Maniobras del tiempo
En el bolsillo derecho del pantalón llevaba las llaves de su casa; en el izquierdo, las monedas recibidas de vuelta cuando hizo las compras en el supermercado. Las monedas. Sueltas. Cuando él introducía la mano en el bolsillo izquierdo, y la movía, las monedas emitían un sonido parecido a los gruñidos de su gato. Al menos, esa era su percepción: ruido de monedas al chocar igual a gruñido de Thalo.
Pero Thalo, su gato, ya no existía. Desde el día anterior, a las tres de la tarde, había dejado de ronronear, de mover la cola, de sacar la lengua y relamerse de gusto después de haber devorado su diaria ración de pescado. Sin recurrir a torpes analogías, podía confirmarse que Thalo se disolvió en el aire: pasó a la inmortalidad sin dejarnos su cuerpo para darle sepultura. A Beatriz le hubiera gustado que un montículo como una arruga de la tierra debajo del césped, y una rústica cruz de pino señalaran en el traspatio de nuestra casa su destino final. Pero no pudo ser. Un privilegio, después de todo.
Thalo está, ahora, del otro lado de la frontera, donde la gente deja de ser invisible para corporeizarse. He oído decir, para mi consuelo, que del otro lado renacen a la carne pero no a los pecados de la carne. Por eso, imagino a Beatriz agachada en medio de la sala, dándole de comer a Thalo en su plato de peltre, el único que aceptó a lo largo de su vida: el plato verde, verde Thalo, con algunos desconchados en los bordes. Repentinamente, es decir después del vértigo de la faena en el quirófano y del tratamiento de quimioterapia que no arrojó los resultados previstos, Beatriz también se había hecho invisible. Una madrugada. A las tres de la madrugada. “Desde entonces comenzó mi martirio”, dijo el hombre y volvió a remover las monedas dentro del bolsillo para desafiar su soledad, para comprobar que Thalo estaba vivo debajo de la tela del pantalón, que no había pasado al otro lado, donde Beatriz le proporcionaba todas las tardes, con puntualidad, una apetitosa ración de pescado. Pero dentro de tantas imprecisiones, en un instante de iluminación, el hombre consiguió admitir que Beatriz, Thalo y el pescado debían estar ocupando algún otro lugar en el espacio. De pronto el hombre se sintió colmado de celos porque no ignoraba que ella había dejado de ser invisible y recuperado su carne, la que un día poseyó aquí, una carne tibia, tersa, color de azúcar crudo, capaz de avivar todos los deseos y todas las pasiones incontrolables de los hombres que también habían logrado corporeizarse.
A ese rival lo había encontrado antes en otros escenarios muy diferentes. Siempre pudo advertir a tiempo que aquel hombre era en extremo cauteloso en la ejecución de sus propósitos. Yo también lo soy, algo que él ignoraba para su poca fortuna. Existe un sapo que cuando se siente amenazado en la floresta, mediante un brusco movimiento de sus patas logra situarse boca arriba para exhibir el color de su vientre, el mismo de ciertas salamandras venenosas que le permite engañar al adversario. Así escapa al apetito depredador de los mamíferos, pero no al de los reptiles. En opinión del hombre está referencia al disfraz del sapo estaba plenamente justificada. Veremos por qué. Con la cautela que era de esperarse, paso a paso, el rival dio sus primeras señales de vida, sacando provecho de las cuantiosas ventajas que le confería su condición de reptil.
Siempre existe un rival. Ocurría incluso que cuando el hombre se miraba al espejo, era observado con rivalidad por sus propios ojos. A falta de un rival, hay que inventarlo para satisfacción de la vanidad. Sin el opuesto no se puede vivir. Así que la presencia del Otro también estaba justificada. Tocó a la puerta, yo acudí a abrirle. Fue un gesto instintivo, un salto eléctrico, felino, porque el hombre, el hombre de la trama, estaba sentado en un butacón, leyendo, y yo quise ahorrarle la contrariedad de levantarse, de abandonar el libro en la mesa de luz, y de caminar luego hasta el portón, a cuya entrada, pervertido por las primeras sombras de la noche, aguardaba el rival, de pie, los brazos cruzados sobre el pecho. Había sido enviado por el destino, de otro modo el hombre no lo hubiera dejado pasar.
—Todo está en regla —dijo el rival.
—¿No hay problemas?
—Ninguno.
Más allá de las rocas que protagonizaban la costa, en efecto, tal como le anunciaron, había una balsa que era mecida por las olas. Pero el rival, la persona que debía compartir los riesgos del proyecto clandestino, no apareció. Esperó en vano una, dos, tres horas. La compañía del gato, de Thalo, le resultaba casi tan imprescindible como la de Beatriz, pero ella no debía asumir los peligros y las penalidades que acarreaba un viaje tan azaroso. De modo que estaba decidido: con las mejillas ultrajadas por el salitre subiría a la balsa acompañado únicamente de su gato, de Thalo. Beatriz viajaría más tarde, con un pasaje de avión en su bolso de mano. Era lo que habían calculado, no lo que ocurrió. De pronto, cuando ya lograba trepar a la balsa con el gato en la axila, el hombre intuyó que el rival le había tendido una trampa con olor a muerte. El océano, el mar inmenso y desaforado, no siempre contribuye a hacer valedero el sueño de los hombres.
Pero nadie es rival del otro por pura decisión arbitraria de un oráculo, o porque alguien le dé por asumir gratuitamente ese papel. Yo fui su rival en otra época, después de haber sido lagartija, ballena, jabalí, elefante, lechuza y gato, en rigurosa aparición hasta acceder a la condición de hombre. Si lo ofendí en algún otro momento anterior, ahora yo debía ser el ofendido. Son las reglas del juego. A ellas uno debe atenerse; gústele o no a quienes están obligados a aceptarlas. En aquellos momentos definitorios, él se llamaba Mauricio. Lo había conocido durante la celebración de la feria del libro de Guadalajara, donde un amigo dio lectura a su última novela. Después coincidimos en diferentes lugares y finalmente estabilizamos la amistad en Miami. Mauricio nos visitaba casi a diario, y con no escasa frecuencia, durante las sofocantes tardes del verano, traía en su auto un traje de baño para darse un chapuzón, decía, en la alberca de la casa de su amigo preferido, que sin duda era yo. Eugenia, mi mujer, sin reparar en mis gruñidos de desaprobación, sólo se echaba encima las ropas más vaporosas encontradas en el mercado, de modo que Mauricio y yo, cuando conversábamos con ella en los alrededores de la alberca, no sabíamos si mirarla directo a los ojos, o si dejar caer la mirada en sus pechos de pezones morados que fluctuaban bajo la tela transparente de la camiseta.
—Qué hembra —pensé, o casi escuché que Mauricio murmuraba, incapaz de ocultar el fuego de la próstata que ella le provocaba en el instante preciso en que, ya dentro del agua, se deshacía del sostén y dejaba que sus pechos simularan flotar en aquella superficie azul, a la que el sol arrancaba destellos metálicos, una escena de nítidos contornos cinematográficos que yo recibía con la incomodidad de un gato en el tejado caliente, experimentando una mezcla de resentimiento y a la vez de frenética excitación sexual: es decir, la lógica irritación por el hecho de que ella se mostrara tan vulnerable delante de Mauricio, pero con el pene erecto, abultándome las bermudas a la altura de la entrepierna, mientras me percataba, complacido, de que a mi mejor amigo también lo excitaba el espectáculo.
Al cabo de casi veinte años, mientras Thalo maúlla en el bolsillo izquierdo de mi pantalón, uno relee con desconcierto las páginas escritas en el recuerdo, que el tiempo comienza a emborronar con pálida perversidad. Gracias a un cuchicheo de vecinos y tras mi paciente vigilancia, lo supe: Mauricio y mi mujer se ponían de acuerdo para verse en mi casa y ocupar mi propia cama, ignorándome, cuando las exigencias del trabajo o alguna otra solicitud de la vida anunciaba mi ausencia. Para más detalles, alcancé a saber que Mauricio llevaba siempre consigo una copia de la llave de nuestra casa, que por razones obvias ahora presagiaba el desquite. El resto no es difícil imaginarlo. Apenas tuve la confirmación, urdí el final de la historia. No me falta inventiva para hacerlo, pensé agradecido de los dones que me habían sido concedidos al nacer. Cerré furiosamente la puerta de nuestro dormitorio. Eugenia estaba de espaldas a mí, mirándose en el espejo, entretenida en su laborioso maquillaje. Escuchó el portazo. Se volvió, sorprendida y acaso angustiada, para reiterarme la mirada que poco antes me había dirigido desde el fondo del espejo.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Se lo expliqué sin una pausa. Yo iba a facilitar sus encuentros con Mauricio. No era imprescindible seguir cargando con la culpa del engaño. Ella me observaba con incredulidad, con enormes ojos interrogadores. Yo llevaba la pistola en el bolsillo, no en el bolsillo izquierdo del pantalón, donde se refugiaba Thalo, sino en el trasero. Aguardé hasta que ella, respondiendo a mi pedido, que tenía la densidad emocional de una exigencia, después de muchas dudas y retrocesos, de súplicas inútiles, convino en llamarlo por teléfono y concertar la cita, esa misma tarde, a las cinco, como otras tantas veces. Entonces extraje la pistola y disparé. Coloqué la pistola sobre la alfombra, muy cerca del cuerpo yacente. Me quité los guantes y salí a la calle, hacia los resplandores del mediodía, con la convicción de que Mauricio no dejaría de acudir al encuentro, puntualmente, para asumir el riesgo de ser inculpado.