18

Hermia pasó toda la mañana del viernes en las hermosas ruinas del castillo de Hammershus, esperando a que llegara Arne con la vital película.

Ahora era todavía más importante de lo que lo había sido hacía cinco días, cuando lo envió en aquella misión. Mientras tanto, el mundo había cambiado. Los nazis estaban decididos a conquistar la Unión Soviética. Ya habían tomado la fortaleza clave de Brest. Su absoluta superioridad aérea estaba causando estragos en el Ejército Rojo.

Digby le había contado, en unas cuantas y sombrías frases, la conversación que mantuvo con Churchill. El Mando de Bombarderos comprometería hasta el último avión que pudiera hacer despegar del suelo en la mayor incursión aérea de la guerra, un desesperado intento de apartar a los efectivos de la Luftwaffe del frente ruso y dar una ocasión de combatir a los soldados soviéticos. Ahora faltaban once días para aquella incursión.

Digby también había hablado con su hermano, Bartlett, quien ya se había recuperado, volvía a estar en el servicio activo y sin duda pilotaría uno de los bombarderos.

La incursión sería una misión suicida y el Mando de Bombarderos quedaría irremediablemente debilitado, a menos que durante los próximos días pudieran desarrollar tácticas para burlar al radar alemán. Y aquello dependía de Arne.

Hermia había convencido a su pescador sueco de que volviera a llevarla a través de las aguas, aunque el hombre le había advertido de que aquella sería la última vez porque le parecía que sería demasiado peligroso adoptar una pauta. Al amanecer Hermia había chapoteado a través de los bajíos, llevando su bicicleta, hasta la playa que había debajo de Hammershus. Había subido la empinada colina que llevaba al castillo, donde se quedó en los baluartes, igual que una reina medieval, para contemplar cómo el sol se alzaba sobre un mundo que cada vez estaba más dominado por aquellos nazis llenos de odio, gritones y presuntuosos a los cuales tanto aborrecía.

Pasó el día yendo, cosa de cada media hora, de una parte de las ruinas a otra o paseando por los bosques, o bajando a la playa, de tal manera que a los turistas no les resultara evidente que estaba esperando allí para reunirse con alguien. Sufría una combinación de terrible tensión y aburrimiento capaz de hacerla bostezar que encontró extrañamente agotadora.

Se distrajo rememorando su último encuentro con Arne. El recuerdo no podía ser más dulce. Hermia se había asombrado a sí misma haciendo el amor con él encima de la hierba a plena luz del día, pero no lo lamentaba. Recordaría aquello durante toda su vida.

Había esperado que Arne llegaría en el transbordador de la noche. La distancia que había entre el puerto de Ronne y el castillo de Hammershus solo era de veinticuatro kilómetros. Arne podía recorrerlos en una hora pedaleando sobre su bicicleta, o en tres si iba andando. Pero no apareció durante la mañana.

Aquello la puso bastante nerviosa, pero se dijo que no debía preocuparse. La última vez había sucedido lo mismo: Arne perdió el transbordador de la noche y tomó el que zarpaba por la mañana. Hermia dio por sentado que llegaría aquella tarde.

La última vez se había quedado allí sentada a esperarlo, y él no apareció hasta la mañana siguiente. Ahora se sentía demasiado impaciente para ello. Cuando tuvo la seguridad de que Arne no podía haber llegado en el transbordador de la noche, decidió ir a Ronne en su bicicleta.

Luego fue poniéndose cada vez más nerviosa conforme pasaba de los solitarios caminos del campo a las concurridas calles del pequeño pueblo.

Se dijo que aquello era más seguro —su presencia llamaba más la atención en el campo, y en el pueblo podía perderse entre la gente—, pero la sensación era justo la opuesta. Hermia veía sospecha en los ojos de todo el mundo, no solo en los policías y los soldados, sino en los tenderos en la entrada de sus comercios, en los carteros que guiaban a sus caballos, en los viejos que fumaban sentados en los bancos y en los estibadores que tomaban té en el muelle. Estuvo un rato dando vueltas por el pueblo, tratando de evitar que su mirada se encontrase con la de nadie, y luego fue a un hotel del puerto y se comió un bocadillo. Cuando atracó el transbordador, se unió a un grupito de personas que estaban esperando para dar la bienvenida a los pasajeros. Hermia fue examinando el rostro de cada uno mientras desembarcaban, esperando que Arne llevara alguna clase de disfraz.

Tardaron unos cuantos minutos en bajar todos. Cuando la afluencia se detuvo y los pasajeros empezaron a subir a bordo para el viaje de vuelta, Hermia comprendió que Arne no estaba en el transbordador.

Se preguntó qué debía hacer a continuación. Había cien explicaciones posibles para el hecho de que Arne no hubiese aparecido, que iban desde lo trivial hasta lo trágico. ¿Se había asustado y había abandonado la misión? Hermia se sintió un poco avergonzada al ver que era capaz de sospechar algo semejante de él, pero siempre había tenido sus dudas acerca de que Arne tuviese madera de héroe. Pero lo más probable era que se hubiese visto retrasado por algo tan estúpido como un tren que no llegaba a la hora prevista. Desgraciadamente, Arne no tenía ninguna manera de hacérselo saber.

Pero entonces reparó en que ella quizá pudiera entrar en contacto con él.

Le había dicho que se escondiera en la casa de Jens Toksvig, en el distrito Nyboder de Copenhague. Jens tenía teléfono, y Hermia conocía el número.

Titubeó. Si por la razón que fuese la policía estaba escuchando todo lo que se dijera por el teléfono de Jens, podían seguir el rastro de la llamada y entonces sabrían… ¿qué? Que podía estar ocurriendo algo en Bornholm. Eso sería grave, pero no fatal. La alternativa era buscar algún sitio donde pasar la noche y esperar hasta ver si Arne llegaba en el próximo transbordador. Hermia no tenía la paciencia necesaria para eso.

Volvió al hotel e hizo la llamada.

Mientras la operadora establecía la conexión, Hermia deseó haber dedicado un poco más de tiempo a pensar en lo que diría. ¿Debería preguntar por Arne? Si alguien estaba escuchando la conversación, eso revelaría su paradero. No, tendría que hablar en acertijos y adivinanzas, como había hecho cuando llamaba desde Estocolmo. Probablemente sería Jens quien respondiera al teléfono. Hermia pensó que él reconocería su voz. Si no, diría: «Soy tu amiga de Bredgade, ¿te acuerdas de mí?». Bredgade era la calle en la que se encontraba la embajada británica cuando Hermia trabajaba allí. Eso debería ser suficiente para él…, aunque también podía ser suficiente para alertar a un detective.

Entonces descolgaron el auricular al otro lado antes de que Hermia tuviera tiempo de terminar de pensar en lo que estaba haciendo, y una voz masculina dijo:

—¿Diga?

Desde luego no era Arne. Hubiese podido ser Jens, pero Hermia llevaba más de un año sin oír su voz.

—Hola —dijo.

—¿Quién habla?

Jens tenía veintinueve años, y aquella voz pertenecía a un hombre bastante mayor.

—Querría hablar con Jens Toksvig, por favor.

—¿Quién llama?

¿Con quién demonios estaba hablando? Jens vivía solo. Quizá su padre había ido a pasar unos días con él. Pero Hermia no iba a dar su verdadero nombre.

—Soy Hilde.

—¿Hilde qué?

—Él ya sabrá quién soy.

—¿Podría decirme cuál es su apellido, por favor?

Aquello era bastante ominoso. Hermia decidió que intentaría salirse con la suya fingiendo que se enfadaba.

—¡Oiga, no sé quién diablos es usted! Pero le aseguro que no he llamado para perder el tiempo con jueguecitos estúpidos, así que haga el favor de decirle a Jens que se ponga al maldito teléfono.

No funcionó.

—Necesito saber cuál es su apellido.

Hermia decidió que aquello no era alguien que se estuviese entreteniendo con juegos.

—¿Quién es usted?

Hubo una larga pausa, y luego el hombre replicó:

—Soy el sargento Egill de la policía de Copenhague.

—¿Jens se ha metido en algún lío?

—¿Cuál es su nombre completo, por favor?

Hermia colgó.

Se sentía perpleja y asustada. Las cosas no podían estar peor. Arne había buscado refugio en la casa de Jens, y ahora la casa estaba vigilada por la policía. Aquello solo podía significar que habían descubierto que Arne se estaba escondiendo allí. Tenían que haber detenido a Jens, y quizá también a Arne. Trató de no echarse a llorar. ¿Volvería a ver alguna vez a su amado?

Salió del hotel y miró a través de la bahía hacia donde quedaba Copenhague, a ciento cincuenta kilómetros de distancia en la dirección del sol poniente. Arne probablemente estaba encerrado en una cárcel de allí.

Hermia no estaba dispuesta a reunirse con su pescador y regresar a Suecia con las manos vacías. Si lo hacía, estaría dejando abandonados a su suerte a Digby Hoare, Winston Churchill y miles de aviadores ingleses.

La sirena del transbordador hizo sonar la llamada del «todos a bordo» con un estrépito como el de un gigante perdido. Hermia subió de un salto a su bicicleta y pedaleó furiosamente hacia el muelle. Tenía un juego completo de papeles falsificados, incluyendo tarjeta de identidad y libreta de racionamiento, por lo que podía superar cualquier control. Compró un billete y se apresuró a subir a bordo. Tenía que ir a Copenhague. Tenía que averiguar qué le había sucedido a Arne. Tenía que conseguir su película, si es que él había llegado a tomar alguna fotografía. Cuando hubiera hecho todo aquello, ya se preocuparía de cómo iba a salir de Dinamarca y llevar la película hasta Inglaterra.

La sirena volvió a sonar quejumbrosamente y el transbordador fue alejándose lentamente del muelle.