El cielo del general

Tras el golpe militar, provisionalmente incruento, el Tirano se deslizó a través de días y noches interminables durante los cuales se vio obligado a persuadir y a conmover, a correr de la fortaleza de Columbia a Palacio y de Palacio a la fortaleza de La Cabaña, a conversar y conversar hasta la necesidad de acudir al trago de ron para aclararse la voz, a reírle las gracias al nuevo embajador, a redactar decretos con su propia mano puesto que los hombres de uniforme que lo rodeaban eran una verdadera lástima de analfabetos, y a reunirse cada semana con los periodistas para declararle a la prensa que una vez restablecido totalmente el orden se convocaría a elecciones al amparo de la Constitución —“lo juro, palabra de hombre”— como si hubiera olvidado deliberadamente que el sagrado texto había sido sustituido a pocos minutos de la asonada por unos estatutos que le negaban toda capacidad de movimiento a quienes no estuvieran dispuestos a colaborar con él. Estaba tan alucinado con la nueva conquista del poder que, como en su juventud, realizaba todos los movimientos con matemática precisión. Apenas descabezaba un sueño de dos horas y ya se le veía de nuevo dando órdenes minuciosas y maldiciendo cuando su voluntad no se cumplía inmediatamente al pie de la letra. Pero sólo tres meses después el Tirano se percató, alarmado, de que ya no era el mismo de antes, puesto que una repentina dolencia, con los signos diagnósticos de una simple gripe —de ésas, muy frecuentes al romper el invierno, de las que él siempre se desprendió fácilmente con dos aspirinas— ahora lo mantenía con la espalda atornillada al lecho. Jarabes de vistosa etiqueta que eran verdaderos vomitivos al lado de los perfumados cocimientos de hojas de naranjo con los cuales su madre lo curaba de niño, le fueron suministrados a quien se sentía peor a cada momento, con aquellas sudoraciones en medio del delirio de la fiebre esquimal, como si estuviera sobre un témpano a la deriva, de cara a un cielo que no era su cielo, con el amuleto de un diente de caribú encerrado en la palma de la mano para hurtarle el cuerpo al fantasma de la miseria que lo perseguía en el fondo de los delirios de todas sus fiebres, provocados por una niñez tan rota como imaginaba que nadie la había padecido igual. Una tarde, en la que le pareció escuchar el canto de una siguapa dentro de su habitación, emergió del delirio con una extraña lucidez sobresaltada por el temor de haber envejecido cinco siglos en cinco minutos. Pidió un espejo de mano para mirarse y, en efecto, se vio las arrugas en las sienes plateadas que nunca se había visto, y las mejillas erosionadas por la ventisca del paso de los años durante una sola noche de cuarenta grados en las axilas. “Qué horror”, pensó convencido de que nunca más se iba a acostumbrar a su nueva cara de anciano, decidido a no mirarse otra vez en el espejo aunque le dijeran que pronto estaría más fuerte que un toro. Durante las pocas horas en que lo acompañó la fragmentaria lucidez, y durante toda esa semana de no hacer nada en el lecho de enfermo, se daba unas veces a revisar página por página su colección de revistas viejas, donde estaba detenido el tiempo por el magnesio de las cámaras de trípode, en cuyas fotografías sí era un toro de juventud el que embestía contra los acoquinados civiles que se echaban a un lado para que él ascendiera fácilmente al trono del poder ilimitado, y otras veces se daba a recordar que había nacido en un pueblito con un toldo de cometas empinadas del alba al ocaso, donde él se pasaba el santo día mirándole el rabo a las despabiladas chiringas, llevando en papeles de envolver café la cuenta de las que ya no iban a volar más, de los pobres barriletes perseguidos por los gritos de “se fue a bolina” de los abuelos que se sentaban en troncos de palma a mirar la fiesta de los papeles voladores, y pensando que las navajitas de afeitar puestas en los nudos de las tiras de mosquiteros de los rabos kilométricos no olvidarían el viejo oficio de convertir papalotes en lentos pájaros moribundos que viajaban en la agonía tricolor del papel de vejiga hasta caer en los tejados de las casas más próximas. Ahora, a tantos aguaceros de distancia, el Tirano se decía que si no fuera por las posibles risotadas a sus espaldas de ministros y ujieres —“que para el caso es lo mismo”— y por el benemérito brillo de las medallas de la guerrera en que estaba encorsetado, cualquier día de éstos iba a trepar por el enredo de tantas escaleras de caracol pintadas de verde hasta las mismas azoteas del Palacio Presidencial, pues para eso era el que mandaba, para echar a volar la cometa de franjas amarillas y negras que tenía en la imaginación desde los años remotos en que se vio obligado a abandonar el pasatiempo favorito para ponerse a vender tamales y tayuyos de puerta en puerta, para ponerse a pregonar en el parque los vasitos de garapiña de a tres centavos, todo para que su madre y sus tres hermanitos barrigones no se murieran literalmente de hambre en aquella casita de las afueras del pueblo, de techo de zinc, agobiada por el peso de las ramas de una enorme mata de mango, de donde había escapado el padre sin dejar la menor noticia de su rastro, ni el rastro de la noticia de dónde pudiera averiguarse su paradero, íntimamente convencido del cuento de marinero en tierra que les hacía a sus hijos, para dormirlos, todas las noches, con la explicación de que aquel pueblito estaba rodeado del verde de una hierba tan fina que por allí se podía llegar descalzo hasta el fin del mundo.

Desde ese momento vivió acosado por las lamentaciones de una madre que no se atrevió nunca a llevar otro hombre a la casa, pues si el marido regresaba intempestivamente la iba a moler a palos como si ella fuera una verdulera y no una madre dispuesta a defender hasta con las nalgas el presente de sus hijos, ya que del futuro tendría que encargarse el Elegguá que abre los caminos, aquel coco seco de ojos saltones puesto entre granos de maíz tostado detrás de la puerta, al que ella le encendía velas todas las noches. Pero también durante esa época le nació la idea de que cuando quisiera echarse una mujer, después que le salieran la barba y el bigote, tendría que ir a buscarla en otros sitios donde nadie le conociera el reverso de la medalla de los turbios relatos echados a rodar por los despalilladores de tabaco y los tratantes de ganado y los tarugos de los circos efímeros que pasaban por el pueblo, quienes estaban dispuestos a jurar que la contingencia de defenderle el presente de los hijos hasta con las nalgas de la espléndida mulata nunca fue una remota posibilidad hipotética sino la solución desesperada que la pobre encontró para encender el fogón y servir la mesa. Durante años pensó en la mujer de sus primeros sueños, que podía ser encontrada al final de aquellos raíles del ferrocarril sobre los cuales ahora trabajaba de fogonero, mirando desde la locomotora los apeaderos, las casitas de adobe que quedaban a sus espaldas, desde donde le decían adiós con las manos las muchachas que se acostumbraron a los tres pitazos del tren con que él las hacía asomarse a las ventanas, hasta que se dijo que ninguno de aquellos pueblitos miserables de la costa, mordidos por los cangrejos de los interminables manglares, era el lugar señalado para dejarle cuatro niños en el vientre a una mujer y luego salir corriendo como su padre, descalzo, por un césped que no conducía a ningún lugar.

Cuando se bajó en el andén de la estación del ferrocarril de La Habana y se internó en el dédalo de las primeras calles de la capital, el miedo a lo desconocido le heló la sangre en las venas. Pensó que nunca el corazón le había brincado tanto en el pecho como en esa ocasión. Pero se equivocaba. Su miedo a la vida era el mismo de siempre. Y si ahora, como otras tantas veces, lograba sobreponerse al instintivo impulso de no seguir adelante con sus proyectos era por la certidumbre de que peor sería aun regresar por la cuerda floja del destino a la casita de techo de zinc y a la venta de los vasitos de garapiña en el parque de aquel desteñido pueblito remoto donde nació, cuyo pavimento —eso era lo único que de pronto recordaba— estaba pintado de blanco por las cagadas de los pájaros del atardecer. Sin embargo, a medida que atravesaba avenidas y observaba balcones, el blasón tallado en piedra de una casa señorial, arbotantes, todo lo que para él no eran más que extravagancias arquitectónicas, el susto iba cediendo y era apenas el ruido de una mínima gotera cayendo en el silencio del corazón cuando se sintió completamente aturdido por el prodigio de nuevos cimborrios y zócalos de mármol que le salían al paso. Durante el viaje de su pueblo hasta la capital, mientras miraba desaforadamente por la ventanilla de un vagón de tercera clase, todos los sitios por donde pasó —mucho mayores que los que él conocía—, se le figuraron pueblos de fábula, con tíovivos en los solares yermos, y con portales donde la gente se arracimaba para escuchar melodías sacadas del rollo perforado de una pianola. Pero en La Habana vio lo que nunca había visto —ferreterías con anuncios luminosos, gimnasios, el león de piedra a la entrada del Paseo del Prado, los edificios con azoteas casi entre las nubes, las floristerías, la cúpula del Capitolio Nacional—, las cosas que no se cansaría de mirar ni en la cúspide de su poder, con el asombro campesino tan bien disimulado que muchas veces el edecán sintió deseos de preguntarle la causa de aquella grave preocupación que le molía los sesos, imaginando que la contemplación absorta, durante la que ni siquiera pestañeaba, la provocaba algún enredo en la balanza de pagos, alguna ruptura de relaciones con algún país de misteriosos climas que el solícito edecán buscaba en la cartografía de las arrugas del entrecejo del General.

Nunca soñó que su ascenso en la vida iba a ser tan meteórico. Seis meses después entraba al ejército, de soldado raso, gracias a la recomendación de un teniente de artillería al que le hizo el favor de avisarle a tiempo que las ruedas de un auto que se acercaba a toda velocidad, al pasar por un charco de agua, podían levantar una cortina de fango que le estropeara las lustrosas botas. Y un año más tarde, poco antes de ganarse el grado de sargento, la tropa a su lado no cesaba de preguntarse qué diablos le sucedía al indio de engolada voz de mando que estudiaba taquigrafía por las noches en lugar de darse la gran vida, como ellos, en el burdel de Pancracio, donde olvidaban el agobio del cuartel entre los movimientos sísmicos de una docena de pelirrojas, y donde una mulata fondilluda bailaba hasta el alba la danza de los platanitos de Josephine Baker. Y cinco años después, tras dirigir la rebelión de los sargentos contra una oficialidad vencida por el peso de sus medallas decrépitas, ya era el jefe del Estado Mayor del ejército. La operación había sido fulminante y sorpresiva, pero cuando la oficialidad cayó en la cuenta de la enorme desgracia que significaba la pérdida del poder quiso oponer resistencia y se refugió en un hotel, desde donde exigió la capitulación de los insubordinados. Sin pensarlo dos veces, el antiguo fogonero dio órdenes de destruir el edificio a cañonazos. La hazaña le valió el cargo de presidente de la república. Mandó a confeccionar enseguida banderas de franjas amarillas y negras, que desde ese momento serían el símbolo de todo su poder, y viéndolas flamear en lo alto de las fortalezas militares como los papalotes de su niñez, mirándolas aletear por encima de todos los tejados de las casas de un vecindario que no podía siquiera quejarse de haber perdido con aquellos trapos pintarrajeados los mejores pedazos del azul del cielo de una patria cada vez más pequeña, gobernó el país a su antojo durante varios años, al cabo de los cuales convocó a elecciones pensando que iba a continuar en la poltrona presidencial por la voluntad del pueblo. Pero el resultado de las urnas le fue adverso. Ahora, de pronto, pudo escuchar en las calles, y a través de los canales de la televisión, las voces de quienes ya no se ocultaban para llamarlo asesino. Sintonizó la radio y escuchó, sin despegar los labios para proferir exclamaciones de asombro, con las cejas fruncidas y las manos yertas, el múltiple relato de hombres del pueblo que atestiguaban que un niño de sólo seis meses de nacido había sido desollado vivo por un policía a las órdenes del Tirano. “Más que tirano es una víbora inmunda”, aseveraba uno de los denunciantes. Por primera vez comprobaba la verdadera consistencia y alcance del odio acumulado contra él. Temeroso de perder la vida, sin arreglar las maletas, tomó el camino del exilio.

Aunque alardeaba de que podía estar hablando durante toda una vida de lo que vio y aprendió en su recorrido por la tierra de nadie de los que viven obligatoriamente fuera de su país, a su regreso a Cuba, seis años después, no pasó nunca de mencionar una cacería de patos en los pantanos de la Florida y la visita a una alucinante ciudad de California donde todo era de mentira: el vientre de celuloide de las jovencitas impúdicas, el cielo de estrellas de hojalata que podía tocarse con las manos, el agua de vidrio de una cascada estática, y un tigre de terciopelo, relleno de inocente paja, al que él fue aproximándose con el mayor descuido, convencido de que los feroces rugidos eran un artificio más de la ingeniosa juguetería, y continuó aproximándosele hasta que lo sobrevoló un zarpazo que de puro milagro no lo abrió en canal. Había vuelto al país al amparo de la promesa de respetarle la vida hecha por un nuevo gobernante que, en los fastos de su segundo año en procura de la concordia nacional, concedía la libertad a los presos políticos, restituía el derecho a la huelga y permitía el regreso a la patria de los que demasiado habían purgado yerros y delitos —eran sus palabras— bajo cielos de niebla y cierzo. En medio de la desaforada ovación de las muchedumbres, ese mismo gobernante había anunciado también una voluntad de renuevo en la vida política de un país necesitado, según decía, de quedarse sin pícaros, truhanes, oportunistas, bergantes, rateros y bufones, pero dos años más tarde sucumbió a la desgracia del escándalo público provocado por las constantes francachelas en cierta habitación del Palacio presidencial, desde la cual muchas noches algún ministro circunspecto, algún ujier que no se cansó de comentarlo en todas las esquinas, vio salir en tropel mujeres desnudas, deseosas de poner sus tetas al aire entre bustos de próceres y de multiplicar sus nalgas hasta el infinito en la pesadilla del Salón de los Espejos.

El Tirano, hasta entonces a la sombra de furtivos conciliábulos con gente de uniforme que le seguía siendo fiel, que en los cuarteles no ocultaba a la tropa la posibilidad real, inmediata, de ponerle coto al desorden, a la abulia —“a tanto abejeo de putas donde no debe ser”— consideró llegado su gran momento. Y una madrugada en la que ya no pudo resistir más al reclamo de la historia, entró de nuevo en el amarillo del pantalón de caqui no usado durante muchos años, devuelto por aquel caprichoso giro del destino; se puso la guerrera constelada de triángulos, rombos y poliedros de metal dorado —la Medalla del Mérito Militar y la Medalla del Mérito Naval, que pendían de una cinta tricolor—, aplacó el lacio pelo aindiado, ya nevado en las sienes, con la gorra de charolada visera bajo el escudo de la República, y llevándose la mano a la frente, unió sus talones imperiosos. “A las órdenes, General”, resonaron unánimes las voces de quienes lo rodeaban.

Tras la asonada militar poco debió importarle la devastación fulminante del rostro durante una noche de fiebre de volcanes, puesto que el espejo de la bruja de Blancanieve de la gente que le era incondicional, sin necesidad de ser interrogado, respondía que no había otro tan varonil, tan apuesto y tan solicitado de mujeres como él en todas las satrapías del Caribe. Sin embargo, demasiado preocupado a partir de ese momento por su cara de anciano y por su repentina incapacidad para empuñar él solo las riendas del poder, pensó en dar los pasos imprescindibles para atraer a su gobierno a los hombres más ilustres del país, a todos los que se habían apartado con no disimulada repugnancia del fogonero que inundaba la diáfana atmósfera institucional con el humo negro de la locomotora castrense. “No hay que pensarlo tanto, qué carajo”, exclamó en el instante de decidir una reunión de su gabinete para dar la noticia.

—Muchachos, vengo a hablar de la concordia nacional, pero esta vez es en serio —comenzó diciendo—. La patria necesita de todos sus hijos, de todos los corazones, de todas las voluntades, de todas las inteligencias. También el porvenir de las futuras generaciones exige echar a un lado los idiotas resquemores que separa a los que, indisolublemente unidos, seríamos imperecedero ejemplo de sensatez.

Pensó que su discurso funcionaba y que en muchos años la elocuencia no había sido para él esa hembra fácil que ahora casi podía acariciar con las mismas manos de gesticular y gesticular mientras hablaba de los colores de la bandera, del himno nacional, de los honores póstumos, del ejemplo de la historia, del héroe epónimo, del sacrificio hecho por los padres de la patria durante las dos guerras de independencia. Se sintió tan feliz jugando con las palabras que, en una brecha de su discurso, llegó hasta imaginarse en una caminata por las céntricas avenidas de la capital, sin guardia personal, sin un solo agente de la policía secreta preocupado por la calidad del aire que él respiraba.

—En fin, me da lo mismo que sean de derecha o de izquierda —concluyó—. El caso es que empiecen a colaborar conmigo.

Los ministros hicieron un mínimo gesto para observarse de reojo pero, aconsejados por la prudencia, siguieron mirando por debajo de la larga mesa de caoba las punteras de las botas del General. Publio Leiseca, el titular de la cartera de Obras Públicas, tuvo en la punta de la lengua una frase: “Eso sería como echarle margaritas a los puercos, General. De todos modos sus enemigos siempre van a poner en tela de juicio los más sensibles dictados de su generoso corazón”. Calculó que el reparo podía ofrecerlo envuelto en esa zalamería, pero aun así no se atrevió.

Al Tirano le bastó con escudriñar dos o tres rostros para percatarse de la situación.

—No se aterroricen, muchachos —comentó con aire paternal—. Dejen que funcione la democracia. Eso es bueno siempre que no me separe un milímetro del poder.

Pese a las diligencias de los ministros, que se afanaban día y noche en cumplir su encargo, al cabo de un mes pudo comprobar que los políticos de izquierda no se habían movido de la izquierda, y que los de la derecha, seguramente engatusados por los de las izquierdas, continuaban impertérritos en su inmovilidad desafiadora. Todo ese silencio por respuesta acabó por exasperar al Tirano que, durante horas, acarició la idea de dar marcha atrás en sus propósitos y demostrar que él podía ser el mismo de siempre, imponiendo el toque de queda, dando órdenes de allanar casas, de censurar la prensa, de amordazar a los inconformes, de llevar a la cárcel hasta el pipirigallo, de obligar a que el ejército y la policía mantuvieran en jaque a la población las veinticuatro horas del día, sin tomarse el cuidado de arrojar los cadáveres de sus enemigos a la bahía, como le aconsejaban, para ocultar las depredaciones siempre legítimas en quien está investido del poder, porque si él pensaba que las reglas del juego debían ser respetadas hasta las últimas consecuencias, lo correcto, lo justo, era dejar los cuerpos emasculados, con las huellas irrebatibles de la tortura, a la vista de todo el mundo, en las cunetas de las carreteras, en los solares yermos, en las proximidades de un cine, en el patio del Palacio de Justicia, para que nadie se llamara a engaño sobre la verdad de sus intenciones y como ejemplar escarmiento a los que aún estuvieran buscando como gallinas ciegas el resquicio de una oportunidad remota de hacerle oposición. Sin embargo, enseguida se percató que desechar los proyectos de la víspera era un modo de caer en la trampa ingenua de cazar tomeguines tendida por sus enemigos, que no abrían la boca precisamente para molestarlo, para irritarlo, para verlo montar en cólera, imaginando que él era el gran idiota del siglo y que en un momento de ofuscación iba a destruir con los pies lo hecho con la cabeza en momento de mucha lucidez, puesto que el colaboracionismo de los hombres más capaces del país no iba a poner en peligro la estabilidad del régimen ni a impedir que él siguiera inconmovible en la poltrona omnímoda que, a los sesenta y cuatro años, le servía entre otras cosas para muchas cosas que a los veinte años no pudo hacer en el prostíbulo de Pancracio, no porque le faltaran bragas para dormirse a todas las putas en una sola noche, sino porque el tiempo lo necesitaba entonces para hacer voluntariosamente lo que hizo, para escalar a la suprema posición desde la cual, ahora, no había rubia, trigueña o pelirroja que se negara al patriótico requerimiento de apaciguar con secretos de alcoba a quien era capaz, según todos los rumores, de echar a rodar tres cabezas de sus adversarios políticos por cada descalabro amoroso que pudiera sufrir, infundio propalado por él mismo para crearse la imagen de macho insaciable que lo acompañó hasta el fin de sus días y que únicamente pusieron en entredicho los soldados rasos que lo conocieron treinta años atrás y seguían pensando, los muy cretinos, que la taquigrafía sólo fue un pretexto para ocultar debilidades inconfesables.

“Ah, caramba, eso tiene que ser”, tartamudeó el Tirano al sentirse iluminado por el relámpago de la única explicación posible de aquel silencio tan unánime y tan vasto como una conspiración, súbitamente convencido de que el férreo círculo de la codicia de sus allegados había estado impidiendo que muchos de los deseosos de colaborar se acercaran a él. Sin darle paso a otra reflexión, llamó al edecán y le ordenó que convocara a sus ministros para las seis en punto de la tarde. “Es decir, dentro de una hora y cuarenta y cinco minutos, sin falta”. Mientras pensaba que los ministros, por demasiado cuidar sus sinecuras estaban a punto de perderlas, se dijo que cualquiera de aquellos bribones sabía perfectamente quién era quién en el país, quién era capaz de seguir ciego, sordo y mudo a su llamado, y quién estaba demostrando ya, aunque fuera tímidamente, su disposición al diálogo. Cada vez más convencido de que para no perder la cartera de Hacienda, de Obras Públicas o de Relaciones Exteriores, cualquiera de ellos, o todos juntos, de común acuerdo, habían estado torpedeándole la iniciativa feliz, llamó de nuevo al edecán para decirle que diera la noticia, junto con la convocatoria, de que había aceptado la renuncia de uno por uno de sus ministros, sin excepción, y que el nuevo gabinete se integraría a las seis de la tarde.

Proferida la orden, durante un buen rato se paseó de un lado a otro, las manos anudadas en la espalda. Como otras tantas veces en que las cosas no salían a su gusto, en que la cólera le aciclonaba el corazón, se sintió asaltado en oleadas por los recuerdos de su niñez, sobre todo por el recuerdo cada vez más punzante de la casita agobiada por el peso de las ramas de una enorme mata de mango, por el recuerdo del parque de aquel desteñido pueblito donde nació, cuyo pavimento —eso era de pronto lo más recordado— estaba pintado de blanco por las cagadas de los pájaros del atardecer. Escuchó: “Pero peor hubiera sido regresar por la cuerda floja del destino a la casita de techo de zinc y a la venta de los vasitos de garapiña”. Bruscamente detuvo sus pasos pero se dio cuenta enseguida que no había escuchado la voz de otra persona, de alguien que estuviera junto a él, muy cerca de su oído, sino su propia voz que le hablaba con la inconfundible densidad de un sollozo.

Volvió a llamar al edecán.

—Si los ministros no me traen a las seis de la tarde la lista de los que van a colaborar conmigo, que se den por despedidos. ¿Está claro?

—Sí, General.

—Ahora, a lo nuestro. Sígame.

Entró en su alcoba seguido del edecán. Con gestos nerviosos, abrió una gaveta de la cómoda. Al edecán le pareció escuchar un crujido de papeles hambrientos en el fondo de la gaveta.

Pasó de nuevo junto al edecán, sin mirarlo, y lo sintió fofo y distante, y luego imaginó que lo seguía casi sin separar las suelas de sus zapatos del piso, con aceitados movimientos de animal en acecho. El edecán, que se había apartado para dejarlo pasar, le miró las espaldas y pensó: “Parece un camello en medio del desierto”. Aturdido, avanzando a grandes trancos, el Tirano dejaba atrás los bustos de los próceres en sus zócalos intensos, los tapices y las mayólicas, la luz cenicienta del Salón de los Espejos, las sillas tapizadas con las que tropezó en un pasillo casi en penumbras. Atravesó otro salón y allí estaban frente a él, ofuscadores, los amplios ventanales de la terraza, bañados furiosamente por el sol.

—Vamos, no sea pendejo. Sígame.

Y sin esperar respuesta, saltó al primer peldaño y comenzó a subir por el enredo de tantas escaleras de caracol pintadas de verde rumbo a las azoteas del Palacio presidencial, y continuó subiendo sin mirar hacia abajo, mientras piaban los pájaros a su alrededor y el viento le inflaba la ropa, mientras escuchaba las torpes pisadas metálicas del edecán que trepaba tras él, malhumorado y jadeante, todavía sin comprender, el muy idiota, y no aminoró su ascenso mientras apretaba contra su pecho la bola de hilo y la cometa de franjas amarillas y negras que tenía en la imaginación desde los tiempos remotos de su niñez, mientras ganaba los últimos peldaños en el aire diáfano y se sentía cada vez más cerca del cielo radiante de las cuatro y media de la tarde de aquel miércoles increíble.