargado de pensar en sus nietos. Su legado había permitido que Arne y Harald pudieran ir a la Jansborg Skole. También cubriría el tiempo que Harald pasara en la universidad.

Entró en el gimnasio. Los muchachos más jóvenes habían dispuesto bancos en ordenadas hileras. Harald se sentó atrás, al lado de Josef Duchwitz. Josef era muy pequeño, y su apodo sonaba como la palabra que usaban los ingleses para referirse a los patos, duck, por lo que había sido apodado Anaticula, patito en latín. Con el paso de los años el apodo se había acortado hasta quedar reducido a Tik. Los dos muchachos tenían orígenes muy distintos —Tik procedía de una rica familia judía—, pero aun así habían sido muy amigos durante el tiempo que llevaban en la escuela.

Unos instantes después, Mads Kirke se sentó junto a Harald. Mads estaba en el mismo año, y provenía de una distinguida familia militar: su abuelo había sido general y su difunto padre fue ministro de Defensa en los años treinta. Su primo Poul era piloto junto con Arne en la escuela de vuelo.

Los tres amigos estudiaban ciencias. Normalmente siempre estaban juntos, y tenían un aspecto cómicamente diferente —Harald alto y rubio, Tik bajito y moreno, Mads pelirrojo pecoso—, por lo que a partir de que un agudo profesor inglés se dirigiera a ellos llamándolos los Tres Chalados, por lo mucho que se parecían a aquel trío de cómicos del cine, se les apodó así.

Heis, el jefe de profesores, entró con el visitante, y los muchachos se levantaron educadamente. Alto y delgado, Heis llevaba unas gafas suspendidas en precario equilibrio sobre el puente de su nariz en forma de pico. Había estado diez años en el ejército, pero enseguida saltaba a la vista por qué se había pasado a la enseñanza. Educado y un poco tímido, siempre parecía estar pidiendo disculpas por la autoridad que ostentaba. Era más apreciado que temido. Los muchachos lo obedecían porque no querían herir sus sentimientos.

Cuando hubieron vuelto a sentarse, Heis presentó al parlamentario, un hombrecillo tan poco impresionante que cualquiera hubiese pensado que él era el director de la escuela y Heis el distinguido invitado. Agger empezó a hablar de la ocupación alemana.

Harald se acordó del día en que había empezado esta, hacía catorce meses. Le despertó en plena noche el rugir de los aviones en las alturas. Los Tres Chalados habían subido al tejado del dormitorio para mirar pero, después de que hubieran pasado cosa de una docena de aviones, no ocurrió nada más, así que se volvieron a la cama.

Luego no se enteró de nada más hasta la mañana siguiente. Estaba cepillándose los dientes en el cuarto de baño comunal cuando un profesor entró corriendo y dijo: «¡Los alemanes han desembarcado!». Después del desayuno, cuando los muchachos se reunieron a las ocho en el gimnasio para los anuncios y el cántico matinal, el director de la escuela les comunicó la noticia. «Id a vuestras habitaciones y destruid todo lo que pueda indicar oposición a los nazis o simpatías con la Gran Bretaña», había dicho. Harald había descolgado de la pared su póster favorito, una fotografía de un biplano Tiger Moth con los emblemas circulares de la RAF en sus alas.

Más avanzado ese día —un martes—, a los mayores se les había ordenado que llenaran sacos con arena y los llevaran a la iglesia para cubrir con ellos las inapreciables tallas y sarcófagos antiguos. Detrás del altar estaba la tumba del fundador de la escuela; su efigie de piedra yacía en la cámara mortuoria ataviada con una armadura medieval cuyo protector genital era lo bastante grande como para atraer la mirada. Harald había provocado gran jolgorio cuando colocó un saco de arena en posición vertical justo encima de la protuberancia. Heis no supo apreciar la broma, y el castigo de Harald consistió en pasar toda la tarde llevando pinturas a la cripta para ponerlas a salvo.

Todas las precauciones habían resultado ser innecesarias. La escuela se hallaba situada en un pequeño pueblo de los alrededores de Copenhague, y transcurrió un año antes de que vieran a ningún alemán. Nunca hubo ningún bombardeo, ni siquiera disparos.

Dinamarca se había rendido en cuestión de veinticuatro horas. «Los acontecimientos subsiguientes han demostrado la sabiduría de esa decisión», dijo el orador con un irritante tono de satisfacción, y hubo un susurro de disentimiento cuando los muchachos se removieron incómodamente en sus asientos y murmuraron comentarios.

—Nuestro rey continúa sentado en su trono —siguió diciendo Agger.

Mads gruñó con disgusto al lado de Harald. El rey Cristián X pasaba la mayor parte de los días montando a caballo, exhibiéndose ante la gente en las calles de Copenhague, pero aquello parecía un gesto vacío.

—La presencia alemana ha sido en general benigna —prosiguió el orador—. Dinamarca ha demostrado que una pérdida parcial de independencia, debida a las exigencias de la guerra, no tiene por qué conducir necesariamente a penalidades y pruebas indebidas. La lección, para unos muchachos como vosotros, es que puede haber más honor en la sumisión y en la obediencia que en una imprudente rebelión. —Se sentó.

Heis aplaudió educadamente y los muchachos siguieron su ejemplo, aunque sin ningún entusiasmo. Si el director de la escuela hubiera sido mejor juez del estado de ánimo de una audiencia, habría puesto fin a la sesión en aquel momento; pero en vez de eso lo que hizo fue sonreír y dijo:

—Bueno, muchachos, ¿alguna pregunta para nuestro invitado?

Mads se levantó al instante.

—Señor, Noruega fue invadida el mismo día que Dinamarca, pero los noruegos estuvieron luchando durante dos meses. ¿No nos convierte eso en unos cobardes? —Su tono había sido escrupulosamente cortés, pero la pregunta retaba al invitado y hubo un murmullo de asentimiento entre los muchachos.

—Esa es una manera muy ingenua de ver las cosas —dijo Agger.

Su tono despectivo irritó a Harald. Heis intervino.

—Noruega es una tierra de montañas y fiordos, difícil de conquistar —dijo, haciendo entrar en acción su experiencia como militar—. Dinamarca es un país llano con un buen sistema de carreteras, por lo que resulta imposible de defender contra cualquier ejército motorizado.

Agger estuvo de acuerdo.

—Ofrecer resistencia hubiera causado un derramamiento de sangre innecesario, y el resultado final no habría variado.

—Con la única diferencia de que entonces habríamos podido ir por el mundo con la cabeza bien alta, en vez de bajarla en señal de vergüenza —dijo Mads secamente, y a Harald aquello le sonó como algo que podía haber oído de labios de una de sus relaciones militares.

Agger se sonrojó.

—Como escribió Shakespeare, la discreción es la mejor parte del valor.

—De hecho, señor, eso fue dicho por Falstaff, el cobarde más famoso de la literatura mundial —dijo Mads. Los muchachos rieron y aplaudieron.

—Vamos, vamos, Kirke —dijo Heis apaciblemente—. Ya sé que te tomas muy a pecho esas cosas, pero no hay ninguna necesidad de ser descortés. —Recorrió la sala con la mirada y señaló a uno de los muchachos más jóvenes—. Sí, Borr.

—Señor, ¿no cree que la filosofía del orgullo nacional y la pureza racial de Hitler podría resultar beneficiosa si fuera adoptada aquí en Dinamarca? —Woldemar Borr era el hijo de un prominente nazi danés.

—Ciertos elementos de ella tal vez lo serían —dijo Agger—. Pero Alemania y Dinamarca son países distintos.

Aquello era pura y simple prevaricación, pensó Harald irritadamente. ¿Es que aquel hombre no podía encontrar el valor suficiente para decir que la persecución racial estaba mal?

—¿A algún muchacho le gustaría preguntar al señor Agger acerca de su labor cotidiana como miembro del Rigsdag? —preguntó Heis con voz quejumbrosa. Tik se puso de pie. El tono satisfecho consigo mismo de Agger también lo había untado.

—¿No se siente como una marioneta? —preguntó—. Después de todo, quienes realmente nos gobiernan son los alemanes. Ustedes tan solo fingen hacerlo.

—Nuestra nación continúa siendo gobernada por el Parlamento danés —replicó Agger.

—Sí, para que ustedes no pierdan su empleo —musitó Tik. Los chicos que estaban sentados cerca de él lo oyeron y rieron.

—Los partidos políticos continúan existiendo, incluso los comunistas —siguió diciendo Agger—. Tenemos nuestra propia policía y nuestras fuerzas armadas.

—Pero en cuanto el Rigsdag haga algo que los alemanes desaprueben, será clausurado y la policía y los militares serán desarmados —arguyó Tik—. Eso significa que todos ustedes están siendo meros actores en una farsa.

Heis empezaba a parecer disgustado.

—Le ruego que no se olvide de sus modales, Duchwitz —dijo malhumoradamente.

—No se preocupe, Heis —dijo Agger—. Me gustan las discusiones animadas. Si Duchwitz piensa que nuestro Parlamento no sirve de nada, debería comparar nuestras circunstancias con las que prevalecen en Francia. Debido a nuestra política de cooperación con los alemanes, la vida es mucho mejor, para los daneses corrientes, de lo que podría serlo.

Harald ya había oído suficiente. Se levantó y habló sin esperar el permiso de Heis.

—¿Y si los nazis vienen a por Duchwitz? —dijo—. ¿Entonces también nos aconsejaría la cooperación amistosa?

—¿Y por qué deberían venir a por Duchwitz?

—Por la misma razón por la que fueron a por mi tío en Hamburgo: porque Duchwitz es judío.

Algunos de los muchachos se volvieron a mirar con interés. Probablemente no se habían dado cuenta de que Duchwitz era judío. La familia Duchwitz no era nada religiosa, y Tik asistía a los servicios en la antigua iglesia de ladrillos rojos tal como hacían todos los demás.

Agger mostró irritación por primera vez.

—Las fuerzas de ocupación han demostrado la más completa tolerancia hacia los judíos daneses.

—Hasta este momento —arguyó Harald—. Pero ¿y si cambian de parecer? Supongamos que deciden que Tik es tan judío como mi tío Joachim. ¿Qué nos aconsejaría usted entonces? ¿Debemos quedarnos cruzados de brazos mientras los alemanes vienen y se lo llevan? ¿O ya deberíamos estar organizando un movimiento de resistencia en preparación para ese día?

—El mejor plan que puede seguir es asegurarse de que nunca tendrá que hacer frente a semejante decisión, apoyando la política de cooperación con la potencia ocupante.

Lo evasivo de aquella respuesta sacó de quicio a Harald.

—Pero ¿y si eso no da resultado? —insistió—. ¿Por qué no responde usted a la pregunta? ¿Qué hacemos cuando los nazis vengan a por nuestros amigos?

Heis decidió intervenir.

—Usted está haciendo lo que se llama una pregunta hipotética, Olufsen —dijo—. Los hombres que nos movemos dentro de la vida pública preferimos no ir al encuentro de los problemas antes de que estos lleguen hasta nosotros.

—La pregunta es hasta dónde va a llegar esta política de cooperación —dijo Harald apasionadamente—. Y cuando los nazis llamen a su puerta en plena noche entonces no habrá tiempo para los debates, Heis.

Por un instante, Heis pareció disponerse a dar una reprimenda a Harald por su descortesía, pero finalmente respondió sin perder la calma.

—Su observación es muy interesante, y el señor Agger ha respondido ampliamente a ella —dijo—. Y ahora, creo que hemos tenido una buena discusión y ya va siendo hora de volver a nuestras lecciones. Pero primero, agradezcamos a nuestro invitado el que le haya robado un poco de tiempo a su ocupada vida para venir a visitarnos —concluyó, empezando a alzar las manos para encabezar una ronda de aplausos.

Harald lo detuvo.

—¡Haga que responda a la pregunta! —gritó—. ¿Deberíamos tener un movimiento de resistencia, o permitiremos que los nazis hagan lo que les venga en gana? Por el amor de Dios, ¿qué lecciones podrían ser más importantes que esto?

El silencio se adueñó de la sala. Discutir con el profesorado estaba permitido, dentro de unos límites razonables, pero Harald había ido más allá de lo aceptable en lo que representaba un auténtico acto de desafío.

—Creo que será mejor que nos deje —dijo Heis—. Salga de la sala, y ya lo veré después.

Aquello enfureció a Harald. Hirviendo de frustración, se puso de pie. La sala siguió sumida en el silencio mientras todos los muchachos lo veían ir hacia la puerta. Harald sabía que hubiese debido marcharse sin abrir la boca, pero se sentía incapaz de hacerlo. Cuando hubo llegado a la puerta, se volvió y señaló a Heis con un dedo acusador.

—¡A la Gestapo no podrá decirle que salga de la maldita sala! —dijo.

Luego se fue y cerró dando un portazo.