PRÓLOGO

Un hombre que tenía una pierna de madera iba por el corredor de un hospital.

Bajo y vigoroso, de unos treinta años de edad y con una constitución atlética, vestía un sencillo traje de color gris oscuro y calzaba zapatos de puntera negra. Andaba con paso rápido y decidido, pero se podía saber que estaba lisiado por la ligera irregularidad que había en su caminar: tap-tap, tap-tap. Su rostro permanecía inmóvil en una expresión sombría, como si estuviera reprimiendo alguna profunda emoción.

Llegó al final del corredor y se detuvo delante del escritorio de la enfermera.

—¿El teniente de vuelo Hoare? —preguntó.

La enfermera levantó la vista de un libro de registro. Era guapa y tenía el pelo negro, y cuando habló lo hizo con el suave acento del condado de Cork.

—Estoy pensando que usted será pariente suyo —dijo con una afable sonrisa. Su encanto no surtió efecto alguno.

—¿Qué cama, hermana? —preguntó el visitante.

—La última a la izquierda.

El visitante giró sobre sus talones y siguió pasillo adelante hasta llegar al fondo de la sala. En una silla junto a la cama, una figura vestida con una bata marrón estaba sentada con la espalda vuelta hacia la sala, mirando por la ventana mientras fumaba.

El visitante titubeó.

—¿Bart?

El hombre de la silla se levantó y se volvió hacia él. Su cabeza lucía un vendaje y llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, pero estaba sonriendo. Era una versión más joven y un poco más alta del visitante.

—Hola, Digby.

Digby rodeó con los brazos a su hermano y lo abrazó con fuerza.

—Pensaba que estabas muerto —dijo.

Luego empezó a llorar.

—Yo estaba pilotando un Whitley —dijo Bart. El Armstrong Whitworth Whitley era un bombardero de larga cola y bastante difícil de maniobrar que volaba manteniendo el morro extrañamente inclinado hacia abajo. En la primavera de 1941, el Mando de Bombarderos disponía de un centenar de ellos, entre un total de unos quinientos aparatos—. Un Messerschmitt disparó contra nosotros y recibimos varios impactos —siguió diciendo Bart—. Pero debía de estar quedándose sin combustible, porque de pronto viró sin haber llegado a terminar con nosotros. Pensé que era mi día de suerte. Entonces empezamos a perder altitud. El Messerschmitt había tocado ambos motores. Arrojamos todo lo que no estaba atornillado, para reducir nuestro peso, pero no sirvió de nada, y comprendí que tendríamos que amarar en el mar del Norte.

Digby, que ahora tenía los ojos secos, estaba sentado en el borde de la cama de hospital y contemplaba el rostro de su hermano, viendo la mirada de mil metros mientras Bart recordaba.

—Le dije a la tripulación que arrojara la escotilla posterior y que luego adoptara la posición de amaraje forzoso, apoyándose en la mampara. —Digby recordó que el Whitley tenía cinco tripulantes—. Cuando llegamos a altitud cero, tiré de la palanca y abrí las válvulas de estrangulación, pero el avión se negó a nivelarse y nos estrellamos contra el agua con un impacto tremendo. Quedé inconsciente.

Eran medio hermanos, separados por ocho años de diferencia. La madre de Digby había muerto cuando él tenía trece años, y su padre se había casado con una viuda que ya tenía un hijo de otro matrimonio. Digby había cuidado de su hermano pequeño desde el primer momento, protegiéndolo de los matones y ayudándolo con sus deberes en la escuela. Los dos estaban locos por los aeroplanos, y soñaban con ser pilotos. Digby perdió la pierna derecha en un accidente de moto, estudió ingeniería, y luego se dedicó al diseño aeronáutico; pero Bart hizo realidad su sueño.

—Cuando volví en mí, olí a humo. El avión flotaba en el mar y el ala de estribor ardía. La noche era oscura como una tumba, pero yo podía ver gracias a la luz de las llamas. Me arrastré a lo largo del fuselaje y encontré el paquete de la balsa de caucho. Lo metí por la escotilla y salté. ¡Dios, qué fría que estaba el agua!

Bart hablaba con voz suave y tranquila, pero daba profundas caladas a su cigarrillo, metiéndose el humo dentro de los pulmones para luego expulsarlo en un largo chorro a través de sus labios fruncidos.

—Llevaba un chaleco salvavidas y salí a la superficie igual que un corcho. Había mucho oleaje, y yo subía y bajaba tan deprisa como las bragas de una fulana, pero no conseguí izarme a la balsa. Por suerte, tenía el paquete justo delante de mis narices. Tiré de la cuerda y la balsa se hinchó por sí sola. Pero yo no tenía fuerzas para salir del agua. No podía entenderlo, porque no me había dado cuenta de que tenía un hombro dislocado, una muñeca rota, tres costillas fracturadas y no sé qué más. Así que me quedé allí, agarrándome a la balsa mientras me iba muriendo de frío.

Digby recordó que había habido un tiempo en el que pensaba que Bart era el que tenía más suerte de los dos.

—Al cabo aparecieron Jones y Croft. Habían estado agarrados a la cola hasta que esta se hundió. Ninguno de los dos podía nadar, pero sus Mae West los salvaron, y consiguieron subir a la balsa y meterme dentro de ella —Encendió otro cigarrillo—. Nunca llegué a ver a Pickering. No sé qué le ocurrió, pero supongo que ahora está en el fondo del mar.

Se quedó callado. Digby cayó en la cuenta de que había un miembro de la tripulación del que todavía no se había hablado, y después de una pausa preguntó:

—¿Y qué hay del quinto hombre?

—John Rowley, el que apuntaba las bombas, estaba vivo. Lo oímos gritar. Yo me encontraba un poco aturdido, pero Jones y Croft intentaron remar hacia el sitio del que venía la voz. —Sacudió la cabeza en un gesto de desesperanza—. No te puedes ni imaginar lo difícil que era. Las olas debían de tener un metro de altura, las llamas se estaban apagando y eso hacía que no pudiéramos ver gran cosa, y el viento aullaba como uno de esos malditos espectros tenía una buena voz. Rowley le respondía gritando, y entonces la balsa subía por un lado de una ola y bajaba por el otro al mismo tiempo que iba dando vueltas, y cuando Rowley volvía a gritar entonces su voz parecía provenir de una dirección completamente distinta. No sé durante cuánto tiempo seguimos así. Rowley continuaba gritando, pero su voz fue volviéndose más débil a medida que iba notando el frío. —El rostro de Bart se envaró—. Empezó a sonar un poco patético, llamando a Dios y a su madre y toda esa mierda. Finalmente se calló.

Digby descubrió que estaba conteniendo el aliento, como si el mero sonido de respirar fuera a suponer una intrusión en un recuerdo tan horrible.

—Un destructor que estaba patrullando en busca de submarinos alemanes nos encontró poco después del amanecer. Bajaron una chalupa y nos subieron a bordo —Bart miró por la ventana, ciego al verde paisaje del Hertfordshire y viendo una escena diferente, muy lejos de allí—. Sí, la verdad es que tuvimos muchísima suerte —dijo.

Permanecieron sentados en silencio durante un rato, y luego Bart dijo:

—¿La incursión fue un éxito? Nadie va a contarme cuántos volvieron a casa.

—Desastrosa —dijo Digby.

—¿Y mi escuadrón?

—El sargento Jenkins y su tripulación consiguieron regresar enteros. —Digby sacó una tira de papel de su bolsillo—. Al igual que el oficial piloto Arasaratnam.

—¿De dónde es?

—De Ceilán. Y el aparato del sargento Riley sufrió un impacto, pero consiguió regresar.

—La suerte de los irlandeses —dijo Bart—. ¿Y qué hay de los demás?

Digby se limitó a sacudir la cabeza.

—¡Pero en esa incursión había seis aparatos de mi escuadrón! —protestó Bart.

—Lo sé. Al igual que vosotros, dos más fuisteis derribados. No parece que hubiera supervivientes.

—Oh, Dios —dijo volviendo la cabeza.

—Lo siento.

El estado de ánimo de Bart pasó de la desesperación a la ira.

—Con sentirlo no basta —dijo—. ¡Nos están enviando ahí para que muramos!

—Lo sé.

—Por el amor de Cristo, Digby, tú formas parte del maldito gobierno.

—Trabajo para el primer ministro, sí.

A Churchill le gustaba incorporar al gobierno a gente de la industria privada y Digby, que había obtenido muchos éxitos como diseñador de aviones antes de la guerra, era uno de sus especialistas en resolver problemas.

—Entonces tú eres igual de culpable. No deberías estar desperdiciando tu tiempo haciendo visitas a los enfermos. Sal de aquí ahora mismo y haz algo al respecto.

—Ya estoy haciendo algo —dijo Digby sin perder la calma—. Se me ha asignado la labor de descubrir por qué está ocurriendo esto. En esa incursión perdimos el cincuenta por ciento de los aparatos.

—Alguna maldita traición en las alturas, sospecho. O algún mariscal del aire presumiendo como un imbécil de la incursión de mañana en su club, y un camarero nazi tomando notas detrás de los tiradores de la cerveza. Es una posibilidad.

Bart suspiró.

—Lo siento, Diggers —dijo, utilizando un apodo de la infancia—. Tú no tienes la culpa. Sólo me estaba desahogando.

—Hablando en serio, ¿tienes alguna idea de por qué están derribando a tantos? Has volado en más de una docena de misiones. ¿Cuál es tu corazonada?

Bart se puso pensativo.

—Oye, eso de los espías no lo he dicho solo por hablar. Cuando llegamos a Alemania, ellos ya están preparados para recibirnos. Saben que venimos.

—¿Qué te hace decir eso?

—Sus cazas están esperándonos en el aire. Ya sabes lo difícil que le resulta a una fuerza defensiva acertar en eso. El escuadrón de cazas tiene que ser reunido justo en el momento adecuado. Después que pasan los minutos que se necesitan para navegar desde su campo hasta el área en la que piensan que podemos estar nosotros y luego tienen que subir por encima de nuestro techo de vuelo, y una vez que han hecho todo eso, entonces todavía tienen que localizarnos a la luz de la luna. Ese proceso requiere tanto tiempo que nosotros deberíamos poder dejar caer nuestras bombas y alejarnos de allí antes de que nos cojan. Pero no está sucediendo de esa manera.

Digby asintió. La experiencia de Bart se correspondía con la de otros pilotos a los que había interrogado. Se disponía a decirlo cuando Bart levantó la vista y sonrió por encima del hombro de Digby.

Digby se volvió para ver a un negro que vestía el uniforme de un jefe de escuadrón. Al igual que Bart, era joven para su rango, y Digby supuso que habría recibido los ascensos automáticos que acompañaban a la experiencia en el combate: teniente de vuelo después de doce salidas, jefe de escuadrón después de quince.

—Hola, Charles —dijo Bart.

—Nos has tenido muy preocupados a todos, Bardett. ¿Cómo estás?

El recién llegado hablaba con un acento caribeño al que se superponía un deje de Oxbridge.

—Puede que viva, dicen.

Charles rozó con la punta de un dedo el dorso de la mano de Bart allí donde esta asomaba de su cabestrillo, en lo que Digby pensó era un gesto curiosamente lleno de afecto.

—Me alegro muchísimo de saberlo —dijo Charles.

—Charles, te presento a mi hermano Digby. Digby, este es Charles Ford. Estuvimos juntos en el Trinity College hasta que nos fuimos de allí para ingresar en la fuerza aérea.

—Era la única manera de evitar tener que presentarnos a nuestros exámenes —dijo Charles, estrechando la mano de Digby.

—¿Cómo te están tratando los africanos? —preguntó Bart.

Charles sonrió y pasó a explicárselo a Digby.

—En nuestro campo hay un escuadrón de rodesianos. Todos son unos aviadores de primera, pero les resulta difícil tratar con un oficial de mi color. Los llamamos los africanos, cosa que parece irritarlos ligeramente. No entiendo por qué.

—Y obviamente tú no estás permitiendo que eso te afecte mucho —dijo Digby.

—Creo que con la paciencia y la mejora en la educación podremos terminar civilizando a esa clase de personas, por muy primitivas que parezcan ahora. —Charles desvió la mirada, y Digby percibió un destello de la ira que había debajo de su buen humor—. Acababa de preguntarle a Bart por qué piensa que estamos perdiendo tantos bombarderos —dijo Digby—. ¿Cuál es tu opinión?

—No tomé parte en esa incursión —dijo Charles—. Y por lo que sé, tuve mucha suerte al perdérmela. Pero otras operaciones recientes han salido igual de mal. Tengo la sensación de que la Luftwaffe puede seguirnos a través de las nubes. ¿Podrían tener a bordo alguna clase de equipo que les permita localizarnos incluso cuando no somos visibles?

Digby sacudió la cabeza.

—Cada aparato enemigo que se estrella es examinado minuciosamente, y nunca hemos visto nada parecido a esa cosa de la que hablas. Estamos trabajando muy duro para inventar esa clase de sistema, y tengo la seguridad de que el enemigo también trabaja en ello, pero todavía nos encontramos muy lejos del éxito, y estamos bastante seguros de que ellos van muy por detrás de nosotros. No creo que se trate de eso.

—Bueno, pues lo parece.

—Sigo pensando que es cosa de espías —dijo Bart.

—Interesante. —Digby se levantó—. He de regresar a Whitehall. Gracias por vuestras opiniones. —Estrechó la mano de Charles y le apretó suavemente el hombro sano a Bart—. Descansa y ponte bien.

—Dicen que dentro de unas semanas volveré a volar.

—No puedo decir que eso me alegre.

Digby se disponía a irse cuando Charles dijo:

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Por supuesto.

—En una incursión como esta, lo que nos cuesta reemplazar los aparatos perdidos tiene que ser bastante más que lo que le cuesta al enemigo reparar los daños causados por nuestras bombas.

—Indudablemente.

—Entonces… —Charles extendió los brazos para indicar que no entendía nada—. ¿Por qué lo hacemos? ¿Qué sentido tiene el bombardear?

—Sí —dijo Bart—. Me gustaría saberlo.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? —dijo Digby—. Los nazis controlan Europa: Austria, Checoslovaquia, Holanda, Bélgica, Francia, Dinamarca, Noruega. Italia es una aliada, España simpatiza con ellos, Suecia es neutral, y tienen un pacto con la Unión Soviética. No tenemos fuerzas militares en el Continente. No disponemos de ningún otro modo de devolverles los golpes.

Charles asintió.

—Así que nosotros somos todo lo que tenéis.

—Exactamente —dijo Digby—. Si los bombardeos cesan, la guerra ha terminado… y Hitler ha vencido.

El primer ministro estaba viendo El halcón maltés. Recientemente se había construido un cine privado en las antiguas cocinas de la Casa del Almirantazgo. Disponía de cincuenta o sesenta cómodos asientos y un telón de terciopelo rojo, pero normalmente se utilizaba para proyectar las filmaciones de las incursiones de bombardeo y las películas de propaganda antes de que estas fueran exhibidas ante el público.

Ya entrada la noche, después de que todos los memorandos hubieran sido dictados, los cablegramas enviados, los informes anotados y las minutas puestas al día, cuando estaba demasiado preocupado, enfadado y tenso para que le fuera posible conciliar el sueño, Churchill se sentaba en uno de los espaciosos asientos para personalidades de la primera fila con un vaso de coñac y se dejaba absorber por el último hechizo llegado de Hollywood.

Cuando Digby entró en el cine, Humphrey Bogart le estaba explicando a Mary Astor que cuando el socio de un hombre es asesinado se supone que este debe hacer algo al respecto. El aire estaba cargado del humo de los puros. Churchill señaló un asiento. Digby se sentó en él y vio los últimos minutos de la película. Cuando aparecieron los títulos de crédito encima de la estatuilla de un halcón negro, Digby explicó a su jefe que la Luftwaffe siempre parecía saber por anticipado cuándo iba a llegar el Mando de Bombarderos.

Cuando Digby hubo terminado de hablar, Churchill contempló la pantalla durante unos segundos como si estuviera esperando averiguar quién había interpretado a Bryan. Había momentos en los que el primer ministro era encantador, con una sonrisa irresistible y un suave destello en sus ojos azules, pero aquella noche parecía hallarse sumido en la melancolía. Finalmente dijo:

—¿Qué piensa la RAF?

—Le echan la culpa a no haber volado en formación como es debido. En teoría, si los bombarderos vuelan siguiendo una formación cerrada entonces su armamento debería cubrir la totalidad del cielo, de tal manera que cualquier caza enemigo que apareciese por allí debería ser abatido inmediatamente.

—¿Y usted qué dice a eso?

—Que es una estupidez. El vuelo en formación nunca ha funcionado. Algún factor nuevo ha entrado en la ecuación.

—Estoy de acuerdo. Pero ¿en qué consiste exactamente ese factor?

—Mi hermano culpa a los espías.

—Todos los espías a los que hemos capturado eran unos aficionados…, pero esa es la razón por la que fueron capturados, claro está. Puede que los que eran realmente competentes hayan conseguido escurrirse a través de la red.

—Quizá sea que los alemanes han hecho algún gran progreso técnico.

—El Servicio Secreto de Inteligencia me dice que el enemigo va muy por detrás de nosotros en el desarrollo del radar.

—¿Confía en sus dictámenes?

—No. —Las luces del techo se encendieron. Churchill iba de etiqueta. Siempre tenía un aspecto muy elegante, pero su rostro estaba surcado por líneas de cansancio. Sacó del bolsillo de su chaleco una hoja de papel cebolla doblada—. He aquí una pista —dijo, y le tendió la hoja a Digby.

Digby la estudió. Parecía ser el desciframiento de una señal radiada por la Luftwaffe, en alemán y en inglés. Decía que la nueva estrategia de combate nocturno a ciegas de la Luftwaffe —Dunkle Nachjagd— se había anotado un gran triunfo, gracias a la excelente información proporcionada por Freya. Digby leyó el mensaje en inglés y luego volvió a leerlo en alemán. «Freya» no era una palabra que perteneciese a ninguna de las dos lenguas.

—¿Qué significa esto? —preguntó.

—Eso es lo que quiero que averigüe. —Churchill se levantó y se embutió en su chaqueta con un encogimiento de hombros—. Regrese andando conmigo —dijo, y mientras se iban gritó—: ¡Gracias!

—El placer ha sido mío, señor —replicó una voz desde la cabina del proyeccionista.

Mientras iban por el edificio, dos hombres echaron a andar detrás de ellos: el inspector Thompson de Scotland Yard, y el guardaespaldas particular de Churchill. Salieron al recinto de los dosfiles, pasaron junto a un equipo que estaba operando un globo de barrera contra los bombarderos, y pasaron por una puerta en el cercado de alambre de espino para salir a la calle. Londres se hallaba ennegrecido por el oscurecimiento, pero una luna creciente les proporcioné la luz suficiente para que pudieran encontrar su camino.

Anduvieron unos cuantos metros el uno al lado del otro por Horse Guards Parade hasta llegar al número 1 de Storey’s Gate. Una bomba había dañado la parte de atrás del número 10 de Sowning Street, la residencia tradicional del primer ministro, por lo que Churchill estaba viviendo en el anexo cercano encima de las salas del Gabinete de Guerra. La entrada se encontraba protegida por un muro a prueba de bombas. El cañón de una ametralladora asomaba a través de un agujero en el muro.

—Buenas noches, señor —dijo Digby.

—Esto no puede continuar —dijo Churchill—. A este ritmo, el Mando de Bombarderos estará acabado para Navidad. Necesito saber quién o qué es Freya.

—Lo descubriré.

—Hágalo con la máxima rapidez posible.

—Sí, señor.

—Buenas noches —dijo el primer ministro, y entró en el edificio.