13

La vida de Harald estaba destrozada. Se habían esfumado todos sus proyectos y no tenía futuro. Pero, en vez de torturarse pensando en su destino, estaba impaciente por encontrarse de nuevo con Karen Duchwitz. Recordaba su blanca piel y sus cabellos intensamente rojos, su manera de andar por la habitación, como si estuviera bailando. Nada le parecía más importante que volver a verla.

Dinamarca es un país pequeño y hermoso, pero yendo a cuarenta kilómetros por hora parecía el interminable desierto. La motocicleta que quemaba turba de Harald tardó un día y medio en ir desde su casa en Sande hasta Kirstenslot, cruzando todo el país.

El progreso de la motocicleta por aquel paisaje que se ondulaba monótonamente se volvió todavía más lento debido a las averías. Harald sufrió un pinchazo cuando se encontraba a unos ochenta kilómetros de su casa. Luego, en el largo puente que unía la península de Jutlandia con la isla central de Fionia, se le rompió la cadena. Originalmente la motocicleta Nimbus había tenido un eje de impulsión, pero como conectarlo a un motor de vapor resultaba muy difícil, Harald había cogido una cadena y unas cuantas ruedas dentadas de una vieja cortadora de césped. Entonces tuvo que empujar la motocicleta durante varios kilómetros hasta un garaje y hacer que le pusieran una nueva conexión. Cuando hubo terminado de atravesar Fionia, ya había partido el último transbordador que iba a la isla de Selandia. Aparcó la motocicleta, dio cuenta de la comida que le había dado su madre —tres gruesas lonchas de jamón y una rebanada de pastel— y pasó una fría noche en el muelle esperando. Cuando volvió a encender la caldera a la mañana siguiente, la válvula de seguridad había producido una filtración, pero Harald consiguió taponarla con goma de mascar y un poco de masilla.

Llegó a Kirstenslot a última hora de la tarde del sábado. Aunque estaba impaciente por ver a Karen, no fue inmediatamente al castillo. Pasó por delante del monasterio en ruinas y la entrada al castillo, cruzó el pueblecito con su iglesia, su taberna y su estación de tren, y encontró la granja que había visitado yendo con Tik. Estaba seguro de que allí podría conseguir un trabajo. Era el momento apropiado del año, y él era joven y fuerte.

Una gran alquería se alzaba en el centro de un patio muy limpio. Mientras aparcaba la motocicleta, Harald se vio observado por dos niñas, que imaginó serían nietas del granjero Nielsen, el hombre de cabellos blancos al que había visto volviendo de la iglesia.

Encontró al granjero en la parte de atrás de la casa, vestido con una camisa sin cuello y unos embarrados pantalones de pana, apoyado en una valla y fumando una pipa.

—Buenas tardes, señor Nielsen —dijo.

—Hola, muchacho —dijo Nielsen cautelosamente—. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Me llamo Harald Olufsen. Necesito un trabajo, y Josef Duchwitz me dijo que usted contrata gente durante el verano.

—Este año no, hijo.

Harald quedó consternado. Ni siquiera se le había ocurrido tomar en consideración la posibilidad de que su oferta fuera rechazada.

—Soy muy trabajador…

—No lo dudo, y pareces lo bastante fuerte, pero no estoy contratando a nadie.

—¿Por qué no?

Nielsen arqueó una ceja.

—Podría decirte que eso no es asunto tuyo, muchacho, pero yo también fui un joven impetuoso, así que te diré que los tiempos se han puesto muy duros, los alemanes compran la mayor parte de lo que produzco a un precio decidido por ellos, y no hay dinero para pagar a los trabajadores estacionales.

—Trabajaré a cambio de comida —dijo Harald desesperadamente. No podía volver a Sande.

Nielsen le lanzó una mirada penetrante.

—Se diría que te has metido en alguna clase de lío, ¿verdad? Pero no puedo contratarte en esos términos. Tendría problemas con el sindicato.

No parecía haber ninguna manera de solucionarlo. Harald buscó alguna alternativa. Quizá pudiera encontrar trabajo en Copenhague, pero ¿dónde viviría entonces? Ni siquiera podía acudir a su hermano, que vivía en una base militar donde no estaba permitido que las visitas se quedaran a dormir.

—Lo siento, hijo —dijo Nielsen al ver lo preocupado que se había quedado Harald, y vació su pipa golpeándola contra el tablón de arriba de la valla—. Ven, te acompañaré hasta fuera.

El granjero probablemente pensaba que Harald se encontraba lo bastante desesperado para robar. Los dos fueron alrededor de la casa hasta llegar al patio delantero.

—¿Qué demonios es eso? —dijo Nielsen en cuanto vio la motocicleta, con su caldera exhalando vapor suavemente.

—No es más que una motocicleta normal y corriente, pero la he modificado para que funcione con turba.

—¿Qué distancia has recorrido en ella?

—He venido desde Morlunde.

—¡Santo Dios! Parece a punto de estallar en cualquier momento.

Harald se sintió ofendido.

—No hay ningún peligro —dijo con indignación—. Entiendo de motores. De hecho, hace unas semanas reparé uno de sus tractores. —Por un instante Harald se preguntó si Nielsen no podría contratarlo impulsado por la gratitud, pero luego se dijo que no debía ser tan idiota. La gratitud no pagaría salarios—. Tenía una filtración en la bomba de inyección.

Nielsen frunció el ceño.

—Lo que tú digas.

Harald echó otro trozo de turba dentro de la caja de fuego.

—Estaba pasando el fin de semana en Kirstenslot. Josef y yo nos encontramos con uno de sus hombres, Frederik, cuando él estaba intentando poner en marcha un tractor.

—Ya me acuerdo. Así que tú eres aquel muchacho, ¿eh?

—Sí —dijo Harald, subiéndose a la motocicleta.

—Espera un momento. Quizá pueda contratarte.

Harald lo miró, sin atreverse a concebir esperanzas.

—No puedo permitirme tener trabajadores, pero un mecánico ya es otra cosa —dijo Nielsen—. ¿Entiendes de toda clase de maquinaria?

Harald decidió que no era el momento de ser modesto.

—Normalmente puedo reparar cualquier cosa que tenga un motor.

—Yo tengo media docena de máquinas que ahora no están haciendo nada debido a la falta de recambios. ¿Crees que podrías hacerlas funcionar?

—Sí.

Nielsen miró la motocicleta.

—Si eres capaz de hacer eso, quizá podrías reparar mi sembradora.

—No veo por qué no.

—De acuerdo —dijo el granjero con súbita decisión—. Te pondré a prueba.

—¡Gracias, señor Nielsen!

—Mañana es domingo, así que preséntate aquí a las seis de la mañana del lunes. Nosotros los granjeros empezamos a trabajar temprano.

—Aquí estaré.

—No llegues tarde.

Harald abrió el regulador para dejar que el vapor entrara en el cilindro y se fue antes de que Nielsen pudiera cambiar de parecer.

En cuanto estuvo lo bastante lejos para que no lo pudieran oír, Harald dejó escapar un grito de triunfo. Tenía un trabajo —uno mucho más interesante que servir a la clientela en una mercería—, y lo había conseguido él solo. Se sintió lleno de confianza en sí mismo. Tendría que arreglárselas por su cuenta, pero era joven, fuerte e inteligente. Todo iba a salir bien.

Ya estaba oscureciendo cuando entró en el pueblo, y estuvo a punto de no ver al hombre con un uniforme de policía que entró en el camino y le hizo señas de que se detuviera. Harald frenó en el último instante, y la caldera exhaló una nube de vapor a través de la válvula de seguridad. Harald reconoció al policía como Per Hansen, el nazi local.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Hansen, señalando la motocicleta.

—Es una motocicleta Nimbus reconvertida para que funcione con vapor —le dijo Harald.

—Pues a mí me parece bastante peligrosa.

Harald enseguida perdía la paciencia con aquella clase de entrometidos, pero se obligó a responder educadamente.

—Le aseguro que es totalmente inofensiva, agente. ¿Está llevando a cabo alguna clase de investigación oficial, o solo quería satisfacer su curiosidad?

—No seas tan descarado conmigo, muchacho. Te he visto antes, ¿verdad?

Harald se dijo que no debía enemistarse con la ley. Aquella semana ya había pasado una noche en la cárcel.

—Me llamo Harald Olufsen.

—Eres un amigo de los judíos que hay en el castillo.

Harald perdió los estribos.

—Quienes sean mis amistades no es asunto suyo.

—¡Vaya! ¿No lo es? —Hansen puso cara de satisfacción, como si hubiera obtenido el resultado que deseaba—. Ya te he tomado la medida, joven —dijo maliciosamente—. No te quitaré el ojo de encima. Y ahora vete.

Harald se fue, maldiciendo por lo poco que le costaba enfadarse. Ahora había convertido en un enemigo al policía local solo por una observación acerca de los judíos. ¿Cuándo aprendería a no meterse en líos?

Detuvo la motocicleta en la fachada oeste de la iglesia abandonada; luego fue andando por el claustro y entró en la iglesia por una puerta lateral. Al principio solo pudo distinguir formas fantasmales a la tenue luz del anochecer que entraba por los ventanales. Cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra, distinguió el largo Rolls-Royce debajo de su lona, las cajas llenas de viejos juguetes, y el biplano Hornet Moth con sus alas plegadas. Harald tuvo la sensación de que nadie había entrado en la iglesia desde la última vez que él estuvo allí.

Abrió la gran puerta principal, metió la motocicleta por ella y la cerró.

Luego se permitió un instante de satisfacción mientras apagaba el motor de vapor. Había cruzado todo el país en su motocicleta improvisada, había conseguido un trabajo y había encontrado un sitio en el cual quedarse. A menos que tuviera muy mala suerte, su padre no podría averiguar dónde estaba; pero en el caso de que hubiera alguna noticia familiar importante, su hermano sabía cómo ponerse en contacto con él. Y lo mejor de todo era que había una buena probabilidad de que viera a Karen Duchwitz. Se acordó de que a ella le gustaba fumar un cigarrillo en la terraza después de cenar, y decidió ir allí y ver si la encontraba. Era arriesgado —podía ser visto por el señor Duchwitz—, pero aquel día se sentía muy afortunado.

En una esquina de la iglesia, junto al banco de trabajo y el estante de las herramientas, había una pileta con un grifo de agua fría. Harald llevaba dos días sin lavarse. Se quitó la camisa y se aseó lo mejor que pudo hacerlo sin jabón. Luego lavó la camisa con agua, la colgó a secar en un clavo, y se puso la camisa limpia que llevaba en la bolsa.

Un camino recto como una flecha que tendría unos ochocientos metros de largo iba desde las puertas principales de la propiedad hasta el castillo, pero quedaba demasiado al descubierto, y Harald siguió una ruta más alejada para aproximarse al lugar a través del bosque. Pasó por delante de los establos, cruzó el huerto que abastecía a la cocina y estudió la parte de atrás de la casa desde el cobijo que le ofrecía un cedro. Pudo identificar la sala de estar por sus puertaventanas, que se hallaban abiertas a la terraza. Se acordaba de que el comedor estaba justo al lado. Las cortinas del oscurecimiento todavía no se encontraban corridas, porque las luces eléctricas aún no habían sido encendidas, aunque Harald vio el parpadeo de una vela.

Supuso que la familia estaba cenando. Tik estaría en la escuela —a los muchachos de la Jansborg Skole se les permitía ir a casa una vez cada quince días, y aquel era un fin de semana escolar— por lo que los comensales se limitarían a Karen y sus padres, a menos que hubiera invitados. Harald decidió arriesgarse a echar un vistazo más de cerca.

Cruzó la extensión de césped y subió sigilosamente hacia la casa. Oyó la voz de un locutor de la BBC diciendo que las fuerzas francesas de Vichy habían abandonado Damasco dejándolo en manos de un ejército compuesto por británicos, soldados de la Commonwealth y franceses libres. Oír hablar de una victoria británica representaba un cambio muy agradable, pero a Harald le costaba ver de qué manera unas buenas noticias llegadas de Siria iban a ayudar a su prima Monika en Hamburgo. Atisbando a través de la puertaventana del comedor, vio que la cena ya había terminado y una doncella estaba recogiendo la mesa.

Un instante después, una voz habló detrás de él diciendo:

—¿Qué te crees que estás haciendo?

Harald se volvió en redondo.

Karen venía hacia él por la terraza. Su pálida piel parecía relucir con luz propia bajo la penumbra del anochecer. Llevaba un vestido de seda de un azul verdoso suavemente aguado. Su porte de bailarina creaba la impresión de que estaba deslizándose sobre el suelo. Parecía un fantasma.

—¡Calla! —dijo Harald.

Ya apenas si había luz, y Karen no lo reconoció.

—¿Callarme? —exclamó con indignación. No había nada de fantasmal en su tono desafiante—. ¿Encuentro a un intruso mirando dentro de mi casa por una ventana y me dice que me calle? —Se oyó un ladrido procedente del interior.

Harald no fue capaz de decidir si Karen estaba genuinamente escandalizada o solo divertida.

—¡No quiero que tu padre sepa que estoy aquí! —murmuró con voz apremiante.

Thor, el viejo setter rojizo, llegó corriendo dispuesto a hacer pedazos a un ladrón, pero reconoció a Harald y le lamió la mano.

—Soy Harald Olufsen. Estuve aquí hace dos semanas.

—¡Oh, el chico del boogie woogie! ¿Qué estás haciendo acechando en la terraza? ¿Has vuelto para desvalijarnos?

Para consternación de Harald, el señor Duchwitz vino a la puertaventana y miró hacia fuera.

—¿Karen? —dijo—. ¿Hay alguien ahí?

Harald contuvo la respiración. Si Karen lo traicionaba ahora, podía echarlo a perder todo.

El señor Duchwitz miró fijamente a Harald en la penumbra, pero no pareció reconocerlo, y pasados unos instantes soltó un gruñido y volvió a entrar.

—Gracias —jadeó Harald.

Karen se sentó encima de un murete y encendió un cigarrillo.

—Eres bienvenido, pero tendrás que contarme a qué viene todo esto. —El vestido hacía juego con el verde de sus ojos, los cuales brillaban en su cara como si estuvieran iluminados desde dentro.

Harald se sentó encima del murete y se volvió hacia ella.

—Discutí con mi padre y me fui de casa.

—¿Por qué has venido aquí?

La misma Karen ya era la mitad de la razón por la cual había venido, pero Harald decidió no decírselo.

—Tengo un trabajo con el granjero Nielsen, reparando sus tractores y sus máquinas.

—Qué emprendedor eres. ¿Dónde estás viviendo?

—Hum… en el viejo monasterio.

—Y además eres presuntuoso.

—Lo sé.

—Supongo que te habrás traído mantas y todas esas cosas.

—Pues la verdad es que no.

—De noche puede llegar a hacer bastante fresco.

—Sobreviviré.

—Hum… —Karen fumó en silencio durante un rato, contemplando cómo la oscuridad iba descendiendo sobre el jardín igual que una neblina. Harald la estudió, fascinado por el crepúsculo de las formas de su rostro, la ancha boca y la nariz ligeramente torcida y la masa de aquellos finos cabellos que lograban combinarse de alguna manera para ser embrujadoramente hermosos. Observó sus carnosos labios mientras expulsaba el humo. Finalmente Karen tiró su cigarrillo dentro de un arriate de flores, se levantó y dijo—: Bien, pues buena suerte. —Luego entró en la casa y cerró la puertaventana tras ella.

Harald pensó que aquella despedida había sido más bien abrupta. Se sentía un poco abatido, y se quedó un par de minutos allí donde estaba. Le habría encantado poder estar hablando con ella durante toda la noche, pero Karen se había aburrido de él en cinco minutos. Se acordó de cómo lo había hecho sentirse alternativamente bienvenido y rechazado durante la visita de su fin de semana. Quizá era un juego o quizá reflejaba lo vacilante de sus propios sentimientos. A Harald le hizo ilusión pensar que Karen podía experimentar alguna clase de sentimientos hacia él, aunque fueran inestables.

Volvió andando al monasterio. El aire nocturno ya se estaba enfriando. Karen tenía razón, haría bastante fresco. La iglesia tenía un suelo de baldosas que tenía aspecto de ser muy frío. Harald se lamentó de que no se le hubiera ocurrido traerse una manta de casa.

Miró alrededor en busca de una cama. La luz de las estrellas que entraba por las ventanas iluminaba tenuemente el interior de la iglesia. El extremo este tenía un muro curvado que en el pasado había circundado el altar. En uno de sus lados había una repisa muy ancha incorporada a la pared. Un reborde embaldosado sobresalía por encima de ella, y Harald supuso que en el pasado habría enmarcado algún objeto de veneración: una reliquia sagrada, un cáliz adornado con joyas, un cuadro de la Virgen. Ahora, sin embargo, se parecía a una cama más que ninguna otra cosa que pudiera ver, y se acostó sobre la repisa.

Por una ventana sin cristal podía ver las copas de los árboles y un espolvoreo de estrellas en un cielo azul medianoche. Pensó en Karen. La imaginó tocándole los cabellos con un gesto lleno de ternura, rozando sus labios con los suyos, rodeándolo con sus brazos y estrechándolo contra ella. Aquellas imágenes eran distintas de las escenas que había imaginado antes con Birgit Claussen, la chica de Morlunde con la que estuvo saliendo durante la Pascua. Cuando era Birgit la que protagonizaba sus fantasías, siempre estaba quitándose el sujetador, rodando sobre una cama o arrancándole la camisa a Harald en su prisa por poder tocarlo. Karen interpretaba un papel más sutil, más relacionado con el amor que con el deseo, aunque en las profundidades de sus ojos siempre estaba la promesa del sexo.

Harald tenía frío. Se levantó. Quizá podría dormir dentro del aeroplano. Buscando a tientas en la oscuridad, encontró la manecilla de la puerta. Peto cuando la abrió oyó un ruido de correteos, y recordó que los ratones se habían instalado en el tapizado. Harald no temía a las criaturas que correteaban de un lado a otro, pero tampoco se sentía capaz de acostarse junto a ellas.

Pensó en el Rolls-Royce. Podía hacerse un ovillo en el asiento trasero. Sería más cómodo que el Hornet Moth. Quitar la lona que lo cubría podía requerir algo de tiempo en la oscuridad, pero quizá valdría la pena. Harald se preguntó si las puertas del coche estarían cerradas.

Harald había empezado a debatirse con la lona en busca de cualquier clase de sujeción que pudiera haber, cuando oyó un suave rumor de pasos. Se quedó helado. Un instante después, el haz de una linterna eléctrica barrió la ventana. ¿Tendrían los Duchwitz una patrulla de seguridad durante la noche?

Harald miró por la puerta que llevaba al claustro. La linterna se estaba aproximando. Se quedó inmóvil con la espalda pegada a la pared, tratando de no respirar. Entonces oyó una voz.

—¿Harald?

El corazón de Harald saltó de placer.

—Karen.

—¿Dónde estás?

—En la iglesia.

El haz de la linterna encontró a Harald, y luego Karen lo dirigió hacia arriba para que derramara una claridad general. Harald vio que Karen cargaba con un fardo.

—Te he traído unas cuantas mantas.

Harald sonrió. Agradecería el calor, pero lo que realmente lo hacía feliz era el hecho de que su persona le importara un poco a Karen.

—Estaba pensando dormir dentro del coche.

—Eres demasiado alto.

Cuando desdobló las mantas, Harald encontró algo dentro.

—Pensé que podías tener hambre —explicó Karen. A la luz de la linterna de Karen, Harald vio media hogaza de pan, una cestita de fresas y un trozo de salchicha. También había una cantimplora. Desenroscó el tapón y olió café fresco.

Se dio cuenta de que estaba famélico y se lanzó sobre la comida, intentando no devorarla como un chacal muerto de hambre. Entonces oyó un maullido, y un gato entró en el círculo de luz. Era el flaco felino blanco y negro que había visto la primera vez que entró en la iglesia. Harald dejó caer al suelo un trozo de salchicha. El gato lo husmeó, le dio la vuelta con una pata y luego empezó a comérselo delicadamente.

—¿Cómo se llama? —le preguntó Harald a Karen.

—No creo que tenga nombre. Vive por ahí.

En la parte de atrás de su cabeza el gato tenía una cresta de pelo que se elevaba como una pirámide.

—Me parece que lo llamaré Pinetop —dijo Harald—. Por mi pianista favorito.

—Buen nombre.

Harald se lo comió todo.

—Chica, estaba magnífico. Gracias.

—Hubiese debido traer más. ¿Cuándo fue la última vez que comiste?

—Ayer.

—¿Cómo llegaste hasta aquí?

—En mi motocicleta. —Señaló a través de la iglesia el sitio donde había aparcado la motocicleta—. Pero va muy despacio porque funciona con turba, así que tardé dos días en llegar hasta aquí desde Sande.

—Cuando has decidido hacer algo, vas y lo haces. Eres todo un carácter, Harald Olufsen.

—¿Lo soy? —preguntó Harald, no estando muy seguro de si aquello era un cumplido.

—Sí. De hecho, nunca había conocido a alguien como tú.

Después de pensárselo bien, Harald se dijo que aquello se aproximaba bastante a ser un cumplido.

—Bueno, si he de decirte la verdad, el caso es que yo siento lo mismo acerca de ti.

—Oh, vamos. El mundo está lleno de niñas ricas demasiado mimadas que quieren ser bailarinas de ballet, pero ¿cuántas personas han cruzado Dinamarca en una motocicleta que quema turba?

Harald rió, complacido. Luego guardaron silencio durante unos momentos.

—Sentí mucho lo de Poul —dijo Harald finalmente—. Tiene que haber sido un golpe terrible para ti.

—Fue realmente devastador. Me pasé el día entero llorando.

—¿Estabais muy unidos?

—Solo habíamos salido tres veces y no estaba enamorada de él, pero aun así fue horrible —dijo Karen. Las lágrimas acudieron a sus ojos, y sorbió aire por la nariz y tragó saliva. Harald quedó vergonzosamente complacido al enterarse de que no había estado enamorada de Poul.

—Es muy triste —dijo, y se sintió bastante hipócrita.

—Cuando mi abuela murió quedé destrozada, pero de algún modo esto fue peor. La abuela era vieja y estaba enferma, pero Poul estaba tan lleno de energía, era tan divertido, se lo veía tan apuesto y en tan buena forma…

—¿Sabes cómo ocurrió? —se atrevió a preguntar Harald.

—No, porque el ejército se ha estado mostrando ridículamente reservado —dijo ella, y una sombra de irritación apareció en su voz—. Lo único que dicen es que Poul se estrelló con su avión y que los detalles no pueden ser divulgados.

—Quizá están ocultando algo.

—¿Como qué? —preguntó ella secamente.

Harald se dio cuenta de que no podía contarle lo que pensaba sin revelar su propia conexión con la resistencia.

—¿Su propia incompetencia? —improvisó—. Quizá el avión no había sido revisado adecuadamente.

—No utilizarían la excusa del secreto militar para ocultar algo así.

—Por supuesto que podrían hacerlo. ¿Quién iba a saberlo?

—No creo que nuestros oficiales tengan tan poco sentido del honor —dijo ella rígidamente.

Harald se dio cuenta de que la había ofendido, como cuando la vio por primera vez y de la misma manera, mostrándose despectivo acerca de su credulidad.

—Supongo que tienes razón —se apresuró a decir. Sus palabras realmente no eran sinceras, porque estaba seguro de que Karen se equivocaba. Pero no quería discutir con ella. Karen se levantó.

—He de volver antes de que lo cierren todo —dijo, y su voz sonó muy fría.

—Gracias por la comida y las mantas. Eres un ángel de la misericordia.

—No es mi papel habitual —dijo ella, suavizando un poco su tono.

—¿Quizá te veré mañana?

—Quizá. Buenas noches.

—Buenas noches.

Un instante después se había ido.