Primera tarea de salvamento

—No es lo mismo, Tulio, observar con lupa que sin lupa. Si miras con lupa todo lo verás grandioso, enciclopédico, sorprendente y prócer de estatura, y sin lupa, estreñido, mezquino, incluido en un dedal o en el bíblico ojo de la aguja. Por eso me fascina tanto recordar con lupa a mis antepasados, porque en lugar de verlos como granos de luz en el distante fondo de un pozo consigo tenerlos delante de mis ojos tal como eran cuando cumplían las tres funciones elementales ordenadas por el primer cerebro del que hablaba Henri Laborit, que es el de los reptiles: comer, respirar y procrear, tareas que no son, por supuesto, las de la superestructura, que corresponden no al segundo crebro, que es el de los mamíferos, sino al tercero, que es el del hombre: arrellanarse en el butacón de un cine para ver una película de Alain Resnais o de Orson Welles, leer una novela policiaca, discutir de política, inmiscuirse en la vida ajena, aconsejar prudencia, conspirar, caer preso, decir con Gracián que lo bueno, si breve, es dos veces bueno, o arrugar filosóficamente el entrecejo para sentenciar que nadie puede dar lo que posee porque, al darlo, hace ya mucho rato que era del otro, porque de alguna forma el otro lo mereció.

—¿Y a qué viene toda esa retórica peninsular, que más parece un trabalenguas que el inicio de una conversación?

—Muy pronto sabrás por qué viene en lugar de irse —sentí alegría de haber aturdido a Tulio con mi pirotecnia verbal, que podía, para mi mayor satisfacción, arribar a situaciones límites— .

Todo este rodeo conduce a la necesidad de explicarte que, por encima de cualquier contingencia, me fascina también comprobar que todos, o casi todos, mis antepasados eran espiritistas convictos y confesos, como yo.

—Lo que se hereda no se hurta —apostilló Tulio, arrimando la brasa a la sardina popular.

—Pero también se hurta lo que no nos corresponde heredar.

¿Te das cuenta, Tulio, cómo se pueden invertir los términos de la ecuación sin falsear la historia ni trastocar los equinoccios, con qué facilidad, con qué precisión ontológica, con qué respeto tan dúctil a la naturaleza del hombre? La sabiduría contenida en los refranes, apólogos y consejas es tal que puedes retozar con los fonemas a tu arbitrio, sabiendo que dices la verdad, pero al mismo tiempo presumiendo que el orden semántico de los factores, contra lo que nos enseñaron en el bachillerato, sí va a alterar el producto. Es lo que hago constantemente: invertir las palabras en la oración mayestática (invertir suprimiendo, agregando, aliñando) hasta dar con otra oración redonda y pulimentada que destile el mismo consenso popular, aunque asumiendo el riesgo de que la semiótica entre en crisis, como le preocupaba a Umberto Eco, cuando los signos portadores de contenidos se extravían en el desierto, es decir cuando el mensaje enviado por un emisor deja de ser el mismo que recibe el destinatario. ¿Quieres algunos ejemplos? El hábito hace al monje. Mal de pocos, consuelo de sabio. Árbol que nace torcido quizás logre enderezar su tronco.

Más vale cien pájaros volando que uno muerto en la mano. Perro que muerde también puede ladrar.

—Ya, Sebastián, por favor, que no estoy hecho de caoba para darme a la empresa personal de resistir los embates del viento —acaso, fugazmente, Tulio se sintió feliz de poder jugar, como yo, con las palabras—. Prefiero que después de tantos atajos empieces a hablarme de tus antepasados.

—Mi abuelo Serafín dijo haber visto al diablo en dos oportunidades y conversado con él en francés, idioma que sólo dominaba cuando Allan Kardec se posesionaba de su cuerpo. Mi abuela Micaela fue tan buena echadora de barajas que alcanzó a vaticinar con diez años de antelación la fecha exacta de su muerte.

Gregorio Manuel, el abuelo por la otra línea, la materna, curaba la epilepsia sin muchos aspavientos, aplicando la mano en el colodrillo del paciente. Mi tío Víctor Gabriel, que era medio loco también era medio médium, porque entre algunos de los disparates que iba profiriendo mientras reproducía los movimientos de un orangután, lograba adelantarse a las veleidades de la naturaleza y anunciar con pasmosa precisión el advenimiento de una prolongada sequía o el inminente inicio de la temporada ciclónica.

Mi tía Escolástica decía no poseer ningún conocimiento culinario pero elaboraba los más exquisitos budines gracias al auxilio del espíritu de un repostero que le indicaba la forma en que debía batir los huevos, la cantidad de leche y las cucharadas de azúcar que era necesario emplear, y cuándo debía separar la olla del anafe para detener la cocción. Ah, y mi tía Carmela, todavía, si la miro con lupa, después de un instantáneo conteo regresivo, puedo verla como la vi en mi niñez, con los inconsolables cabellos en desorden y los ojos afiebrados, toda Casandra ella, diciendo que el Armagedón ya estaba al doblar de la esquina. Sin preguntarme si podía ser la esquina rosada o la verde o la gris que conduce a la nostalgia, ya instalado cómodamente en el húmedo sótano del pasado escuché otra vez nítidamente las profecías que ella fue elaborando a partir de sus lecturas de San Juan, la oí decir que Cuba sería muy pronto un país de hielo, las palmeras bajo la nieve como si las hubieran trasplantado a Siberia y nuestros atolondrados animalitos del campo, la tojosa y el sijú, mirando con fragmentos de ansiedad aquella pesadilla blanca. Pero el Armagedón, agregaba, iba a ser algo más que hielo y nieve, la Tierra se achataría por los polos hasta convertirse en un disco de la Víctor, y Cuba sería barrida por el mar, dejando de ser una isla larga y estrecha para emerger más tarde de las aguas en forma de pera o como un óvalo perfecto, con Santiago al norte, Pinar al sur y La Habana en el mismo centro insular. Como semejante sorpresa telúrica llenaría nuestro territorio de lagunas y pantanos, tía Carmela empezó a sostenerse como las garzas en un solo pie, imaginando el agua a la altura de sus tobillos mientras la gente sonreía socarronamente mirando cojear a la dueña de aquellas dos piernas que, in the worst sense of the word, eran la comidilla del pueblo, no porque específicamente tía Carmela hubiera asumido la postura de las garzas y los flamencos, sino porque sus pantorrillas, según el malicioso decir de los hombres, parecían hechas a mano. Y empezaron a decirlo justo cuando la malidicencia pública logró que tía Carmela engañara a su marido con un moro vendedor de organzas y muselinas, y también, también, con un pelotero negro al que la pobre sólo admiraba profesionalmente, pues aquel negro que se ganaba la vida remendando zapatos algún día, vaticinó, llegaría a jugar en las Grandes Ligas. Pero lo que nunca hubiera sospechado tía Carmela, como tampoco lo sospecha ahora Tulio, fue que me derrumbara en el butacón, despatarrado y laxo, entregado a la reflexión de todo lo que le faltaba y le sobraba al mundo para ser perfecto, y le sobraban, por ejemplo, los prostíbulos, los cuerpos policíacos, el ejército, los misiles y las cárceles, pero si yo estaba en disposición de transformarlo, si lo deseaba ardientemente, no podía desterrar al mismo tiempo todo lo que sobraba, atacar simultáneamente por todos los flancos como un general en víspera de la derrota, así que la escalada debía comenzar, cautelosamente, por suprimir las cárceles, por concederles la libertad a los presos, pensando que aunque todos los acusados no eran necesariamente inocentes, ahora se había puesto de moda (ésa era la expresión de Tulio) considerar que todos éramos culpables mientras no se demostrara lo contrario, pero aunque lo fuésemos, aunque lo fueran, aunque hubieran admitido su culpabilidad era preciso procurarles cuanto antes la libertad a cuantos cumplían largas condenas por los motivos más diversos: por sabotaje, conspiración, tenencia de divisas, salida ilegal del país, espionaje, malversación, diversionismo ideológico, asociación ilícita y/o divulgación de propaganda enemiga. Tulio me contó (¿estuvo encarcelado alguna vez como para tener esa experiencia?) que los presos se suicidaban aguantando la respiración hasta morir asfixiados, que un preso enloqueció al enterarse de que su mujer lo traicionó con el oficial que investigaba su causa, que mataban gatos y los cocinaban y se los comían para escapar de la prisión dando un elástico salto felino que les permitiera caer de pie del otro lado, que en sus pesadillas cumplían la condena pero sin saber por qué continuaban detrás de las rejas, y todo lo que Tulio me contó sólo sirvió para confirmarme en mi labor. Sin retroceder ni renunciar, sin acceder al mito fáustico de que no puede alcanzarse el bien por medio de la magia, volví a pensar con ahínco que podía existir un mundo mejor, y que si yo creía en él y luchaba por preservarlo, ese mundo existiría, es decir si luchaba dialécticamente entre el desgaste y el renuevo,entre los que frenan y aceleran. Tal vez (y sin tal vez) podría adelantar el advemiento si lograba situarme entre los policías y los ladrones, entre el detective y el asesino, entre el perro y la garrapata, entre los escritores marginados y los burócratas ceñudos, es decir si penetraba en el mundo de las contradicciones antagónicas y las hacía saltar en pedazos, pero ahora al ingresar a la cárcel como entran los intrusos en los hogares y los espías en un país, cuidando de no hacer ruido, de que nadie me vea, de que nadie se percate de mi presencia, caigo también en la cuenta de que mis preocupaciones son excesivas, nadie puede verme desde las aceras de Long Island o desde la calle Alcalá, nadie es capaz de observar mis vísceras transparentes o mi corazón de nylon mientras me acerco a las literas donde duermen los presos y con una linterna les voy iluminando el rostro uno tras otro para saber lo que están soñando, pero en seguida me arrepentí porque me golpeó el temor (aunque ese riesgo podía estar sólo en mi imaginación) de despertarlos. Apagué la linterna y me senté en el piso, adoptando la postura del loto como aconsejaba Tulio. Durante algunos minutos aguardé a que el azar proveyera, el azar o la inspiración, y de repente como azotado por una lluvia menuda comprobé que estaba transpirando, que tenía las manos húmedas, síntomas de que la inspiración acababa de visitarme. Sí, eso era lo que debía hacer, comunicarles el deseo de dormir a los guardias que estaban trepados a las garitas con los rifles pavorosos en las manos, a fin de que no pudieran advertir la fuga despavorida en caso de que yo lograra provocarla, y para completar la labor hice un nuevo esfuerzo de concentración y traté de dinamitar las rejas, pero por mucho que me afanaba no conseguía derribarlas. Para que no menguara aún más mi entusiasmo ya disminuido me aferré a una bruñida tabla de salvación y reflexioné que en lugar de oficiar de sepulturero de mis propias ilusiones debía aceptar con humildad que yo no era quién (acaso todavía) para transgredir la ley de la imposibilidad de los efectos inmediatos: el resultado de mi gestión no se apreciaría ahora sino un mes o un año más tarde. Sin embargo, aunque seguía utilizando con holgura los menos frecuentes mecanismos de defensa para infundirme ánimo, me entró por un oído y no me salió por el otro la voz de una lógica implacable que auguraba el fracaso de mi propósito. Quizá, pensé, yo había sobrestimado la anchura y la longitud de mis fuerzas, quizá aquélla no era la tarea de un solo hombre por mucha voluntad de servicio que lo animara, pero como lo último que debe perderse es la esperanza y lo único inaceptable es la derrota me dije desesperadamente que quizá pudiera convertir las rejas del penal en un queso y crear un inmenso roedor que lo engullera a dentelladas secas y calientes. Apenas lo intenté volví a sentir en la boca el sabor a cobre del fracaso, y torné a decirme que sin la ayuda de otra persona no era posible hacerlo, y mientras me abrumaba la condición de náufrago en una isla solitaria alguien empezó a rondar mi espalda, y entre todas las opciones medibles e inmedibles pensé que si no era otra persona (¿un mutante, un extraterrestre?) aquella sombra que sorteaba sin tropiezos los escollos y se acercaba a mi espalda podía ser Tulio, y era Tulio. Tulio siempre tan desmemoriado que nunca supo a ciencia cierta dónde había guardado la máquina de afeitar, si en el botiquín del baño o en una gaveta de la cómoda, que olvidaba siempre dónde dejó el bolígrafo y dónde el pañuelo y dónde el cinturón de piel de cocodrilo y dónde las chinelas y dónde su reloj pulsera, esta vez me sorprendió porque no había olvidado en qué lugar yo me encontraba. De inmediato conjeturé que él acababa de abandonar su cuerpo físico mientras dormía, ignorando con seguridad lo que pretendía hacer (tampoco en la vigilia lo iba a recordar) y acudía a colaborar conmigo, y entre los dos echamos abajo las rejas de las celdas, pero como no estábamos satisfechos, también entre los dos, como dos picapedreros vertiginosos y disciplinados, abrimos un boquete en los muros de la cárcel y al fin los presos en tropel alcanzaron a salir.